sábado, 3 de enero de 2015
CAPITULO 55
Lunes, 6:25 p.m.
Castillo hizo que acudieran tres agentes y un transportista para ayudar a cargar las falsificaciones. Tras una pequeña discusión, accedió a interrogar a Partino y a su abogado acerca de las imitaciones a la mañana siguiente, y a no contactar con el FBI hasta no haber llamado a Gonzales para ponerle al corriente de la información que el hombre pudiera divulgar. Paula sabía que no estaba siguiendo precisamente el reglamento, y para gran sorpresa suya resultó que el hombre le caía bien.
Esta aventurilla se estaba volviendo cada vez más rara.
Primero había trabado amistad con alguien a quien previamente había descartado como víctima, luego había llegado a un entendimiento, como mínimo respetuoso, con un abogado, y ahora a una situación similar con un policía. ¿Qué sería lo próximo, un cura?
—Más te vale que merezca la pena —dijo Pedro, reuniéndose con ella en el vestíbulo—. No suelo llevar pantalones cortos a menos que se trate de circunstancias
extremas.
—Son bonitos —dijo, sonriendo mientras él se acercaba.
Los llevaba holgados, grises y con clase. También se había puesto una camiseta negra que hacía que deseara abalanzarse sobre él y olvidarse de la cena. Y pensar que se le había ocurrido aquel atuendo para colocarle en una posición de desventaja. Había intentado convencerse de que aquello había sido una prueba inteligente para comprobar en qué medida podía adaptarse a su petición, como si fuera proclive al autoengaño. Se trataba de si ella podía ser normal, olvidarse de su mundo durante una noche.
—Si ésta es tu idea de una broma, vas a lamentarlo de verdad.
Paula hizo un ligero movimiento con los hombros. «Vuelve a entrar en el juego.»
—¿No tienes un coche normalito?
—Voy a suponer que con «normalito» te refieres a barato, en cuyo caso la respuesta es no.
Ella dejó escapar un exagerado suspiro, disfrutando de una expresión de creciente turbación de su rostro.
—De acuerdo, supongo que podemos llevarnos el Benz.
—¿Cuál? —preguntó sin rodeos.
—El SLK. Es un modelo blanco pequeño.
—¡Caramba! —farfulló—. Conduzco yo, por si acaso tengo que salir pitando.
A Pau le sorprendería que aquélla fuera la máxima exigencia que él realizaba en toda la velada.
—Me parece bien. Vamos.
Cuando llegaron al centro de Palm Beach al fin le dijo adonde se dirigían.
—Chuck & Harold's —repitió él—. Me suena de algo.
—Los Fabulosos Baker Boys solían tocar allí. Tienen un marisco delicioso. Y baile.
—Baile. ¿Nos gusta bailar?
Ella asintió.
—Claro que nos gusta.
—¿En pantalones cortos?
—Tenemos que parecer turistas.
Pedro tomó la vía Royal Poinciana y aparcó el Mercedes junto al bordillo con una precisión que no puedo evitar admirar, sobre todo teniendo en cuenta que había crecido en un país donde conducían por el lado equivocado de la calle.
—¿Por qué tenemos que parecer turistas? —preguntó, echando de nuevo la capota.
—Porque aquí vienen en su mayoría turistas.
Pedro le acarició la mejilla.
—Como señalaste antes, mezclarme no se me da demasiado bien —murmuró, retirando un mechón de su cabello de detrás de la oreja—, pero lo intentaré.
Mezclarse se le daba fatal; pero si hubiera ido vestido con su camisa y sus pantalones de pinzas de chico rico, les hubiera sido imposible cruzar la puerta sin que algún paparazzi les hiciera una foto. De este modo, cualquier grupo interesado tendría que mirar al menos dos veces.
Además, tenía unas piernas estupendas.
—¿Terraza o cenador? —preguntó la anfitriona cuando entraron. Pedro, naturalmente, la llevaba de la mano, y mientras el tropel de turistas femeninas del interior se volvía a echar un vistazo al dios moreno de profundos ojos grises, Pau no pudo evitar sentir cierta vanidad.
—Tú eres el invitado —le dijo—. Elijes tú.
—Cenador —decidió.
Ella hubiera preterido asientos en la terraza para poder tener vigilada la calle.
Eso, sin embargo, no haría nada por propulsar su experiencia de la normalidad.
Siguió a la anfitriona, permitiendo que Pedro le sujetara la silla cuando llegaron a sus asientos.
—Muy bien, lo reconozco —dijo, echándose hacia delante para poder oír por encima del ruido de la música jazz que el grupo tocaba a su espalda—, casi todo el mundo lleva pantalones cortos.
—Ya te lo dije.
—Ahora, querida, ya que me has invitado a salir, ¿puedo dar por supuesto que pagarás tú?
—Sí, puedes. —La cuenta para su retiro en Milán no iba a verse en la bancarrota por una noche—. Date el capricho.
Su sonrisa se hizo más amplia, mientras el gris de sus ojos tomaba un matiz más cálido. El corazón de Pau dio un extraño vuelco como respuesta, y rápidamente echó
mano de su copa de agua y la apuró de un trago.
—¿Algo para beber, amigos? —preguntó la camarera, cuya placa la identificaba como CANDY. No cabía duda de que lo era.
—¿Tienen carta de vinos? —preguntó Pedro con suavidad, enarcando una ceja en dirección a Pau, sin duda esperando hacer que lamentara su comentario de «date un
capricho».
—Básicamente tenemos dos colores. Tinto y blanco.
Pedro dibujó su célebre sonrisa y Candy a punto estuvo de tragarse el chicle.
—Entonces, ¿cuál es el mejor tinto que tienen?
Ella nombró un Merlot francés y Pedro pidió una botella.
—Claro. Vuelvo en un minuto y les tomo nota.
—Hum. Ni siquiera me ha preguntado qué quiero de beber —advirtió Pau.
—Bueno, seguramente da por supuesto que tú eres mi cita y que yo pedía para ambos. ¿Quieres que le llame y le pida que vuelva?
—Cierra el pico, inglés. El Merlot me parece bien.
Con otra risilla, Pedro abrió el menú.
—Tú ya has comido aquí, ¿no? ¿Qué me recomiendas?
—Las ensaladas son buenas. Y los colines.
—Discúlpeme —anunció una voz emocionada que llegaba desde detrás de Pau, y ésta levantó la cabeza. Junto a la mesa había una despampanante rubia con un vestido cuyo escote le llegaba al ombligo y el bajo subía hasta la entrepierna.
—¿Sí? —preguntó, sin estar segura de si ponerse a gritar o a reír.
—¿Eres Pedro Alfonso? —preguntó la mujer, ignorando a Pau.
Pedro parpadeó.
—Ah, es a mí. Pensé que estaba hablando con ella. Sí, lo soy.
—¿Podrías firmarme un autógrafo?
—Por supuesto. ¿Tiene un bolígrafo? —La mujer le tendió una servilleta y un bolígrafo y Pedro le firmó—. Ahí tiene.
—¿Qué me dices de tu número de teléfono? —La rubia se rio como una tonta, pero volvió a colocar la servilleta en la mano de Pedro.
Pau se habría puesto en pie de no ser porque Pedro le dio una patada por debajo de la mesa.
—¡Ay! —se quejó, fulminándole con la mirada.
—Lo siento, pero no doy mi número de teléfono.
—¿Estás seguro? —La chica del ombligo se relamió los labios.
—Permítame que le diga —prosiguió Pedro, brindándole una cálida sonrisa, aunque Pau advirtió que sus ojos permanecieron fríos e imperturbables—, que en este preciso instante estoy ocupado disfrutando de la compañía de una preciosa dama con la que me encanta pasar cada momento libre del que dispongo. —Se irguió un poco más, bajando la voz prácticamente a un murmullo—. De modo que le
agradezco su interés, pero jamás, ni en un millón de años, voy a darle mi número de teléfono. Buenas noches.
Con la cara roja como un tomate por debajo de los dos centímetros de maquillaje, la mujer se dio media vuelta, y se marchó mientras contoneaba sus perfectas caderas.
—Pero qué guay eres. —Susurró Pau.
—Al menos podrías fingir estar celosa —dijo, tirando de su mano por encima de la mesa para besarle los nudillos.
Claro que había estado celosa, pero de ningún modo iba a decírselo. No hasta que pudiera descifrar por sí misma qué demonios significaba eso. Al menos no le había entrado el pánico y tratado de pegar a una mujer casi desnuda por acercársele sigilosamente por la espalda.
—No es tu tipo.
—¿Y cuál es exactamente mi tipo? —preguntó.
—Una que pudiera haberte dado una contestación en vez de largarse echa una furia.
Con un poco habitual bufido se bebió su copa de agua.
—Probablemente, tengas razón. ¿Qué debo pedir?
—¿No te apetece una ensalada? —sonrió ampliamente ante su expresión afligida. Cierto fastidio no le estaría mal empleado por ser tan guapo—. De acuerdo, está bien. El cangrejo gigante de Alaska es delicioso. Yo voy a pedirme el filete de corvina con costra de nuez de Macadamia.
Pedro confiaba lo suficiente en ella como para pedir cangrejo y Pau tuvo que reconocer que el pescado iba mucho mejor con el Merlot que con la cerveza que a
punto había estado de pedirse. Retiraron la lona de falso techo que cubría el espacio, y en el jardín la luna y la luz de las estrellas iluminaban la pista de baile. No se había
percatado de que el interior del cenador fuera tan… romántico, con el grupo de jazz tocando y las parejas comenzando a girar por la pista.
Finalmente Pedro dejó su tenedor y las tenacillas en su plato.
—Tenías razón. Estaba magnífico.
Pau comprendió que estaba divagando y retiró su servilleta.
—Me alegra que te haya gustado.
—¿Quieres bailar, querida?
Él se puso en pie, tendiéndole la mano. Bueno, había sido ella quien primero lo sugiriera. Suspirando, aceptó su mano y dejó que la ayudara a levantarse.
—Tengo que hacerte una confesión —dijo en voz baja, deslizando ambas manos en torno a su cintura.
—¿Cuál?
—Esa mujer podría haber estar desnuda y aun así me hubiera sido imposible apartar los ojos de ti.
Se mecieron al unísono, con el cuerpo pegado uno al del otro.
—Estaba prácticamente desnuda.
—¿Lo estaba? Supongo que eso demuestra lo dicho.
CAPITULO 54
La encontró en la galería del primer piso, mirando fijamente las paredes y el suelo todavía ennegrecido por el fuego.
—Puede que no sea necesario que testifiques, sabes —dijo, guardando la distancia hasta que pudiera estimar su estado de ánimo—. Podemos mostrarle lo que tenemos a su abogado, y quizá nos entregue a sus cómplices.
Ella resopló.
—Pareces Sam Spade. «Huye, es la pasma.»
—¿Y qué significa eso?
—Francamente, no tengo ni idea. —Todavía mirando el desorden, se plantó las manos en las caderas—. Antes de llevar a cabo un trabajo, lo ensayo en la cabeza.Detenerme en este punto, agacharme allá, girar a la izquierda, subir las escaleras.
—Es lógico —declaró, deseando que ella hubiera empleado un tiempo pasado.
—No logro ver a Etienne en esto. Lo he intentado y carece de sentido.
—Repásalo conmigo —sugirió Pedro, acercándose lentamente—. Quiero decir que puede que no tenga tu experiencia, pero sé lo que es lógico y lo que no.
Para su sorpresa, ella asintió.
—Eso podría ayudar. Pero no con Castillo y con Harvard aquí… y mucho menos con mi jefe.
—Por cierto, Tomas te delatará a Irving si vuelves a llamarle eso.
—De acuerdo, está bien. Entonces, le llamaré Yale.
—Pondremos a prueba tu teoría después de cenar.
—Sabes —dijo, acercándose a él y rodeándole la cintura con los brazos—, me llevaste a cenar a casa de los Gonzales, así que he pensando que podría hacer lo mismo.
—Quieres invitarme a cenar. —No se movió, dejando que ella controlara el grado de intimidad entre los dos.
—Sí. —Se puso de puntillas para besarle ligeramente.
—¿Sería algo así como una cita?
Ella dudó durante un brevísimo instante.
—Claro. Y casi puedo garantizarte que después tendrás suerte.
Pedro deseaba señalar eso en el calendario. Era la primera vez que Paula daba un paso para hacer avanzar su relación más allá de un sentido físico.
—¿Antes o después de que repasemos la versión del robo de Etienne?
Paula se echó a reír por lo bajo, apoyándose contra su pecho y deslizando las manos en su trasero. Cuando se enderezó tenía su cartera en una mano.Pedro ni siquiera había notado que se la había quitado.
—Tal vez ambos. —Abrió la solapa de piel—. Eso pensaba —dijo con voz cantarina, arrojándole de nuevo la cartera, intacta, según le pareció.
Él la cogió.
—¿Qué pensabas?
—La mayoría de los tíos llevan un condón —dijo, pasando por su lado como una exhalación—. Uno; no tres. Tío, debes creerte muy bueno en la cama.
—Eso me han dicho.
—Pues haremos que sea una cena rápida y podrás demostrármelo otra vez.
—¿Paula?
Ella se detuvo, volviéndose hacia él.
—¿Mmmm?
—No es lo más romántico que se puede decir, pero ya que has sacado el tema de los condones, las dos últimas veces no hemos utilizado… protección. ¿Estás…?
—Estoy sana, si es a eso a lo que te refieres.
Pedro se sonrojó.
—No. Me refería a si tomas precauciones.
—Dios, qué británico eres —dijo, riendo entre dientes—. Tomo la píldora.
—Ah, bien. Sí, a eso me refería.
Paula se puso rápidamente de puntillas y le besó apasionadamente en los labios.
—Gracias por preguntar.
—Sólo estaba siendo un caballero.
—Eso me recuerda algo. Tienes que ponerte pantalones cortos para cenar.
Con un ceño fingido que parecía muy real la siguió de nuevo hasta la biblioteca.
—¿Pantalones cortos? ¿Qué clase de norma de etiqueta es ésa?
Ella sonrió abiertamente mientras desaparecía dentro de la habitación.
—La mía.
CAPITULO 53
Lunes, 10:28 a.m.
El doctor Irving Troust se recostó, dio un sorbo de té helado y se quitó las gafas con un semblante serio.
—Señor Alfonso, Pedro, no estoy muy seguro de cómo decirle esto. Creo que su pintura es una falsificación.
Pedro exhaló el aliento que no se había percatado que estaba conteniendo.
Pau tenía razón.
—Sospechaba que podría serlo, doctor Troust. Quería que un experto lo confirmara.
Troust paseó la mirada de él a Paula.
—¿Quién le vendió esta… cosa?
—Es un poco más complicado que eso, me temo. La pintura era un Picasso original cuando lo compré. —Pedro se aproximó a la mesa y se sentó frente al director—. Hay varios objetos más a los que me gustaría que echara una ojeada. Y, por el momento, debo pedirle que no divulgue la información.
—No pienso formar parte de un fraude —dijo Irving, volviendo a ponerse las gafas.
—No te preocupes, Irving —dijo Paula, disponiéndose a sentarse al lado de Pedro—. No intenta endosárselos a nadie. Lo que sucede es que nos gustaría conocer el alcance de los daños.
—Por supuesto.
Tomas Gonzales llegó mientras Paula estaba fuera, seleccionando otro objeto para ser examinado.
—Siento llegar tarde. ¿Qué me he perdido?
Pedro hizo las presentaciones y rápidamente le puso al corriente de los hechos.
—Sólo lo sabemos nosotros cuatro, así que no abras la boca.
—¿Los cuatro? —repitió Gonzales—. Eso no es del todo cierto, ¿verdad? Queda al menos un tipo malo suelto.
—Si nuestra teoría se confirma, tengo un muy buen rastro que conduce a Partino. Podríamos convencerlo para que nos ayude.
—Un muy buen rastro circunstancial, quieres decir. ¡Mierda!
Paula regresó, sujetando con cuidado un pequeño Matisse en las manos.
Pedro frunció el ceño, y reprimió rápidamente toda expresión al ver la seriedad que reflejaba su rostro. Por lo que sabía, el Matisse era auténtico… pero aquélla era seguramente su intención. Tenía sentido. Si Troust lo declaraba falso, tendrían que buscar a otro experto, u otra teoría para los expedientes que Dante se había llevado.
Mientras Irving comenzaba con la evaluación del Matisse.
Paula se paseó hasta la ventana. Pedro se unió a ella, con Tomas pisándoles los talones.
—Todavía no significa nada —murmuró.
—Bien puede. Ahora tenemos que decidir qué le contamos a Castillo.
Tomas tenía el ceño fruncido.
—Se lo contaremos todo. Si estáis en lo cierto, esto lleva años sucediendo.
—Quiero saber en manos de quién obra ese Picasso en estos momentos —dijo Paula, con la atención aparentemente fija en su jefe.
—¿Podrías averiguarlo?
—Vais a conseguir que os detengan por obstrucción —siseó Gonzales—. Dejad que la policía se las apañe; es su trabajo.
—Si logro contactar con Ssnchez, podría al menos sacar ventaja en esto — respondió Paulaa, haciendo caso omiso de la protesta de Tomas—. En las presentes circunstancias, a menos que Partino nos dé algo, estoy jodida. —Se volvió hacia Pedro—. Por supuesto, ante la amenaza de que Dante pudiera enfrentarse a una larga condena en prisión, si se da por hecho que él es el único imputado, podría
persuadirle para que nos dé otro nombre.
—Cuento con eso —admitió Pedro.
—Necesito más té —voceó Troust, levantando el vaso mientras mantenía la mirada fija en el cuadro.
—Yo lo traeré —dijo Paula—. Algunos días en eso consiste la mitad de mi trabajo en el museo.
Gonzales comenzó a gruñir de nuevo tan pronto como ella hubo salido de la estancia:
—¿Qué narices estás haciendo? Esto no es un episodio de Luz de luna, Pedro. Vale que te estés divirtiendo, y que te guste pasar el tiempo con Chaves. Pero…
—Hoy se apellida Martinez. No lo olvides.
—Lo haré si me vuelve a llamar «Harvard». Pero dijiste que habíais encontrado veintisiete expedientes. Eso viene a ser, ¿cuánto, unos cincuenta millones de dólares en obras de arte y antigüedades robadas?
—Algo por el estilo.
—Esto es serio. Hay gente que ya ha matado por esto, y sabemos que tienen acceso a esta casa. Tú casa, Pedro.
—Ya lo sé, Tomas. Y a eso se debe que sea petición mía. —Tomó aire despacio, obligándose a relajar las manos—. Odio ceder el control.
—Actuaré como quiera que prefieras, amigo mío. Pero estás asumiendo riesgos innecesarios y si lo haces para impresionar a tu novia, no creo que llegues nunca a
ponerte a su altura en lo que a descarga de adrenalina se refiere.
Detestaba cuando Tomas llevaba razón.
—Veamos qué pasa hoy —respondió—. Si Troust dice que el Matisse es una falsificación, entonces la investigación de Paula y mía era o bien errónea, o Irving no nos sirve para demostrar nada.
—¿Es auténtico?
—Paula así lo cree, y el expediente estaba aquí… y actualizado.
—Hablando de Cha… de Martinez, le conté a Cata quién es.
«¡Ay, Dios!»
—¿Y bien?
—Y a Cata le gusta de todos modos. Le preocupa que salgas mal parado, pero le gusta Pau.
—Dile que no se preocupe por mí. Puedo cuidar de mí mismo. —Pedro echó un vistazo al ocupado director—. ¿Por qué piensa que saldré mal parado?
—Dice que seguramente Pau no está acostumbrada a quedarse en un mismo lugar por mucho tiempo. De hecho, dice que probablemente es más inquieta que tú.
—¿Qué más dice?
—Se supone que no debo contártelo, pero no ve mucho futuro para ti y una ladrona habitual. Uno de los dos tendría que cambiar, y sabe que tú no lo harás, y no cree que Chaves pueda hacerlo.
—Bueno, no le cuentes que he dicho que ha sacado demasiadas conclusiones basadas en una corta velada y que la gente sí que cambia.
—¡Dios! Me siento como si estuviera en el instituto. Cata y tú podéis ir a almorzar y comparar apuntes, porque yo no quiero estar en medio de…
Paula volvió a entrar, con una bandeja de refrescos en sus manos.
—Cierra el pico —dijo Pedro entre dientes.
—Té de frambuesa para Irving, agua para Tomas, un refresco para mí, y Hans se ha empeñado en que al señor Alfonso le traiga una cerveza sin alcohol bien fría. — Le entregó a cada uno lo suyo, luego se apoyó contra el brazo de Pedro mientras abría la lengüeta de su coca cola y tomaba un trago—. ¿Se sabe algo ya? —susurró.
—Por el momento, no —respondió Pedro, con cuidado de no moverse.
Algunas veces se sentía como un cazador tratando de atraer a un ciervo hasta una trampa. «No te nuevas, o recordará que estás ahí y huirá.»
—Sigo pensando que tenemos que llamar a Castillo —intervino Tomas.
—Esperemos a ver qué dice Irving —insistió Paula—. He estado pensando. Si Irving evalúa correctamente el Matisse, deberías contratarle a él, o a alguien, para que examine cada antigüedad y obra de arte que posees. No porque puedan ser falsas, sino para confirmar a todos que el noventa y nueve por ciento de tu colección permanece intacta.
—¿Y publicitar todo este fiasco?
—Si Partino va a juicio, saldrá de todos modos a la luz —medió Tomas.
Pedro frunció el ceño, y se centró en su cerveza.
—Odio a la prensa.
—Como si a mí me encantara —respondió ella—. Limítate a utilizarlos. De lo contrario, como bien has dicho, toda tu colección acabará devaluada. —Tomó unos sorbos de refresco—. Porque tanto si el público lo descubre como si no, la comunidad artística lo hará. Y no hay mayores cotillas en la faz de la tierra. Confía en mí en esto.
Cinco minutos más tarde, el doctor Troust levantó de nuevo la mirada, vio su té helado y se bebió la mitad de un trago.
—Bueno, Pedro, puede que pase algo por alto, pero este cuadro me parece auténtico. He visto fotografías de él, y el estilo de Matisse está bien documentado — dijo con el ceño fruncido mientras se limpiaba las gafas en la corbata—. ¿Qué has encontrado, Paula?
Ella sonrió.
—No he encontrado nada, Irving. Esperaba que tú tampoco.
—Ah, era una prueba. Y he aprobado.
—Con honores, como suele decirse, doctor Troust. ¿Preparado para otra?
—Esto es realmente emocionante. Por supuesto.
Pedro miró a Tomas por encima de la cabeza de Paula.
—Ya podemos llamar a Castillo.
Al final de la tarde, la biblioteca estaba atestada de obras de arte sin valor alguno. A medida que iban creciendo los montones, Pedro tenía ganas de darle un puñetazo a alguna de ellas. Posiblemente Paula se uniría a él, e incluso Gonzales comenzaba a parecer irritado, pero apareció Castillo y les dijo que cada falsificación e imitación era una prueba.
—Quince —dijo Paulaa, mientras un casco romano del siglo I era arrojado al montón—. Es muy listo para ser un imbécil. Algunos de los expedientes que se llevó y dejó de actualizar son piezas auténticas. Puede afirmar que se trató tan sólo de un desliz, y que no tenía idea de lo que estaba sucediendo. —Miró a Pedro de reojo—.Hasta puede echarte la culpa a ti.
Castillo apoyó los codos en la mesa de trabajo.
—O quizá tenía compradores haciendo cola por esos objetos y todavía no había dado el cambiazo.
—Eso podría tener sentido. —Pedro le pasó la fuente de sándwiches, de pepino, en honor de Pau, que Hans les había enviado—. Excepto que ninguna de las
falsificaciones parece tener el expediente actualizado.
Pau le dedicó una breve sonrisa.
—Eso se debe a que Partino es un quisquilloso.
—Es muy interesante —dijo el detective, eligiendo un sándwich—, pero está fuera de mi alcance y de mi jurisdicción. Puedo perseguir a Partino por intento de
homicidio de Pau, pero debemos llamar al FBI si hablamos de un robo a esta escala.
—No, no, no. No vamos a hacerle nada a Partino por Pau —dijo Paula, sacudiendo la cabeza y apartándose de la mesa—. Le arrestaste por lo de la tablilla y por el lío de las cintas de vigilancia y el asunto de las granadas.
—Soy detective de homicidios —respondió Castillo—. Homicidio, intento de homicidio, es a eso a lo que me dedico. Eso me deja con Prentiss y contigo. Prentiss
no puede testificar, pero tú sí.
Paula miró a Pedro.
—No, no puedo —dijo de forma insegura.
—Ya hablaremos de ello —dijo Pedro.
—¿Para qué, para que intentes convencerme? ¡No puedo! —Se levantó y salió a toda prisa de la biblioteca.
—Buena jugada, Francisco —gruñó Pedro, poniéndose en pie. Le lanzó otra mirada furibunda a Gonzales, sólo por sí acaso—. Échale un ojo a Irving.
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