sábado, 10 de enero de 2015

CAPITULO 78




—¿Y qué te parece esto? —gritó Sanchez con voz amortiguada.


—Sanchez, no pasa nada. Deja de enredar. —Paula dejó escapar el aliento, despeinándose el flequillo—. Me da lo mismo qué emisora esté sonando. Lo que quiero es saber de dónde proviene este fax y por qué está etiquetado como «propiedad de Dumbar Asociados».


Su ex perista salió del armario de los trastos.


—Una emisora de radio es cuestión de ambientación, nena. ¿Cómo vas a pillar ricos clientes conservadores cuando tienes a Puff Diddy aporreando en el sistema de sonido?


Con el gesto torcido,Pau se concentró en hojear los planos de la casa de Charles Kunz. Sin duda alguna merecía la pena conservar aún algunos de sus antiguos contactos. Si hubiera atravesado la ciudad para conseguir los planos, hubiera tardado seis semanas.


—Eres un gilipollas, Sanchez. ¿De dónde sacaste… ?


—Vamos, reconócelo. Necesitas una agradable emisora clásica. Relajante, elegante y…


—Y anticuada. No voy marcharme de la oficina al final de la jornada con el pelo gris y engullendo Geritol. Además, es una emisora comercial —replicó, decidiendo que casi prefería que tratara de convencerla para que realizara la trastada de Venecia—. ¿Y si alguna otra firma de seguridad comienza a anunciarse en nuestro sistema de sonido?


—Sólo observa. Tú…


—La máquina de fax, Walter —le interrumpió de nuevo, frotándose la sien.


Él se dejó caer pesadamente en la silla plegable frente a la de ella.


—No me grites porque ser honrado no sea todo miel sobre hojuelas, cielo.


—¿Tengo que buscar a Dunbar Asociados y hacerles una visita?


—No si estuviéramos en Venecia.


—Sanchez…


—Está bien. No existe Dunbar Asociados. Fueron a la quiebra. Big Bill Talmidge ha estado guardando parte de su mobiliario de oficina y se ofreció a llegar a un acuerdo conmigo.


Big Bill Talmidge era un perista con un gusto mucho menos refinado que el de Sanchez, pero tenía un negocio adicional de empeños medio honrado.


—Júrame que no es robado.


—No es robado. ¡Por Dios! ¿Cuándo te has vuelto tan escrupulosa?


—Ni se te ocurra preguntarme eso, colega.


Él se quedó sentado durante un momento, y Pau pudo sentir su mirada taladrándole la parte superior de la cabeza. 


Cambiando de posición, pasó a la siguiente hoja del plano: los esquemas electrónicos de la propiedad de Kunz, Coronado House. Sabía exactamente cómo entrar, lo que le proporcionaba una buena idea de dónde comenzar a reforzar la seguridad. Al igual que la mayoría de las residencias, una vez que alguien entraba, era un bufé libre a excepción de la caja fuerte y los cuadros de las paredes que estaban conectados a la alarma.


«Sí, cualquiera podría colarse y manosear tus cosas.» Pau dio con la frente en la superficie de su escritorio. La maldita Patricia estaba toqueteando aquello que ella más apreciaba en ese preciso momento. Estaba comiendo una de las creaciones de Hans y, probablemente, amenizando a Pedro con alguna trágica historia ideada para recuperar su corazón. Y allí estaba ella, dilucidando el modo de proteger las posesiones de un hombre sin hacer uso de sirenas y torretas armadas.


Y cuando Pedro decidiera hablarle de aquella mañana, ella, naturalmente, se mostraría como la amiga comprensiva y confidente que sólo quería que él fuera feliz. «¡Mierda!»


—Tal vez deberíamos hacer un descanso —sugirió al fin Sanchez en medio del silencio—. Ir a tomar un sándwich o alguna cosa.


Ella se puso en pie como un rayo.


—¿Qué, es mi primer día en mi maldita oficina, y piensas que no puedo con ello?


Sanchez alzó las manos a modo de rendición.


—Eres tú quien parece que vaya a explotar. No yo.


—No voy a explo… —Sus palabras se fueron apagando, la tenue voz del locutor finalmente hicieron mella—. ¿Has oído eso?


—¿Que si he oído el qué?


—Cambia la emisora a las noticias. He escuchado el nombre de Kunz.


—Estás siendo paranoica —dijo, aunque se levantó y se dirigió de nuevo al armario de servicio.


—Ahí, déjalo ahí —gritó un momento después.


… el millonario Charles Kunz, residente de toda la vida de Palm Beach. Kunz tenía sesenta y dos años, y deja un hijo, Daniel, y una hija, Laura. La muerte ha sido dictaminada como homicidio relacionado con un posible allanamiento y robo, y la policía está investigando. Y en cuanto al tráfico local, vamos a…


—¡Dios mío! —farfulló Pau, hundiéndose de nuevo en su silla. El aire abandonó súbitamente sus pulmones, como si le hubieran dado un golpe en el pecho. ¡Dios! Llevaba cuatro días en Florida y ya comenzaban a morir personas de su entorno otra vez. Personas que le agradaban.


—¿Hay alguien? —Llegó la voz de Pedro proveniente del mostrador de recepción.


Ella alzó la mirada y vio a Sanchez, con el rostro sombrío, en la entrada.


—Aquí —gritó, todavía con la vista fija en ella.


—Espero no extralimitarme, pero deberías tener una campanilla para que tocaran los clientes en caso de que no haya nadie en recepción —comentó Pedro, su voz se iba haciendo más próxima hasta que apareció a un lado de Sanchez. Se detuvo, paseando la mirada entre Sanchez y ella—. ¿Qué sucede?


—Acabo de escuchar algo en las noticias —dijo pausada y reticentemente—. Charles Kunz está muerto.


Por su mirada pasaron un millar de cosas.


—¿Qué? —Se aproximó, pasando por encima de la pila de libros sobre sistemas electrónicos de seguridad que había estado recopilando para detenerse a su lado junto al escritorio—. Cuéntame qué sabes.


Paula tomó aliento, tratando de recomponer sus pensamientos.


—No mucho. Posible allanamiento y homicidio. Lo han dicho en las no…


—Vamos —dijo, haciéndola ponerse en pie—. Tomas está en su despacho. Puede llamar al Departamento de Policía y averiguaremos lo que ha sucedido exactamente.


Asintiendo, se levantó.


—Yo no…


—No es culpa tuya, sucediese lo que sucediera —dijo con gravedad, remolcándola hacia la parte delantera de la oficina.


—Lo sé. Pero él quería mi ayuda. Desesperadamente. Dios mío,Pedro, ¿crees que sabía que algo ocurriría?


—¿Una premonición? Yo no creo en esas cosas, y tampoco tú.


—Creíste todo aquello de que alguien andaba sobre mi tumba.


—Creo en tu instinto —respondió—. Y ésta es una desafortunada coincidencia.


—¿Cómo… ?


—No te pidió ayuda, Paula —la interrumpió mientras entraban en el ascensor—. Quería que le presentaras una propuesta comercial, tras lo cual hubiera decidido si contratarte o no.


No, no era eso lo que le había parecido. Precisamente, Charles Kunz le había pedido su ayuda.


—Tal vez podría pensar que no se trataba más que de negocios, si ahora no estuviera muerto.


—Estás exagerando —dijo de plano—. Si Charles hubiera estado realmente preocupado por su seguridad, debería haber llamado a la policía, y hace meses que debería haber contratado a otra firma de seguridad.


Pedro siempre comprendía bien la lógica.


—Si todo lo tienes tan bien atado, ¿por qué vamos a ver a Gonzales?


—Para demostrar lo que digo.


Entraron en el frío vestíbulo de cromo y cristal del edificio de Gonzales y subieron al último piso en uno de la media docena de ascensores. Pedro la estaba manipulando, igual que manejaba cualquier situación comercial. Por lo general, a Pau aquello no le gustaba, pero, sólo por esta vez, era prácticamente un alivio que alguien se ocupara de pensar. 


Tenía la cabeza en otra parte, sobre todo en la última parte de su conversación con Kunz, en donde a éste se le adivinaba la intención de pedirle algo más.


Había estado considerando seriamente contratar un guardaespaldas, y ella le había convencido con bastante facilidad para que hablara con el Departamento de Policía.


Debería haberle buscado después de la cena y cerciorarse de que no corría un peligro inminente. En vez de eso, había concertado una cita y pasado el resto de la velada tratando de apartar a Pedro de sus agrios pensamientos en relación con Patricia. Puede que fuera eso lo que harían las novias, pero estar con Pedro no significaba que debiera empezar a ignorar su instinto. ¡Maldita sea!


—¡Señor Alfonso! —exclamó la recepcionista, sentada tras una enorme placa dorada con el nombre de la firma grabada en ella—. No le esperábamos esta mañana. Aguarde un momento e informaré al señor Gonzales de que está aquí.


Agradecida por la distracción pasajera, Pau tomó aliento.


 Las hipótesis la volvían loca. Necesitaba la realidad por un instante. Y en esa realidad, estaba intentado comenzar un negocio. Escrutó a Judy, tal y como la proclamaba su tarjeta de identificación. Vestido y maquillaje recatados; expresión plácida y afable; eficiente pulsando las teclas telefónicas y conociendo los nombres de los clientes, y poseedora de esa voz suave y profesional que se les exigía a las recepcionistas de clase alta. De modo que eso era lo que se suponía que debía contratar. «Mmm.» Apostaría algo a que los posibles clientes del bufete de abogados no aparecían muertos. Por lo visto, eso era obra suya.


—¡Pedro! —Tomas Gonzales, alto y desgarbado rubio tejano, entró en el vestíbulo de recepción. Sonriendo ampliamente, el abogado agarró la mano de Pedro y la estrechó con entusiasmo—. Gracias a Dios que estás aquí. Casi tuve que asistir a la reunión financiera mensual.


—Celebro ser útil. —Pedro se hizo a un lado y señaló a Pau—. ¿Te acuerdas de Paula?


La mirada que Gonzales le dirigió era cómica y furiosa en igual medida.


—¿Todavía no te han arrestado, Chaves?


—Aún no. También tú sigues sin tener un trabajo de verdad, ¿eh, Yale?


—Tomas, ¿dispones de unos minutos? —intercedió Pedro.


—Claro. ¿Qué es lo que ha hecho esta vez?


Mientras los conducía a las entrañas del bufete, Pau le sacó la lengua. Odiaba a los abogados por norma general, y le ponía de mala leche que, en el fondo, respetara a aquel abogado en cuestión.


A medida que pasaban por delante de cubículos y elegantes despachos, Pau se percató de que todos los empleados parecían saber quién era Pedro, y que asimismo Pedro conocía todos sus nombres. Aquello no le sorprendía en absoluto… probablemente Pedro los consideraba empleados suyos, y siempre estaba al tanto de quién trabajaba para él. «Detalles», siempre decía él. «Todo estaba en los detalles.» También era ésa su filosofía… aunque sus detalles se referían más bien a la longitud del corredor y a la combinación de la caja fuerte.


El despacho de Gonzales estaba situado en el rincón del edificio. De modo que su oficina daba a la de ella. Aquello era para partirse el culo… o lo habría sido si hubiera logrado sacarse de la cabeza la imagen de Charles Kunz, su vaso de vodka medio vacío y su serena mirada de preocupación.


—He oído que tienes un despacho propio —dijo Gonzales, dirigiéndole un vistazo al tiempo que tomaba asiento tras su escritorio—. Pedro dice que tendré que preguntarte dónde está.


Ella meneó el pulgar hacia la ventana más próxima.


—Allí.


—¿Al norte de Worth? Es una buena ubicación.


—No. Allí. En ese edificio. —Se acercó a la ventana—. ¿Ves la ventana con las persianas subidas? Es la mía.


No se quedó boquiabierto, precisamente, pero la expresión estupefacta de su semblante fue bastante sencilla de interpretar.


—No me jodas.


—Pásate a tomarte un café —le invitó—. Pero tendrás que traerlo tú. Todavía no tenemos cafetera. Ni tazas. No traigas desechables. Son una horterada.


—¿Tenemos? —repitió, mirando a Pedro—. ¿Vosotros dos?


Pedro se aclaró la garganta.


—Paula y Walter Barstone.


Las cejas de Gonzales salieron disparadas hasta la raíz de su rubio cabello.


—¿Aquel perista?


Paula acertó a sonreír. Esto era demasiado bueno como para hacer caso omiso, fueran cuales fuesen las circunstancias.


—Ex perista. Ahora somos socios. —Se preguntó si él sabía quiénes eran Dumbar Asociados, pero ¡joder!, no era más que una máquina de fax.


—¡Estupendo! —El abogado echó un nuevo vistazo a la ventana de su despacho—. Qué espanto.


—Gracias.


—No estamos aquí por eso —intervino Pedro. Pau se alegraba de que hubiera sacado el tema; viniendo de ella, se hubiera asemejado demasiado a pedir un favor, y si había algo que no quería, era estar en deuda con un maldito abogado. Paula tomó aliento y se sentó en una de las sillas de suave piel de la oficina. Estupendo. Le diría a Sanchez que le gustaba el cuero.


—Si la idea no era provocarme un aneurisma, ¿qué es lo que sucede?


Pedro se sentó junto a ella, tomándole la mano en la suya. 


Posesión, implicación, tuviera el significado que tuviese aquello, en ese instante le era indiferente.


—¿Te has enterado de las noticias de Charles Kunz?


Gonzales asintió.


—Uno de mis abogados criminalistas estaba en comisaría cuando recibieron el aviso por radio.


—¿Se enteró de algo interesante?


La mirada del abogado se desplazó de Pedro a Paula, su expresión divertida se profundizó en sospecha.


—¿Porqué?


—Curiosidad —respondió Pedro.


—No, no, no. Es más que eso. Lo siento. Chaves tiene algo que ver en ello. ¿Qué? Como abogado tuyo que soy, debes avisarme cuando…


—¡Yo no tengo nada que ver! —protestó Paula—. ¡Dios, mira que eres paranoico!


—Lo que tengo es experiencia —remarcó Gonzales—. Ésa es la diferencia. ¿Y bien? ¿A qué se debe tu interés por Kunz?


Pau hubiera respondido, pero desistió cuando Pedro le apretó la mano con mayor fuerza.


—Ayer le solicitó a Paula asesoramiento sobre su sistema de seguridad —le informó—. Antes de hablar de esto con alguien, preferiría contar con algunos detalles más acerca de su muerte.


—Estupendo. —Gonzales se puso en pie de nuevo—. Espera aquí un minuto. Iré a hacer algunas llamadas y veré lo que puedo averiguar.


Después de que se cerrara la puerta, Paula se soltó de la mano de Pedro y se levantó para pasearse de un lado a otro de la ventana.


—¿Por qué tengo la sensación de que podría haber hecho esas llamadas desde aquí?


—Está tratando de distanciarme, de distanciarnos a ambos, de cualquier pregunta.


—¿Qué, es que tiene un vídeo teléfono espía aquí para que sus informadores puedan vernos? Lo que quiere es que yo no escuche lo que sucede.


Pedro no pareció en absoluto perturbado por la espantada de Gonzales.


—Es más probable que no quiera que critiques sus métodos de recabar información, amor.


Ella se tomó un momento para asimilar aquello.


—¿Quieres decir que le pongo nervioso?


—Me parece que si quisieras, podrías poner nerviosa a mucha gente. Eres muy inteligente, ¿sabes?


—Claro, para tratarse de una niña que en total ha asistido unos dos años a la escuela y que ha viajado mucho.


Él le dedicó aquella cálida y encantadora sonrisa que le hacía desear cubrirle de besos y murmurar toda clase de sensiblerías.


—No, para tratarse de cualquiera. Pero no le cuentes a Tomas que lo he dicho.


Profundamente halagada, Paula le sonrió.


—Sí, él se gastó una pasta en ir a Yale.


Pedro se rió entre dientes.


—En realidad, Tomas fue becado.


—Mierda. Muy bien, se ha ganado un punto a su favor.


Al menos había logrado distraerla durante un rato, pensó.


Su primer cliente oficial, y Kunz tenía que aparecer muerto. 


Desde luego que lo sucedido a Charles no era culpa de ella, pero Pedro no pudo remediar reparar en la rectitud de su espalda y en la tensión que recorría sus hombros. Kunz la había impresionado, y ella hubiera realizado un trabajo excelente para él. Una vez que el informe de Tomas aclarara los detalles, podría deshacerse de la persistente sensación de que ella se estaba tomando todo aquello de un modo demasiado personal.




CAPITULO 77



Sábado, 8:18 a.m.


Pedro apoyó la cabeza en la mano, contemplando a Paula mientras dormía. Se sentía como si la pasada noche le hubiesen propinado una coz en la mandíbula, pero al menos había cumplido con sus deberes masculinos y había cumplido su promesa de practicar sexo con ella durante toda la noche.


Alargó la mano y le colocó un mechón de pelo por detrás de la oreja. Había esperado como mínimo un interrogatorio la primera vez que Paula le pusiera la vista encima a Patricia, aunque la peor situación que se le ocurría venía acompañada de injuriosos insultos y una pelea a puñetazos. 


Pero se había encontrado cara a cara con Patricia y no había dicho una sola palabra. De hecho se había mostrado reservada y un poco distante durante toda la velada. ¿Qué significado tenía aquello?


Era evidente que el entusiasmo de Paula se había desvanecido a su regreso a casa. Pero ni siquiera entonces le había hecho una sola pregunta sobre la presencia de Patricia o un solo comentario acerca de que hubiera invitado a desayunar a su ex mujer al día siguiente. Y aquello le preocupaba.


Sus ojos verdes se abrieron pausadamente, inmediatamente despierta y alerta.


—Buenos días —farfulló, frotando la cara en la almohada.


—Buenos días. ¿Por qué pareces tan inocente cuando duermes?


Ella sonrió perezosamente, poniéndose de espaldas y alzando la mano para tocarle la mejilla.


—Me estoy privando para poder ser ladina más tarde sin que lo parezca.


—Lo haces muy bien, si me permites que lo diga.


—Gracias.


Estudió su rostro durante un momento mientras él se mantenía inmóvil y dejaba que le mirase. «Honestidad y confianza.» Dos cosas que jamás hubiera creído hallar en una ladrona, y las dos cosas que más valoraba de ella. Y necesitaba dar con un modo de demostrarle que sí confiaba en ella.


—¿Qué?


—¿Te parece bien que venga de visita Patricia?


Pau había estado precisamente pensando en ello.


—Resulta un poco extraño.


Paula apartó las sábanas y se puso en pie, desnuda, suave y preciosa como la luz del día.


—Seguro que sí.


—Tan sólo diré que hagas lo que tengas que hacer, RichardRemarco el «tú». Es ella quien iba follando por ahí. No tienes por qué sentirte culpable por nada.


—Hum —respondió, levantándose por su lado de la cama y echando mano a una bata—. ¿Has detectado todos esos problemas en el horizonte simplemente por un saludo y un apretón de manos?


—Ella es realmente problemática. —Paula le lanzó una sonrisa mientras se dirigía al baño—. Pero también lo soy yo.


—Sí, lo eres. Debo decir que desayunar con las dos va a ser muy interesante.


Ella se detuvo en la entrada.


—Yo no estaré. Tengo que hablar con Sanchez y ver si alguien me ha mandado un curriculum al fax. Y tengo que prepararme para una reunión.


—Kunz te ha conmovido de veras, ¿verdad?


—Sí, pero no me marcho por eso. Si Patricia tiene algo que decirte, no querrá que esté por aquí. —Se apoyó contra el marco de la puerta—. Estás siendo muy comprensivo.


—Así soy yo.


Durante un momento escuchó el sonido del agua al caer y de cosas tintineando en el botiquín.


—Y ya tengo bastante de lo que preocuparme hoy sin meterme en una pelea con Patricia Alfonso–Wallis.


De modo que estaba pensando en darle un puñetazo a Patricia.


—Ganarías tú —comentó—. No te ofreceré ayuda para realizar un contrato para Charles, pero estaré aquí redactando un artículo para CEO Magazine si quieres que te dé mi opinión sobre algo.


—Estaré bien. —Silencio—. Gracias.


—No hay de qué.


Richard acompañó a Paula hasta el Bentley y luego se quedó parado en el camino de entrada para verla partir hacia su nueva oficina. Cuando miró su reloj, eran las nueve menos cinco. Si Patricia se mantenía fiel a su costumbre de antaño, llegaría al menos veinte minutos tarde, pero obviamente Paula no estaba al tanto de eso, y obviamente había querido evitar toda posibilidad de tropezarse con ella.


Exhaló, sintiéndose ridículo por la tensión que le atenazaba los hombros. Por el amor de Dios, con regularidad se sentaba frente a ejecutivos muy poderosos, abogados y jefes de Estado sin siquiera pestañear. De hecho, a menudo era él quien hacía que se estremecieran. Y esa mañana, con la venida de su ex esposa a desayunar, las yemas de los dedos las sentía frías. No se trataba precisamente de nervios, aunque le hubiera alegrado más tenerla de nuevo al otro lado del Atlántico. Tres años atrás la había pillado en la cama con su amigo Ricardo Wallis. La… cólera que había sentido le había asustado, tanto por su intensidad como por lo que, durante unos ciegos y dichosos segundos, había considerado hacer.


Para su sorpresa, un Lexus negro de alquiler subió hasta la casa a las nueve en punto. «Mmm.» Algo le preocupaba.


—Patricia —dijo, retrocediendo cuando Reinaldo le abrió la puerta del coche para que se apeara.


Richard. Roberto, me alegro de verte de nuevo. —Se había vestido con recato, para tratarse de ella, con lo que parecía una blusa y una falda de Prada; un sencillo tono azul cielo en la parte superior combinado con un vivido estampado africano en tonos marrones en la parte inferior, largo y suelto y que, sin embargo, conseguía adaptarse a sus torneadas curvas.


El mayordomo ni siquiera se inmutó por lo erróneo del nombre. Después de todo, había vivido más de un año soportando aquello.


—Señora Willis —respondió Reinaldo en cambio, transfiriendo la mano de la mujer a Richard.


—Es Alfonso–Wallis —dijo alegremente, poniendo los ojos en blanco en beneficio de Pedro tan pronto como el mayordomo volvió la espalda.


—Ah, sí, tiene tantos nombres que lo olvidé —replicó Reinaldo con un acento asombrosamente marcado.


Pedro le brindó una sonrisa a Reinaldo al tiempo que acompañaba a Patricia hasta la puerta principal.


—Gracias por atenderme —dijo—. No estaba segura de que lo hicieras.


Había dispuesto el desayuno en el comedor, en gran medida porque no quería tener que escuchar su parloteo acerca del bonito entorno de la piscina o sobre el tiempo.


—¿Qué te trae por Florida?


—Eso de la pared, ¿es un nuevo revestimiento? —comentó, deteniéndose a pasar la mano a lo largo de la textura de adobe del acabado en el pasillo de la planta baja—. Es precioso. ¿Has restaurado la galería superior?


—Teniendo en cuenta que tu esposo es quien ordenó que la hicieran volar —respondió, manteniendo un tono templado—, no creo que sea asunto tuyo.


—Mi ex marido —le corrigió, aclarándole la última parte de su frase—: Me estoy divorciando de Ricardo.


Concediéndose un momento para asimilar esas noticias, Pedro le indicó con un ademán que entrara en el comedor y tomara asiento cerca de la puerta. Debido a su reticencia a tenerla allí, había pedido a Hans que tuviera listo el desayuno en vez de esperar a ver qué deseaba tomar. Se sentó frente a ella e hizo un gesto con la cabeza a uno de los dos criados y la comida comenzó a aparecer procedente de las cocinas.


—¿Es que no vas a decir nada, Pedro? Me estoy divorciando de Ricardo.


—¿Por qué?


—«¿Por qué?» Está en prisión, juzgado por el asesinato de dos personas, por contratar a otro asesino y por contrabando y robo. ¿No es suficiente motivo?


—Y yo qué sé, Patricia. No estoy familiarizado con el funcionamiento de tu criterio moral.


Pedro, no lo hagas.



El tomó aliento.


—Lo que sucede es que encuentro un tanto sorprendente que vinieras a Florida con el solo propósito de confirmarme que has cometido un error de juicio más.



—No sabía que estabas aquí —le respondió. Su mandíbula palpitaba nerviosamente, echó mano al tarro de mermelada de fresa y comenzó a untarla en la tostada—. Pero me alegro de verte.


—Yo me reservo mi opinión.


—Fuiste mi primer amor, Pedro. Nada cambia eso. Y los primeros ocho meses de nuestro matrimonio fueron… —Se abanicó la cara con la mano—… excepcionales. —Patricia siguió con la mirada las manos de Pedro mientras cortaba un pedazo de melón y se lo llevaba a la boca—. ¿No va a unirse a nosotros tu amiga?


Pedro entrecerró los ojos. Una cosa eran los errores pasados, las heridas pasadas y un mal error de juicio, pero ahora había sacado a relucir la parte más importante de su presente y, a menos que aquello acabara con él, su futuro.


—Paula tiene una cita.


—He oído que está montando una empresa de seguridad. ¿Qué te parece que trabaje cuando… ?


—Patricia, ¿por qué has venido? —la interrumpió, permitiendo finalmente que parte de su irritación saliera a la superficie—. Y no me vengas con todas esas memeces sobre el tiempo.


—Está bien. —Bajó la vista, relegando bruscamente al olvido sus huevos demasiado blandos con el tenedor—. Sabes que no me pusiste las cosas fáciles, ni antes ni después del fin de nuestro matrimonio.


—Lo sé. Antes fue culpa mía. Después lo fue tuya. Prefiero dejar los gestos magnánimos para el Papa.


—Tú… —Se detuvo, percatándose sin duda de que si comenzaba a proferir insultos, acabaría sentada de culo en el camino de la entrada—. Me hospedo en un hotel en Palm Beach. Tuve que abandonar Londres, y todos los recuerdos de Ricardo y a aquella gente, mis ex amigos, a los que había mentido. Y quiero tu ayuda para empezar de nuevo. Esta vez, quiero hacer las cosas bien. Vivo según un presupuesto, tratando de organizar mis prioridades, intentado ser independiente por una vez.


—Si estás siendo independiente, ¿por qué quieres mi ayuda? —respondió, apenas reparando en el resto de lo que ella estaba diciendo.


—Bueno, estoy siguiendo tu ejemplo —dijo, con un inconfundible bufido—. Quiero decir que, mírate. Tú saliste bien parado, has rehecho tu vida, tienes una nueva… amiga y no cabe duda de que no te quiere por el dinero. Necesito tu asesoramiento, Pedro. Y tu ayuda y comprensión. Entonces podré ser fuerte e independiente.


Colocó la mano sobre la de él, y Pedro no pudo evitar notar que le temblaban los dedos. La conocía lo bastante bien como para estar muy seguro de que por muy hábil que fuera manipulando a las personas, su demostración de impotencia no era una pose.


—¿Qué clase de ayuda quieres? —preguntó de mala gana.


—Yo… pensé que podrías dejarme hablar con uno de los hombres de Tomas para obtener una perspectiva de lo que puedo hacer en el divorcio cuando la mitad de los ingresos de Ricardo, de nuestros ingresos, al parecer provenían de la venta de objetos robados. Y me gustaría alquilar o comprar una pequeña casa aquí en Palm Beach, pero necesito que alguien se encargue de los trámites. Esto…


—¿Esperas que te ayude a mudarte aquí? —interrumpió.


Ella cerró la boca de golpe, con los ojos desmesuradamente abiertos y llenos de dolor.


—Empleé… empleé todo lo que tengo para venir aquí a verte. —Una oportuna lágrima rodó por su mejilla—. Dime qué se supone que tengo que hacer. No puedo quedarme en Londres. Necesito tu ayuda, Pedro. Por favor.


—Lo pensaré —dijo, dejando el tenedor con un sonido metálico y poniéndose en pie—. Ahora, si me disculpas, tengo que reunirme con Paula. Reinaldo te acompañará hasta la puerta.


—Pero…


—Ya has pedido suficiente por un día.


—No solías apartarte de tu rutina para reunirte conmigo durante el día —farfulló, lo bastante alto para que él lo oyera. Pedro no respondió; no estaba seguro de cómo hacerlo, sobre todo porque era cierto. Nunca había dejado sus cosas a un lado, apartándose de su rutina, para acomodarse a Patricia. Jamás le pareció necesario. Había sido su esposa, y su agenda había estado diseñada para acomodarse a la de él. Paula, por otra parte, era una pasión absorbente.


—Déjale la información de tu hotel a Reinaldo —dijo por encima del hombro, abriendo la puerta del comedor—. Haré que Tomas o alguien de su bufete te llame.


—Oh, gracias, Pedro. No imaginas cuánto significa esto para mí. Muchísimas grac…


Él cerró la puerta a su falsa gratitud y se fue a recoger su coche. Algo con lo que se podía contar con respecto a Patricia era con que jamás cambiaba. Su aparente encanto y competencia habían sido, precisamente, lo que había deseado en una esposa… o eso había pensado. Cuando comenzó a asumir que el interior era un reflejo de la superficie, y que ni lo uno ni lo otro resultaba particularmente interesante, se había ido distanciando de ella… hasta que ésta había dado el definitivo paso gigante saltando a la cama de Ricardo.


Tres meses atrás también él había dado un salto, y no estaba seguro de que sus pies hubieran tocado suelo ya. 


Pedro se subió a su Mercedes SLR plateado. Cuando en efecto aterrizara, sabía dónde quería estar. E iba a verla en ese preciso momento.