lunes, 6 de abril de 2015

CAPITULO 170






Palm Beach, Florida


Jueves 11:28 p.m.


Paula Chaves estaba en cuclillas entre una armadura prusiana del siglo dieciséis completa y un guerrero de terracota tamaño natural de la tumba de Qin Shi Huan. Unas
pisadas entraron en el oscuro pasillo a unos pocos metros de ella y se quedó inmóvil, manteniendo la respiración lenta y profunda.


—Sé que estás aquí —dijo la voz grave y con un acento británico levemente desvaído—. Casi que te podrías dar por vencida.


Ni de coña. Si tuviera idea de dónde estaba ya la habría encontrado. Pedro Alfonso podría ser un potentado multimillonario, un enorme tiburón blanco en el mundo de
los negocios, pero en lo referente al sigilo en la oscuridad estaba en la categoría amateur.


Ella, por otra parte, había pasado a profesional mucho antes de su décimo cumpleaños. Resistiéndose al instinto de retroceder aún más en las sombras mientras él se aproximaba, tomó aire y lo contuvo. La adrenalina bombeaba en su cuerpo, provocándole deseos de moverse, de convertir esto en una carrera. Pero no formaba parte del plan.


—No lo lograrás —la provocó la voz de Alfonso—. Todo lo que tengo que hacer es permanecer delante de la puerta y perderás.


Hizo una pausa, moviéndose en un lento circulo con los pies descalzos a una docena de pasos de donde ella estaba agachada detrás del escudo del bonachón coronel Klink. Si
hubiera llevado una linterna estaría perdida, pero lo conocía, sabía que su orgullo consideraría una linterna hacer trampas. Contaba con ello y había hecho sus planes con su
enorme ego en mente.


—Vale, como quieras —siguió—. Solo pensaba que sería menos humillación para ti rendirte que para mí encontrarte.


Eso seguramente era cierto, pero estaba claro que sus oportunidades de encontrarla no eran tantas como él proclamaba. Tan pronto como sus pasos se reanudaron pasillo abajo ella se movió, bajando a la carrera un tramo de escaleras y poniéndose a salvo en la primera puerta a la izquierda. Técnicamente ya podría haber salido de la casa con un millón de más en mercancía, pero el Matisse y el tapiz turco del siglo catorce no estaban en su lista. Ni
cualquier otra pieza de arte de ciento y pico de años, ni antigüedades del interior de la extensión de dos hectáreas de Solano Dorado.


Todavía a oscuras, Paula caminó hacia el extremo opuesto de la biblioteca y abrió la ventana. Normalmente la alarma se habría disparado, pero sabía a ciencia cierta que todo el sistema estaba apagado. Sonrió mientras se escabullía por la ventana y sobre la cornisa de más de cinco centímetros que recorría la pared. Esto era divertido.


Estirando la mano hacia atrás volvió a cerrar la ventana. No podía pasarle el pestillo, pero a menos que él se acercara mucho, jamás se enteraría de que alguien la había abierto. 


También estaba al tanto de que la electricidad estaría desconectada al menos los siguientes veinte minutos, teniendo así la oscuridad de principios de octubre a su favor.


Bordeando de lado otros casi dos metros y medio con la espalda en la pared, Paula se detuvo al llegar frente a una de las palmeras omnipresentes que rodeaban la mansión y toda la propiedad vallada. Ésta estaba a metro y medio delante de ella y se alzaba a unos cinco metros del suelo.


—Vale, Paula —murmuró, inspiró y saltó de la cornisa.


Durante un segundo quedó suspendida en el aire antes de chocar con el tronco de la palmera y rodearlo con brazos y piernas. Eso habría dolido si no hubiera llevado vaqueros y
una camiseta de manga larga. Negra, por supuesto; no solo el color oscuro adelgazaba si no que era la ropa por excelencia para desaparecer entre las sombras. Aspirando otra bocanada de aire, se contoneó subiendo por el áspero tronco hasta estar a más de un metro por encima del tejado de la casa.


El tejado allí, en la parte trasera de la casa, era plano y tenía unos tragaluces muy bonitos en el techo de la habitación en la que tenía que entrar. Echando un vistazo sobre el hombro para asegurarse de que estaba bien posicionada, se impulsó hacia atrás, girando en el aire para aterrizar en el tejado sobre rodillas y manos. Manteniendo el impulso de su
progreso hacia delante, dio una voltereta y se levantó.


Normalmente la rapidez no era tan importante como el sigilo pero esta noche ella necesitaba entrar en la oficina de Pedro Alfonso antes de que él la localizara. Y para ser un amateur tenía una nariz muy buena para el robo. Por supuesto, ella era un sabueso buenísimo, modestia aparte.


Con otra sonrisa se acuclilló delante de la claraboya y se inclinó por encima para atisbar dentro del oscuro espacio de la oficina de abajo. Solo porque él había comentado que esperaría fuera de la puerta a que ella apareciera no significaba que lo hiciera. El candado que había puesto en la claraboya la detuvo durante unos doce segundos, la mayor
parte se los llevó el tiempo que tardó en sacar el clip del bolsillo.


Dejando el candado a un lado, abrió la claraboya y con mucho cuidado la levantó, agarrando el borde para meter primero la cabeza. La enorme sala, con su mesa de reuniones, el escritorio y la zona para sentarse en un extremo, parecía vacía y sus sentidos arácnidos no protestaron.


Impulsándose con los pies dio una voltereta y aterrizó en medio del despacho, flexionando las rodillas para amortiguar el aterrizaje y reducir cualquier sonido. Una pequeña caja negra con un lazo rojo en la parte superior estaba sobre la mesa pero tras echar un vistazo y una rápida refriega con su curiosidad, pasó de largo hacia la nevera colocada en el aparador y sacó una Coca-cola light. Adrede caminó hacia la puerta de la oficina, se apoyó en el marco y abrió la lata de refresco.


Un segundo después oyó el sonido inconfundible de una llave deslizándose en la cerradura y el pomo de la puerta giró.


—¡Sorpresa! —dijo ella, tomando un trago del refresco.


El inglés alto y de cabello negro se detuvo justo en la entrada y la fulminó con la mirada. Los ojos azules oscurecidos a negros bajo la inexistente luz, pero ella no la
necesitaba para leer su expresión. Enfadado. A Pedro Alfonso no le gustaba que le ganaran.


—Utilizaste la claraboya ¿no? —dijo él, haciendo que la frase fuera una afirmación en vez de una pregunta.


—Sí.


—La cerré con candado hace una hora.


—Hola —contestó ella, tendiéndole la Coca-cola light—, ladrona. ¿Recuerdas?


—Ladrona retirada. —Tomó un trago y se la devolvió antes de pasarla de largo hacia la mesa—. ¿No echaste una miradita?


—No. Ni siquiera se me pasó por la cabeza. —Bueno, se le había pasado pero no había sucumbido, así que eso contaba—. No quería arruinar tu sorpresa.


Cuando la encaró de nuevo, su boca se relajó en una ligera sonrisa.


—Estaba seguro de que intentarías rodearme en el pasillo de la galería.


—Salí por la ventana de la biblioteca. Si hubiera sido una bomba, habrías volado por los aires en un periquete.


Agarrándola por la parte frontal de la camiseta la atrajo hacia él, inclinó la cara hacia abajo y la besó. La adrenalina derivó a excitación, y ella lo besó en respuesta, quitándose los guantes negros de piel para enredar los dedos desnudos en el cabello negro.


Un AM con éxito era muy parecido al sexo y cuando podía combinar ambos, ¡madre mía!


—Hueles a palmera —masculló, barriéndole las piernas y bajándola hacia el suelo gris enmoquetado.


—¿Cómo crees que entré aquí?


Las manos de Pedro detuvieron su ascenso bajo la camisa de Paula.


—¿Trepaste por la palmera?


—Es el modo más rápido. —De nuevo tiró de su rostro bajando hacia el de ella y le abrió la cremallera de los vaqueros con la mano libre. Adoraba su cuerpo, la sensación de su piel contra la suya. La asombraba que un tipo que se pasaba los días sentado en mesas de reuniones, frente al ordenador y peleándose con papeles pudiera tener el cuerpo de un jugador profesional de fútbol, pero lo tenía. Y también sabía cómo usarlo.


De nuevo el retrocedió un poquito.


—Se suponía que esto era para divertirnos, Paula. No para que treparas por una palmera y saltaras sobre un tejado a unos diez metros de altura.


—Esto es divertido, inglés. Deja de marear la perdiz. Quiero mi regalo. —Le metió mano por la parte frontal de sus pantalones—. Mmm, parece que esto también quieres
dármelo.


Con un gemido él se arrodilló, sosteniéndose en equilibrio mientras le quitaba la camiseta por la cabeza. Le siguió el sujetador, aterrizando en algún lugar al lado de la mesa
de reuniones. Pedro se quitó la camisa antes de volver a bajar la cabeza, dándole golpecitos con la lengua en los pezones mientras sus manos ocupadas le abrían los vaqueros negros y se los bajaba por las rodillas.


—Tanga negro —soltó, deslizando una mano entre las braguitas y su piel.


—Otra sorpresa —le contestó, bajándole los bóxers por los muslos mientras se quitaba los vaqueros con los pies el resto del trayecto. El hombre tenía algo serio con su ropa interior, pero gracias a Dios solo cuando ella la llevaba puesta. No había disfrutado tanto comprando en Victoria’s Secret hasta que lo conoció.


Él le besó la base de la mandíbula, riéndose ante su suspiro.


—Eres tan fácil —murmuró, deslizando los dedos por debajo del elástico del tanga y deshaciéndose de él.


—¿Qué dirían los del Entertainment Tonight si supieran lo que estás haciendo en el suelo de tu oficina cuando tienes veinte dormitorios?


Lentamente empujó hacia delante entrando en ella.


—Dirían: “Un tipo con suerte ese Alfonso” —soltó aire—, “tener sexo con la bella, atractiva, divertida, brillante y multifacética Paula Chaves”.


—No puede ser con halagos —gimió riéndose entrecortadamente—, porque ya me has quitado la ropa interior.


—La charla después —contestó él mordisqueándole la oreja mientras empujaba—. Ahora sexo.


Como si ella fuera a discutírselo. Paula levantó las caderas a la vez que Pedro empujaba, rodeándole los muslos con los tobillos. Le encantaba cuando él estaba así, demasiado hambriento, demasiado excitado para ni siquiera pensar correctamente. Y nada lo ponía más caliente que un poquito de AM por parte de Paula, lo cual convertía todo el ánimo y apoyo de su retirada del juego en un poco problemático.


Cuando se le apagó el cerebro ella le clavó los dedos en los hombros, arqueando la espalda y chillando mientras se corría.


—Te sientes tan bien cuando te corres para mí —resopló Pedro, bajando la cabeza hacia el cuello de ella e incrementando el ritmo. Temblando y gruñendo un segundo
después.


—Tú también, inglés —logró decir con cada hueso y músculo aflojándose y desconectándose mientras él se relajaba encima de ella. Sexo con Pedro… no había nada
igual en el mundo.


Él rodó quedando así debajo y ella pudo tumbarse encima de su pecho, escuchando el duro y rápido latido de su corazón. Para alguien como Paula que se había pasado la mayor parte de su vida mirando por encima del hombro, lista para desvanecerse en las sombras con pocos segundos de aviso, la seguridad y satisfacción que Pedro le aportaba era solo… solo indescriptible.


Sobre sus cabezas las luces parpadearon, cegándolos tras la penumbra. El fax en el aparador sonó y zumbó a la vida y en el ordenador encima de la mesa sonaron las primeras
cuatro notas de “Rule Britannia” anunciando que estaba en marcha.


—Vaya, mi hábitat natural —murmuró Pedro, enroscando sin apretar mechones del cabello de Paula en sus dedos—. Los sonidos balsámicos de la tecnología.


—Con todas esas antigüedades y tu representación de Sir Galahad, todavía te veo más como Enrique VIII. Sabes, antes de ponerse gordo, volverse loco y casarse con todas
esas chicas.


—No estoy seguro de que me guste la comparación incluso con las excepciones —le contestó con su divertido acento inglés—, pero lo sobrellevaré. Entonces cariño, ¿sabes qué día es hoy?


Claro que lo sabía. Aparte de que casi tenía una memoria fotográfica, él le había estado dando pistas durante las últimas dos semanas.


—Me gusta oírtelo decir —contestó, alzándose para besarlo en la barbilla—. Pero primero creo que debería señalar que con las luces encendidas y las persianas abiertas, tu equipo de seguridad exterior seguramente está…


—Mierda —masculló, agarrando los vaqueros—. Pensaba que les habías dado la noche libre. No sabía que estábamos protagonizando “Desnudez en la Noche”.


Paula le echó un vistazo mientras se ponía la camisa sobre el cuerpo desnudo.


—Claro. Desconecté todo el sistema de seguridad de la propiedad, así que al mismo tiempo alejé a los únicos tipos entre el gran y malvado mundo y tú.


—¿Y yo? —repitió, levantándose y alargando una mano para tirar de ella y levantarla—. Yo me preocuparé por mí. Pensaba que instalaste todas esas mejoras para proteger mi Matisse, los Remington y el…


Ella detuvo el recital con un beso.


—Sé lo que te pertenece, Pedro —dijo contra su boca—. Y creo haber mencionado que esas cosas no son el porqué estoy aquí.


—Pero están —contestó él, levantando la pequeña caja negra de la mesa y cogiéndole la mano—. Porque como empecé diciendo antes de que señalaras que estábamos ocupados en alguna especie de actuación de destape, hoy es nuestro aniversario.


Paula sonrió.


—Técnicamente es dentro de unas dos horas.


Todavía sujetándole la mano, la guió fuera de la oficina y subieron por las escaleras hasta la habitación principal que compartían. Le gustaba tocarla y considerando la ocasión
que estaban celebrando esta noche, el contacto era igual de importante para ella. Si las cosas hubieran ido solo un poquito diferentes esa noche…


—Me salvaste la vida —dijo siguiendo la pista de sus pensamientos.


—Trataba de robarte.


—Pero no tenías que placarme justo cuando la bomba explotó —refutó Pedroarrastrándola hacia abajo sobre el sofá a su lado en la enorme zona de asientos del dormitorio.


Y en ese momento ella se preguntaba si salvar la vida de un testigo muy adinerado y muy influyente no había sido la cosa más estúpida que había hecho alguna vez. Aunque hubiera sido el caso y contradiciendo las lecciones de toda la vida de su padre, Martin Chaves, que nada era tan importante como cuidarse de uno mismo, Paula no pensaba que lo
lamentaría.


—Sí, lo hice —dijo ella—. Ahora dame mi regalo. Mi otro regalo.


Resoplando, Pedro le tendió la caja. Fingiendo no estar un poquitín nerviosa por lo que habría dentro, Paula tiró del extremo de la cinta para deshacer el lazo.


—No estará maldito o algo así ¿no?


—Aprendí la lección. —Inclinándose la besó en la base de la mandíbula—. Está asegurado cien por cien por una sacerdotisa vudú y un brujo doctorado.


—Listillo. —Con una rápida inhalación abrió la tapa. Y se quedó helada.


Hacía un par de meses le había regalado un magnífico collar de diamantes y un par de pendientes a juego, y con su presupuesto y ojo por la belleza ella esperaba algo igualmente… para quedar con la boca abierta. En el mejor y el peor de los panoramas centrados en torno al regalo siendo un anillo. Esto, sin embargo…


—¿Y bien? —la incentivó con la mirada azul caribe sobre su rostro.


—Es un trozo de papel —dijo ella, de nuevo sus pulmones libres del estertor en su respiración. No era nada brillante, gracias a Dios.


—Vamos, léelo.


Dejando la caja a un lado, lentamente echó un vistazo a la escritura en relieve del documento en forma de cheque.


—Tienes un don para lo inesperado —dijo ella un momento después con la voz un poquito temblorosa. Por dentro temblaba mucho más fuerte. Vale. Jesús. Prácticamente era
un anillo, solo que no de la clase redonda y con un diamante.


—Es el mejor vivero al este de Florida —dijo orgulloso—. Investigué un poco. Y trabajarán contigo en persona, por internet, por teléfono o como tú quieras. Pueden encontrar cualquier planta del mundo, la que tú quieras.


Ella parpadeó. Adelante, Paula.


—Pero este cheque regalo es por un valor de cien mil dólares —dijo ella—. Eso son un montón de plantas.


—Mencionaste que tal vez quisieras hacer también algunas reformas. También pueden contratarlo. Cambia la piscina, pon un volcán, lo que…


—Lo que quiera —acabó ella.


—Lo que quieras. —Le cogió los dedos de la mano libre y se los besó, con besos ligeros como una pluma—. Te dije que la zona de la piscina era tuya. Necesita una renovación y me contaste que nunca habías tenido tu propio jardín. Sé que has estado haciendo algunos bocetos y solo quiero que sepas que lo dije en serio.


Ella se encontró con su mirada.


—Entonces este es tu modo sutil de decirme que pare de remolonear y me ponga a trabajar. Aunque no he estado remoloneando. Me pediste que diseñara la galería entera de
tu propiedad en Devonshire y se abre en dos meses y medio. Nos hemos pasado los últimos tres meses en Inglaterra. He supervisado esa exposición de piedras preciosas durante cuatro semanas. Y tengo un negocio nuevo y…


—Lo sé. Es un regalo, Paula, no una queja. Si quieres otra cosa, yo…


—Es alucinante —le interrumpió, tragándose los nervios. Por sí solo ya era un regalo realmente bonito. Él sabía que a Paula le gustaban los jardines y acababa de pagar para que ella creara el jardín de sus sueños. Solo porque un jardín tenía raíces, y las raíces eran un mundo metafórico para alguien que hasta el año pasado había vivido la mayor parte
de su vida trasladándose constantemente, lo supiera él o no. 


Aunque estaba bastante segura que sí lo sabía. La quería echando raíces, y justo aquí con él. Pero aún así era un bonito regalo.


—Eres alucinante. —Lo besó lentamente—. Gracias.


—Muchísimas de nada. Y ahora, tengo programado en el DVD a Godzilla, Mothra y King Ghidorah: Giant Monster All-Out Attack, que sé de muy buena fuente es la mejor de
la segunda tanda de películas de Godzilla, o podemos ir a la cama y practicar más sexo.


Paula se rió. Este era su Rick. Podía asustarla de muerte pero sabía lo que le gustaba.


—¿No quieres tu regalo?


Pedro le mordisqueó la oreja deslizando hacia arriba una mano, por debajo de la camisa que le había tomado prestada, acunándole un pecho.


—Me diste tu regalo.


Jolines.


—Eso no era un regalo. Eso éramos… nosotros. —Alzando una ceja él se enderezó.


—Muy bien, entonces.


Bajándose la camisa ella se levantó yendo hacia el armario. 


Alargó la mano detrás de la puerta soltando el sobre de papel manila que había pegado allí. Seguramente él no
habría fisgado y ella seguramente no habría tenido necesidad de esconderlo, pero algunos instintos eran más difíciles de matar que otros. Vivía (solía vivir) en un mundo donde la gente se mangaba las cosas los unos a los otros, así que tomaba medidas adicionales para asegurarse de que sus cosas estaban a salvo. Y al parecer ahora “sus cosas” incluían a Pedro y su regalo de “hace un año que salimos” para él.


—Aquí está —dijo ella tendiéndole el sobre mientras se sentaba de nuevo a su lado.


Con la mitad de su atención puesta claramente en ella, abrió las lengüetas metálicas y volcó el contenido sobre su regazo.


—Cuatro por cuatro extremo —leyó, levantando el folleto de encima—. ¿Qué es esto?


—Son tres días en las Rocosas con vehículos cuatro por cuatro a través del barro, el agua, sobre el polvo, las rocas y seguramente pequeños animales peludos, y luego yendo a
pescar por las tardes —le contestó apoyándose en el brazo de Pedro—. Cosas de hombres.


—¿Con coches de hombres?


—Apuéstate algo. —Ella sacó el ticket de información—. Puedes canjearlo en cualquier momento durante el año que viene.


—Es para dos —dijo él mirándola—. ¿Vas a ir a pescar, enfangarte y aventurarte conmigo?


Paula frunció la nariz. Tal vez compadecía demasiado a los peces para disfrutarlo. Todo el ser tentado y decidiendo si picaba el cebo o no.


—Solo si mi vida dependiera de ello —dijo en voz alta—. Pensé que tú y Gonzales podríais estrechar lazos o algo por el estilo. Pero no te atrevas a decirle que lo incluí voluntariamente.


Lo último que necesitaba era que el mejor amigo de Pedro, ese abogado graduado en Yale, averiguara que había comprado algo para él. No podría vivir con eso. Ya era
imposible estar cerca del boy scout tal y como era.


—Tu secreto está a salvo conmigo. Le diré a Tomas que yo insistí en ir acompañado y lanzar su nombre fue tu último recurso para escapar del viaje.


—Me gusta. —Lo besó de nuevo.


Él sonrió.


—Feliz aniversario, Paula Chaves. Así que, ¿Godzilla o sexo?


Paula se rió.


—¿Y los dos?


—Me gusta eso. Tendré que ser Godzilla.


—Supongo que eso me convierte en Tokio.






CAPITULO 169





Jueves, 11:47 a.m.


Paula levantó el panel de acceso e iluminó el armario del expositor.


Sujetando un destornillador con los dientes, reunió con paciencia la docena de conexiones que colgaban, luego las puso en los conectores y fijó aquél haz dentro del panel del circuito principal.


—¿Paula?


—Aquí —replicó agitando un pie—. Saldré en un segundo.


Terminó de ajustarlo todo y se escurrió hacia fuera otra vez. 


Pedro, con las manos en los bolsillos de los vaqueros y una bolsa de lona sobre un hombro, bajó la vista hacia ella desde el lado del expositor.


—¿Cómo van las reparaciones? —le preguntó, ofreciéndole una mano para ponerse de pie.


—Bien —se sacudió el polvo de los pantalones mientras se ponía de pie—. Creo que estaremos listos para abrir otra vez el sábado.


—He oído que Armando Montgomery volverá a ayudar a compartir las tareas de supervisión.


Paula sonrió ampliamente.


—Sííí.


Afortunadamente V&A no le había culpado por el fiasco, ya que claramente Henry Larson había dispuesto las cosas para Brian. Y por su intromisión, ella había hecho unos pocos ajustes adicionales, solo para mantener las cosas interesantes para algún futuro ladrón. Pedro le golpeó los dedos del pie con los suyos, un gesto juguetón y juvenil que ella no acostumbraba a ver, pero que disfrutaba mucho.


Guau. Él era su tipo, correcto.


—¿Tienes tiempo para un almuerzo en la terraza? —le preguntó.


—Claro —ella dejó el destornillador.


—Una cosa más— encaró la ocupada habitación —. Mis disculpas, pero ¿podríamos tener un momento de privacidad? —preguntó.


Pedro —murmuró ella, frunciendo el ceño—. Son mis...


—Tu gente, y tu trabajo —acabó por ella—. Lo sé. Ten paciencia conmigo.


—Bien.


Una vez estuvieron solos, tomó sus dedos y la atrajo contra él. Paula enredó los dedos en sus negros cabellos y lo besó. 


Las cámaras de seguridad estaban activas y funcionando otra vez, pero saber que Craigson tenía un ojo sobre ella no iba a evitar que disfrutara de alguno de los líquidos besos sexuales de Pedro.


Pedro se enderezó lentamente.


—¿No te sientes triste por Shepherd? —preguntó.


Ella se encogió de hombros.


—No entiendo por qué lo hizo. Tenía que saber que cuando preparé esto tendría cada posible truco en cuenta.


—Te gustan los desafíos —le replicó, enredando los dedos alrededor de los de ella—. Quizás él no sabía como resistirse a uno.


—Aparentemente no.


Él echó un vistazo hacia la cámara más cercana.


—¿Puedes alejar ese trasto durante un minuto?


—No voy a tener sexo aquí contigo. —No sería profesional. Divertido pero no profesional.


—No es para eso.


—Bien —ella suspiró, levantando uno de los walkies de una escalera de mano—. Craigson. Dame algo de privacidad ¿vale?


—No hagas nada que yo no haría —le replicó él. Las luces rojas de las cámaras se apagaron.


—Vale. Ahora qué.


Pedro la besó otra vez, labios, dientes y lengua. Luego abrió la bolsa de lona y sacó una familiar caja de caoba.


Dubitativamente, ella tomó la caja. Cuando la abrió, la carta original de Connoll Alfonso estaba dentro, junto con una nueva. Bajo ambas, la bolsa de terciopelo que contenía el Nightshade, yacía acurrucada y segura.


—Léela —le urgió él, sujetando la caja mientras ella abría su nota.


“A quien esto pueda afectar —leyó, y le lanzó una mirada—. Puede que no creas en maldiciones; yo no lo hacía. Ahora lo hago. Mira el diamante, sujétalo en tus manos, y luego guárdalo. Ha traído buena suerte a la familia Alfonso durante casi doscientos años, y espero que esa suerte haya durado hasta el momento en que hagas este descubrimiento.
Guárdalo y la suerte continuará. Con mis mejores deseos, Pedro Alfonso, marqués de Rawley.”


—Suficiente ¿no crees? —le preguntó.


Paula dobló la nota de nuevo y la metió en la caja.


—¿De verdad crees eso?


—Sí. Y no quiero arriesgarme a lo que la maldición podría hacernos a largo plazo, considerando lo que ha ocurrido en las dos últimas semanas.


Cerró la caja, la envolvió en la tela y se dirigió al fondo de la habitación.


Lo observó mientras subía por una escalara de mano, apartaba la losa de piedra y ponía el diamante Nightshade de vuelta en su escondido lugar.


—Me pregunto qué dirían los turistas si supieran que hay un diamante de seis millones de dólares sin vigilancia a treinta centímetros de sus cabezas —murmuró ella.


—No lo sabrán —descendió la escalera hasta el suelo y la puso donde había estado.


—Así que es nuestro secreto.


—Solo tú y yo, Paula.


Ella suspiró, tomándolo de la mano de nuevo y reclinándose contra su costado.


—Todavía pienso que podríamos enviárselo a Patricia.


—No vamos a enviarle un diamante maldito a mi ex esposa.


—Vale —Paula sonrió, bajándole la cara con la mano libre y besándolo de nuevo—. Te amo Pedro. Gracias por hacer eso.


—Te amo Paula. Y espero que te des cuenta que la mayoría de las mujeres no serían felices perdiendo la posesión de un diamante como ese.


El diamante no era nada si interfería con esta vida que estaba encontrando cada vez más adecuada. Y este hombre, que se acomodaba más profundo en su corazón cada día.


—Yo no soy la mayoría de las mujeres.


—Oh, soy consciente de eso —echando un vistazo rápido, sacó una cajita de la bolsa—. Esto —dijo dándosela a ella.


El corazón le dejó de latir de verdad. Que pasaba si... si... Paula respiró.


Lo primero era lo primero. Y primero, necesitaba saber qué había dentro de la condenada cajita de terciopelo. 


Resistiendo la urgencia de cerrar los ojos, abrió la tapa. Un par de brillantes triángulos, con tres puntas de diamantes, le guiñaban el ojo.


—Van con el collar —dijo Pedro—. Y los hice montar en pendientes de clip, ya que sé que tus orejas no tienen agujeros.


Dios, estaba tan orgulloso de sí mismo. Ella se sentía también bastante bien, porque no se había desmayado. Se inclinó y lo besó de nuevo.


—Gracias, inglés. Son preciosos.


—Bienvenida, yanqui. ¿Ahora me he ganado tu compañía para un festival de pesca?


Ella se rió contra la boca de él.


—Oh, apuéstalo, machote.