domingo, 18 de enero de 2015

CAPITULO 104



Sábado, 3:45 p.m.


—¿Está en casa? —preguntó sin preámbulos cuando Reinaldo salió a su encuentro ante la puerta principal.


—La señorita Paula llegó hace unos minutos. Creo que iba a cambiarse y a nadar.


Asintiendo, Pedro se aflojó la corbata y se dirigió hacia las escaleras.


—Encárgate de que Hans prepare media docena de bistecs.
Esta noche hago una barbacoa para los Gonzales. Llegarán a las seis.


—Muy bien. Hans está elaborando una tarta de crema estilo Boston para el postre. ¿Le… ?


—Espléndido —le interrumpió Pedro, considerando por un instante si cancelar la cena en favor de otra noche de sexo como postre. Pero cambió de idea casi al instante; no iba a esperar tanto.


Delante de la puerta del dormitorio pasó a modo silencioso, quitándose los zapatos y empujando poco a poco la manija hasta que se abrió. Tenían otras cosas de qué ocuparse, y Walter seguía en prisión, pero, maldición, aquello no cambiaba un hecho inevitable: era un hombre que deseaba follar. Dios, se había llevado incluso los documento de Kunz y de la inmobiliaria Paradise en lugar de quedarse en el despacho de Tomas para echarles allí un vistazo, a pesar del riesgo de que los encontrara Paula.


La divisó de inmediato, una mano sobre el respaldo del sillón azul marino mientras se ponía las zapatillas. Llevaba un biquini rojo, y a Pedro se le secó la boca. Paula era una mujer delgada, pero con curvas en los lugares adecuados, y unos músculos bien tonificados se flexionaban bajo su suave piel.


Moviéndose deprisa, bajó de un salto los dos escalones alfombrados y la asió por la cintura, lanzándolos a ambos sobre los blandos almohadones del sofá. Ella chilló, propinándole un fuerte codazo en las costillas antes de darse cuenta de quién era.


—Maldita sea, Pedro, me has dado un susto de muerte —protestó, retorciéndose debajo de él hasta que se puso de espaldas.


—Un punto a mi favor —respondió, agachando la cabeza para besarla.


Ella le devolvió el beso, tirando suavemente de su labio inferior. Mmm, qué vida tan estupenda. Su corbata cayó al suelo, seguida de su chaqueta.


—Imagino que tu reunión fue bien —musitó, alargando la mano entre ambos para desabrocharle la camisa—. Ya eres el rey mundial de los artículos de fontanería, ¿no?


—Claro.


—Genial. Quizá me expanda en el sector de la seguridad y de las instalaciones de fontanería.


—Oh. Y dime, ¿por qué Leedmont dijo que debería darte las gracias?


Paula alzó la vista hacia él, sonriendo de oreja a oreja.


—Porque me pidió opinión sobre ti, y le dije lo triste y sabiondo que eres y lo mucho que siempre has deseado poseer tu propia compañía de artículos de fontanería.


—Entiendo. —No sabía si tomarla o no en serio. Pero fuera lo que fuese lo que le había dicho a Leedmont, el hombre se había avenido a razones.


Ella se rió.


—Me debes todo este trato a mí, guapetón.


—Cierra el pico —murmuró, besándola de nuevo.


Ella le arrancó dos botones de los puños de la manga cuando le quitó la camisa.


—Uf. ¿Puedo al menos decirte que has hecho una contribución a SPERM?


Aquello captó su atención. Se detuvo a medio desatarle la parte de arriba del biquini.


—¿Qué?


—La Sociedad para la Protección del Entorno y la Región de los Manatíes —dijo, moviéndole la mano para que le cubriera el pecho izquierdo—. Les has donado cinco mil dólares.


—Por un instante pensé que estábamos apoyando una clínica de fertilidad o algo así.


Paula se rió de nuevo, el sonido reverberó en su mano y fue directo a su corazón.


—¿No es genial? ¿Quién iba a pensar que las matronas de Palm Beach tuvieran sentido del humor?


—Yo no —añadió, y retomó la tarea de desnudarla, quitándole la escueta parte superior y bajando la boca hasta sus pechos erectos—. Así que, también ha ido bien tu almuerzo, ¿supongo? —murmuró.


—Tú échame un polvo, querido. Ya hablaremos luego.


Aquello no pintaba bien, pero no quería que le distrajeran en ese preciso momento. Cuatro horas de dura disciplina, manteniendo a raya su carácter y su impaciencia, trabajando lentamente para vencer a un director y una junta directiva sumamente tercos y recelosos… En fin, estaba listo para dejarse llevar.


Deslizó la mano dentro de las braguitas del biquini y la tomó en ella. Estaba mojada. Si esperaba otro minuto sin estar dentro de ella, iba a explotar. Por suerte, sus braguitas estaban atadas con lo que parecía seda dental, y sólo tardó un segundo en quitárselas. Con su ayuda, Pedro se desabrochó el cinturón, los pantalones y se los bajó hasta los muslos.


Con un gruñido empujó, introduciéndose en ella. Paula gimió ahogadamente, hundiendo los dedos en su espalda y rodeándole las caderas con las piernas. Él embistió con fuerza y rapidez, sintiéndola contraerse a su alrededor con
delicioso calor.


—Córrete para mí —le ordenó, capturando su boca con un apasionado y profundo beso.


Ella se corrió, con un grito medio estrangulado, y Pedro cerró los ojos, empujando hacia delante. Eyaculó al final de su orgasmo, convirtiéndolos a ambos en un tumultuoso y retorno montón de miembros enredados y sudorosos.


—Dios mío —jadeó Pau un minuto después, todavía aferrada a él.


—Siento la brevedad —acertó a decir, posando con cuidado su peso sobre ella. Paula podía soportarlo.


—Y una mierda. Menuda negociación debe de haber sido.


—Lo fue. Al final lo único en lo que podía pensar era en volver aquí y echarte un polvo.


Paula se rió entre dientes, levantando la cabeza para besarle en la mandíbula.


—Pues me alegro de haber estado aquí, por el bien de Reinaldo.


—No habría sido igual. —Estiró el brazo para sujetarse y rodó del sillón hasta el suelo. La arrastró consigo, todavía a horcajadas sobre sus caderas, todavía acogiéndole en su interior.


—¿Quieres venir a nadar conmigo? —preguntó Paula, incorporándose con las manos apoyadas sobre su pecho—. Podríamos tapar las cámaras y meternos en pelotas.


—Los Gonzales vienen a cenar a las seis —respondió, observando su rostro.


Su expresión se tensó un poco, luego volvió a relajarse.


—¿Todos?


—Sí. Incluso Christian. En Yale están disfrutando de las vacaciones de invierno. También les he invitado a darse un chapuzón. —Le pasó las palmas de las manos por los hombros, bajándolas sobre sus pechos.


—De acuerdo. —Se apoyó en ellas, suspirando con una profunda satisfacción que hizo que Pedro considerara seriamente cancelar la cena.


—¿Vas a hablarme ya sobre tu almuerzo?


Sus ojos verdes le sostuvieron la mirada.


—¿Fuiste con Laura Kunz a buscar una propiedad?


Tomando prestada una de las palabras preferidas de Paula, «¡Mierda!».


—Estoy buscando una casa para Patricia. Ya lo sabes.


—Lo sé. ¿Qué hizo que escogieras a Laura Kunz como agente?


No iba a mentir, estando allí tumbado, de espaldas, con los pantalones por los muslos y la polla todavía dentro de ella.


—Pensé que podría averiguar algo sobre el robo.


—Pero la policía lleva el caso, Pedro. Están haciendo un magnífico trabajo, y no necesitan la ayuda de aficionados. —Se llevó una mano a la boca—. Mmm. Me parece que eso ya lo he oído. ¿Quién me lo dijo?


—Simplemente pensé que podría echar una mano.


—Eres un hipócrita.


Pedro se incorporó, frunciendo el ceño.


—¿Por qué, porque decidí hablar con ella?


—Porque cuando yo investigo las cosas por mi cuenta es peligroso, y un posible desastre y no es asunto mío, pero tú vas de cacería con una posible asesina, ¿y no pasa nada por no decírmelo?


—Te lo digo ahora.


—Porque te he pillado.


De acuerdo, tenía razón. Eso no significaba que tuviera que reconocerlo ante ella.


—¿Serviría de algo que ella pareciera algo recelosa?



—Hace las cosas más interesantes —dijo un momento después.


—¿Y eso, porqué?


—Porque en el almuerzo le pasé una nota a Laura, ofreciéndome a ayudarle con cualquier problema que causara su hermano.


Él la miró a los ojos.


—¿Que hiciste qué?


Cuando Paula se apartó de él y se puso en pie, Pedro estuvo seguro de que no iba a gustarle la respuesta. Se paseó desnuda y con elegancia hasta el cuarto de baño y salió poniéndose un albornoz.


—No dije nada en concreto. Quería ver cómo reaccionaba. Primero le di a Patricia un falso rubí Gugenthal para que se lo pusiera, e hice que dijera que se lo había regalado Daniel. Cuando Laura lo vio, los ojos prácticamente se le salieron de las órbitas.


Preocupación y una buena dosis de miedo le atenazaron las tripas. Poniéndose en pie, se subió bruscamente los pantalones y se los abrochó. Esta ya no era una conversación para mantener en pelotas.


—No va a reaccionar bien si es la asesina.


—Fue Daniel. Estoy casi segura. Ella no querrá más que un modo de librarse, quizá evitar cargar con las culpas.


Podría estar lo segura que quisiera, pero él tenía intención de reservarse su opinión hasta que revisara los informes financieros de Laura. Y ahora de ningún modo le iba a hablar sobre los documentos de Kunz a menos, o hasta, que obtuviera resultados. Tenía una apuesta que ganar.


—¿Y cómo o cuándo sabrás si ha decidido rendirse?


—Mi nota le concedía veinticuatro horas. Le dije que después de eso iría con mis sospechas a la compañía aseguradora. Que estoy segura de que ofrecerán una recompensa por ahorrarles la suma de dinero que supone todo esto.


Pedro se unió a ella para mirar hacia la zona de la piscina.


—¿Sabe ella que Walter y tú sois amigos?


—Probablemente sepa que trabajamos en la misma oficina.


—Si lo hizo ella, no querrá que andes hablando por ahí.


—Sé en lo que me estoy metiendo.


Pedro guardó silencio durante largo rato mientras acercaba su cálido cuerpo cubierto de felpa contra el suyo.


—Te agradezco que me hayas contado todo esto, con o sin apuesta.


—No quería que te metieras a ciegas en un posible incendio. Sobre todo si vas a seguir trabajando con Laura en ese asunto inmobiliario.


—Tengo que hacerlo, ¿no te parece? No podemos arriesgarnos a que sospeche. —No hasta que estuviera satisfecho sobre si estaba involucrada.


Paula se retorció en sus brazos para mirarle frente a frente, con el rostro serio alzado hacia el suyo.


—¿No irás a decir que deberíamos llamar a Castillo para avisarle de lo que pasa?


El sonrió.


—Sé lo reacia que eres a realizar declaraciones sin pruebas. O a colocarte en la posición de ser el testigo estrella.


—Sí, eso me pone de los nervios, ¿verdad?


—No tan nerviosa como solía ponerte, si es que puedes bromear sobre ello. —Agachando la cabeza, la besó—. Prepárate, porque voy a decirlo de nuevo.


Pedro


—Te quiero, Paula Chaves.


Como era de esperar, fingió zafarse de su abrazo. Él la soltó.


Probablemente por primera vez, Pedro se dio cuenta de que aquello no era más que una pose. Pau se estaba acostumbrando a oírselo decir, y ya no la molestaba tanto como antes. Lo que significaba que, o bien ya no consideraba estar unida a alguien —a él—, como una trampa, una encerrona que de algún modo podría hacerle daño, o bien que no le importaba sentirse atrapada.


Sonó el interfono. Pedro se acercó al teléfono y pulsó el botón, agradecido de que la interrupción no se hubiera presentado unos minutos antes.


—¿Sí?


—¿Señor? El detective Castillo está en la verja principal. Dice que tiene una cita con la señorita Paula.


—Hazle pasar, Reinaldo —dijo Paula por encima del hombro de Pedro—. Nos reuniremos con él en la biblioteca.


Pedro se enderezó.


—¿«Una cita»?


Paula le dirigió una vivaz sonrisa.


—Pude que le haya llamado y pedido que se pasara. Por ganar a toda costa y todo ese rollo. Y por Walter. La emboscada sexual hizo que me olvidara.


—Muy probablemente. —Se acercó y agarró la parte delantera de su albornoz, abriéndola de par en par—. Seguramente deberías ponerte algo de ropa antes de que te haga olvidar de nuevo.


—Tú, también. —Paula le recorrió el pecho con una mano—. Así pareces uno de esos modelos de las portadas de novela romántica… descalzo, con el cinturón desabrochado, sin camisa.


—Siempre que no me parezca a Fabio.


—No. A uno de esos aristócratas ingleses de negros cabellos. —Le besó en el mentón, luego correteó hasta el armario—. ¡Oh, espera! Si eres uno de ellos.


—Listilla.


***


—Ha sido una sorpresa que esperases hasta esta tarde para llamarme —dijo Francisco Castillo, tomando asiento ante la amplia mesa de la biblioteca y aceptando un té helado que le ofrecía Reinaldo.


—¿Así que, sabes que Walter Barstone y yo somos amigos?


El soltó una breve carcajada que consiguió no parecer demasiado divertida.


—Dame un respiro. Tomas Gonzales ha estado llamando a todo aquel que tiene teléfono para intentar obtener información. Gonzales quiere decir Alfonso, y no me hace falta una reluciente placa de detective para comprender que eso quiere decir Chaves.


—Sanchez es un viejo amigo que me ayuda a montar mi empresa de seguridad —mintió, deseando que Pedro y ella hubieran dispuesto de algo más de tiempo de preparación para componer una historia. Aunque tampoco le hubiera gustado dejar pasar la emboscada sexual.


Francisco tomó un trago de té helado.


—Mira, Paula, no soy imbécil. No espero que me hagas una confesión, pero llevo una investigación por homicidio. No te metas con los testigos y las evidencias, y no me mientas a la cara. Walter Barstone estuvo bajo vigilancia con anterioridad, y aunque es casi tan escurridizo como tú, podríamos construir un buen caso contra él sin este nuevo material.


A Paula se le cayó el alma a los pies.


—¿Van a abrir un caso contra él independientemente de cómo resulte la investigación Kunz?


—No lo sé aún. Soy de homicidios, ¿recuerdas? —Bajó la vista por un momento, removiendo el té con la pajita—. Veré qué puedo averiguar.


—Gracias, Francisco.


—¿Es por eso por lo que llamaste? Podríamos haberlo hablado por teléfono.


—Quiero saber quién te dio el soplo de que Sanchez estaba en posesión de cierta propiedad de Kunz.


—Fue un chivatazo anónimo. Recibimos de ésos sin cesar pero normalmente no valen la pena. —Limpiándose el bigote con una servilleta, lanzó una mirada curiosa a Paula—. Me llevé la sorpresa del siglo cuando me di cuenta de a quién estábamos arrestando. Quiero decir que te tomaste muy a pecho la muerte de Kunz, y entonces, ¡zas!, tu colega se hace cargo de una propiedad robad…


—Sanchez no hizo nada —interrumpió Paula—. Le tendieron una trampa.


—¿Supongo que no tienes pruebas de eso?


—Todavía no. No ante un tribunal, en cualquier caso.


—Paula, yo no soy juez.


Paula tomó una profunda bocanada de aire.


—Muy bien. Y confío en ti, así que no seas injusto conmigo… o nadie se alegrará de cómo acabará esto.


—Pasaré eso por alto y me limitaré a decirte que me cuentes lo que sabes.


Sentándose a su lado, Pedro se movió por primera vez. 


Resultaba cómico, él era el único que en esta ocasión tenía reservas en confiar en el policía.


—Sigo pensando que Gonzales debería estar presente —murmuró.


—Llegará en veinte minutos —respondió, dándole un apretoncito en la rodilla por debajo de la mesa—. Y no te preocupes. Puedo correr más rápido que Francisco.


—Esperemos no tener que descubrir si eso es cierto —advirtió el detective, sacando su sempiterna libreta del bolsillo de la chaqueta—. Deja que lo apunte.


—Hallasteis a Sanchez en posesión de una figura Giacometti, ¿verdad?


—¿Una figura de quién?


—De Giacometti. Alberto Giacometti. Confía en mí, es alguien importante.


—De acuerdo.


Podría haberle contado que Sanchez jamás escondía material de trabajo en su armario, no cuando tenía un cuarto oculto en el ático, pero sin duda eso no serviría de ayuda.


—La talla no fue sustraída en el primer robo, y lo sé porque estuvo allí al menos hasta el velatorio de Charles Kunz. Daniel me llevó al antiguo despacho de su padre y me preguntó si sabía lo que era y cuánto podría valer.


—¿Y qué le dijiste?


—Le dije que un Giacometti de tamaño real estaba en torno a los tres millones.


El detective se recostó en su silla.


—No estoy seguro de que debas contarme esto, Paula. Estás admitiendo que viste esta estatua y que al día siguiente tu colega fue arrestado en posesión de ella. Eso no pinta bien.


—Pero Sanchez también tenía un rubí Gugenthal, ¿no?


Francisco la observó.


—¿Cómo sabes eso?


—Te lo contaré dentro de un minuto. Míralo desde la perspectiva de un ladrón profesional —le lanzó un breve sonrisa—. Finjamos que conozco a uno. Sé con exactitud dónde están los rubíes, cómo birlarlos fácilmente, y decido que posiblemente son los artículos menos complicados y más lucrativos de vender de la casa. Fáciles de ocultar, fáciles de dispersar en pequeñas cantidades. Me topo justo con un Giacometti desprotegido, que ni siquiera figura aún en los documentos de la aseguradora. Y entonces, un par de días más tarde, regreso y lo robo justo después de que la familia se dé cuenta de lo mucho que vale.


—Pero ¿por qué endosárselo a Barstone?


—Porque eso hace que vuelques la atención en él, y quizá en mí, por el homicidio y el robo.


Él asintió.


—Y el rubí le vincula a él, a ti, con la noche del crimen. El Giacometti tan sólo le vincula con la casa.


—Correcto.


Francisco tomó unas pocas notas.


—¿Puedes demostrar algo de todo esto que estás diciendo?


Paula tomó aire lenta y profundamente. Castillo no la había decepcionado aún. Siempre había una primera vez, pero con un poco de suerte, no sería ésa. Necesitaba que él supiera qué estaba sucediendo, y necesitaba que pudieran confiar el uno en el otro, aun a costa de una apuesta.


—Aún no, pero creo que lo hizo Daniel, y creo que Laura sospecha de él. —Todas las razones en detalle podían, en todo caso, esperar hasta después.


—¿Y? —la instó el detective tras un momento.


Puf. Todo el mundo parecía conocerla demasiado bien.


—Y por eso me ofrecí a ayudar a Laura a deshacerse de cualquier objeto robado y evitar que su hermano fuera a prisión.


La punta del lápiz de Castillo se quebró.


—¿Que hiciste qué?


—Oye, siempre me estás diciendo que necesitas pruebas.


—Claro, pero… —Francisco maldijo suavemente en español—. Si te pillan haciendo algo ilegal y te tienden una trampa como hicieron con tu amigo, estás jodida, Paula.


—No me pillarán haciendo nada. Soy yo quien tiende la trampa. Ellos son los que caen en ella.


Pedro también la miraba fijamente.


—No te olvides de que no se trata de un simple robo. También es un asesinato.


—Por eso hago esto… por Charles. Sólo quiero respuestas… y pruebas.


—No. —Pedro se puso en pie, paseándose hasta las altas ventanas y volviendo—. Sé cómo presionas a la gente para que te revelen cosas, Paula. Presionando de ese modo para descubrir a un asesino conseguirás que te maten.


—Perdone que interrumpa —medió Pedro—, pero a pesar de las corazonadas, no he hallado ningún rastro de evidencias de que alguno de los hijos de Kunz esté relacionado con el asesinato de su padre. Ningún motivo, nada. Puede que únicamente se aprovecharan de las circunstancias y robaran la caja fuerte.


—Tal vez —reconoció Paula de mala gana—, pero no lo creo.


—Dijiste que desapareció dinero en metálico a la vez —apostilló Pedro al tiempo que continuaba paseándose—. Debo decir que es muy sencillo ingresar dinero en efectivo de más en una empresa inmobiliaria. Y Laura Kunz tiene una.


Puede que Pedro lo supiera todo acerca de los estafadores del mundo de los negocios, pero ella sabía de robos y codicia, y la forma en que funciona la mente de las personas. En realidad, formaban un muy buen equipo.


—Y Daniel tiene adicción a la cocaína. Una grave adicción.


Castillo sacó otro lápiz del bolsillo.


—Eso podría explicar su necesidad de coger los rubíes… sobre todo sabiendo que la aseguradora cerraría la propiedad a cal y canto, pero eso sigue sin demostrar un asesinato. Su padre le compró un yate, después de todo. Y tiene una cuadra de caballos de polo o algo así.


—Tiene un par —dijo Pedro—. Jugamos en el mismo equipo el lunes por la tarde, para el fondo de beneficencia a favor del cuerpo de bomberos.


—Creo que debemos echar un vistazo a los documentos de la aseguradora —meditó Paula—, porque Daniel dijo que el yate no era suyo… todavía. Y me apostaría un Picasso a que los caballos tampoco le pertenecen. Charles no era tonto. Tenía que estar al tanto de la adicción de su hijo a las drogas. Quizá Charles estaba cerrando el grifo para obligar a Daniel a hacer rehabilitación. ¿Podemos comprobar si ha estado en alguna clínica recientemente? ¿O si tenía previsto ingresar en un centro y no lo ha hecho?


—Eso va a ser complicado, pero puedo tirar de algunos hilos.


—También yo —agregó Pedro un momento después—. Y no olvides que Laura está metida en todo esto.


—Digamos que me creo toda esta especulación —dijo Castillo—. Y digamos que tiene más sentido que nada que mis chicos y yo hayamos podido dilucidar. ¿Cuál es nuestro siguiente paso?


—Eso es fácil —repuso Paula, almacenando la respuesta de Francisco en su mente para utilizarla contra Pedro más tarde. Ella iba exactamente por delante de la policía—. Esperaremos una llamada telefónica. ¿Te apetece un bistec a la barbacoa?





CAPITULO 103




Sábado, 1:02 a.m.


Pedro estaba sentado en el sofá del dormitorio de su suite, su teléfono móvil y un cuaderno de notas a su lado, mientras cambiaba los canales en la televisión de plasma. 


Cada vez que cambiaba de canal aparecía la hora al pie, y había estado contando cada minuto.


Finalmente, algo después de la una de la madrugada, se abrió la puerta a su espalda y seguidamente se cerró.


—Hola —dijo por encima del hombro.


—No hacía falta que me esperases despierto —dijo Paula, arrojando el bolso sobre la mesa auxiliar y hundiéndose en el sillón junto a él—. Mañana tienes un día importante. Bueno, más bien hoy, quiero decir.


—¿Y enfrentarme a tu punzante sarcasmo cuando hubieras llegado y hubieras tenido que despertarme? —replicó, relajándose al fin cuando ella se acurrucó a su lado y le echó el brazo libre sobre los hombros.


—¿Hay algo nuevo?


—No podemos sacar a Walter de la cárcel hasta el lunes, como muy pronto. Es cuando le llevarán ante el juez y le acusarán formalmente. Es entonces cuando su abogado pedirá la libertad bajo fianza y…


—Fui a verle —le interrumpió.


—¿A Walter? —De pronto parecía que la realidad se hubiera desenfocado. Paula había visitado la comisaría de forma voluntaria dos veces en esa semana—. ¿Averiguaste algo nuevo?


Ella se encogió de hombros, acercándose un poco más a él.


—Tan sólo que está muy asustado por estar allí y que quiere salir ya.


—Lo siento —respondió en voz baja—. Con el fin de semana, pueden retenerle un día más sin presentar…


—Me conozco el procedimiento. —El contorno de sus hombros siguió erguido y tenso. Paula había tenido una larga noche.


—Tomas tiene a Bill Rhodes en el caso. Conseguirá la fianza el lunes.


—¿No crees que tal vez sea demasiado llamativo que uno de los socios de mayor antigüedad de un prestigioso bufete represente a un perista?


Pedro se encogió de hombros.


—Tal vez. Pero puede jugar en nuestro favor. Gonzales, Rhodes & Chritchenson no arriesgaría su reputación por un matón.


—«Un matón» —repitió—. No dejes que Sanchez te oiga decir eso. Herirías sus sentimientos.


—He dicho que no era un matón, cariño.


—Lo sé. Creo que se me ha agriado el sentido del humor.


—Lo que pasa es que estás cansada. ¿Qué te parece si lo solucionamos por la mañana?


—Sanchez dijo que el tipo que concertó la cita nunca apareció, y luego la policía irrumpió en su casa y encontró el Giacometti en el armario de su entrada. ¿Ha descubierto alguna otra cosa Gonzales?


—Sí. —No quería responder, porque eso daría inicio a toda una nueva serie de preguntas, y ambos necesitaban dormir un poco. Asimismo, se daba cuenta de que no iban a ir a ninguna parte hasta que le contara todo lo que sabía—. La policía recibió un chivatazo anónimo de que el tipo que había matado a Charles Kunz había vuelto a entrar a por otra pieza y, además, les proporcionó la localización de Sanchez. Él estaba allí, y ellos encontraron el Giacometti que había mencionado la persona que les llamó, y…


—Y un rubí Gugenthal, ¿no?


El frunció el ceño. Tomas había tardado tres horas en descubrir lo que la policía había incautado durante el arresto.


—Podrías haberme llamado si ya tenías esa información.


—No la tenía.


—Entonces, ¿cómo… ?


—Una corazonada. Y me apuesto algo a que se trata del menos valioso del lote.


—Eso todavía lo desconozco. Puede que Castillo lo sepa. —Apoyó la mejilla en su cabeza—. ¿Y conseguiste algo útil de Patricia?


—Es demasiado pronto para saberlo. Probablemente no debería haberle dado toda la noche para pensar las cosas, pero dudo que le vaya con el cuento a Daniel. Después de Ricardo, no creo que confíe tanto en su preferencia en cuestión de hombres.


Al menos no le había incluido en ese pequeño grupo de villanos.


—¿Y qué es lo que se está pensando exactamente?


—Te pondré al tanto mañana por la tarde.


—Paula…


Con un profundo suspiro se puso en pie, tirando de él para hacer que se levantara.


—A la cama, por favor.


—Todo saldrá bien, lo sabes.


Ella esbozó una leve sonrisa sombría.


—Sé que saldrá bien. Voy a ocuparme de que así sea.


—Vamos a ocuparnos, los dos, de que así sea —la corrigió, ocultando su alarma tras un fuerte abrazo. Si Paula mostraba su lado oscuro, que Dios ayudara a cualquier que le cabreara.


***


La primera parada de Paula de esa mañana fue en Ungaro, donde compró un caro collar de esmeraldas con una antigua montura en oro que se asemejaba mucho a las fotos que había visto de la colección Gugenthal. Luego fue a una tienda de accesorios para adolescentes y compró un gran collar de rubíes falsos. Después de eso, tan sólo precisó de algunas de sus más delicadas herramientas de ladrona para sustituir la esmeralda por el rubí de vidrio.


Era una gran apuesta la que iba a poner en práctica, pero era lo mejor que se le ocurría. Había pasado la mayor parte de su vida confiando en sus instintos, y no iba a cambiar eso sólo porque fuera la vida de Sanchez, y la suya propia, la que estuviera en juego.


Pedro no pareció complacerle en exceso verla ponerse esa mañana un vestido sin mangas con estampado de flores de Valentino, pero habida cuenta de que él mismo había estado ocupado vistiéndose para su reunión con un traje negro de Armani y una corbata azul marino, ninguno había dedicado demasiado tiempo a conversar. Pedro detestaba que le deseara suerte, seguramente por las mismas razones que ella detestaba tal expresión, de modo que se decidió por un simple «Estás para comerte», y se marchó a hacer sus diligencias.


Para la tercera parada condujo hasta el hotel Chesterfiled. 


Le sorprendió que John Leedmont hubiera convenido citarse allí con ella, sobre todo con el resto de la directiva de Kingdom Fittings merodeando por los pasillos. Por otra parte, Leedmont tenía una importante reunión dentro de unas horas, y probablemente no estaba de humor para mantener un pequeño encuentro clandestino en una cafetería.


Leedmont abrió la puerta sólo un par de segundos después de que ella llamara. Estaba nervioso, aunque Paula no estaba segura de si se debía a ella o a que le quedaban dos horas para encontrarse con una ofensiva de Alfonso en toda regla.


—Señorita Chaves —dijo, dando un paso hacia atrás para indicarle que entrara en la habitación—. ¿Pudo encontrar al chantajista?


Ella asintió, entregándole el sobre que contenía la foto y el negativo.


—Aquí tiene.


Leedmont lo abrió, sacando el contenido y examinando los dos artículos.


—¿Tuvo algún problema?


Pau se encogió de hombros, conteniendo el impulso de tocarse la frente magullada, oculta tras un par de centímetros de maquillaje.


—El tipo me destrozó el coche, pero yo le pateé el culo, así que, con todo, yo diría que funcionó.


—¿No me… causará más dificultades?


—No. Tiene montado todo un negocio con ese jueguecito de la cámara indiscreta. Imagino que irá a la cárcel un par de años.


—¿Y mi implicación?


—No es tan cerdo. Usted no está implicado en modo alguno.


—¿No se ha guardado alguna copia de la fotografía para usted?


Paula le brindó una sonrisa, aunque no se sentía particularmente divertida.


—¿Para poder chantajearle a fin de que trabaje con Pedro, quizá? Esto es entre usted y yo. No me he guardado nada, y él no está al corriente. Dios mío, podría incluso no pagarme y seguiría sin decirle nada. —Dejó que su sonrisa se volviera más amplia—. Pero yo no le recomendaría que tomara ese camino.


—Ya lo imaginaba.


Leedmont se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un cheque, que le entregó a ella. Paula se lo guardó en el bolsillo sin comprobar la cantidad.


—Por cierto —agregó, encaminándose hacia la puerta—. Le creo en lo referente a las circunstancias. El fotógrafo tendió trampas a otros tipos aparte de a usted. Y la señorita prostituta va a pasar unas cuantas largas noches en tensión mientras la policía la busca.


—Gracias.


Abrió la puerta al tiempo que se encogía de hombros.


—Parece usted un buen tipo. Me alegra que acudiera a mí.


—¿Señorita Chaves?


Ella se detuvo a medio salir.


—¿Sí?


El le indicó que pasara de nuevo a la habitación.


—¿Podría hacerle una pregunta personal?


—De acuerdo. Pero no puedo garantizarle una respuesta.


—Me parece justo.


Paula cerró de nuevo la puerta, dejando una mano sobre el pomo. Teniendo tantas cosas de qué ocuparse ese día, no le quedaba tiempo para esto. Por otra parte, intentaba poner en marcha un negocio, y no estaría de más causar buena impresión al primer cliente de pago, aunque aquello no hubiera tenido absolutamente nada que ver con la seguridad del edificio.


Pedro Alfonso —dijo.


—Como ya le he dicho, esto es entre…


—Entre usted y yo. Lo sé. Tan sólo quería pedirle su opinión sobre él.


Profundamente sorprendida, Paula consideró la respuesta.


—Vivo con él, así que debo tener buena opinión de él.


—No me refería a eso.


Ella hizo una mueca.


—De acuerdo. No hay mucha gente en quien confíe, pero confío en Pedro Alfonso. ¿Qué tal eso?


Él asintió.


—Mejor. Gracias una vez más.


—De acuerdo.


Paula volvió al Bentley y salió a hacer su tercera gestión. 


Por fortuna, Patricia ya estaba vestida y la esperaba en el vestíbulo del hotel Breakers.


Paula la observó durante un momento.


—Lo harás —dijo.


—Oh, bien por la perra —replicó Patricia, alargando la mano—. ¿Dónde está?


Pau le entregó el collar.


—Tan sólo recuerda que fue un regalo. No repares en ello.


La ex se lo abrochó al cuello.


—Sé cómo llevar puesta una joya, muchas gracias.


Mirando fijamente con ojo crítico el cuello de Patricia, Paula asintió.


—Parece en orden. ¿Y dónde lo conseguiste?


Con un suspiro de reproche, Patty la siguió hasta el Bentley y recitó:
—Me lo dio Daniel la otra noche durante la cena. Dijo que debería nadar entre rubíes y esmeraldas.


—Cubrirte. Dijo que deberías estar cubierta de rubíes y esmeraldas.


—¿Qué?


—Bañarte en ellos dolería.


—Puta —respondió la ex, dejando que un aparcacoches la ayudara a subir al asiento del pasajero.


—Zorra —contestó Paula, dándole propina al otro aparcacoches y subiendo sin ayuda. Todo eso del aparcacoches no estaba tan mal, pero detestaría depender de que le entregaran su coche mientras intentaba salir por patas.


—Sigo sin comprender de qué va a servir esto —dijo Patricia, jugueteando con el corto dobladillo de su vestido blanco y amarillo de Ralph Lauren.


—Es sencillo. Un almuerzo benéfico sentadas en la misma mesa que Laura Kunz. Te verá llevando el rubí, preguntará de dónde lo has sacado y yo me ocuparé del resto.


—Pero dijiste que Daniel le robó a su padre.


—Seguro que Laura también lo creerá. Quiero ver su reacción.


—Me parece que no sabes nada y que sólo intentas arruinarme la vida otra vez.


—Si estoy equivocada, entonces consigues un bonito collar.


—Ni siquiera es auténtico.


—La montura es de auténtico oro. —Paula mantuvo firmemente bajo control su creciente irritación. Aquello era por Sanchez. Y por ella, aunque no podía evitar pensar que si se hubiera limitado a desistir en su búsqueda del asesino de Charles Kunz, aquel subterfugio no sería necesario.


Al cabo de quince minutos recorrían el camino de acceso restringido de Casa Nobles. Paula le mostró su invitación al guardia de la verja, que en realidad había sido enviada al domicilio de Pedro a nombre de la «Señorita Paula Chaves e invitado». Dios, no era perfecto, pero aquello daba muestras de que en cierta medida había sido aceptada en la sociedad de Palm Beach.


—No puedo creer que asista como invitada tuya —farfulló Patricia cuando llegaron al curvo camino de la entrada.


—Estoy segura de que te habrían invitado si supieran que estás en la ciudad —dijo Paula con dulzura—. Pero de este modo, eres el arma secreta en una investigación por robo y homicidio.


El almuerzo en Casa Noble corría a cargo de la señora Cynthia Landham–Glass, hija del inventor de las máquinas expendedoras o algo similar, y esposa del propietario de la mayor cadena de concesionarios Lexus del país. La propia Cynthia estaba en la entrada recibiendo a todas las invitadas de la lista.


—¡Patricia! —exclamó, dándole a la ex el tradicional saludo de dos besos en las mejillas—. No tenía ni idea de que estuvieras en la ciudad. Celebro que hayas podido asistir.


—Sí, Paula me pidió que la acompañara. Es nueva en esta clase de cosas, de modo que accedí a ser su guía.


Paula sonrió cuando la cara estirada y los labios de botox se volvieron hacia ella.


—Hola. Gracias por invitarme.


—Es un placer, Paula. Pedro Alfonso es muy respetado como filántropo.


—Me ha estado animando a que me implique más en la sociedad local —respondió, adoptando el aire magnánimo de las dos mujeres—. Incluso me ha pedido que trajera su talonario conmigo.


Bueno, en cualquier caso, no había puesto objeciones cuando se lo había birlado del bolsillo. Se lo contaría más tarde.


—Espléndido. SPERM estará encantado de ver lo generosos que son Pedro Alfonso y Paula Chaves.


—¿«SPERM»? —repitió Paula en voz baja mientras seguía a Patricia por la casa.


—¡Paula!


Ella alzó la vista cuando desde el patio y las mesas desplegadas más allá de éste apareció una rubia menuda.
—Catalina —respondió con un sonrisa sincera cuando la mujer de Gonzales la abrazó—. No sabía que estarías aquí.


—Y a mí nadie me dijo que asistirías tú. SPERM es una de mis causas preferidas.


Paula se acercó lentamente.


—¿Y qué demonios significa SPERM?


Catalina Gonzales soltó una risilla.


—Es la Sociedad para la Protección del Entorno y la Región de los Manatíes —recitó—, me gustan porque tienen sentido del humor. Y es una buena causa.


—Acepto lo que dices.


—Hola,Cata —dijo Patricia—. Qué grata sorpresa.


Catalina lanzó una fugaz mirada en dirección a la ex.


—Patricia. Había oído que merodeabas por aquí.


—Yo no merodeo.


—Te escondes, entonces. —Enganchando el brazo de Paula, Catalina la condujo hacia el jardín—. ¿Qué haces tú con ella? —susurró, su limpio rostro bronceado frunció el ceño.


Pedro está al corriente —respondió—. Son negocios.


—Gracias a Dios. Cuando el otro día os vi a las dos juntas, yo…


—Se lo dijiste a Yale, y él le fue con el cuento a Pedro. Gracias por eso, por cierto.


Por molesta que aún estuviera debido a las complicaciones que eso había causado, Paula no podía evitar que Catalina le cayera bien. Así había sido desde que se conocieron. Mejor todavía, resultaba obvio que Catalina detestaba a Patricia. Y al mismo tiempo, por satisfactoria que pudiera ser deshacerse de Patty, Pau la necesitaba.


—Tomas no le oculta nada a Pedro. Y en el fondo, es todo un cotilla. Debería haberte llamado antes a ti, pero estaba tan… sorprendida, que no se me ocurrió.


—No pasa nada. —Paula tomó aire—. Cata, ¿te importaría… sentarte en otra parte? Necesito algo de espacio en torno a Patricia y a mí. No puedo explic…


—Lo que haces no le causará problemas a Pedro, ¿verdad? —preguntó—. Porque no lo permitiría. Sobre todo porque causarle problemas a Pedro supone que se los causarías a Tomas.


—No le causaré problemas a Pedro. Lo juro.


Paula tenía la esperanza de no estar siendo demasiado optimista. Pero cruzar los dedos sería algo demasiado descarado.


Sin volver la vista atrás, Catalina regresó con el grupo de mujeres con quienes había estado conversando. Las invitaciones llevaban números de mesa correspondientes, aunque Paula había borrado el suyo y el de Patricia. Iban a sentarse en la mesa de Laura Kunz. Si Laura no veía el collar, para el caso, bien podría estar en el Taco Bell.


Finalmente divisó a la hija de Charles Kunz, sentada en la mesa número once. Sacó rápidamente una pluma del bolso y garabateó el número correspondiente en la invitación.


—Vamos —dijo por encima del hombro.


Había dado unos pocos pasos antes de darse cuenta de que patricia no la seguía.


—¿Qué sucede? —dijo, volviendo.


—No vine aquí para que me avergüences y humilles —la increpó Patricia con la voz un tanto trémula.


—Yo no te avergüenzo. Pero lo haré si no sigues adelante con esto. Y no sólo porque sales con Daniel. No he olvidado todo ese asuntillo del anillo robado, Patty. Todavía conservo la cinta, así que te tengo en mis manos.


—No hablo de ti. Me refiero a Catalina Gonzales. Era amiga mía. Todas estas mujeres solían pelearse por ser amigas mías. Y ahora te invitan a ti a sus fiestas.


Paula la miró fijamente por un momento.


—En otras circunstancias, podría sentir cierta compasión por ti —dijo finalmente—, pero hoy intento sacar de la cárcel a mi amigo. Tú sólita te enredaste en esto, Patricia.


Patricia dio un fuerte pisotón con su sandalia amarilla.


—Cometí un error. Un estúpido error. Y tú corriste a aprovecharte cuando no tenías derecho. Lo has estropeado todo.


—Pues arréglalo.


Patricia le clavó su furiosa mirada de un intenso azul claro.


—Menuda estupidez.


Paula sonrió ampliamente.


—Para mí tiene lógica. Ayúdame y te concederé el mérito por descubrir a un asesino. Ahí comienza y termina nuestra sociedad.


—Más vale que así sea.


Ya había otras cuatro mujeres sentadas a la mesa, y tres más se dirigían hacia allí. Agarrando a Patricia de la mano, Paula la arrastró hacia sus sillas y se sentaron antes de que nadie pudiera disputarles la posesión de los asientos.


—Señorita Kunz —dijo Paula—. Quería expresarle mis condolencias de nuevo. Me alegro de que no haya renunciado a sus obras de caridad.


—Mi padre era un gran defensor de la fauna y la flora —respondió Laura—. No me había percatado de que en realidad Patricia y tú sois amigas. Qué… interesante.


Pedro me pidió que la introdujera en sociedad —intervino Patricia, adornando la mentira que había comenzado con anterioridad.


A Paula no le parecía mal aquello. Con sólo mirar a las mesas más inmediatas que les rodeaban, reconoció ocupantes de tres casas en las que había robado con el curso de los años. Ya se había codeado antes con ellas, pero únicamente cuando eso le proporcionaba la oportunidad de inspeccionar sus viviendas. Ahora la invitarían gustosamente a entrar, porque los rumores la vinculaban con Pedro Alfonso. Totalmente surrealista.


—Resulta que yo he estado haciendo de guía a Pedro al mismo tiempo —apostilló Laura, dedicando otra sonrisa a Paula—. Es verdaderamente encantador.


—¿Pedro y tú? —interrumpió Patricia.


Por una vez la obsesión de Patricia con su ex marido resultaba útil. Le evitó a Paula tener que hacer la pregunta ella misma. Propinarle o no una paliza a Laura dependería de cómo respondiera a la pregunta.


—Sí. Hemos estado mirando inmuebles.


Paula hizo un movimiento con los hombros, obligándose a relajarse. Una cosa era segura: tanto si se le daba bien estar de cháchara como si no, prefería un buen allanamiento de morada a toda esa falsa cortesía y artificio. Y Pedro le debía una explicación sobre por qué había escogido a Laura como agente inmobiliario, mucho más después de toda la tabarra que le había dado sobre la honestidad y lo que había cuestionado con quién pasaba ella el tiempo.


El resto de la mesa se llenó y dos mujeres mayores quedaron en pie, mirando de una invitada a otra.


—Pensé que ésta era nuestra mesa —dijo una de ellas.


Paula tomó un trago de té helado, lanzó una mirada conmiserativa, y mantuvo la boca cerrada. Finalmente apareció una de las anfitrionas y las condujo hasta dos asientos vacíos en la mesa ocho, donde en principio habían estado asignadas Patricia y ella. Al tiempo que llegaban bandejas con ensaladas de gambas, la señora Cynthia Landham–Glass subió al estrado junto a la piscina y comenzó su discurso acerca de la beneficencia mientras Paula seguía con la atención fija en Laura Kunz. Lo ideal sería que Laura hubiera visto ya el collar y barbotado alguna clase de acusación sobre su hermano, pero parecía absorta en la comida y en parlotear con las damas de todas las mesas de alrededor. Estaba sólidamente afianzada en la sociedad de Palm Beach y, si cabía, la muerte de su padre no había hecho sino ayudarla a ello. Ahora contaba con la carta de la compasión que jugar, y eso, junto con la larga permanencia de su familia, le daría acceso prácticamente a cualquier lugar que deseara.


Al cabo de veinte minutos de ser encantadora, Patricia se inclinó hacia ella.


—No lo ha visto —murmuró, arrastrando el tenedor por entre el pollo capellini.


—Ten paciencia. Lo hará.


—¿Qué se supone que debo hacer, ponerle las tetas en la cara?


—Llegado el caso —respondió Paula—, le pides que te pase el azúcar.


Patricia exhaló.


—Laura, cielo, ¿te importaría pasarme la mantequilla? —pidió. Al parecer, sustituir el azúcar por la mantequilla era su forma de improvisar.


Paula no le quitó los ojos de encima a Laura y vio el momento exacto en que reparaba en el collar de Patricia. Sus ojos verdes se abrieron como platos, luego se entrecerraron. Su siguiente mirada fue para Paula, que bajó la vista a su almuerzo a tiempo de evitar el contacto.


—¿Dónde has conseguido ese collar tan bonito, Patricia? —preguntó Laura.


Patricia extendió mantequilla sobre un trozo de pan.


—¿Esto? Me lo dio Daniel la otra noche, durante la cena sonrió—. Me dijo que debería estar bañada en rubíes y esmeraldas, y que esto no era más que el principio. Tu hermano es muy romántico.


«No estaba mal.» Paula aguardó un segundo, luego se inclinó Para tocar el rubí con los dedos.


—No es más que el principio.


Por un momento Patricia se limitó a regodearse mientras todas las mujeres se inclinaban a fin de contemplar el collar y ofrecerle varios cumplidos.


Laura no lo hizo, pero claro, ella ya sabía de dónde provenía el rubí… o creía saberlo. ¿Cómo sería, se preguntó Paula, darse cuenta de que tu hermano pequeño había asesinado a tu padre? Supuso que podría haber tenido más tacto al dar a conocer sus sospechas, pero por lo que a ella respectaba, nadie de esa casa estaba libre de sospechas.


Observó durante el resto de la comida. Laura charló y aplaudió de bastante buen grado, pero apenas picoteó el pollo cepellini y el postre, y en diversas ocasiones toqueteó el teléfono, que se encontraba a su lado sobre la mesa. 


Deseaba llamar a Daniel, sin duda, aunque Paula no estaba del todo segura de si era para acusar a su hermano de asesinato o de regalar rubíes robados.


El almuerzo se disponía a concluir y Paula extendió un cheque. Cuando volvió a guardar el talonario en el bolso, sacó una nota que había escrito aquella mañana y la deslizó bajo el teléfono móvil de Laura.



El siguiente paso era el más difícil. Ahora tenía que esperar.