viernes, 23 de enero de 2015

CAPITULO 121




Miércoles, 11.15 a.m.


Pedro se encerró en el salón con Paula. Ella le miró por encima del hombro mientras encendía el televisor.


—¿Qué has hecho con Abel?


—Está en mi despacho, haciendo unas llamadas.


—¿Le dejas que se haga cargo él?


Pedro apretó los dientes.


—Sigue tratándose de un asunto legal. Quiero ocuparme primero de eso.


—¿Qué pasa con el hotel? ¿No tienes una reunión esta mañana?


—Eso no es importante en este momento. La he cambiado. —Dejando un almohadón en el suelo, se sentó en el sillón a su lado—. Comienzo a pensar que necesito una ayudante.


—Ya tienes una.


—Sara está en Londres. No paso tanto tiempo allí como solía.


Paula se sentó sobre un pie, elegante como un felino, para poder volverse de cara a él.


—Estás tan quemado que no te aclaras, ¿verdad?


Por lo general hubiera hecho un comentario acerca de los diferentes significados de la palabra «quemado» en Inglaterra y Estados Unidos, pero hoy no estaba de humor.


—Alguien me ha robado. Otra vez. Sí, estoy muy cabreado.


—Pero conmigo lo estás más.


—No supongas que sabes lo que pienso.


Le miró durante un prolongado momento, mientras la televisión que tenían delante emitía la sintonía de una de sus omnipresentes películas de Godzilla. Paula tenía un maldito radar para dar con ellas; si daban una, ella lo sabía.


—Vamos, Pedro. Bien puedes decirlo. Salí, no sabes a dónde, y eso te tiene quemado.


—Anoche —comenzó lentamente, conteniendo férreamente su temperamento como buenamente podía, no porque le preocupara herirla, sino porque no sabía cuál sería la reacción de Paula—, en Sotheby's, estabas nerviosa. Estabas preocupada por algo y trataste de convencerme de que no comprara los cuadros. Y luego, al cabo de cinco horas, desaparece uno de ellos.


—No pienso repetirte otra vez que yo no lo hice —replicó.


—Dijiste que habías reconocido a alguien allí. ¿Quién era?


—¿Así que ahora soy cómplice? ¿Por qué no decides si soy o no culpable, y partimos de ahí? —Cruzó los brazos por encima de los pechos—. ¿Y bien?


Pedro apretó los dientes.


—No estoy teniendo esta conversación en estos momentos —gruñó, poniéndose en pie—. Disfruta de tu maldita película y no salgas de casa hasta que hayamos rellenado todo el papeleo y emitido un comunicado de prensa.


A medio camino hacia la puerta, un almohadón le golpeó directamente entre los omóplatos. Pedro se quedó inmóvil.


—No acabas de hacer eso —dijo, todavía sin moverse.


—Lo próximo que te tire te dolerá.


Pedro giró en redondo.


—¿Cuántos años tienes, cinco?


—Puede. Eres tú quien me ha mandado a mi cuarto. —Paula se puso en pie—. ¿Crees que estás enfadado? Yo tenía costumbre de ir a dónde me daba la gana, hacer lo que deseaba, ser quien quería. ¡Y jamás tenía a la pasma esperándome en mi puerta, porque nadie sabía dónde vivía! Ahora todo el mundo sabe quién soy y dónde vivo.


¡Dios bendito! Normalmente le encantaba que Pau fuera impredecible.


—Es culpa mía que lo sepan, quieres decir.


Pau cerró la mandíbula de golpe.


—Yo no he dicho eso.


—Sí, Paula, lo has dicho.


Paula le dio la espalda y se acercó hasta el televisor, pulsando el botón y apagando el aparato.


—Cierra el pico, ¿quieres? —refunfuñó—. Me estoy desahogando. Me pusieron unas malditas esposas, Pedro.


—Lo sé.


—Al principio, cuando vi a los polis pensé que te había sucedido algo a ti. Estaba preocupada por ti. Yo iba esposada y eras tú quien me preocupaba. ¿En qué clase de profesional me convierte eso?


—En una profesional retirada —le respondió, aproximándose nuevamente a ella—. Y no eras la única que estaba preocupada. Por supuesto que sabía que no te habías llevado el cuadro, pero ignoraba dónde estabas. Saltó la alarma y apareció la policía, y ni siquiera sabía qué decirles. Y tal como puedes haber notado, siempre sé qué decir.


Paula dejó escapar una bocanada de aire.


—Voy a darme una ducha —le esquivó y abrió la puerta.


—Aún no hemos terminado.


—Yo sí.


Pedro la siguió al ver que Pau continuaba por el pasillo hasta el dormitorio, deteniéndose tan sólo un momento junto a la puerta de su despacho.


—Estaremos listos dentro de quince minutos, Abel.


El abogado levantó la vista de su teléfono y asintió.


Ella ya se había desnudado cuando Pedro abrió la puerta del cuarto de baño.


—No estás invitado —replicó, metiéndose en la ducha.


—No estoy, precisamente, de humor —repuso, cruzándose de brazos—. ¿Por qué no me dices dónde narices estuviste? Creía que confiabas en mí.


—Y yo que tú confiabas en mí.


—Yo no me esfumé en mitad de un robo.


La puerta de la ducha se abrió con un clic y Pau asomó la cabeza por la rendija.


—Eres un gilipollas —dijo y cerró la puerta de nuevo.


—Y tú continúas retrocediendo. Primero tu película, y ahora la ducha. No pienso moverme de aquí hasta que me cuentes lo que sabes. O, al menos, me expliques por qué no vas a decir nada.


Durante un largo momento no escuchó sonido alguno, exceptuando el correr del agua en la ducha. Supuso que Paula podía resistir más que él en un punto muerto, sobre todo cuando tenían que ir al despacho de Ripton para el comunicado de prensa. ¡Maldita sea! No iba a disculparse ni a retroceder. En absoluto había hecho nada malo.


—Siento que mi presencia aquí te haya causado problemas —dijo, finalmente.


—Yo no lo siento —replicó—. Lo único que quiero es una explicación. No una disculpa. —Giró la muñeca para echar un vistazo a su reloj—. Dentro de diez minutos tenemos que salir para el bufete de Ripton para que él pueda leer nuestras declaraciones a los medios.


El agua dejó de correr y la puerta de la ducha volvió a abrirse.


—No pienso conceder ninguna entrevista —declaró, saliendo y echando mano a una toalla.


—Ninguno va a hacerlo. Estamos mostrando un frente unido. Tanto si sucede lo mismo en privado como si no.


—¿Un frente unido contra qué?


—¿Contra qué? —repitió con incredulidad—. Te arrestaron, Paula. Y si la policía no ha dado con una pista viable, puede que a mí me acusen de fraude a la aseguradora.


Paula se pasó la toalla por el pelo.


—¿Ibas a exponerte a ir a la cárcel por doce millones?


—La gente comete estupideces por motivos estúpidos.


—Tal vez los motivos no sean estúpidos. Puede que simplemente los desconozcas.


Dividido entre la estupefacción y el enfado, Pedro le quitó la toalla.


—¿Intentas decirme algo? ¡Dilo de una vez, por el amor de Dios!


Paula plantó las manos en sus desnudas caderas.


—Vale, sí. Lo hice yo. Me llevé el Hogarth y lo embutí en una consigna de autobuses de Union Station. Patricia está conmigo en esto. Así es, tu ex y yo hemos unido fuerzas.


—Tú...


—¿Qué crees que digo? Lo hiciera quien lo hiciese, yo antes era uno de ellos. Y hace un año, podría haber sido yo. Así que, discúlpame por no ponerme a discutir si esto o lo otro es una estupidez. Resulta obvio que alguien quería el Hogarth, y que alguien lo robó por algún motivo. Si piensas que me divierte pasar la mañana esposada y metida en el asiento trasero de un coche patrulla, pues que te jodan. —Enganchó la toalla de nuevo y pasó como un rayo por su lado hacia el dormitorio.


Pedro contempló durante un instante cómo se contoneaba su trasero desnudo y acto seguido la siguió. El primer día de su extraña alianza, el detective Castillo había intentado ponerle las esposas. Todavía recordaba el puro terror que había visto en sus ojos cuando creyó que la habían pillado. 


Esta mañana había ocupado el asiento trasero de un coche de policía y sido llevada a una sala de interrogatorio porque él le había dicho que la sacaría. Ambos sabían que ella podía haber escapado si así lo hubiera querido. Pero se había quedado.


—Paula —dijo, haciéndole darse la vuelta hacia él y alzándole la barbilla con los dedos—. Discúlpame. Me parece justo decir que ambos nos encontramos en una tesitura incómoda en estos momentos. Acompáñame al despacho de Ripton, y luego podemos ir a comprar comida china. —Muy consciente de que ella estaba desnuda y de que deseaba ponerle las manos por todo el cuerpo, Pedro mantuvo la mirada clavada en su cara—. ¿Trato hecho?


—¿Crees que dejaría que te llevaras la culpa por esto aunque fuera yo quien robara el cuadro? —preguntó, entrecerrando sus ojos verdes.


Probablemente hallaría un modo de demostrar que él era inocente aunque hubiera sido uno de los que robaran ese cuadro.


—No, no lo creo.


—Pues deja toda esa mierda de «yo estoy más cabreado que tú». Porque, confía en mí, yo estoy muchísimo más cabreada que tú, Pedro. Quienquiera que supiera que tenías el Hogarth era consciente de que yo estaba aquí contigo. Se trata de una bofetada, y yo soy de las que las devuelven.


—Garcia se abatirá sobre ti con el primer paso que des que pueda resultar mínimamente incriminatorio, Paula.


Liberó su barbilla de los dedos de Pedro y se puso unas braguitas.


—Sólo si se entera. Vete a comprar tu hotel y yo me ocuparé del asunto del cuadro.


—Perdóname si eso no me hace sentir mejor —refunfuñó. Dejando escapar un suspiro, se fue hacia el armario para buscar una camisa limpia y una corbata que exudara autoridad—. Le dijeras lo que le dijeses al detective, no pareció convencerle mucho. Estará a la espera de que hagas algo, mi amor.


—Pues que espere todo lo que quiera. Estaré a las puertas de un bufete de abogados, escuchando lo inocente que soy, y luego comiendo comida china.


Dado que parecían haber llegado a un acuerdo, lo dejó estar. Aunque en el fondo de su mente no podía evitar reparar en que Pau no había respondido aún a su pregunta sobre dónde demonios había estado la noche pasada.


—Tío, somos un par de patéticos pringados, ¿verdad? —apuntó un momento después, al tiempo que se ponía un bonito vestido sin mangas de Luca Luca con tirantes cruzados en color marrón y naranja.


—Mmm, hum. Dudo que alguna vez lleguemos a ser algo.


Pedro alargó el brazo y la tomó de la muñeca. La atrajo hacia él al ver que ella no se resistía. Paula le rodeó la cintura y le abrazó con fuerza.


—Descubriremos qué está pasando —dijo, bajando la cabeza hasta su cabello—. Y descubriremos quién se llevó mi maldito cuadro. Cuando lo hagamos, voy a exigir una disculpa personal del detective Garcia, y voy a ocuparme de que el ladrón reciba un escarmiento que sirva como ejemplo. Porque puede que antes fueras uno de ellos, pero ya no lo eres.


Y eso era algo que le venía a la cabeza cada vez que alguien era arrestado por algún delito. «Paula fue como ese ladrón. Podría haber sido ella.»


Pau se separó súbitamente.


—De acuerdo. Salgamos de aquí y hagámoslo antes de que cambie de opinión.


Pedro le brindó una breve sonrisa.


—No lo harás. —Porque no pudo evitarlo, le cubrió las mejillas con las manos, le alzó la cara y la besó.


Su teléfono móvil sonó en su bolsillo cuando Paula le rodeó el cuello con los brazos. Puso fin de mala gana al beso y atendió la llamada.


—Joder —farfulló.


Paula le hizo ladear la mano para mirar la pantalla.


—Genial. Patricia. Jamás debería haber pronunciado su nombre en voz alta.


Pedro apretó el botón.


—Alfonso.


Pedro, acabo de enterarme de lo sucedido —se oyó la refinada voz londinense de Patricia Alfonso Wallis—. Si hay algo que pueda hacer por ti, te ruego...


—Estamos bien, Patricia. Pero estoy algo ocupado en este momento. Así que adió...


—Podrías al menos haberme dicho que venías a Nueva York. Ya sabes que ahora vivo aquí.


—Fui yo quien te buscó el apartamento, y quien te lo pagó.


—Como mínimo, deberías haberme llamado para salir a cenar. En serio, Pedro.


Su ex esposa parecía mohína y triunfal al mismo tiempo. 


Aunque no era de extrañar, ya que la había ignorado y se habían llevado a Paula a rastras a la cárcel.


—Estoy aquí por negocios. Hablaré contigo más tarde.


—¿Trajiste a Chaves aquí por negocios? ¿Tuyos o suyos?


—¿Ahora ejerces de reportera para el Enquirer, Patricia?


—Oh, venga ya. Es una pregunta completamente lógica.


—Hola, Patty —dijo Pau, alzando la voz lo bastante como para que la oyera—, ¿puedes volver a llamar? Nos has pillado follando.


Patricia ahogó un grito.


—Esa mujer es la más...


Pedro colgó el teléfono.


—No deberías hacerle rabiar de ese modo —dijo suavemente, inclinándose para terminar con su beso.


—Ella empezó. Y sigo sin saber por qué me odia tanto. Te divorciaste de ella casi dos años antes de que nos conociéramos.


—Te odia porque te quiero.


Paula frunció sus suaves labios.


—Bueno, ¿acaso eres el Gran GADUT?3


—Eso parece. Cinco minutos.


—Estaré lista.




3 Gran Arquitecto del Universo. Ser Supremo dentro de la Masonería. (N. de la T.)

CAPITULO 120




El detective Garcia rodeó la mesa gris metálica, y acto seguido, sin previo aviso, estrelló la palma de la mano sobre la arañada superficie.


Reprimiendo un fingido bostezo, Paula levantó la mirada hacia él.


—¿Eres el poli malo o el poli bueno?


—No soy más que el tipo que quiere darle un respiro, si me dice dónde estuvo anoche.


Ahora que le habían quitado las esposas y había superado su pánico inicial al ser arrestada y arrastrada hasta la comisaría, esto se estaba volviendo... bueno, no divertido, pero sin duda sabía cómo juzgar a las personas, y pretendía divertirse con este tipo. Ni siquiera tenía que ser simpática, porque él ya le había puesto las esposas... y porque sabían que Pedro reflotaría el Titanic si era necesario para sacarla de allí. En realidad, la peor parte de aquello estaba resultando ser el que le hubieran tomado las huellas y fichado. Averiguar cómo iba a desaparecer del sistema... ya se preocuparía de eso más tarde.


—Me inclinaría más a creer en tu sinceridad —dijo lánguidamente—, si me trajeras una CocaCola Light y me dejaras hacer una llamada.


El hombre cogió el teléfono del fondo de la mesa y lo dejó bruscamente delante de ella.


—Yo no se lo impido.


—Y tampoco vas a marcharte, ¿no?


—Me marcharé.


—Y te quedarás al otro lado del espejo, ¿verdad?


Su palillo se movió nerviosamente.


—Sí.


Pau exhaló una bocanada de aire.


—De acuerdo. —Si le hubiera concedido un minuto de privacidad hubiera llamado a Sanchez; sabía que Pedro estaba trabajando para que la liberaran, y necesitaba a alguien que le ayudara con el problema de Martin... sobre todo ahora que sabía que el Hogarth había desaparecido en el mismo espacio de tiempo en que le había dicho a su padre que estaría ausente de la casa.


Percibiendo que Garcia la observaba, marcó el número del móvil de Pedro. Éste sonó una única vez antes de que él descolgara.


—Alfonso.


Por el momento fingió que no le habían quitado un peso de encima tan sólo con escuchar su voz.


—Hola, guapetón.


—Paula. ¿Te encuentras bien?


—Me han colocado un foco en toda la cara y me obligan a escuchar a Manilow —declaró. Silencio.


—Me alegro de que te estés divirtiendo —dijo al fin—, considerando que yo estoy al borde de un ataque de apoplejía.


—No se lo cuentes a mamá —respondió con serenidad.


—¿Están escuchando? —preguntó inmediatamente, agudizando la voz.


—Claro.


—Dame diez minutos más, cariño. Procura comportarte.


—Pan comido. ¿Cómo... ?


—Vale —la interrumpió Garcia—. Se acabó el tiempo. 


Paula le lanzó un beso cuando colgó el teléfono. Sabía que Pedro iba de camino, pero oírselo decir le hacia sentir prácticamente mareada de alivio.


—Tal vez crea que es muy gracioso —prosiguió el detective, apoyando la cadera en la mesa—, pero yo trato de encontrar un cuadro que vale doce millones de dólares.


—Pues no deberías estar perdiendo tu tiempo conmigo, colega. Porque si es así cómo investigas, yo encontraré ese cuadro antes que tú.



—¿Por qué no me dice por dónde empezar a buscar?


Tenía una buena idea al respecto, en realidad... si no sabía dónde, sí sabía quién.


—Oye, mi negocio consiste en proteger los objetos de valor de la gente, no en robarlos.


—Entonces tampoco estaba usted haciendo su trabajo, ¿no?


—Que te den. —No, así era. En realidad, era probable que su ausencia hubiera hecho posible que el ladr... vale, que Martin, entrara. Maldita sea, detestaba que le tomaran el pelo. Máxime cuando no debería haber sido tan estúpida como para permitir que lo hicieran.


—He puesto el dedo en la llaga, ¿verdad?


Pau levantó la mirada hacia él.


—¿Y qué te dice eso?


—Que o bien dice la verdad, o que es tan escurridiza como pensaba. En otras palabras, no me dice nada.


—Bueno, dado que sigo esperando a un abogado y mi refresco, tendrás que apañarte con lo que hay.


Garcia rumió su palillo. Seguramente llevaba algunos más consigo.


—Si no la hubiera arrestado, ¿estaríamos manteniendo una conversación diferente?


Paula estaba casi tentada de darle una respuesta sincera. 


Este tipo era muy escurridizo, y no podía olvidarse de eso.


—Seguramente no —reflexionó—, a menos que me dieras cierta información y me trajeras un refresco para que pudiéramos repasar los hechos juntos.


—Así que, me ayudaría.


Ella sonrió sin diversión.


—Si no me hubieras arrestado. Ese tipo de cosas pueden echar a perder una relación.


—Es usted una Chaves. A mis ojos, es motivo suficiente para muchas cosas.


Garcia miró hacia el espejo que ocupaba la pared.


—Tráele un refresco, ¿quieres?


—Una CocaCola Light, que esté fría —intervino, mirando en la misma dirección.


—Puede creerse que es usted una monada —farfulló, levantándose para pasearse alrededor de ella una vez más—, pero voy a cotejar sus huellas. Si tiene aunque sólo sea una multa de tráfico pendiente, la retendré.


No hacía más que tres semanas que tenía el carné de conducir, de modo que las posibilidades de que tuviera una multa eran muy escasas. En cuanto al resto, no creía haber dejado ninguna huella a su paso. Pero esto sería una prueba.


—Ya que te pones, ¿por qué no llamas al detective Francisco Castillo de Palm Beach? Es de Homicidios, pero no te pongas celoso. Le ayudo de cuando en cuando.


El hombre se erizó, pareciendo incluso más alto físicamente.


—Escuche, Chaves, yo no hago esto...


—He puesto el dedo en la llaga, ¿verdad?


Garcia entrecerró los ojos.


—No habla como alguien que vive en una casa en el East Side.


—Puedo ponerme en plan pijo si quieres, pero sigo sin haberme llevado el cuadro.


—¿Qué me dice de una coartada? ¿Puede al menos darme eso?


Posiblemente podría, en realidad, si deseara confirmar que había estado paseando en un taxi a la 1.35 y luego a las 3.10. Pero Balto quedaba demasiado cerca de la casa como para que mereciera la pena citar a los taxistas; podría haberse apeado, vuelto a pie, robado el Hogarth, regresar de nuevo al parque caminando y retornar a casa en coche.


—¿Y si comienza a investigar a la gente que pudiera querer robar un cuadro en lugar de a alguien que prácticamente vive en un museo de arte?


Gruñendo, volvió a colocar de golpe la silla junto a la mesa.


—Si fuera sincera conmigo y respondiera a una maldita pregunta, tal vez podría.


Paula le miró con la cabeza ladeada.


—Lo siento, detective, ¿me estás diciendo que no crees que en realidad lo hiciera yo? Me estás confundiendo. ¿Te estoy ayudando a buscar al ladrón o soy el ladrón?


—¿ Lo que usted es... ?


La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y entró un tipo de más edad con blancos mechones rebeldes sobresaliendo por encima de sus orejas.


—Suéltela, detective.


Garcia se enderezó.


—¿Qué?


—Esta charla ha concluido —espetó un hombre alto y calvo vestido con un traje de Armani, pasando por al lado de «Pelo tieso»—. Eso es lo que pasa. A menos que quiera enfrentarse a una demanda por arresto improcedente.


Paula ni siquiera trató de ocultar su sonrisa cuando Pedro pasó por delante de los otros dos hombres.


—Sir Galahad —murmuró, poniéndose en pie.


Llevaba unos vaqueros y una camiseta negra con una camisa gris de franela encima, y seguía pareciendo el tipo más poderoso de la sala.


—¿Estás bien? —La atrajo lentamente a sus brazos.


«Ahora lo estoy.»


—Muy bien —dijo, comenzando a darse cuenta de lo tensa que había estado durante la última hora, más o menos. 
Pese a todo, no pensaba admitir tal cosa delante de los polis, y ambos lo sabían—. Lo has logrado para la hora del desayuno.


—Dije que lo haría.


—Vamos, capitán —gruñía Garcia—, esto es ridículo. No tiene coartada, y su padre era...


—Antes de que vaya de nuevo a por ella —dijo «Traje caro»—, más le vale que tenga otro motivo que no sea la ocupación de su padre. Que tenga un buen día.


Con el brazo de Pedro rodeándole los hombros, abandonaron la sala de interrogatorios. Cuando se marchaban, Paula no pudo resistirse a lanzarle una pulla. 


Se giró de cara al furioso detective.


—Sigues debiéndome una CocaCola Light, Garcia.


El pasillo estaba repleto de polis, ninguno de los cuales parecia contento de verla marchar. Que así fuera. No iba a intentar hacerse amiga de ninguno de ellos. Y ahora que se marchaban, deseaba de veras salir de allí.


El hombre del Armani se detuvo delante de ellos, entregándole una bolsa de papel que contenía su bolso y su teléfono.


—Asegúrate de que tu limusina está aquí, Pedro —dijo, colocándose las gafas—. No queremos tener que esperar ahí afuera.


Asintiendo, Pedro sacó su teléfono del bolsillo.


—Paula, te presento a Abel Ripton —le indicó mientras marcaba—. Abel, ésta es mi Paula.


Cuando Ripton tendió su mano, Paula se la estrechó. Un apretón cálido y firme, sin sudor, sin vacilación, sin entablar un juego de poder súper masculino. ¡Estupendo! Otro abogado bueno. Hasta que conoció a Tomas Gonzales, no había creído que tal animal existiera.


—Dadas las circunstancias —dijo, sonriendo—, me alegro mucho de conocerle.


El asintió.


—Aún no hemos terminado de desentrañar todo esto, pero sacarla de aquí era la principal prioridad de PedroPedro cerró la tapa del móvil.


—Nos está esperando. Salgamos de este maldito lugar.


—Amén —dijo Paula muy emocionada, aceptando su mano cuando se la ofreció para que se aferrara a ella.


Con el ceño fruncido le giró la muñeca, volviéndole la palma hacia arriba.


—Te han tomado las huellas —dijo, sus ojos azul Caribe se alzaron hacia los de Paula.


Sabía tan bien como ella lo que eso podría significar.


—Sí —susurró, poniéndose a temblar cuando finalmente empezó a reaccionar.


—¿Podemos hacer que anulen sus huellas? —preguntó Pedro, encabezando el trayecto a instancias de Ripton.


Mierda.Pedro estaba aceptando los consejos de otro. Le había ocasionado todos estos problemas por el hecho de ser una Chaves, y tanto si merecía estar en la cárcel como si no, Pedro estaba renunciando a su precioso control por su
culpa. Maldita sea, todo se estaba yendo al garete, y necesita algunas malditas respuestas.


—Presentaré un recurso en cuanto llegue al despacho.


Cuando Paula entró en la comisaría de policía, lo había hecho por detrás, por donde sólo los delincuentes y los polis tenían acceso. Ahora se marchaban por la puerta principal; y cuando Pedro abrió la puerta con el hombro, Paula comprendíó por qué habían deseado que Ruben les aguardara allí.


—¡Dios mío! —farfulló, acercándose a él—. ¿De verdad estan aquí por mí?


—Hemos salido en las noticias matinales —le respondió en un susurro, adoptando su expresión inescrutable.


Debía de haber un centenar de cadenas de televisión y reporteros de las noticias; cámaras; técnicos de sonido; paparazzi y groupies se apelotonaban en la acera delante de la comisaría. Cuando salieron Pedro y ella, todos se precipitaron hacia delante.


—Señor Alfonso, ¿puede darnos detalles acerca de lo que han robado en su casa?


—¿Ha sido acusada del robo, señorita Chaves?


—¿Cuántos...?


—¿Cuáles son...?


Paula divisó a Ruben y la limusina aparcada en la calle y se dirigió en esa dirección. Si Pedro no iba a responder a ninguna pregunta, tampoco lo haría ella. Fuera lo que fuese lo que le hubiera tenido que contar a Ripton acerca de su pasado, el abogado tampoco abría la boca. De sus labios no salió siquiera un «no hay comentarios». ¡Ja! Que los reporteros sacaran eso en las noticias.


El silencio dentro de la limusina era casi ensordecedor. 


Paula alargó la manó al refrigerador de debajo del asiento y sacó una CocaCola Light.


—Según parece no puedes meter a estos en el trullo —dijo, abriendo la lata y tomando un largo trago.


—¿Y bien? ¿Dónde estuviste anoche? —preguntó Pedrotranquilamente, observándola.


«Mierda.»


—De visita turística —respondió.


—Ni se te ocurra mentirme, Pau. Cuando desperté...


—¿Puede confirmarlo alguien? —interrumpió Ripton desde el asiento opuesto al de ellos—. ¿Un testigo o una coartada?


Con gran esfuerzo desvió la mirada de Pedro. El problema número uno era solucionar los problemas con la policía.


—No. Nadie que pueda ser de ayuda.


—Dime que no te pusiste a pasear sin más por Manhattan a las dos de la madrugada, Pau.


—Vale, cogí un taxi. Un par de taxis. Paseé el tiempo suficiente entre uno y otro para que no sirva de gran cosa como coartada —le lanzó una mirada—. No creerás que tenga algo que ver con esto, ¿no?


—Por supuesto que no. Pero mi compañía aseguradora no va a soltar doce millones de dólares sin llevar a cabo una investigación. Al parecer soy tan sospechoso como tú.


—No —dijo con la voz entrecortada, horrorizada—. ¡Es una estupidez! Posees veinte billones de dólares. ¿Por qué ibas a...?


—Los rumores pueden ser tan destructivos como una condena —la interrumpió—. Quiero saber quién lo hizo —se volvió hacia Ripton—. Teniendo en cuenta el modo en que han metido la pata con Paula, ¿crees que podrías echarle el guante a una copia de los informes de pruebas?


Ripton se subió las gafas de nuevo.


—Creo que deberías abstenerte de interferir en una investigación policial. Ahora mismo no eres demasiado popular entre la policía.


—Quiero que Paula le eche un vistazo a lo que tengan. Es una experta en seguridad, y sabe más sobre allanamientos de morada que la mayoría de profesionales. Podría reparar en algo que a ellos se les haya pasado por alto.


Eso era porque Pau había sido una de esos profesionales.


—Si es posible, me gustaría echar un vistazo —le apoyó—. Yo no lo hice, pero tal vez pueda ayudar a descubrir quién lo hizo. —Salvo que ya tenía una buena idea de quién era el culpable.


Si resultaba ser Martin, Pedro jamás volvería a confiar de nuevo en ella. Nunca creería que no había estado al tanto de que su padre estaba vivo. Y jamás creería que no le había ayudado de algún modo, de manera consciente o no, a llevar a cabo el robo. Tampoco se equivocaría. Sí, estaba de mierda hasta el cuello, pasara lo que pasase a continuación.