Sábado, 2:18 p.m.
Pedro soltó el brazo de Paula y la contempló mientras se ponía un sujetador azul de encaje y un tanga a juego. Tenía toda la razón acerca de los trabajos de ambos y lo cierto era que simplemente no era típico de él perder la perspectiva del escenario completo, como estaba ocurriendo. Ella tenía un empleo remunerado pero él andaba quejándose porque los trabajos no eran del nivel que quisiera. Idiota. Unos meses atrás, a él le preocupaba que ella rechazara cualquier tipo de empleo con sueldo por un trabajo rápido, excitante e ilegal en alguna parte. Maldito imbécil.
—Para mí eres la elección perfecta —dijo en alto—. Discúlpame.
Ella le lanzó una mirada.
—No soy perfecta —dijo suavemente, poniéndose unos vaqueros—. Pero molo. No te preocupes por eso. Tú no tenías razón. Yo sí. Yo gobierno el reino.
Pedro resopló.
—¿Me querías preguntar algo sobre antigüedades japonesas?
—Mm hum. Pero primero ponte la ropa. Me distraigo si solo llevas puesta esa toalla.
Evidentemente, no la había fastidiado hasta el punto de enfadarla, pero solo por una cuestión de pura y simple buena suerte de su parte. Buscaba señales de que ella continuara
teniendo dudas acerca de su relación, pero no había ninguna a la vista. Pedro sonrió perezosamente mientras cambiaba la toalla por unos bóxers y unos vaqueros. Es más, si hubiera estado buscando señales de que ella tuviera intención de quedarse con él, las estaría encontrando. Y, por lo que a él respectaba, eso era una muy buena noticia.
—¿Mejor? —preguntó, abrochándose los pantalones.
Paula sonrió caprichosamente.
—No necesariamente. Pero me gustaría mantener nuestra conversación en la galería de las armaduras. ¿Podemos hacerlo después de cenar?
—Claro. ¿Quieres que te acompañe a casa de los Mallorey?
—Creo que no. La verdad es que no sabes qué hacer contigo mismo cuando no tienes trabajo, ¿no? Se llama relajarse. Tomárselo con calma. Llama a Gonzales. A lo mejor podéis ir a algún partido o algo así. O jugar los nueve hoyos de golf que te perdiste ayer.
—¿Estás intentando librarte de mí? —preguntó mientras recogía su camiseta gris.
—Vamos a dejarlo en que no quiero que compartas con Gwyneth Mallorey tu opinión sobre ella hasta que me pague. Obviamente quienquiera que dijera eso de que las palabras no hacen daño nunca había tenido una discusión contigo.
Aunque el comentario había sonado como un elogio, probablemente no era lo que ella había querido decir.
—Muy bien. Llamaré a Tomas y me mantendré ocupado. A lo mejor Mateo tiene partido hoy.
—No tiene. Va a cenar a casa de su amigo David.
Pedro se interrumpió.
—¿Y tú por qué lo sabes?
—Porque estoy buscando al hombre anatómico, ¿te acuerdas? Tuve que ir a ver a mi cliente —lo miró mientras se aplicaba el desodorante—. Mateo es un buen chico ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué?
Paula se encogió de hombros.
—Solo preguntaba. No entiendo muy bien a los niños.
—Pues desde luego a los chicos Gonzales les gustas.
—No he dicho que no me gusten, he dicho que no les entiendo.
Eso tenía sentido, teniendo en cuenta el tipo de crianza que había tenido.
—Esto. ¿Alguna pista hasta ahora?
—Es demasiado pronto para decirlo.
Paula entró en su vestidor y reapareció un momento más tarde poniéndose una blusa amarilla y una americana negra.
Jesús, esto sí que era raro: ella saliendo a ver a un cliente y él tratando de mantenerse ocupado. Paula volvía a tener razón: tenía que aprender a relajarse un poco. Por supuesto, disfrutar del momento era considerablemente más fácil cuando ella estaba presente para hacerlo con él, pero podría soportarlo por una tarde. Se lo tomaría como un ejercicio para fortalecer el carácter.
Paula se remetió la blusa en los pantalones y se puso de puntillas para darle un besito en la boca.
—Estaré de vuelta en un par de horas. No hagas nada que yo no haría.
Él sonrió.
—Eso no me limita mucho. Buena suerte con Gwyneth Mallorey.
—La suerte es para los tontos, pero gracias.
Pedro la acompañó al garaje y le abrió la puerta de su Bentley azul. Le había regalado el coche hacía un año y desde entonces ya quería comprarle otro, pero ella lo había rechazado. Por lo visto, el Bentley había sido su primer coche realmente propio y no deseaba perderlo, ni siquiera por otro modelo nuevo. Tan pronto como ella se marchó, él
sacó el móvil y apretó una de las teclas de marcación rápida.
A los dos timbrazos, contestaron:
—Qué hay, Pedro —dijo la voz de Tomas—. No sé dónde está Chaves si llamas por eso.
—No es por eso.
—Ah. Vale. ¿Problemas con las negociaciones en LAX?
—No, todo va bien. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?
—Espera un segundo —a través de la línea se oía débilmente lo que parecía un locutor en la radio—. Vale. ¿Qué pasa?
Pedro se separó el teléfono de la oreja un instante para mirarlo.
—Nada. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?
—Estoy reencolando la pata de un taburete —contestó Tomas por fin—. A Mateo se le ha acabado la lucha libre de la WWE por este mes. ¿Y ahora puedo preguntar qué estás
haciendo tú?
—Absolutamente nada.
—¿En serio? ¿Y dónde está Chaves si no está ahí?
—En una reunión con un cliente. Y Cata está en casa, ¿no? —continuó Pedro , sin hacer caso de la repentina aceleración de su ritmo cardíaco. ¿Por qué no hacerlo hoy?
Llevaba semanas queriendo hacerlo y Paula le había dicho que se lo pasara bien. Esto no era algo que ella hubiera pensado, pero ahora que se le había ocurrido la idea, le parecía un puñetero buen plan.
—Cata está aquí. Mateo está en casa de su amigo David. Lau ha ido a casa de su amiga Tiffany y Christian está en Yale. ¿Algo más?
—¿Podría hablar con tu mujer? —se obligó a recordar que Tomas era su amigo más íntimo y que, como abogado que era, se obsesionaba por los detalles más minimos, así que
tomó aire y contó hasta cinco.
—Vale, pero ahora tengo que volver a entrar en la casa. Espera.
—Por Dios bendito —musitó Pedro.
—Te he oído —le llegó la respuesta—. Aquí está.
—¿Con quién tengo que hablar? —la voz de Catalina Gonzales le llegó con su encantador acento sureño—. ¿Pedro? Hola, Pedro.
—Cata. Me preguntaba si dispones de unas cuantas horas esta tarde para ayudarme con algo.
—Claro. ¿Qué necesitas?
—Necesito que vengas conmigo.
Silencio.
—¿Con Pau?
—Ella está ocupada en otra parte. ¿Puedo recogerte en veinte minutos?
—Esto… vale. ¿Qué le digo a Tomas?
—Que vamos a ir a un sitio que no te voy a revelar hasta que te montes en el coche conmigo.
—Espera un momento.
Aunque tapó el micrófono con la mano, él distinguió las palabras “secreto”, “sexo” y “cita”, mientras ella informaba de la conversación a su marido. Si los Gonzales no hubieran
sido novios desde el instituto y si no los conociera a los dos desde hacía más de diez años, incluso la broma implícita le hubiera hecho sentirse incómodo. Pero tal y como eran las
cosas, sonrió y sacudió la cabeza.
—Tomas quiere saber si puede venir —dijo Cata por fin, con tono de diversión.
De puñetera madre.
—Solo si jura que se guardará su opinión sobre cualquier asunto relacionado con ello para sí mismo.
Ella transmitió la información de nuevo.
—Está de acuerdo. ¿Se supone que yo también tengo que atenerme a las mismas normas?
Pedro abrió la caja fuerte del garaje y sacó las llaves de su Jáguar verde.
—Absolutamente no. Quiero tu opinión. Te veo en veinte minutos.
—Estaremos preparados. Y no te preocupes, haré que Tomas se cambie de camisa.
No quería saber lo que Gonzales llevaría puesto para provocar un comentario así. En lugar de ello, se puso a pensar en si debería de cambiar su destino ahora que Tomas se había auto invitado. Hubiera sido fácil rechazarle, pero por mucho que estuviera públicamente en desacuerdo con la opinión de su amigo acerca de Paula y su carácter, la de Gonzales era su única voz de la razón en lo que a ella se refería.
—¿Quiere que le lleve, señor? —dijo su chófer, Ruben, desde un rincón cercano del garaje, donde se encontraba almacenando trapos limpios en un armario.
Eso sería definitivamente más cómodo, pero también significaba un testigo perteneciente a la casa: otro miembro del personal encandilado por Paula desde prácticamente el momento en el que llegó a Solano Dorado.
—Me las arreglaré, Ruben. Gracias.
Veinte minutos más tarde aparcó en el camino de acceso de los Gonzales, ante su bonita casa de dos plantas en las afueras de West Palm Beach. Allí vivían montones de
familias de clase media y alta, con sus dos o tres críos y sus mascotas. Hasta tenían fiestas de vecinos al menos un par de veces al año. Domesticidad. No había pensado mucho en ello hasta recientemente. Hasta Paula. Sin embargo ahora, la imagen de tres niños con sus cascos montados en sus bicis por la calle le hizo sentir calidez y un cierto mareo.
Extraño,ese asunto.
Unos segundos más tarde salieron Cata y Tomas. Tomas embutió sus largas piernas en el asiento trasero para que su mujer ocupara el delantero.
—Vale, ¿nos vamos a enterar de a dónde vamos? —preguntó Tomas mientras se dirigían a la I-95 Sur hacia Bal Harbour.
—Sí. Vamos a Harry Winston.
Notó como el asiento bailaba cuando Tomas se puso derecho.
—¿A Harry Winston? —repitió el abogado con un graznido—. ¿La joyería?
—Sí. A ver anillos.
* * *
gato con ojos móviles. Frente al mostrador, unos metros más allá, Sanchez se paseaba con el teléfono en el oído y la expresión… en fin, pétrea, a juego con su nombre.
—Eres un pedazo de mierda, Merrado —gruñó—. Te dije que te pagaría por una buena pista. Lo que me das son sugerencias, no pistas. Y para eso no te necesito.
Colgó el teléfono jurando por lo bajo. Ella levantó la cabeza.
—¿Sugerencias?
—Acerca de dónde puedo meterme la… en fin, ya te haces una idea.
—Mierda —musitó Paula—. Esta gente solía hacer cola para trabajar con nosotros.
—Ya no estás lo que se dice la primera en la lista de los Ladrones del Mes, cariño. Ayudaste a meter a Veittsreig y a su gente en la cárcel. Los traficantes de mercancía robada
no ganan dinero cuando sus conseguidores están en la cárcel.
—¿Hasta los siniestros con pistola que intentaron que me comiera una bala?
—Hasta esos. La verdad es que entre nuestra gente no discriminamos mucho.
Ella esbozó una sonrisa lúgubre.
—Tú sí. Por lo menos ahora.
—Sí —frunció el ceño—. Y ellos también, porque ya nadie quiere hablar conmigo. Ni sobre nuevos robos, ni sobre los antiguos, ni sobre qué ricachón está coleccionando qué.
—Así que nada sobre coleccionistas de artefactos samurái pasados, presentes o futuros.
—No.
—¿Y entonces qué es lo que sabes? A mí me han encargado piezas como esas. Y también a Martin, en su día.
Sanchez carraspeó.
—Había un par de habituales, aunque hace ya tiempo. Tendré que mirar en mis registros, no tengo tan buena memoria como tú.
—¿Necesitas ayuda?
—Ni siquiera tú te vas a enterar de dónde guardo los informes de mis clientes.
—¿No confías en mí? —se puso una mano en el corazón—. ¿En mí?
—No confío en que no llegues a usar lo que veas en contra de alguien para quien hemos trabajado. Te acuerdas de todo lo que ves y de todo lo que oyes, Pau. Así que, si
directamente no sabes nada, no tendré que preocuparme de que esos tíos espeluznantes a los que robaste reciban una visita tuya y aprovechen la oportunidad para volarte la cabeza. O para volármela a mí, ya que los muros de tu casa son muy altos, a diferencia de los míos.
Ella frunció el ceño y se puso en pie.
—¿De modo que esto es por mi bien?
—Y por el mío.
Probablemente le hubiera podido convencer para que le dejara echar un vistazo, pero tenía su parte de razón. Había rechazado trabajos de seguridad para gente a la que había robado en el pasado y ya sabía algunas cosas poco agradables sobre algunos conocidos —de negocios y sociales— de Pedro, cosas de las que él no tenía ni idea. Puede que la ignorancia la librara de una noche en blanco de vez en cuando.
—Vale. Entonces nos vemos el lunes. Pero llámame si se te ocurre algo.
—Lo haré.
Le sopló un beso y abandonó la anodina casa situada en un extremo de Pompano Beach para montarse en su Bentley, completamente fuera de lugar allí. A mitad del camino de vuelta a Solano Dorado, se desvió hacia una cadena de librerías para comprar un montón de revistas de las que se dedican a mostrar los interiorismos de los ricos y famosos.
Puede que Sanchez no tuviera pistas sobre los coleccionistas de artefactos samurái, pero con un poco de suerte, los podría localizar ella misma.
La mayoría de la gente no coleccionaba al azar.
Coleccionaban cosas que les gustaban: arte impresionista, cerámica griega, escultura renacentista. A un fan de Picasso
probablemente no se le ocurriría encargar el robo de un conjunto de armadura japonesa y espadas samurái de mil años de antigüedad. Y alguien capaz de encargar algo así era el tipo de persona que se podía permitir el tipo de cosas chulas que hacía que les quisieran sacar en las revistas de interiorismo.
Se la estaba jugando, pero oye, siempre estaba jugándosela.
De vuelta en la propiedad, abrió la verja principal y condujo por el largo camino lleno de curvas entre las cimbreantes palmeras. A pesar de todo lo que habían viajado el último año, el negocio de Paula estaba en Palm Beach. Y Pedro y ella habían pasado suficiente tiempo en Florida como
para que él tuviera que pagar una importante cantidad en impuestos.
Probablemente ella también hubiera tenido que hacerlo si el gobierno llegara a averiguar que tenía otros ingresos aparte de Chaves Security: el plan de pensiones de Milán, ahorros procedentes de todos sus robos y otras fechorías que se encontraban a buen recaudo en una cuenta numerada en Suiza. Aunque había estado utilizando algo de ello para
montar el negocio, no pensaba facilitar información sobre el asunto a nadie.
* * *
a llamar a ese almacén de coches del tamaño de un estadio, cada uno tenía su lugar.
—Ruben, ¿a qué hora se ha marchado Pedro? —preguntó al notar la ausencia del Jag.
—Hacia las tres menos veinte —contestó el conductor.
—Gracias.
Seguramente Tomas y él habían vuelto a irse a jugar al golf.
Personalmente, Paula no le veía el punto a golpear una pelotita alrededor de un parque, a no ser que hubiera pasta
en los agujeros, pero Pedro disfrutaba. Y había aceptado su consejo de salir a divertirse un poco.
Con una sonrisa, fue a cambiarse la ropa de trabajo. Y luego subió a la tercera planta, a la gran galería de arte que estaba situada allí. Había grandes ventanales hasta el suelo alineados en un lado de la pared, al otro lado se situaban las armaduras completas, junto con otros artefactos relacionados con las armas distribuidos entre ellas.
Fue allí donde Pedro y ella se vieron por primera vez. Claro que, en ese momento, ella estaba intentando robarle y él acababa de regresar a casa antes de lo previsto de un viaje a Stuttgart, aunque justo a tiempo para verse involucrado en una emboscada y una traición que estuvo a punto de matarlos a ambos.
—Ay, los viejos tiempos —murmuró sonriendo.
Tras la explosión, hubo que reparar una parte importante de la galería y varias de las piezas de Pedro resultaron dañadas o destruidas. A primera vista nadie se hubiera hecho idea
del alcance: además de que poseía suficientes piezas de arte y antigüedades como para llenar varias casas, Pedro tenía un gusto muy definido acerca de los lugares correctos para cada cosa.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, junto a una armadura samurái, y comenzó a ojear las revistas. En un par de las casas publicadas aparecían decoraciones japonesas y de otros lugares del Lejano Oriente, pero sabía lo suficiente sobre los elementos que aparecían en las fotos como para desestimarlas todas. La gente tendía a enseñar sus mejores piezas en las sesiones de fotos y, aunque Paula no esperaba ver la armadura Yoritomo, no había nada que se acercara siquiera a su valor económico.
—Maldita sea.
Vale. No había sospechosos, pero por lo menos tenía seis no sospechosos. Era una ayuda, por aburrido y mundano que fuera el descubrimiento.
—¿Cómo ha ido la instalación de cámaras?
Ella se sobresaltó y levantó la vista justo cuando Pedro terminaba de subir las escaleras. Siempre se quedaba sin aliento al verlo: si hubiera sido del tipo nenita con risita tonta sería directamente vergonzoso. De dondequiera que viniera, seguía vistiendo tejanos y camiseta gris, con una camisa negra abierta sobre ella y unos mocasines sin calcetines.
—Lucrativa —contestó ella, levantándose del suelo y sonriéndole—. Cuando le he dicho a Gwyneth que mi presencia le iba a costar mil pavos extra, no me ha rechazado por estirada, así que me he tirado allí dos horas comiéndome sus anacardos.
Pedro soltó una risita.
—¿Pero sigues queriendo espaguetis, supongo?
—Para eso tengo otro estómago —deslizó la mano por su cintura—. ¿Qué has estado haciendo esta tarde, macizo?
Él le pasó el brazo por los hombros y la atrajo para besarla en la cabeza.
—Más golf.
—¿Ha perdido Gonzales?
—Sí.
—Excelente.
—¿Alguna pista sobre los robos del colegio o la armadura?
—Algunas ideas sobre el del colegio. Y sé de un par de coleccionistas que no se llevaron la armadura.
Un instante más tarde, él la dejó ir y caminó hacia una de sus armaduras samurái más importantes. Se había vuelto bastante bueno en el arte de soltarla antes de que ella
comenzara a sentirse incómoda. Pero ella también había estado trabajando en lo suyo, en tocarlo antes de que él tuviera que acercarse a ella. Martin y ella habían perdido a su madre cuando Paula tenía cinco años. No recordaba nada parecido a la aceptación incondicional anterior a eso y, a partir de entonces, su función consistió en aprender lo más posible para ser buena en cualquier cosa que hiciera. En un momento dado, mejor que Martin. Pedro significó un nuevo capítulo, qué demonios, una nueva vida.
—La armadura que Joseph quiere que busques pertenece al imperio Heian tardío —dijo, medio para sí mismo—. Esta es de unos trescientos años después, a mediados del período Muromachi.
Ella asintió y caminó hasta él.
—Viscanti me mostró el catálogo de la exposición y un par de fotos. ¿Cuánto pesan estas cosas?
—Como unos treinta kilos. Son fundamentalmente de metal y cuero. Los samurái luchaban a caballo y la silla soportaba parte del peso de la armadura.
Paula sonrió de nuevo.
—Mírate, hay que ver lo que sabes sobre Japón en la antigüedad. Bien hecho, inglés.
—Colecciono lo que me gusta —dijo él, encogiéndose de hombros.
—Eso es más o menos lo que te quería preguntar —dijo Paula, recorriendo con un dedo las placas sobrepuestas de acero que en su día protegieron el brazo de un samurái
mientras éste disparaba flechas a la gente—. Las personas coleccionan lo que les gusta. ¿Conoces a alguien más a quien le gusten las cosas de guerreros? ¿En particular japonesas?
Pedro alzó una ceja.
—¿De modo que ahora sospechamos de mis conocidos?
—Tus conocidos tienen dinero. Alguien deseaba la armadura y las espadas del primer shogun japonés. Eso no es como robar lo primero que ves y salir corriendo. Se trata de alguien para quien estas cosas son muy importantes.
—Ajá. Mejor lo discutimos durante la cena, ¿de acuerdo? Y luego te enseñaré mi espada.
Ella soltó una risita y entrelazó su brazo con el de él, conduciéndolo de vuelta hacia la escalera principal.
—Ya he visto tu espada. Es impresionante.
—Descarada —contestó él.
Aún en lo alto de las escaleras, la hizo detenerse, la tomó por la barbilla y se inclinó para besarla suavemente en la boca. Ella se estremeció hasta los pies.
—¿Y eso a qué ha venido? —preguntó después de aclararse la garganta.
Él la miró con sus ojos azules.
—Porque te quiero.
—Yo también te quiero.
Pedro sonrió.
—Bien. Es que soy encantador.
—Ya te gustaría. Llévame a cenar espaguetis o piérdeme para siempre.
Bueno, había conseguido engañarla, cosa que no ocurría frecuentemente. Tomas había aceptado decir que había perdido una partida de golf y, si alguien se lo preguntaba, Cata diría que había pasado la tarde en casa, de relax.
Ahora solo tenía que esperar a que le llamaran de Harry Winston para decirle que el anillo que había encargado estaba listo. Y esperar que la compañía le valorara lo suficiente como cliente como para no filtrar información a la prensa sobre Pedro Alfonso encargando una sortija de diamantes a medida por valor de cinco millones de dólares.
Y luego tendría que decidir dónde y cuándo.
Y cómo y cuándo. Y si hacerle la proposición acabaría con lo que habían logrado construir durante el pasado año.
—¿Qué vamos a ver esta noche? —preguntó ella, entrando en la espaciosa salita de su suite principal con un bol de palomitas de maíz y dos refrescos entre los brazos.
—Algo en honor a tu último curro, como tú los llamas.
—¿Godzilla: Tokio S.O.S.? —sugirió Paula, dejándose caer en el sofá.
Pedro negó con la cabeza.
—Los Siete Samuráis.
—¿Kurosawa? Cómo molas.
Él cogió el mando a distancia y se tiró al lado de ella.
—He estado pensando en lo que has dicho sobre colecciones, y sobre coleccionistas —dijo, encendiendo el televisor de plasma y el reproductor de DVD—. ¿Y si el ladrón no era más que un fan de Shogun que simplemente pilló dos cajas con piezas de Yoritomo por azar?
—Según Viscanti las cajas estaban en diferentes palés. Quien se las llevara, las tuvo que buscar en los albaranes de embarque y luego localizar cada una de las cajas en una pila
entre otras diecinueve.
—Muy bien. Un profesional. Y, según eso, probablemente contratado para conseguir esos dos elementos en concreto.
Paula lanzó al aire una palomita y la cazó al vuelo con la boca.
—¿Y a quién conoces que coleccione chismes samurái además de ti? Alguien de aquí, de los Estados Unidos.
Pedro se sirvió un puñado de granos inflados.
—Dime otra vez por qué crees que es alguien que puedo conocer.
—Hace diez años, la exhibición hizo escala en Tokio, Hamburgo, París, Londres, Nueva York, Chicago y San Francisco —contestó Paula, acurrucándose contra su hombro—. El material desapareció en Nueva York, lo que me hace pensar que fue entonces cuando alguien decidió que no podría vivir sin él y eso quiere decir que fue allí cuando se fijó en ello. De modo que mi apuesta es: residente en la Costa Este y rico.
Sobresaliente.
—Entonces supongo que yo mismo podría ser sospechoso —murmuró.
Ella negó con la cabeza.
—Para mí estás limpio —dijo entre bocados—. Solo se permite un ladrón en la casa.
—¿Así que ahora hay normas?
—Ja, ja. Qué gracioso. ¿Quien más colecciona?
Era una buena pregunta. Pedro conocía a la mayoría de los coleccionistas legítimos de la zona, fundamentalmente porque solía pujar contra ellos por las piezas. Las colecciones japonesas tenían escasos, pero tenaces aficionados: sus dos piezas de armaduras y la media docena de espadas daitu y wakizashi habían llegado casi exclusivamente para completar su colección de guerreros antiguos, pero había gente que no coleccionaba otra cosa.
—Vale —musitó y comenzó a contar nombres con los dedos—. Ron Mosley colecciona y…
—Mosley no —interrumpió—. He visto su reportaje en Casas Fabulosas. No posee nada que se acerque siquiera al valor de esa armadura.
—Bien. Están Yvette y August Picault, Gabriel Toombs y Pascale Hasan.
Bajo su brazo, Paula se tensó ligeramente.
—Gabriel Toombs y los Picault tienen casas aquí en Palm Beach.
—Sí, es cierto. Y todos tenemos casas en la ciudad, en Manhattan. Y estoy seguro de que habrá igualmente un par más.
—No te pongas perdonavidas conmigo. Te sorprendería saber cuántos de tus conocidos me han encargado trabajos. En mi antigua línea de negocio, por supuesto.
—¿Más o menos un número similar al de los que has robado?
—Probablemente —contestó, sorprendentemente sin alterarse—. Alguien quiere algo y otro alguien pierde algo. Funciona más o menos así.
Él contempló el perfil de Paula. Con esa ropa, en esa casa, tenía todo el aspecto de pertenecer a este lugar. Se adaptaba a cualquier ambiente; y eso era, o había sido, parte de su éxito. Pero, en ese escenario, era fácil olvidar que hasta hacía un año ella era una ladrona de guante blanco que se ganaba muy bien la vida con ello.
—¿Has trabajado para o contra alguno de los que acabo de mencionar?
—Toombs —contestó ella al cabo de un momento—. Quería nada menos que una brida de caballo de batalla japonés. Le localicé una y me saqué cincuenta mil.
A Pedro se le aceleró el corazón, alarmado.
—¿Así que sabe que eres una ladrona?
—No. Sabe que Sanchez es un agente procurador.
—Era un agente procurador, está retirado.
—Bueno, que ahora trabaja en seguridad. Como yo —se recostó de nuevo en el sofá con un suspiro—. Pues parece que tendré que investigar a Toombs.
—Investigarlo legalmente —dijo él, con precaución.
—Mm hum.
—Paula, Toombs compra armas porque se cree una especie de reencarnación de Espartaco, o su equivalente japonés.
Notó el movimiento de los hombros de Paula al reírse.
—¿Espartaco?
—Ha sido el primer nombre que me ha venido a la cabeza.
—Me parece que no estoy muy de acuerdo con eso, graciosillo. A lo mejor cree que es la reencarnación de Minamoto Yoritomo.
—Lo que no dice mucho sobre su estabilidad ment…
—Mira, aquí va lo que sé. Toombs pasa aquí, en Palm Beach, la mayor parte del tiempo. Si tiene la armadura, estará aquí, donde pueda admirarla. Quienquiera que la tenga, la tendrá donde más tiempo pase. Eso es, simplemente… la naturaleza humana, supongo.
Uno no corre riesgos así, ni se gasta tanto dinero, si no va a poder disfrutar de los resultados.
—¿Luego los ladrones son predecibles?
—Todo el mundo es predecible una vez se conocen sus costumbres. Menos tú, por supuesto.
Él le obsequió con una media sonrisa.
—Estás intentando adularme.
—¿Y funciona?
—Siempre funciona. Pau…
—Shhh —interrumpió ella, ofreciéndole el cuenco de palomitas—. Me gusta esta parte.
Pedro comió palomitas y vio la película con ella. Y no fue hasta más tarde cuando se le ocurrió que, en realidad, ella no se había comprometido a llevar a cabo sus investigaciones legalmente. Su intención era buena, pero también le atraían mucho el peligro y la excitación.
Hasta que supiera qué parte de Paula iba a ganar, no iba a poder quitarle ojo: algo que no solía ser fácil ni en las circunstancias más favorables. Menos mal que le gustaban los desafíos.
* * *
bajando lentamente, el rostro relajado. Hasta entonces, todo bien.
Teniendo en cuenta que estaban en fin de semana, probablemente podía haberse pasado por el colegio de Laura en cualquier momento. Pero con el clima de sospecha que imperaba alrededor de la gente que merodeaba por los colegios de primaria, le pareció mejor idea hacerlo a medianoche.
Sin embargo, a medio camino de la salida de la suite, se detuvo. Si Pedro se despertaba y veía que se había ido, se iba a poner histérico y, aunque en algunos casos merecía la pena pasar por ello, realmente este no era uno de ellos.
—Mierda —musitó y volvió al dormitorio.
—Pedro —murmuró, tocándole en el hombro con la mano.
Él se despertó, sobresaltado.
—¿Qué pasa?
—Nada. Me voy a echar un vistazo al colegio de Paula, solo para comprobar si es fácil colarse.
Pedro se frotó los ojos con la mano.
—Creía que habías dicho que probablemente lo había hecho alguien de dentro.
—Probablemente. Solo quiero confirmarlo.
—Espérame. Voy contigo.
—No, no vengas. Esto es lo más fácil que he hecho en un año y eso que estoy retirada. Estaré de vuelta en más o menos media hora —Paula se inclinó para darle un
beso en la frente.
Él se quedó mirándola un momento. Ella se preguntó si se empeñaría en acompañarla de todas formas porque era como Sir Galahad y necesitaba protegerla. O porque no confiaba ni en su juicio ni en su capacidad. Pero, sin embargo, al final se volvió a tumbar.
—Bueno, pero no hagas estallar nada.
—No lo haré.
Por lo menos, seguramente no.
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