miércoles, 24 de diciembre de 2014

CAPITULO 30



Pedro abrió lentamente los ojos, con cuidado de no moverse. Una semana antes, lo último que hubiera esperado habría sido despertar en la cama con alguien
como Paula Chaves a su lado. Ahora ella yacía acurrucada junto a él con una mano sobre su torso y su suave y firme respiración junto a su oreja. El pelo caoba le caía sobre el rostro y a él le hacía cosquillas en el hombro. 


El brazo que Pedro tenía debajo de ella estaba completamente entumecido, pero no le importaba. ¡Santo Dios, menuda noche! No había errado al apreciar que aprendía mediante la experiencia táctil; no creía que quedara un solo centímetro de su cuerpo que Pau no hubiera explorado con sus manos o su boca.


Había habido otras mujeres, tanto antes como después de Patricia: modelos y actrices en su mayoría, puesto que a éstas les traía sin cuidado la falta de privacidad que por lo general conllevaba ser vistas en su compañía, o el escaso tiempo que pasaba con ellas entre una aventura y otra. Con Paula ambos temas iban a suponer un problema. Su necesidad de privacidad era parte integral de ella tanto como sus manos. Y quedaba el hecho de que se marcharía tan pronto como averiguaran lo que estaba sucediendo, para proseguir con su vida como hasta entonces había hecho. Pau estaba muy equivocada a ese respecto.


Sus ojos se abrieron, inmediatamente alerta, recordando al instante dónde se encontraba y por qué.


—Mmm. Buenos días —dijo con una sonrisa coqueta, desperezándose como una gata.


—Buenos días.


Él recuperó su brazo y flexionó los dedos para que circulara la sangre. Colocó el brazo superviviente bajo la cabeza para observarla, para contemplar la contracción de los músculos bajo su piel mientras se sentaba, la satisfacción de su rostro y la elevación de sus erguidos pechos mientras estiraba los brazos por encima de la cabeza. A pesar de que iba a tener que molestarse en comprar otra maldita caja de condones, se puso duro de nuevo.


Ella desvió los ojos por la sábana justo por debajo de su cintura.


—¡Qué bárbaro! Pensaba que los ingleses erais tranquilos y aburridos.


—¿Vamos a por el séptimo polvo? —murmuró, y se acomodó a su lado, ahuecó la mano sobre su pecho izquierdo, y sintió aumentar y endurecerse el pezón contra la presión de su palma.


—¡Dios!, ¿el séptimo? —dijo, arqueando la espalda ante su contacto—. Creí que no era más que un orgasmo continuo.


—Puede que para ti. A mí la protección me obliga a llevar la cuenta.


Paula rompió a reír, volviéndose para lanzarle los brazos alrededor del cuello y besarle en la boca, las orejas, la garganta, el pecho, en cualquier parte que pudiera alcanzar su boca. La noche anterior se había mostrado franca y muy
receptiva, pero ésa era la primera vez que la había oído reír de verdad.


Devolviéndole una sonrisa de oreja a oreja, la levantó en su regazo, con cuidado de no tirar de los puntos en su muslo cuando le colocó las piernas alrededor de la cintura y lentamente la penetró con su longitud.




Se había hecho considerablemente tarde cuando terminaron, se había perdido otra reunión por la venta de la WNBT, y ambos estaban hambrientos.


—Llamaré para que Reinaldo nos suba algo de desayunar —dijo, alargando el brazo al teléfono de la mesilla de noche.


Ella se tumbó boca abajo donde él la había dejado después del último jolgorio.


—No. Necesito una ducha. Algo que ponerme y ropa interior limpia.


—Pediré que lo traigan.


Paula volvió la cara hacia él.


—No vas a comprarme ropa interior —declaró—. Tengo una muda en el bolso, en el coche.


—Pues pediré que te la suban —respondió, vagamente irritado—. A menos que estés intentando escapar.


Le dedicó una sonrisa de suficiencia, poniéndose de costado para mirarle fijamente.


—Estoy desnuda en tu cama, su señoría. Pero seguimos teniendo un trato que no tiene que ver con el sexo.


Seguiremos teniendo un trato aunque pida que nos traigan comida y ropa.


—Eh, tipo rico —replicó, sentándose y bajando las piernas por un lateral de la cama—, deja de alardear. No me impresiona tu habilidad para comprar braguitas rosas. Ve a buscarme una bata o algo.


—Están colgadas detrás de la puerta del baño. Ve tú a por ello, ladrona.


Bajó de la cama después de brindarle una rápida sonrisa y un beso en la mejilla,y se marchó correteando desnuda de la habitación. Pedro se incorporó de nuevo para verla marchar. Seguía sin comprenderla. Era condenadamente fuerte, pero tan delicada a la vez. Paula Chaves le fascinaba, y pasar una noche dentro de ella, sobre ella, debajo de ella y a su lado no había hecho que menguara aquella sensación lo más mínimo.


También él deseaba darse una ducha, y unirse a ella en el cuarto de baño le parecía una muy buena idea. Se puso en pie con un gruñido. En treinta y tres años de vida no había conocido demasiadas noches como aquélla. Joder, ni siquiera se acordaba de alguna, así, de pronto. Luciendo una amplia sonrisa se encaminó por entre los restos de ropa de la noche anterior que estaban dispersos por la sala de
estar. Ella salía del baño justo cuando llegó él.


—Voy a bajar al coche —dijo, ciñéndose una bata de seda blanca a la cintura.


Pedro alargó la mano detrás de la puerta, sacó otra y se la puso.
—Iré contigo.


—No voy a fugarme —dijo, suavizando la queja al ajustarle la bata azul y atársela a la cintura.


Pedro esperó a que ella añadiera un «todavía», pero a pesar de que no lo hizo, la palabra parecía flotar en el aire. La atrajo contra sí mientras se obligaba a sonreír y la besó.


—Quiero asegurarme de que me dejas algo de desayuno.


—De acuerdo.


Pedro se pasó la mano por el pelo para no espantar al servicio y la siguió escaleras abajo. Ella se dirigió hacia la puerta principal y él le rodeó la cintura con el brazo.


—Estará en el garaje —dijo, conduciéndola hacia el fondo de la casa.


Tal como esperaba, Pau toleró que su brazo la rodeara durante unos momentos, luego se zafó de él. No creía que fuera la manifestación pública de afecto lo que la molestaba; por el contrario, salvo la noche anterior, parecía tener cierta
necesidad de espacio a su alrededor, literal y figurativamente. Bueno, tendría que esforzarse por hacer que comprendiera que ir de la mano no significaba que fuera vulnerable, débil o que estuviera atrapada. No en lo que a él respectaba. Por esa mañana le bastaba con quedarse detrás de ella y observar como se cimbraba su
trasero bajo la suave seda.


No ponía en duda que ella supiera dónde estaba situado el garaje; había mencionado haber estudiado los planos de la casa. Tampoco le sorprendió su reacción cuando cruzaron la puerta junto a la cocina.


—¡Ay que joderse! —exclamó, su voz resonó bajo el alto techo—. Esto no es un garaje; es un… estadio.


—Me gustan los coches —dijo a modo de explicación, tomándola de la mano para sortear con ella la multitud de vehículos nuevos y antiguos en dirección al SLK amarillo—. ¿Alguna vez has practicado sexo en el asiento trasero de un Rolls Royce?—Deslizó la mano en el bolsillo de su bata, y le acarició el muslo a través de la delgada tela.


Ella le sonrió con malicia.


—No, no que yo recuerde.


—Tendremos que remediarlo. ¿Qué te parece un Bentley?


—¡Déjalo ya! Vas a acabar conmigo.


Ni siquiera le preocupó parecer, sin duda, un hombre engreído y pagado de sí mismo cuando abrió el maletero del SLK.


—Podríamos llevarlo arriba —dijo, cogiendo una de las bolsas.


Ella sacó su mochila.


—¿No te importa que este material esté en tu casa?


—Tú estás en mi casa —respondió, luego se tragó el resto de lo que iba a decir al verla bajar la vista.


Los nudillos de Pedro rozaron algo duro y plano que estaba medio fuera del petate. Con el ceño fruncido abrió el saco para extraer el paquete envuelto en tela y empujarlo de nuevo dentro.


—Eh, eso es propiedad privad… —Su voz se fue apagando cuando el semblante de Pedro se volvió impenetrable. Se le contrajo la garganta y Pau siguió su mirada—. Oh, Dios mío.


CAPITULO 29



Cuando él le hizo cruzar una puerta, y la cerró con llave después, Pau supo instintivamente que habían entrado en sus dominios privados. Ante ellos se extendía una enorme sala de estar, tenuemente iluminada por una lámpara en el rincón,decorada en tono azul marino y roble.Pau apostaría algo a que el acceso al lugar le estaba prohibido a los guardias de seguridad y a las cámaras.


—Muy bonito, señor duque —murmuró, luego perdió el aliento cuando él deslizó las manos debajo de su camisa para tomar sus pechos.


—Muy bonitas —convino, mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja.


Al cuerno con el control. Podría detenerse más tarde. Pau le quitó la camisa por la cabeza, y pudo advertir el vendaje alrededor de sus costillas y en la parte superior del hombro. 


Lo sucedido les había marcado a ambos, y si ese hombre tan atractivo la deseaba, ¿quién era ella para discutir? El mañana podría esperar hasta el día siguiente. Esta noche iba a ser una chica con suerte.


La camiseta de Pau fue lo siguiente en caer al suelo, y mientras él la rodeaba con los brazos para desabrocharle el sujetador, ella se deleitaba con otro alucinante beso con un leve sabor a chocolate. Los pulgares de Pedro rozaron sus pezones y Pau gimió de nuevo.


—Tenía intención de decírtelo antes —dijo, sujetándola a cierta distancia para poder trazar pausados círculos alrededor de sus pechos, pellizcando y haciendo rodar sus pezones entre los dedos índice y pulgar para que se endurecieran—, tienes unos pechos preciosos.


—Graci…


Pedro agachó la cabeza y tomó su pecho izquierdo en la boca, chupando y acariciándolo con su lengua. Pau se arqueó contra él, enredando las manos en su oscuro cabello ondulado.


—Oh, Dios —murmuró; sus rodillas se convirtieron en gelatina.


Ambos se hundieron en el suelo justo al otro lado de la puerta, alfombrado como el resto de la sala de entrada en un oscuro tono índigo. Pedro la tumbó para poder despojarle de los vaqueros prestados.


—Tampoco he piropeado tu estupendo culo —dijo, inclinándose para recorrer con enloquecedora lentitud con la lengua desde la parte entre sus pechos hasta la cinturilla de sus braguitas—. No me pareció apropiado hacerlo cuando estaba aplicando el súper pegamento.


—Eres todo un caballero —acertó a decir, levantando las caderas para que él pudiera quitarle la ropa interior.


Con una sonrisa, Pedro arrojó las escuetas prendas por encima de su hombro.


—No, no lo soy —respondió, separándole más las rodillas para proseguir el sendero descendiente de su lengua. Bajó aún más la cabeza hasta la zona de oscuro vello, dispuesto a conducirla al borde del frenesí con su boca y sus dedos expertos. A continuación, deslizó un dedo nuevamente en su interior, y ella se sacudió.


«¡Por Dios bendito!» Bueno, no iba a ser la única que perdiera el control.


—Ven aquí —jadeó, tirando de él hacia arriba para poder alcanzar el broche de sus tensos vaqueros. Se sentó para poder desabrocharlos, y lo hizo lentamente, sonriendo un tanto falta de aliento mientras las manos de él cubrían las suyas para apresurarla. Paula le acercó más hacia sí, tirando de una presilla del cinturón, y a continuación tomó en la boca un endurecido pezón masculino y lo lamió con fuerza.


Él gimió, una mano enroscada en su cabello mientras terminaba de desabrocharse los pantalones con la otra.


Le bajó los pantalones hasta las rodillas, preguntándose por un fugaz instante si era sólo su dinero lo que mantenía satisfechas a todas esas muñecas de los calendarios de ropa de baño. No, no era sólo su dinero.


—Bonita polla —susurró mientras rodeaba su duro y erecto pene con los dedos y acariciaba su longitud mientras él echaba la cabeza hacia atrás.


—Gracias. La estás viendo en su mejor momento.


Pedro era glorioso, delgado, musculoso y con el cuerpo propio de un deportista profesional más que de un millonario. La tendió nuevamente de espaldas. Una caliente neblina inundó su mente mientras él descendía sobre ella una vez más, tomando de nuevo su boca en un profundo y apasionado beso. Con los dedos en su cabello, le hizo deslizarse por su cuerpo hasta que él se detuvo una vez más entre sus piernas a saborear su fruto. Dios, en Internet no mencionaban lo bueno que era en la cama… o en el suelo. Arqueó la espalda cuando su lengua se introdujo en su interior.


—Oh, Dios mío —gimió.


—Paula —murmuró, ascendiendo otra vez para trazar con su lengua lánguidos círculos por sus hombros y chupar su pecho nuevamente.


Ella hundió los dedos en los tensos músculos de su espalda. «Relájate» —se dijo. Ya se preocuparía más tarde por el control y las decisiones—. «Limítate a disfrutar; limítate a ser.» El placer fue aumentando dentro de ella mientras sus pausadas y expertas manos descendían por su cuerpo, desde los pechos a los dedos de los pies, y subían de nuevo guiadas por su boca hasta que Pau apenas podía
respirar entre jadeos.


PedroPedro, te quiero dentro de mí. Ahora.


—Yo… ¡Joder! —Se levantó, apartándose de ella.


—¿Qué? ¿Qué, maldita sea? —De pronto sintió frío. Y se sintió muy, muy cabreada. Alguien tendría que darle una buena paliza a Pedro.


—No te muevas. Enseguida vuelvo.


Observó como se dirigía, completamente excitado y magnífico, al baño y salía un momento después.


—Ah, el chubasquero del amor —susurró, alzando los brazos para rodearle el cuello y hacer que volviera junto a ella. Pedro hacía que su cerebro estuviera tan empañado por la lujuria que ni siquiera había pensado en la protección, y eso no era propio de ella.


Aunque tampoco lo era irse a la cama, o al suelo, con alguien como Pedro Alfonso.


—Preparada o no —murmuró, separándole suavemente las rodillas.


—Preparada. Definitivamente preparada. —Él se deslizó en su interior con agónica lentitud.Pau echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras la llenaba; la ardiente y rígida extensión de su cuerpo dentro de ella era tan exquisita que
apenas podía respirar.


—No, Paula. Mírame —gruñó, hundiéndose completamente en su interior.


Se apretó contra él, obligándose a abrir los ojos para clavarlos en su oscura mirada plateada. Le sentía enorme y duro como una roca cuando comenzó a mover las caderas y se arqueó para salir a su encuentro. Fuego. Él era como fuego y ella ardía. El calor la abrasó. Pau deslizó los brazos alrededor de su cuello y enroscó los tobillos en torno a sus caderas al tiempo que él se movía. Hundió las manos en su
espalda, en sus nalgas, correspondiendo a cada uno de sus envites, sintiéndose colmada y tensándose hasta que, con un débil gemido, se fragmentó en mil pedazos.


Pedro redujo el ritmo pero siguió moviéndose dentro y fuera, dentro y fuera.


—Mmm. Sentirte es algo maravilloso —murmuró.


Pau no podía articular palabra, no podía hacer otra cosa que jadear en busca de aire y flotar en la blanca bruma que inundaba su mente. Ella siguió y siguió, la pausada cadencia de Pedro la impulsó más allá de donde jamás había ido.


—¡Dios! —farfulló, obligándose a que sus ojos enfocaran—. Haz, eso otra vez.


Pedro rio entre dientes, inclinándose para besarla de nuevo.


—No pienso detenerme.


Aumentando el ritmo, llevó las manos a la espalda para subir sus piernas alrededor de su cintura. Ella le complació y el movimiento hizo que la penetrara más profundamente y con mayor fuerza. Mientras Pau sentía la tensión crecer entre ambos, flexionó los músculos del abdomen, apretándose a su alrededor. Joder, no en vano hacía ejercicio.


Él gimió, plantando las manos sobre sus hombros y embistiendo profunda, fuerte y rápidamente. Pau alcanzó el orgasmo de nuevo con sorprendente intensidad, arrastrándole consigo.


Pedro se corrió con un profundo gemido de satisfacción, dejó caer su peso sobre ella y apoyó la cabeza en el suelo junto a su cuello. Paula siguió rodeándole con los brazos, y finalmente cerró los ojos. Mientras escuchaba su áspera respiración en su oído y sentía el corazón de ambos latiendo fuertemente al unísono, comprendió lo que hacía que le deseara tanto. Se sentía segura en los brazos de Pedro Alfonso.


Momentos más tarde, él levantó la cabeza, con su oscuro cabello cayéndole sobre un ojo, para mirarla.


—El dormitorio está por allí. ¿Vamos?



Ella rio sin aliento, besándole de nuevo, recorriendo con dedos la recta y sudorosa línea de su columna.


—¿Cuántos «chubasqueros» tienes?


—No los suficientes, francamente —respondió, poniéndose en pie y tirando de ella para tomarla en brazos y llevarla desnuda a la habitación azul oscura.



CAPITULO 28




Sábado, 9:21 p.m.


Pedro cedió cuando Pau le remolcó escaleras arriba con la boca unida a la suya.


Se sobresaltó cuando los dedos de Pau rozaron su rígida polla a través de la tela mientras buscaba la llave de la puerta en el bolsillo de sus pantalones ¡Dios! Le hizo bajar de nuevo la cabeza con una amplia sonrisa, besándole ardientemente al tiempo que metía a tientas la llave en la cerradura y giraba el pomo.


Entraron a trompicones en el vestíbulo. Pedro cerró y empujó a Paula contra la pesada puerta de roble inglés, y sujetó su rostro entre las manos mientras la besaba. Sus lenguas juguetearon y se encontraron en un remolino de calor y lujuria —necesidad— mutua que casi le hizo perder el equilibrio. Dios, cuando Pau tomaba una decisión, no se contenía.


La deseaba allí mismo, sobre el suelo de mármol, sobre el sillón de la sala de estar más próxima, en la escalera. 


Únicamente saber que había varios guardias de
seguridad deambulando por la finca a todas horas impidió que se tumbara en el suelo con ella. Mientras bajaba las manos por su espalda, apretándola contra sus caderas, recordó vagamente que no se había sentido así en mucho tiempo. El sexo era divertido; no era una arrebatadora necesidad de posesión. Hasta esa noche. Hasta Paula Chaves.


Pedro —gimió, tironeando de su camisa abierta por los brazos, arrojándola sobre el falso jarrón Ming y quitándole después la camiseta negra de los pantalones.


—Arriba —dijo, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, para apartarse de ella otra vez.


La tomó de la mano antes de que, Paula pudiera discutir y la arrastró hacia las escaleras. No estaba seguro de qué habría hecho si ella hubiera respondido que no.


Llevaba todo el día empalmado y dolorido desde que habían montado en el coche aquella mañana. Separar a la mujer de lo laboral le había vuelto loco. No tenía sentido que pudiera desearla y al mismo tiempo desaprobar lo que ella hacía. Por eso seguía buscando lagunas jurídicas. A ella le gustaba trabajar en museos y no robaba en ellos. No había motivo por el que no pudiera renunciar a una parte de su vida y continuar con la otra cuando obviamente tanto la disfrutaba.


En lo alto de las escaleras le asaltó de nuevo la necesidad de saborearla. Se detuvo en el descansillo para atraerla de nuevo hacia sí, saborear su boca, la suave piel caliente de su garganta. Sujetándola contra la pared con el peso de su cuerpo, introdujo la mano entre ambos y le desabrochó los vaqueros, y deslizó la mano bajo sus bragas para tomarla en ella. Ya estaba mojada para él.


—Travieso —susurró Paula.


Ella gimió, apretándose con más fuerza contra él cuando deslizó un dedo en su interior. Todo cuanto había aprendido en la vida, mediante su propia experiencia y gracias a escuchar las historias de otros en su profesión, le decía que lo que hacía era muy mala idea. Clientes o víctimas… no se podía confiar en ninguno de los dos. Pero nada de lo que había hecho desde la noche de la explosión tenía lógica alguna.


Una sombra se movió hacia el fondo del vestíbulo y Pau se puso tensa. Bien estaba divertirse, pero no delante de testigos.


Pedro —murmuró con voz trémula, apartando bruscamente la boca de la suya y empujándole—, para.


Él pareció advertir que lo decía en serio, porque retiró la mano de sus vaqueros, y se volvió rápidamente cuando uno de los guardias de seguridad emergió de un pasillo interconectado y se dirigía hacia ellos. A juzgar por la expresión de concienzuda indiferencia, el guardia había visto con exactitud dónde su jefe había tenido puestas las manos, pero tras saludar con la cabeza siguió caminando hacia el
ala oeste.


—Mierda —dijo Alfonso con laboriosa respiración—. Vamos.


—No es buena idea —protestó con el último resquicio de cordura que le quedaba. Aquella cama no era su lugar, por mucho que estuviera comenzando a disfrutar de su compañía y sus atenciones… y de sus atrevidas manos. 


Pedro le hacía perder la concentración. No podía ablandarse, su vida, y tal vez la de él, dependían de ello.


—Es una muy buena idea —respondió, besándola de nuevo apasionada y violentamente—. Quiero estar dentro de ti, Paula.


—Es un pacto de negocios —refunfuñó, aun cuando le permitió que tirara de ella, una vez más, hacia el ala este de la casa dónde nunca había estado.


—No, no lo es —replicó, mirándola fijamente—. ¿Asustada? —preguntó, el tono de su voz la incitaba a admitirlo.


Pau buscó su boca de nuevo.


—Nunca.



CAPITULO 27



Pedro hizo que se sentara con él durante el postre, y teniendo en cuenta que era chocolate y que estaba divino, Pau no puso demasiadas objeciones. Sin embargo, mientras volvían al coche ella le puso la mano en el brazo. Si había alguien que pretendía acabar con ella, no deseaba que su equipo estuviera desaprovechado a diez millas de ella.


—De acuerdo —aventuró—, dado que hasta el momento todo parece marchar bien en esta asociación, ¿sigue en pie la oferta de dejar mi coche en el aparcamiento de Harvard?


—Desde luego. —Si estaba sorprendido, se lo guardó para sí, ocultándole la mitad del rostro mientras pulsaba la llave y abría el Mercedes—. ¿Adónde?


Ella le dio la dirección y quince minutos más tarde frenaron junto a su soso Honda azul.


—Muy bien, ¿tendrías la bondad de guiarme hasta el garaje? —le pidió, bajando ágilmente del SLK.


Pedro estudió su rostro bajo el alumbrado callejero.


—¿No vas a echar a correr a otra parte?


Ella negó con la cabeza, y deseó tener agallas para aferrarse o él o para huir en la noche.


—Sigues siendo mi mejor apuesta.


Pedro aguardó con el ceño levemente fruncido a que ella pusiera en marcha el Honda y se incorporara a la carretera. La precaución con la que él conducía, asegurándose de que no les separaba la distancia u otro coche, hubiera resultado
divertida en otras circunstancias, pero estaba demasiado ocupada deliberando si alguien podría quererla muerta como para apreciar nada más.


El guarda nocturno dio paso a Alfonso, saludándole con la mano sin prácticamente parpadear, y fuera lo que fuese lo que Pedro le dijera, la dejó entrar en el aparcamiento sin mediar palabra. Eligió un punto próximo a la salida pero oculto a la vista de la calle, aparcó y se bajó.


—¿Llevas sitio en tu maletero para mis bártulos? —preguntó, inclinándose sobre la ventanilla del SLK.


—Eso depende. ¿Llevas escaleras y ganchos para escalar?


—Esas cosas las guardo en el bolso.


—No me sorprendería nada.


Pedro apretó un botón y abrió el maletero mientas ella rodeaba el vehículo hasta la parte trasera del Honda y hacía lo mismo. Todo estaba intacto, gracias a Dios, y cargó su mochila en el coche de Pedro mientras él se bajaba, seguida de un petate y de una maleta con un lado rígido donde guardaba sus herramientas más delicadas.


Cerró el maletero y se apoyó contra él.


—Gracias.


—De nada. Pero tengo una pregunta —dijo Alfonso cuando ella tomó de nuevo asiento a su lado en el SLK y emprendieron el camino hacia su finca.


Pau se recostó en el asiento de cuero, sintiéndose más relamida ahora que sus cosas y ella se habían reunido.



—Dispara.


—¿Alguna vez robas en el museo donde trabajas?


Se había acabado la charla informal.


—¿Te habrías divorciado de tu mujer si no la hubieras pillado con sir no-séqué?


—Ricardo Emerson Wallis —dijo con un tono de voz más severo—. En Inglaterra denominaríamos esta conversación como mi toma y daca. ¿Estamos jugando a eso?


—Sí —decidió, calibrando su desagrado por hablar de su ex—. Tú respondes a mis preguntas y yo haré lo mismo con las tuyas.


—Trato hecho. Y la respuesta es sí, probablemente.


Aquello era inesperado.


—¿Por qué?


—Primero responde a mi pregunta, cielo.


Pau tomó aire. El tema de cuánto era necesario que él supiera y de cuánto deseaba contarle se iba complicando por momentos.


—No, no robo en el museo donde trabajo. Tu turno.


Él se encogió de hombros.


—Imagino que habría tardado algo más de tres años, pero… a ella no le agradaba mi estilo de vida.


—¿Las mujeres se arrojan a tus pies y te desnudan mentalmente siempre que cruzas una puerta?


—Por eso y por estar ocupado con los negocios la mayor parte del tiempo. — Tomó la autopista principal—. Tu turno. ¿Por qué no robas en el museo para el que trabajas?


—No robo en ningún museo —frunció el ceño en la oscuridad, viendo el pálido reflejo de su rostro en la ventanilla—. Es meramente una estupidez. Las cosas están… donde deben. Nadie controla la historia.


—No es una estupidez. Es interesante.


A su padre aquello le había parecido una estupidez. Pero había sido su empeño en asaltar museos y galerías lo que había hecho que terminaran por atraparle y condenarle. Cabrear a un coleccionista era muy diferente a cabrear a un país cuando se roba un tesoro nacional.


Pau dejó sus cavilaciones a un lado.


—¿Eras amigo de sir Ricardo Wallis? Me refiero a antes.


—Sí. Fuimos juntos a Cambridge. Incluso fuimos compañeros de cuarto durante un año.


—Buenos amigos.


—Durante un tiempo. Pero él era extremadamente competitivo y me harté. Coches, negocios, tratos, mujeres.


—Entonces, ganó él.


Alfonso la miró fugazmente.


—¿Porque me quitó a Patricia, quieres decir? Supongo que así es. Él… me engañó cuando afirmaba ser mi amigo. Y en realidad eso me puso más furioso que el que me quitara la esposa.


—No suelen engañarte a menudo.


—No, así es.


—Pero si estabas tan cabreado, ¿por qué dejaste que se quedaran con una de tus casas en Londres?


—Sabes mucho sobre mí, ¿no?


Ella le regaló una breve sonrisa.


—Sales en Internet.


—¡Qué bien! Dejé que se quedaran con la casa de Londres porque abreviaba los trámites de divorcio y porque parecía… justo, aunque no es que diera saltos de alegría. Sabía que ella no había sido feliz en nuestro matrimonio, y yo no hice mucho por enmendar la situación. —Se encogió de hombros—. Tal vez fuera para poder tener la última palabra.


Justo cuando Paula comenzaba a felicitarse por haber obtenido un puñado de respuestas por el único precio de una pregunta, él redujo la velocidad y tomó el camino de entrada custodiado por dos aburridos policías. Esta vez apenas les dedicaron un fugaz vistazo antes de abrir la verja.


—Se están volviendo condescendientes —comentó, desperezándose mientras cruzaban por la avenida de palmeras y se detenían frente a la casa—. Tu cutre
seguridad acaba de perder la mitad de su efectividad.


Bajaron del coche y Pedro la tomó del brazo mientras se dirigían a la puerta delantera.


—Me debes una respuesta —murmuró, haciendo que se volviera hacia él.


Ella logró sonreír con aire de suficiencia.


—Pensé que ya me la habías dado tú. De acuerdo, ¿cuál es la pregunta?


Alfonso la miró fijamente durante un momento. Alzó la mano para retirarle un mechón de cabello del rostro, acto seguido se inclinó y la besó. Suave, cálida y pausadamente, el calor se extendió por todas partes hasta los dedos de los pies. Su
lengua se deslizó por sus dientes y Pau abrió la boca para él sin siquiera pensarlo. Se humedeció. Justo cuando pensaba que iba a fundirse en él, Pedro se echó hacia atrás
unos centímetros.


—¿Qué me respondes, Paula? —susurró contra su boca.