sábado, 3 de enero de 2015

CAPITULO 53




Lunes, 10:28 a.m.


El doctor Irving Troust se recostó, dio un sorbo de té helado y se quitó las gafas con un semblante serio.


—Señor Alfonso, Pedro, no estoy muy seguro de cómo decirle esto. Creo que su pintura es una falsificación.


Pedro exhaló el aliento que no se había percatado que estaba conteniendo.


Pau tenía razón.


—Sospechaba que podría serlo, doctor Troust. Quería que un experto lo confirmara.


Troust paseó la mirada de él a Paula.


—¿Quién le vendió esta… cosa?


—Es un poco más complicado que eso, me temo. La pintura era un Picasso original cuando lo compré. —Pedro se aproximó a la mesa y se sentó frente al director—. Hay varios objetos más a los que me gustaría que echara una ojeada. Y, por el momento, debo pedirle que no divulgue la información.


—No pienso formar parte de un fraude —dijo Irving, volviendo a ponerse las gafas.


—No te preocupes, Irving —dijo Paula, disponiéndose a sentarse al lado de Pedro—. No intenta endosárselos a nadie. Lo que sucede es que nos gustaría conocer el alcance de los daños.


—Por supuesto.


Tomas Gonzales llegó mientras Paula estaba fuera, seleccionando otro objeto para ser examinado.


—Siento llegar tarde. ¿Qué me he perdido?


Pedro hizo las presentaciones y rápidamente le puso al corriente de los hechos.


—Sólo lo sabemos nosotros cuatro, así que no abras la boca.


—¿Los cuatro? —repitió Gonzales—. Eso no es del todo cierto, ¿verdad? Queda al menos un tipo malo suelto.


—Si nuestra teoría se confirma, tengo un muy buen rastro que conduce a Partino. Podríamos convencerlo para que nos ayude.


—Un muy buen rastro circunstancial, quieres decir. ¡Mierda!
Paula regresó, sujetando con cuidado un pequeño Matisse en las manos.


Pedro frunció el ceño, y reprimió rápidamente toda expresión al ver la seriedad que reflejaba su rostro. Por lo que sabía, el Matisse era auténtico… pero aquélla era seguramente su intención. Tenía sentido. Si Troust lo declaraba falso, tendrían que buscar a otro experto, u otra teoría para los expedientes que Dante se había llevado.


Mientras Irving comenzaba con la evaluación del Matisse. 


Paula se paseó hasta la ventana. Pedro se unió a ella, con Tomas pisándoles los talones.


—Todavía no significa nada —murmuró.


—Bien puede. Ahora tenemos que decidir qué le contamos a Castillo.


Tomas tenía el ceño fruncido.


—Se lo contaremos todo. Si estáis en lo cierto, esto lleva años sucediendo.


—Quiero saber en manos de quién obra ese Picasso en estos momentos —dijo Paula, con la atención aparentemente fija en su jefe.


—¿Podrías averiguarlo?


—Vais a conseguir que os detengan por obstrucción —siseó Gonzales—. Dejad que la policía se las apañe; es su trabajo.


—Si logro contactar con Ssnchez, podría al menos sacar ventaja en esto — respondió Paulaa, haciendo caso omiso de la protesta de Tomas—. En las presentes circunstancias, a menos que Partino nos dé algo, estoy jodida. —Se volvió hacia Pedro—. Por supuesto, ante la amenaza de que Dante pudiera enfrentarse a una larga condena en prisión, si se da por hecho que él es el único imputado, podría
persuadirle para que nos dé otro nombre.


—Cuento con eso —admitió Pedro.


—Necesito más té —voceó Troust, levantando el vaso mientras mantenía la mirada fija en el cuadro.


—Yo lo traeré —dijo Paula—. Algunos días en eso consiste la mitad de mi trabajo en el museo.


Gonzales comenzó a gruñir de nuevo tan pronto como ella hubo salido de la estancia:


—¿Qué narices estás haciendo? Esto no es un episodio de Luz de luna, Pedro. Vale que te estés divirtiendo, y que te guste pasar el tiempo con Chaves. Pero…


—Hoy se apellida Martinez. No lo olvides.


—Lo haré si me vuelve a llamar «Harvard». Pero dijiste que habíais encontrado veintisiete expedientes. Eso viene a ser, ¿cuánto, unos cincuenta millones de dólares en obras de arte y antigüedades robadas?


—Algo por el estilo.


—Esto es serio. Hay gente que ya ha matado por esto, y sabemos que tienen acceso a esta casa. Tú casa, Pedro.


—Ya lo sé, Tomas. Y a eso se debe que sea petición mía. —Tomó aire despacio, obligándose a relajar las manos—. Odio ceder el control.


—Actuaré como quiera que prefieras, amigo mío. Pero estás asumiendo riesgos innecesarios y si lo haces para impresionar a tu novia, no creo que llegues nunca a
ponerte a su altura en lo que a descarga de adrenalina se refiere.


Detestaba cuando Tomas llevaba razón.


—Veamos qué pasa hoy —respondió—. Si Troust dice que el Matisse es una falsificación, entonces la investigación de Paula y mía era o bien errónea, o Irving no nos sirve para demostrar nada.


—¿Es auténtico?


—Paula así lo cree, y el expediente estaba aquí… y actualizado.


—Hablando de Cha… de Martinez, le conté a Cata quién es.
«¡Ay, Dios!»


—¿Y bien?


—Y a Cata le gusta de todos modos. Le preocupa que salgas mal parado, pero le gusta Pau.


—Dile que no se preocupe por mí. Puedo cuidar de mí mismo. —Pedro echó un vistazo al ocupado director—. ¿Por qué piensa que saldré mal parado?


—Dice que seguramente Pau no está acostumbrada a quedarse en un mismo lugar por mucho tiempo. De hecho, dice que probablemente es más inquieta que tú.


—¿Qué más dice?


—Se supone que no debo contártelo, pero no ve mucho futuro para ti y una ladrona habitual. Uno de los dos tendría que cambiar, y sabe que tú no lo harás, y no cree que Chaves pueda hacerlo.


—Bueno, no le cuentes que he dicho que ha sacado demasiadas conclusiones basadas en una corta velada y que la gente sí que cambia.


—¡Dios! Me siento como si estuviera en el instituto. Cata y tú podéis ir a almorzar y comparar apuntes, porque yo no quiero estar en medio de…


Paula volvió a entrar, con una bandeja de refrescos en sus manos.


—Cierra el pico —dijo Pedro entre dientes.


—Té de frambuesa para Irving, agua para Tomas, un refresco para mí, y Hans se ha empeñado en que al señor Alfonso le traiga una cerveza sin alcohol bien fría. — Le entregó a cada uno lo suyo, luego se apoyó contra el brazo de Pedro mientras abría la lengüeta de su coca cola y tomaba un trago—. ¿Se sabe algo ya? —susurró.


—Por el momento, no —respondió Pedro, con cuidado de no moverse.


Algunas veces se sentía como un cazador tratando de atraer a un ciervo hasta una trampa. «No te nuevas, o recordará que estás ahí y huirá.»


—Sigo pensando que tenemos que llamar a Castillo —intervino Tomas.


—Esperemos a ver qué dice Irving —insistió Paula—. He estado pensando. Si Irving evalúa correctamente el Matisse, deberías contratarle a él, o a alguien, para que examine cada antigüedad y obra de arte que posees. No porque puedan ser falsas, sino para confirmar a todos que el noventa y nueve por ciento de tu colección permanece intacta.


—¿Y publicitar todo este fiasco?


—Si Partino va a juicio, saldrá de todos modos a la luz —medió Tomas.


Pedro frunció el ceño, y se centró en su cerveza.


—Odio a la prensa.


—Como si a mí me encantara —respondió ella—. Limítate a utilizarlos. De lo contrario, como bien has dicho, toda tu colección acabará devaluada. —Tomó unos sorbos de refresco—. Porque tanto si el público lo descubre como si no, la comunidad artística lo hará. Y no hay mayores cotillas en la faz de la tierra. Confía en mí en esto.


Cinco minutos más tarde, el doctor Troust levantó de nuevo la mirada, vio su té helado y se bebió la mitad de un trago.


—Bueno, Pedro, puede que pase algo por alto, pero este cuadro me parece auténtico. He visto fotografías de él, y el estilo de Matisse está bien documentado — dijo con el ceño fruncido mientras se limpiaba las gafas en la corbata—. ¿Qué has encontrado, Paula?


Ella sonrió.


—No he encontrado nada, Irving. Esperaba que tú tampoco.


—Ah, era una prueba. Y he aprobado.


—Con honores, como suele decirse, doctor Troust. ¿Preparado para otra?


—Esto es realmente emocionante. Por supuesto.


Pedro miró a Tomas por encima de la cabeza de Paula.


—Ya podemos llamar a Castillo.


Al final de la tarde, la biblioteca estaba atestada de obras de arte sin valor alguno. A medida que iban creciendo los montones, Pedro tenía ganas de darle un puñetazo a alguna de ellas. Posiblemente Paula se uniría a él, e incluso Gonzales comenzaba a parecer irritado, pero apareció Castillo y les dijo que cada falsificación e imitación era una prueba.


—Quince —dijo Paulaa, mientras un casco romano del siglo I era arrojado al montón—. Es muy listo para ser un imbécil. Algunos de los expedientes que se llevó y dejó de actualizar son piezas auténticas. Puede afirmar que se trató tan sólo de un desliz, y que no tenía idea de lo que estaba sucediendo. —Miró a Pedro de reojo—.Hasta puede echarte la culpa a ti.


Castillo apoyó los codos en la mesa de trabajo.


—O quizá tenía compradores haciendo cola por esos objetos y todavía no había dado el cambiazo.


—Eso podría tener sentido. —Pedro le pasó la fuente de sándwiches, de pepino, en honor de Pau, que Hans les había enviado—. Excepto que ninguna de las
falsificaciones parece tener el expediente actualizado.


Pau le dedicó una breve sonrisa.


—Eso se debe a que Partino es un quisquilloso.


—Es muy interesante —dijo el detective, eligiendo un sándwich—, pero está fuera de mi alcance y de mi jurisdicción. Puedo perseguir a Partino por intento de
homicidio de Pau, pero debemos llamar al FBI si hablamos de un robo a esta escala.


—No, no, no. No vamos a hacerle nada a Partino por Pau —dijo Paula, sacudiendo la cabeza y apartándose de la mesa—. Le arrestaste por lo de la tablilla y por el lío de las cintas de vigilancia y el asunto de las granadas.


—Soy detective de homicidios —respondió Castillo—. Homicidio, intento de homicidio, es a eso a lo que me dedico. Eso me deja con Prentiss y contigo. Prentiss
no puede testificar, pero tú sí.


Paula miró a Pedro.


—No, no puedo —dijo de forma insegura.


—Ya hablaremos de ello —dijo Pedro.


—¿Para qué, para que intentes convencerme? ¡No puedo! —Se levantó y salió a toda prisa de la biblioteca.


—Buena jugada, Francisco —gruñó Pedro, poniéndose en pie. Le lanzó otra mirada furibunda a Gonzales, sólo por sí acaso—. Échale un ojo a Irving.




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