domingo, 12 de abril de 2015

CAPITULO 190





Sábado, 13:32 p.m.


Paula estaba de pie con los brazos cruzados, mirando por la ventana de la biblioteca de Solano Dorado hacia el caos en la zona de la piscina. Era demasiado pronto para ver algo que se pareciera a los planes que había concebido para el área, pero tampoco se veía del mismo modo que por la mañana.


—Ciertamente se ven entusiastas, ¿verdad? —observó Pedro, acercándose y reclinándose contra el marco de la ventana a su lado.


—¿Exactamente qué les dijiste cuando firmaste el contrato?


—Algo sobre cuánto valor deposito en la gente que se atiene al programa acordado.


—¿No le mostraste los dientes o algo así?


—Solo una sonrisita.


—Bien.


Se estaba tomando lo del asqueroso cuarto de Toombs mejor de lo que ella esperaba, al menos exteriormente, aunque eso debía ser por el bien de ella. Lo conocía lo
suficiente para reconocer que había puesto su cara de calma y negocios, y que no se la había quitado desde que habían dejado el cuarto de esa torreta. Fuera lo que fuera que
sintiera, no iba a dejar que alguien, ni siquiera ella, lo viera. 


No hasta que estuviera listo o hiciera lo que él creía que debía hacer para corregir la situación… lo cual tal como había dicho, incluía quemar hasta los cimientos la casa de Wild Bill.


El intercomunicador sonó y Pedro fue a ver de qué se trataba. 


Cuando preguntó, ella escuchó a Reinaldo anunciar que el señor Andres Pendleton había llegado.


—¿Deseas reunirte con él aquí? —preguntó Pedro, silenciando el intercomunicador.


—Aquí está bien.


—Tráelo a la biblioteca, por favor.


—En seguida, señor Pedro.


—¿Cuán bien dijiste que Andres conoce a Toombs? —preguntó Pedro mientras regresaba a su lado.


Ella reconoció ese tono.


—Sé que deseas golpear a alguien —dijo ella, dándole la espalda a la vista para observar la puerta—, pero contrólate. Andres está de nuestro lado.


Él la agarró del brazo, girándola hasta ponerla frente a él.


—No tienes ni idea de lo que quiero hacer, Paula.


La rabia pura que vislumbró en sus ojos antes de que la ocultara y se dirigiera a saludar a Andres, la asustó. Sabía que estaba enfadado porque las acciones de Toombs
habían afectado su ego masculino, pero mira por donde, su sir Galahad estaba armado y listo para arremeter.


Rápidamente ella se le adelantó con un empujón y tomó la mano de Andres.


—Gracias por venir —dijo, dirigiéndolo alrededor de Pedro hasta la gran mesa de trabajo en medio de la habitación.


—Un placer —dijo Andres con su acento sureño—. ¿Encontraste la armadura y las espadas?


—No. No exactamente.


Pedro tomó asiento frente a él.


—¿Cómo de bien conoces a Toombs? —preguntó, su tono era cortante.


Andres miró de él a Paula, frunciendo su bronceada frente.


—¿Me he perdido algo?


—Te hice una pregunta.


Pedro, detente. —Paula se sentó al lado de Andres, tanto para protegerlo como para mostrar que todos eran amigos allí, a pesar de lo que Pedro pudiera pensar—. ¿Toombs ha estado casado alguna vez?


—Una vez, creo —contestó Andres, mirándolos alternamente—. Comienzo a sentirme algo alarmado.


—¿Qué le pasó a ella?


—Se divorciaron, según los rumores. Eso pasó antes de que yo lo conociera, hace al menos doce años. ¿Por qué?


—¿Se cita con alguien?


—De vez en cuando asiste a algún evento con jovencitas, pero no creo que le haya visto con la misma dama más de una vez. Habla mucho de mujeres, le gustan bonitas y
jóvenes.


—De acuerdo. —Paula echó un vistazo a Pedro, pero él todavía se reprimía—. ¿Alguna vez… ha hablado de mí? Antes de que nos conociéramos en el almuerzo del Club
Sailfish, quiero decir.


Andres se recostó.


—Me gustaría saber lo que está pasando. Creo que ya sabéis que os diré cualquier cosa que pueda ayudar, pero es obvio que algo serio ha pasado. —Él miró directamente a
Pedro—. Pero no seré intimidado o amenazado.


Pedro colocó las palmas de sus manos en la mesa. Los dos hombres se sostuvieron la mirada, y Paula puso los ojos en blanco. Hombres. De alguna forma ese comportamiento típicamente masculino la reconfortaba en algo. Al menos podía predecirlo y entenderlo.


Pedro entró en la casa conmigo —dijo ella, siendo consciente de que hacía un par de meses nunca habría admitido algo semejante, ni que ningún hombre pareciera deseoso de darle crédito por su honestidad—. Entramos en la habitación cerrada con llave.


—Así lo pensé —dijo Andres, su atención obviamente continuaba sobre Pedro—. Dijiste que no encontraste la armadura de shogun.


—Encontramos un cuarto cubierto de imágenes mías enmarcadas. Fotos informales, artículos de revistas, de todo. —Intencionadamente no mencionó los objetos robados;
Andres sabía algunas cosas de su pasado, pero confesarlo sin una buena razón no era su estilo.


Pendleton abandonó su guerra de miradas para prestarle atención a Paula.


—¿Perdón?


—Era un maldito santuario —añadió finalmente Pedro.


Al menos volvía a hablar.


—Intento entender si es un loco o algo más escalofriante y tenebroso —añadió ella.


—Santa Ana bendita —murmuró Andres.


—En vez de compadecerte —atacó otra vez Pedro, su voz aún era dura—. ¿Qué pasa con esa ayuda que ofreciste?


—Debe ser un cuarto sumamente interesante —dijo Andres quedamente—. Recuerdo que Wild Bill sabía que yo había conseguido trabajo en tu empresa de seguridad; no tengo tu memoria así que no recuerdo las palabras exactas que intercambiamos, pero definitivamente sabía que habíamos comenzado a trabajar juntos.


—Debió haber comenzado a tomarme fotos por ese entonces —comentó Paula, comenzando a desear que Pedro dejara la estancia si todo lo que iba a hacer era amenazar y mirar ceñudo—. ¿Te pidió conocerme o algo parecido?


—Mencionó que podía estar interesado en consultar contigo sobre algunos asuntos de seguridad. Le di tu tarjeta de presentación, pero no presioné más.


—¿Por qué no? —preguntó Pedro.


—Me relaciono con Wild Bill, juego a golf, asisto a banquetes y fiestas, y él es uno de los pocos residentes permanentes del área. Sin embargo, nunca he llamado amistad a nuestra relación, ni nunca lo haré. Sobre todo ahora.


—Me dijiste que tuviera cuidado con Toombs —presionó Paula—. ¿Era solo una advertencia general o te referías a esas posibles conexiones con la mafia que mencionaste?


—¿Conexiones con la mafia? —espetó Pedro, prestando atención otra vez—. Qué narices…


—Rumores de conexiones —interrumpió ella antes de que él pudiera comenzar una diatriba—. Y Andres fue quién me lo contó.


—¿Cuánto tiempo ha estado… persiguiéndote? —preguntó Andres.


—Al menos los tres últimos años. —No mencionó como sabía eso, y por suerte Andres no preguntó. La ley de prescripción para los cuatro objetos en posesión de Toombs
aún estaba en vigencia.


—Tres años —repitió él—. Sabes, hace aproximadamente tres años, Wild Bill dejó la ciudad durante casi tres meses. Creo que fue a Europa para unas largas vacaciones. No sé
si existe una conexión contigo o no, pero es la única cosa que me viene a la mente.


Podía estarlo, pero tenía la sensación de que tendría que preguntarle a Toombs si quería más respuestas. En esos momentos no estaba segura de estar lista para esto.


—Gracias, Andres.


—Si hubiera sabido sobre el contenido de ese cuarto, señorita Paula, no te lo habría ocultado.


—Lo sé. Solo quería saber si tenías alguna información confidencial que tal vez no podría haberlo parecido en ese entonces.


—Paula todavía quiere asistir esta noche a la fiesta de los Mallorey, y a la cena de los Picault mañana. —Pedro se apartó de la mesa y se dirigió otra vez con paso airado a la
ventana.


—¿Estás segura de que es prudente? Wild Bill estará en ambos acontecimientos.


—No me escondo bajo la cama, tíos. Tengo un trabajo que hacer. Y, o la armadura está con Picault o toda mi teoría se deshace y fallo en esta puñetera operación de recuperación. Así que iré a la cena. A ambas cenas. Vosotros dos podéis hacer lo que queráis.


Eso sonaba bien, de todos modos. Realmente quería a ambos allí con ella, de esa forma no tendría que hablar a solas con Toombs. Sin embargo, era un pensamiento cobarde, reservado para la gente con vidas normales y aburridas. Si alguna vez hubiera dudado hacer algo porque estaba asustada, probablemente estaría en la cárcel o muerta hacía tiempo.


—Tonterías, querida —Andres arrastró las palabras con su mejor acento prebélico—. Yo al menos, tengo la intención de permanecer cerca hasta que esto esté resuelto.


—No contestaré a eso, Paula. —Pedro les dio la espalda, sus hombros erguidos y rígidos.


—En ese caso, voy a hacer un bosquejo de la disposición de la casa de los Picault. ¿Vais a ayudarme con eso?


—No he terminado con la discusión sobre Toombs —dijo Pedro sucintamente.


—Entonces, tú y yo lo haremos más tarde. Andres, has debido visitar a August y a Yvette.


—Una vez.


—¿Pedro?


Él se movió un poco.


—No.


Esto era culpa suya. Ella había centrado su atención en Toombs debido a un robo que él le había encargado. Así que ahora le quedaba poco tiempo para realizar una precipitada visita al ático en casa de los Picault. Caminando con presteza al gabinete de suministros, sacó un lápiz y una gran hoja de papel cuadriculado.


—¿Realmente deseas planear otro allanamiento? ¿Ahora mismo?


—Eso es exactamente lo que quiero hacer en este instante. —Era mejor que sentarse y pensar en lo que Toombs podría hacer a solas con sus imágenes en ese cuarto cerrado con
llave.


Durante la siguiente hora Andres y ella hicieron un bosquejo de la casa de los Picault. Había demasiados agujeros para que se sintiera cómoda —en circunstancias normales habría obtenido los planos aprobados por la ciudad y habría hecho un poco de vigilancia para conseguir información detallada sobre alarmas, cerraduras y el horario de los ocupantes.


Bajo esas circunstancias, entrar con artilugios en vez de sigilosamente sería más fácil, pero no tenía ni idea de cómo llevarlo a cabo en cuatro días. No sin Sanchez para
ayudarle a planear el golpe.


Pedro desapareció durante unos veinte minutos. Bien. Esto era su curro, su trabajo, su visita, y aquellas eran sus fotos en la maldita pared de Toombs. Cuando el boceto estuvo
tan bien como Andres y ella pudieron hacerlo, le acompañó a donde su 62´ Dorado lo estaba esperando.


—Gracias otra vez. Y lamento que Pedro haya tratado de aporrearte.


—Está siendo protector —contestó Andres, deslizándose detrás del volante—. No puedo criticarlo por eso.


—Supongo que en esta ocasión tampoco puedo hacerlo —dijo ella de mala gana—. Te veré esta noche. ¿Y olvidé preguntar quién es la afortunada dama?


—La señora Agnes Pendaway. Su marido está en la Betty Ford, y ella odia asistir sola a las fiestas.


Ella se inclinó y le besó en la mejilla.


—Ten cuidado, Andres. Durante un minuto tu acento casi te delató.


Él sonrió.


—A veces haces que me olvide de mí mismo, señorita Paula —volvió a su acento sureño y puso en marcha el coche.


Mientras él partía por el paseo, Paula sintió que Pedro se ponía a su lado antes de verlo.


—Hola.


—Te dije que no es gay —observó él, tomando su mano mientras volvían a la casa.


—Sí, lo es. Solo que no es tan notorio como se supone.


Quería descansar durante al menos una hora antes de poner su cara de teatro, pero no tenía intención alguna de relajarse si Pedro todavía seguía en plan sediento de sangre.


Tentativamente apoyó la cabeza contra su hombro y él se movió para rodearle la cintura con el brazo. Vaya. Eso estaba bien.


—Te amo —dijo él contra su pelo.


—Yo también te amo. ¿Ahora ya estás tranquilo?


—Si lo estás tú, entonces yo lo estoy.


—Mm hum. ¿Por qué no te creo?


Él los encaminó hacia la escalera.


—Porque desee golpear a Toombs hasta hacerlo papilla no significa que lo haré —dijo él en voz baja—. No esta noche. A menos que me dé una razón.


—¿Y qué razón debe darte? ¿Parpadear?


—Quizás.


Paula envolvió los dedos de su mano libre en el frente de su camisa.


—Tengo trabajo que hacer. No tienes que cagarla por mí debido a que él es un gusano baboso. Todavía será un gusano mañana y al día siguiente. La única diferencia será
que no nunca más tendré que fingir que me cae bien.


—¿Salvo que eso no es completamente cierto, verdad? —respondió él—. Lo que lo hace peligroso está en su cabeza… lo que sabe, y lo que cree saber.


—¿Entonces qué propones, un asesinato?


Él no contestó.


Eso no fue señal de buen agüero. Casi lo había visto pegarle un tiro a un hombre por amenazar la vida de ella, y vaya si había lanzado más de un puñetazo. Ella había lanzado unos cuantos puñetazos por sí misma, pero había una diferencia entre la defensa propia y la defensa de otros. Quizás. Cada vez que pensaba en lo que haría cuando viera a Toombs esta noche, solo quería agarrar a Pedro, meterse bajo el cubrecama y escuchar el latido de su corazón.


Pero ella no solucionaba sus problemas de esa forma. Ella los enfrentaba.


—Te diré lo que haremos —dijo cuando llegaron al dormitorio principal—. Tómate las cosas con calma con él durante las próximas dos noches, cíñete a nuestro plan,
volveremos a entrar y esterilizaremos su cuarto de juegos. 
Entonces sabrá que estamos al tanto y que tenemos la prueba de que tiene objetos robados en su casa.


—Me gusta más lo de lanzar puñetazos.


Pedro


—Lo intentaremos de esa forma. Sin promesas.


Con toda probabilidad eso sería lo mejor que conseguiría de Pedro.


—No estoy acostumbrada a ser la razonable, lo sabes —dijo ella en voz alta—. ¿Crees que no quiero darle una patada en el culo la próxima vez que lo vea?


—Me alegra escucharlo. Sé que ver eso te conmocionó, Paula. No tienes que fingir lo contrario.


Él la tomó de los brazos, la atrajo contra su pecho, luego se inclinó y la besó. Ella se las ingenió para rodearle los hombros con los brazos devolviéndole el beso, lenta y
profundamente.


—Gracias —susurró ella contra su boca.


—¿Por algo en particular?


—No. Y sí.



* * *


La velada de los Mallorey era un acontecimiento anual, un acto de beneficencia para los sin techo sin la presencia de un sin techo como invitado. Pedro dudaba que Lewis o
Gwyneth Mallorey vieran la ironía en esto, sobre todo desde que los invitados eran el minúsculo número de residentes permanentes de la élite de Palm Beach. Menos gasto para
entretener a menos personas, y menos competición por la atención de los medios.


Si Paula no hubiera hecho las mejoras de seguridad para la residencia de los Mallorey, Casa Palomas, él probablemente no se habría molestado en asistir. No solo estaba fuera de la ciudad en esta época del año, sino que prefería elegir su institución benéfica basada en sus trabajos, en vez de en la calidad del filete mignon que servían a sus honorarios comensales.


Esa noche Pedro se sentía especialmente en conflicto; por una parte, habría encerrado a Paula en casa donde ningún enfermo gilipollas pudiera tomar fotos de ella para su
propio uso privado. Y por otro lado, deseaba mirar a Gabriel Toombs directamente a los ojos antes de estrangular al bastardo.


La limusina Mercedes se detuvo en el bordillo, Ruben se bajó y se apresuró a abrirles la puerta. Más allá del muro de paparazzis alineados en la acera, las ventanas de los tres
pisos de Casa Palomas estaban abiertas de par en par, escupiendo luces y música en el cada vez más profundo crepúsculo.


—¿Lista? —preguntó, ofreciéndole su mano a Paula.


Ella había decidido vestir de púrpura intenso y negro esta noche, sin contar con el collar de diamantes y los pendientes a juego que él le regaló hacía tres meses en Inglaterra.


Se veía asombrosa, de pies a cabeza un miembro de la jet set internacional, su cabello se mantenía en su lugar con horquillas de oro, tenía la barbilla en alto, sus ojos verdes
brillaban. Si se sentía inquieta por su cara a cara con Toombs, no lo dejaba entrever.


—Lista —dijo ella, y envolvió sus dedos alrededor de los de él.


Las cámaras destellaron cuando la ayudó a salir del coche. 


Por lo general, apenas los notaba; se había acostumbrado hacía mucho tiempo a ser fotografiado en cada acontecimiento público al que asistía. Esta noche, sin embargo, se sentía hiperconsciente de cada chasquido, de cada movimiento brusco en la muchedumbre.


Paula inclinó la cabeza hacia él, y los flashes aumentaron en intensidad.


—Me vas a romper la mano —murmuró ella.


De inmediato él aflojo un poco su apretón.


—Lo siento —respondió en el mismo tono bajo.


—Tú eres quién acostumbra a molestarme a mí sobre mostrarme inquieta delante de la prensa. —Para su sorpresa ella le dedicó una fugaz sonrisa. Los flashes de los paparazzis formaron una supernova.


—Eso era antes de que me diera cuenta de que algunas personas podían usar las fotos en sus colecciones privadas.


—Apuesto a que cuelgan fotos tuyas en algunos dormitorios, Bond.


—No me digas eso. —Por una vez, ignoró el sobrenombre de Bond con el que Pau le llamaba cada vez que usaba esmoquin. Esta noche tenía algo más en común con James
Bond de lo que ella probablemente fuera consciente, ya que llevaba una Glock 44 en su bolsillo interior.


Por lo general, en los eventos de alta sociedad como estos no usaban detectores de metal; la astronómica cantidad de oro, plata y platino que los invitados ostentaban hacía que fuera algo tanto grosero como poco práctico. Los guardias de seguridad a ambos lados de la calle y la amplia entrada estaban allí más para mantener a la prensa a raya.


Pedro, bienvenido —dijo Gwyneth Mallorey saludándolo con una cálida sonrisa, su cuello, orejas y muñecas estaban incrustadas con gemas brillantes que le hacían preguntarse cómo podía permanecer de pie. Si lo quisiera, Paula podría dejarla desnuda en aproximadamente cinco segundos, y pasarían más de dos minutos antes de que la señora
Mallorey se diera cuenta.


—Gwyneth, Lewis —respondió en voz alta, adelantándose para estrechar la mano al espantapájaros de su esposo—. Gracias por invitarnos.


—Fue un placer —balbuceó Gwyneth, su sonrisa se hizo más amplia—. Mientras estás aquí, Paula tendrá que mostrarte el equipo de seguridad que ha instalado.


Paula se removió y Pedro apretó su agarre. A veces sería agradable ser sorprendido por la gente. Él mostró su amistosa sonrisa de negocios.


—Me encanta ver su trabajo —dijo él—. Y cuando terminemos, quizás tú o tu esposo podríais ayudarme con mi pregunta sobre el termostato de refrigeración.


—Oh. Por supuesto. —La sonrisa de Gwyneth mostró todos los dientes—. ¿Por el momento, por qué no acompañáis a nuestros otros invitados en la terraza? Y espero que hayas traído tu chequera, Pedro.


—¡Ay! —murmuró Paula mientras se alejaban de su anfitrión y anfitriona, y avanzaban por el extenso y abierto vestíbulo hacia la parte posterior de la casa.


—Tú fuiste quien sugirió esa replica ingeniosa. Yo solo le hice memoria a que se apoyara bien sobre sus pies antes de balancear el bate.


—¿Un bate de béisbol?


—Bate de críquet, naturalmente. No soy un salvaje.


—Ten eso en cuenta, por favor.


En el exterior, en la terraza de piedra y diseminados sobre el césped bien cuidado, otros cuarenta y tantos invitados permanecían de pie en grupos pequeños, bebiendo y charlando. Andres Pendleton ya estaba allí, en compañía de una diminuta dama rubia que hundía sus garras firmemente en su antebrazo. El acompañante los saludó con la cabeza, luego señaló con su barbilla al hogar para las brasas.


Gabriel Toombs estaba al otro lado del fuego en compañía del doctor y la señora Harkley y los Picault. Vestía todo de negro como era su costumbre, con su oscuro cabello
alisado hacia atrás y las manos dobladas tras su espalda. 


Ese pedante hijo de p…


Paula liberó su mano de un tirón y avanzó con largos pasos, los cinco centímetro de los tacones de aguja de sus Ferragamo negros repicaron contra la piedra gris mientras se acercaba al hogar de las brasas. Por todos los diablos. 


Rápidamente él cogió dos copas de vino de la bandeja de un camarero y la alcanzó.


—Aquí tienes, querida —dijo suavemente, interponiéndose entre Paula y su visión de Toombs, y entregándole una de las copas.


Ella parpadeó y levantó los ojos hasta los de él.


—Cambié de opinión —murmuró ella muy suavemente—. Voy a darle una patada en el culo a ese asqueroso cabrón.





CAPITULO 189





Sábado, 12:13 p.m.


Ella estaba por todas partes. Una fila de pedestales, cuatro de ellos, estaban de pie en medio de la habitación, cada uno coronado con una rara pieza de antigüedades japonesas. 


Pero todo lo demás era ella. Paula Chaves. Por todas partes.


—Jesús —dijo ella con la voz entrecortada y la cara pálida.


Pedro apartó la mirada de ella para dirigirla hacia la pared en medio círculo que se unía al semicírculo externo de ventanas con persianas. Un interruptor de luz se ubicaba justo detrás de ella en la pared, él estiró la mano hacia éste y lo pulsó.


Las luces indirectas iluminaron los objetos y suavemente iluminaron las ordenadas fotos enmarcadas, artículos de periódicos, capturas de sitios web y páginas de revista. Él se
acercó, aún aturdido por la primera vista de las imágenes… y la segunda vista de tantas de ellas. Algunas revistas ni siquiera estaban en inglés.


—Tiene que haber unas cien —refunfuñó Paula, todavía sin moverse de donde se había detenido en el umbral de la puerta de la habitación circular.


—Muchas más —respondió él con prontitud, moviéndose a lo largo de la pared.


Esto lo asqueó. Por lo visto, Gabriel Toombs era un auténtico admirador de Paula. Algunos artículos de periódicos trataban sobre robos, en Australia, Marruecos,
Vancouver, Tokio, París, Munich…


—¿Todos son trabajos que tú has realizado? —preguntó él.


—¿Qué?


—Estos artículos. ¿Son trabajos tuyos?


—¿Eso es lo que ha llamado tu atención? ¿Y qué pasa con la foto en la que estamos comiendo helados la semana pasada? ¿O de la mía haciendo jogging? O…


—Son solo robos —le interrumpió él bruscamente—, ¿o son tus robos? Porque me gustaría saber si sabe con certeza quién eres, cuánto sabe de ti y desde cuándo ha rastreado
tu carrera.


Sus ojos verdes se abrieron de par en par.


—Dios —susurró ella—. Él sabe. Sabía sobre mí cuando almorzamos en el Club Sailfish y cuando me mostró esta casa. —Temblando visiblemente, ella se le unió al lado de
la pared.


Pedro quería abrazarla, pero necesitaban respuestas. Y las necesitaban ya.


—Mira.


Inhalando profundamente, ella estudió los artículos enmarcados.


—No todos son míos —dijo ella finalmente—, pero más de la mitad lo son.


—Entonces, es muy bueno sacando conjeturas. —Manteniendo a raya sus emociones, Pedro apartó su mirada de las fotos para mirar los objetos en los pedestales.


Un antiguo juego de té de apariencia delicada, un asombroso e intrincado abanico, una brida decorada de plata…—. ¿Y éstos? —preguntó él, intentando aún con todas sus malditas fuerzas mantenerse centrado. Si ambos se derrumbaban sólo serviría a los propósitos de Toombs—. ¿Son trabajos tuyos?


Paula se aclaró la garganta.


—Sí. Los cuatro lo son. Cuando los robé, no sabía que eran para Toombs, a excepción de la brida de gue…


—La brida de guerra —terminó él, volviendo a la pared con las fotografías enmarcadas. Él estaba en algunas, en la periferia, aparte, claramente fuera del foco del fotógrafo.


—No lo entiendo, Pedro —dijo ella con voz temblorosa—. La armadura y las espadas no están aquí. Pero esto… esto es una locura.


Pedro había olvidado que habían venido por los artículos de Yoritomo. Tan pronto como había visto esto, todo lo demás había dejado de importar.


—Algunos de estos artículos tienen casi una década de antigüedad —dijo él quedamente, intentando reunir las piezas mientras su sorpresa comenzaba a girar hacia algo
más—. Todas las fotos son desde cuando nos conocimos. Sólo desde el año pasado.


—Puede haber tenido sospechas o haberse dado cuenta de algo, algún error que cometí, y me rastreó desde allí. Los viejos periódicos no son difíciles de conseguir.


—La policía no ha sido capaz de rastrear tu pasado o adelantarte.


—Los polis necesitan pruebas. Algunos de estos golpes no son míos, así que él no lo sabe todo. —Ella hizo un círculo lento—. Casi todo, cierto. Sabe que me gusta el helado
de menta.


Pedro inhaló lentamente.


—Todas las imágenes son de aquí en Palm Beach. No nos ha seguido alrededor del mundo, el petulante bastardo.


—¿Pedro?


Había momentos cuando estaba con Paula en los que no sabía cómo describir sus sentimientos. Le faltaban las palabras. Hoy sin embargo, viendo esto, sabía exactamente
como llamar a la abrasadora emoción que se propagaba en sus músculos y huesos. Rabia.


Pura y simple rabia teñida de rojo.


Toombs la había violado… su intimidad, su pasado, su libertad, algo que ella guardaba con más celo que todo lo demás. Y Toombs había sonreído y la había invitado a su casa. Creían que él había robado algo y que él lo tenía. Pero no se habían esperado esto.


—¿Pedro?


Paula le tocó el brazo y él brincó.


—¿Cuándo se supone que estará de regreso? —luchó por preguntar, apretaba la mandíbula con tanta fuerza que dolía.


—Vinimos por la armadura y no está aquí. Vámonos.


—No voy a ninguna parte. —Salvo ir al Jáguar para conseguir la Glock de la guantera. Por mucho que Toombs afirmara ser muy competente con una espada de samurái, una bala entre los ojos era aún más eficiente.


Pedro, tenemos que irnos.


—No. Lo siento, pero me juego tu armadura perdida. No me iré…


—Quiero marcharme —dijo ella en voz alta, su voz le llamó la atención.


Él parpadeó.


—Paula…


—Estoy fuera de mí y quiero irme. Ya.


Esto iba en contra de cada instinto primitivo que tenía, pero Pedro asintió.


—Me llevo todo esto conmigo.


—No puedes.


—¿Por qué mierda no? No quiero que ponga sus ojos en ti nunca más. Incluso en fotos.


—Joder, sabrá que yo estuve aquí. Si él no tiene la armadura, entonces los Picault la tienen. No dejaré que lo sepa.


—Esto no trata sobre…


—Esto trata sobre lo que yo digo que trata, maldita sea.



El ruido de la aspiradora al otro lado del pasillo cesó. De inmediato, Paula fue hacia la puerta y apagó las luces.


—No es solo la armadura —dijo ella con voz baja—. No nos pueden atrapar aquí.


Por la tensa preocupación de su rostro, él se dio cuenta que ella tenía razón, tenían que irse y sin dejar la más mínima pista de que hubieran estado alguna vez allí. Si la criada
llamaba a la policía, si la policía entraba en esta habitación buscando un intruso, verían todo esto. Y existieran pruebas o no, la policía uniría los artículos con las fotos y comenzarían a perseguirla como nunca antes lo habían hecho. A perseguirlos. Si la policía los encontraba en la habitación…


—De acuerdo. —Pedro le tomó de la mano y ella apretó sus dedos con fuerza—. Salgamos de aquí. Te sigo.


La expresión de Paula se calmó mientras le soltaba la mano y apoyaba la oreja contra la puerta. Bien. Esto era lo que ella sabía, en lo que era mejor que nadie más de quien él hubiera escuchado jamás. Ambos tenían que calmarse, al menos hasta que estuvieran fuera de esta maldita casa.


La aspiradora comenzó a sonar otra vez, más cerca.


—Ella está en el otro cuarto circular —susurró Paula—. Cuando te lo diga, dirígete por el pasillo y quédate en el extremo opuesto. Hará que le sea más difícil verte.


—¿Y tú?


—Esto estaba cerrado a cal y canto. Tendré que volver a echar la llave desde fuera.Espérame en lo alto de la escalera, bajo la cubierta.


—Paula…


Ella lentamente apretó el pestillo, luego abrió la puerta un centímetro. Observando a través de la estrecha apertura, ella estiró hacia atrás la mano libre para tocar su pecho.


—¿Listo? —preguntó—. Ve.


Suavemente ella retrocedió y abrió la puerta al mismo tiempo. Pedro se deslizó a través de ésta tan rápida y silenciosamente como pudo y se dirigió al lugar encubierto más cercano, entre dos quimonos en vitrinas de cristal. 


Cuando miró hacia atrás, ella ya había cerrado la puerta otra vez. Estaba allí con toda esa… mierda, absolutamente sola.


Y todo lo que él podía hacer era esperar. Y observar. Porque él estaba mirando, vio la puerta volver a abrirse un centímetro. Ella se escabulló, cerró la puerta otra vez y se
agachó delante de esta. Paula tenía sus ganzúas entre sus dientes, y un pequeño espejo asegurado a su antebrazo con lo que parecía una banda.


Ajustando el espejo, empezó a trabajar con la cerradura. Él se había preguntado cómo ella cerraría la puerta sin que la criada lo notara, todo al mismo tiempo. Cristo. No le
extrañaba que nadie la hubiera atrapado jamás. A excepción de él esa única noche, y más que nunca fue consciente de que aquello había sido pura suerte… buena para él y mala para ella.


De repente ella se movió, permaneció agazapada y se dirigió directamente hacia él.


Mierda. Se suponía que él debía esperarla en la escalera.


—Vamos —articuló ella, fulminándolo con la mirada, y él se fue.


En el piso de abajo, por el viejo pasillo de la servidumbre y la puerta trasera. Ella lo empujó contra la pared mientras cerraba de nuevo esa puerta, luego le mostró el camino hacia el muro lateral. Con un pequeño y audible suspiro Paula llegó a la pared y la trepó como Jackie Chan, mientras él la seguía más bien como un lento y pesado rinoceronte.


Ella le agarró de los pies para ayudarlo a bajar, luego lo soltó y cambió su apretón a sus manos mientras se dirigían a la esquina donde habían dejado los coches. Los movimientos de Paula eran precisos y correctos, demasiado abruptos para la fluidez que él estaba acostumbrado a ver en su andar. Pedro desbloqueó el Jag y abrió de un tirón la puerta
de pasajeros, deslizándose en ese lado y tirando de ella tras él. Paula se sentó allí, quieta durante un momento, mientras él se inclinaba a través de ella y cerraba la puerta otra vez.


Allí detrás de las ventanas ligeramente tintadas estaban cerca de ser invisibles, a menos que alguien caminara hasta el coche y presionara la cara contra el cristal. Paula siguió agarrándole la mano con fuerza y lentamente Pedro la atrajo contra él, hasta que pudo rodearla con el brazo derecho y abrazarla.


—Se supone que la gente no debe notarme —dijo ella repentinamente.


—Te notó debido a mí —comentó él, preparado para aceptar toda la responsabilidad si esto le ayudaba a recuperar su habitual ánimo.


—No, no lo hizo. —Ella se libró de su agarre y golpeó sus dos puños cerrados en los muslos—. Puede que me haya visto porque estoy contigo, pero ya sabía sobre mí.


—Qué te hace…


—Robé ese abanico en París hace casi tres años, el juego de té tres meses más tarde y el león de jade un año después. Y la brida…


—La brida hace un año y medio —terminó él—. Sabe sobre ti durante al menos los últimos treinta y seis meses. Pero no te hizo una foto hasta después que me conociste.


—En cualquier caso, no de las que hemos visto. No comprobé su cajón de ropa interior o su jodida mesita de noche. —Ella se estremeció—. ¿Por qué no lo supe?


Paula tembló, Pedro le quitó la gorra y la atrajo en un estrecho y fuerte abrazo.


El protegerla se había convertido en su cruzada, en la cosa más importante en su vida.


Claramente había fallado. Miserablemente. Por la forma en que las manos de Paula se aferraron en la espalda de su camisa mientras ella emitía un único sollozo entrecortado.


¿Por qué Paula no supo que alguien la había estado siguiendo cada vez que se quedaban en Palm Beach? Las veces en que estaban juntos en público, ella se acostumbró a esperar que alguien les tomara una foto. Esto podía explicar algunas fotos. Pero el resto…


Ella había sido acechada, aún lo estaba siendo, y no lo sabía.


—Sabes cómo reconocer a policías encubiertos, al FBI, a la Interpol —dijo él lentamente, hablando contra su alborotado cabello—. Siguen ciertos patrones. No podías esperar encontrar algo rastreable en una persona demente.


—¿Él está loco? —Paula levantó la cabeza y alzó la vista hacia Pedro—. Porque he pasado un par de horas en su compañía en dos ocasiones diferentes, creía que era del tipo
raro, pero por otro lado amigable. Cuando llegó para el almuerzo, Andres no le había dicho que yo era la invitada que estaría allí, pero él no comenzó a echar espuma por la boca o algo así cuando me vio.


—Él sabe que Andres trabaja para ti.


—Andres trabaja para muchas mujeres.


—No lo sé, Paula, pero pienso averiguarlo. Y pienso detenerlo. Si no escucho las respuestas que quiero, quemaré esa casa desde los cimientos con él dentro.


—No si te gano por la mano.


Poco a poco, ella se relajó en sus brazos, mientras Pedro intentaba empujar su furia en un rincón donde pudiera tratar con ella. Donde pudiera sonreír y estrechar la mano de Gabriel Toombs esa noche en la cena de los Mallorey y mañana en la casa de los aparentes y auténticos ladrones. Si bien estaba preocupado de que los Picault pudieran robar cada pieza exhibida en el Met… Toombs había intentado robarle algo a Paula, y eso nunca
sería perdonado u olvidado. Incluso sin el anillo que en esos momentos le pesaba en el bolsillo, nadie se interpondría entre él y Paula. Nadie.



* * *


Pedro salió del Jag y se dirigió al SLK de Paula. Si ella necesitaba otra pista de que todo se había salido fuera de control, la forma en que él había decidido que no podía
caminar cinco pasos sola se la proporcionó. Ella sacó las llaves y abrió la puerta.


—¿Debes trabajar en lo que seas que estabas haciendo en Miami? —preguntó ella.


—No. Eso está resuelto. Creo que debemos ir a casa y discutir esto.


Sinceramente, Paula deseaba olvidar todo el asunto, pero sabía que tendría pesadillas con esa fotografía de ella haciendo jogging en el cuarto privado de la torreta cerrada a cal y canto de Wild Bill Toombs. No había sospechado nada de esa clase. Tanto como le gustaba poner excusas, pero Pedro tenía un punto… ella no tenía razón alguna para esperar que algo así estuviera pasando. No obstante, podía pensar en una persona que quizás sabía que había trabajado para Toombs en cuatro ocasiones diferentes. Y estaba desaparecido.


—Debo encontrar a Sanchez —rezongó ella, apretando las llaves en su puño.


—¿Walter? Sé que le echas de menos, pero creo que tenemos… —su voz se apagó—. Crees que sabe algo —dijo Pedro en tono grave, con esa voz tensa que usaba desde que habían entrado en el cuarto de la torreta.


—Sé que sabe algo. Solo que no estoy segura de qué. Pero debe tener una maldita buena explicación para haberme abandonado si sospechaba que Toombs era un bicho raro
de narices.


—Entonces me gustaría ver a Walter en persona.


—Retrocede, King Kong. Sanchez es mío para aporrear, no tuyo.


—Eso es un punto más que podemos discutir de regreso a casa.


—No, eso es…


Su móvil sonó con la música de Somewhere Over The Rainbow. Frunciendo el ceño e incapaz de cubrir otro temblor, ella lo abrió.


—Andres.


—Lo siento, mi bollito de azúcar. Él se ha saltado el almuerzo. Así que odio sonar como una de esas estereotipadas películas de terror, pero debes salir de la casa.


—Estoy fuera. —Ella miró a Pedro—. ¿A dónde te diriges ahora, Andres?


—A casa para una siesta. Tengo una fiesta a las que asistir esta noche.


—En casa de los Mallorey. Cierto. Yo también. ¿Te detendrías por un rato en Solano Dorado de camino a casa? Necesito hablar contigo durante un minuto.


—Será un honor para mí.


Ella colgó.


—Bien, vamos.


—¿Por qué viene Andres? —preguntó Pedro, sin moverse, una mano todavía sostenía abierta la puerta del SLK.


—Porque él conoce mejor a Wild Bill que nosotros y porque es un tipo bastante observador. Y porque nos acompañará mañana a casa de los Picault, y ahora estamos bastante seguros que ellos tienen mi armadura y espadas. ¿Alguna otra pregunta?


—No te me eches encima —dijo él más llanamente—. Y perdóname si me siento un poco protector en este momento.


Ella se inclinó y lo besó.


—Gracias.


—Hum mmm. Te seguiré. Y será mejor que Toombs no conduzca su Miata negro en esta dirección en estos momentos.


Paula casi le dijo que se calmara y controlara, pero él sabía el resultado. Ambos lo sabían. La única diferencia era que él parecía tener su toda su atención alimentada por la
testosterona en matar a palos Toombs, y ella todavía deseaba recuperar las cosas de Yoritomo antes de tomar cualquier otra decisión.


—Sólo quédate cerca —dijo ella, medio para impedirle atropellar a personas sospechosas, y medio porque nunca se había alegrado tanto de tener un compañero como cuando había entrado en esa habitación.


—Lo haré. —Él la besó otra vez y cerró la puerta por ella, luego volvió al Jáguar.


Ella respiró hondo, encendió el coche y se dirigió a casa. A pesar de lo asqueada que se sintió al ver ese… santuario de Paula o lo que sea que fuera, habría sido peor si hubiera hecho caso del consejo inicial de Pedro y no hubiera entrado. ¿Durante cuánto tiempo habría continuado usando el Miata negro o cualquier otro coche que hubiera conducido para seguirla y tomar sus inmundas fotos?


Su teléfono volvió a sonar con… el tema de James Bond.


—Estoy bien —dijo ella, intentando sonar irritada y no se sintió segura de haberlo conseguido.


—Yo sé que tú lo estás, pero ¿y yo qué? —contestó con su culto acento británico—. Fue algo bastante sobrecogedor.


—No tienes que ir de Monty Python por mí —devolvió ella con una media sonrisa—. Estoy bien. Realmente. Sin embargo, necesitamos revisar una estrategia. Tienes razón sobre eso. Quiero un plan antes de que tenga que mirarle a la cara de nuevo.


—¿Cómo comprobarás si Walter ha intentado ponerse en contacto contigo?


—Primero comprobaré sus llamadas telefónicas. Si no en mi móvil, entonces en el teléfono de la oficina y el contestador de casa. Después de eso, una pregunta en el periódico, pero eso no sucederá hasta el lunes.


Después de eso no lo sabía, pero por suerte él no preguntó.


—Se pondrá en contacto contigo —dijo Pedro después de un momento.


Sonaba tranquilizador en la superficie, pero ella tenía la sensación de que él deseaba avisar a Sanchez de cuán irritante era ser tomado por sorpresa con algo así. Sus dos chicos peleando. Genial. Salvo que no se sentía muy contenta con su padre sustituto en esos precisos momentos. 


Él tenía su propia agenda, cierto, pero nunca la había dejado colgada antes.


—¿Te quedarás al teléfono conmigo durante todo el trayecto de regreso a la finca?


—Ese es el plan.


—No. Debo concentrarme en conducir. Me siento demasiado inquieta sin añadir tu vena posesiva a la mezcla. Ahorra tus fuerzas, inglés.


—De acuerdo. Solo mueve las manos frenéticamente si me necesitas.


Ella echó un vistazo al retrovisor para ver al Jáguar justo detrás de ella.


—Lo haré —dijo ella, y colgó.


Ninguna de las fotos eran de ella en la propiedad; aparentemente Toombs solo husmeaba cuando ella estaba en público. Eso o él no creía que pudiera superar la seguridad de la finca. Fuera como fuera, nunca se había sentido más… segura que cuando esas puertas se abrieron y el SLK y el Jáguar las atravesaron y entraron en el paseo de palmeras.


Pedro tenía toda la razón; Toombs debía ser advertido sobre las consecuencias de tomarle otra foto. Sin embargo, hacerlo sin exponerse a ser chantajeada, arrestada o algo así, podría ser algo más complicado.