Sábado, 3:45 p.m.
—¿Está en casa? —preguntó sin preámbulos cuando Reinaldo salió a su encuentro ante la puerta principal.
—La señorita Paula llegó hace unos minutos. Creo que iba a cambiarse y a nadar.
Asintiendo, Pedro se aflojó la corbata y se dirigió hacia las escaleras.
—Encárgate de que Hans prepare media docena de bistecs.
Esta noche hago una barbacoa para los Gonzales. Llegarán a las seis.
—Muy bien. Hans está elaborando una tarta de crema estilo Boston para el postre. ¿Le… ?
—Espléndido —le interrumpió Pedro, considerando por un instante si cancelar la cena en favor de otra noche de sexo como postre. Pero cambió de idea casi al instante; no iba a esperar tanto.
Delante de la puerta del dormitorio pasó a modo silencioso, quitándose los zapatos y empujando poco a poco la manija hasta que se abrió. Tenían otras cosas de qué ocuparse, y Walter seguía en prisión, pero, maldición, aquello no cambiaba un hecho inevitable: era un hombre que deseaba follar. Dios, se había llevado incluso los documento de Kunz y de la inmobiliaria Paradise en lugar de quedarse en el despacho de Tomas para echarles allí un vistazo, a pesar del riesgo de que los encontrara Paula.
La divisó de inmediato, una mano sobre el respaldo del sillón azul marino mientras se ponía las zapatillas. Llevaba un biquini rojo, y a Pedro se le secó la boca. Paula era una mujer delgada, pero con curvas en los lugares adecuados, y unos músculos bien tonificados se flexionaban bajo su suave piel.
Moviéndose deprisa, bajó de un salto los dos escalones alfombrados y la asió por la cintura, lanzándolos a ambos sobre los blandos almohadones del sofá. Ella chilló, propinándole un fuerte codazo en las costillas antes de darse cuenta de quién era.
—Maldita sea, Pedro, me has dado un susto de muerte —protestó, retorciéndose debajo de él hasta que se puso de espaldas.
—Un punto a mi favor —respondió, agachando la cabeza para besarla.
Ella le devolvió el beso, tirando suavemente de su labio inferior. Mmm, qué vida tan estupenda. Su corbata cayó al suelo, seguida de su chaqueta.
—Imagino que tu reunión fue bien —musitó, alargando la mano entre ambos para desabrocharle la camisa—. Ya eres el rey mundial de los artículos de fontanería, ¿no?
—Claro.
—Genial. Quizá me expanda en el sector de la seguridad y de las instalaciones de fontanería.
—Oh. Y dime, ¿por qué Leedmont dijo que debería darte las gracias?
Paula alzó la vista hacia él, sonriendo de oreja a oreja.
—Porque me pidió opinión sobre ti, y le dije lo triste y sabiondo que eres y lo mucho que siempre has deseado poseer tu propia compañía de artículos de fontanería.
—Entiendo. —No sabía si tomarla o no en serio. Pero fuera lo que fuese lo que le había dicho a Leedmont, el hombre se había avenido a razones.
Ella se rió.
—Me debes todo este trato a mí, guapetón.
—Cierra el pico —murmuró, besándola de nuevo.
Ella le arrancó dos botones de los puños de la manga cuando le quitó la camisa.
—Uf. ¿Puedo al menos decirte que has hecho una contribución a SPERM?
Aquello captó su atención. Se detuvo a medio desatarle la parte de arriba del biquini.
—¿Qué?
—La Sociedad para la Protección del Entorno y la Región de los Manatíes —dijo, moviéndole la mano para que le cubriera el pecho izquierdo—. Les has donado cinco mil dólares.
—Por un instante pensé que estábamos apoyando una clínica de fertilidad o algo así.
Paula se rió de nuevo, el sonido reverberó en su mano y fue directo a su corazón.
—¿No es genial? ¿Quién iba a pensar que las matronas de Palm Beach tuvieran sentido del humor?
—Yo no —añadió, y retomó la tarea de desnudarla, quitándole la escueta parte superior y bajando la boca hasta sus pechos erectos—. Así que, también ha ido bien tu almuerzo, ¿supongo? —murmuró.
—Tú échame un polvo, querido. Ya hablaremos luego.
Aquello no pintaba bien, pero no quería que le distrajeran en ese preciso momento. Cuatro horas de dura disciplina, manteniendo a raya su carácter y su impaciencia, trabajando lentamente para vencer a un director y una junta directiva sumamente tercos y recelosos… En fin, estaba listo para dejarse llevar.
Deslizó la mano dentro de las braguitas del biquini y la tomó en ella. Estaba mojada. Si esperaba otro minuto sin estar dentro de ella, iba a explotar. Por suerte, sus braguitas estaban atadas con lo que parecía seda dental, y sólo tardó un segundo en quitárselas. Con su ayuda, Pedro se desabrochó el cinturón, los pantalones y se los bajó hasta los muslos.
Con un gruñido empujó, introduciéndose en ella. Paula gimió ahogadamente, hundiendo los dedos en su espalda y rodeándole las caderas con las piernas. Él embistió con fuerza y rapidez, sintiéndola contraerse a su alrededor con
delicioso calor.
—Córrete para mí —le ordenó, capturando su boca con un apasionado y profundo beso.
Ella se corrió, con un grito medio estrangulado, y Pedro cerró los ojos, empujando hacia delante. Eyaculó al final de su orgasmo, convirtiéndolos a ambos en un tumultuoso y retorno montón de miembros enredados y sudorosos.
—Dios mío —jadeó Pau un minuto después, todavía aferrada a él.
—Siento la brevedad —acertó a decir, posando con cuidado su peso sobre ella. Paula podía soportarlo.
—Y una mierda. Menuda negociación debe de haber sido.
—Lo fue. Al final lo único en lo que podía pensar era en volver aquí y echarte un polvo.
Paula se rió entre dientes, levantando la cabeza para besarle en la mandíbula.
—Pues me alegro de haber estado aquí, por el bien de Reinaldo.
—No habría sido igual. —Estiró el brazo para sujetarse y rodó del sillón hasta el suelo. La arrastró consigo, todavía a horcajadas sobre sus caderas, todavía acogiéndole en su interior.
—¿Quieres venir a nadar conmigo? —preguntó Paula, incorporándose con las manos apoyadas sobre su pecho—. Podríamos tapar las cámaras y meternos en pelotas.
—Los Gonzales vienen a cenar a las seis —respondió, observando su rostro.
Su expresión se tensó un poco, luego volvió a relajarse.
—¿Todos?
—Sí. Incluso Christian. En Yale están disfrutando de las vacaciones de invierno. También les he invitado a darse un chapuzón. —Le pasó las palmas de las manos por los hombros, bajándolas sobre sus pechos.
—De acuerdo. —Se apoyó en ellas, suspirando con una profunda satisfacción que hizo que Pedro considerara seriamente cancelar la cena.
—¿Vas a hablarme ya sobre tu almuerzo?
Sus ojos verdes le sostuvieron la mirada.
—¿Fuiste con Laura Kunz a buscar una propiedad?
Tomando prestada una de las palabras preferidas de Paula, «¡Mierda!».
—Estoy buscando una casa para Patricia. Ya lo sabes.
—Lo sé. ¿Qué hizo que escogieras a Laura Kunz como agente?
No iba a mentir, estando allí tumbado, de espaldas, con los pantalones por los muslos y la polla todavía dentro de ella.
—Pensé que podría averiguar algo sobre el robo.
—Pero la policía lleva el caso, Pedro. Están haciendo un magnífico trabajo, y no necesitan la ayuda de aficionados. —Se llevó una mano a la boca—. Mmm. Me parece que eso ya lo he oído. ¿Quién me lo dijo?
—Simplemente pensé que podría echar una mano.
—Eres un hipócrita.
Pedro se incorporó, frunciendo el ceño.
—¿Por qué, porque decidí hablar con ella?
—Porque cuando yo investigo las cosas por mi cuenta es peligroso, y un posible desastre y no es asunto mío, pero tú vas de cacería con una posible asesina, ¿y no pasa nada por no decírmelo?
—Te lo digo ahora.
—Porque te he pillado.
De acuerdo, tenía razón. Eso no significaba que tuviera que reconocerlo ante ella.
—¿Serviría de algo que ella pareciera algo recelosa?
—Hace las cosas más interesantes —dijo un momento después.
—¿Y eso, porqué?
—Porque en el almuerzo le pasé una nota a Laura, ofreciéndome a ayudarle con cualquier problema que causara su hermano.
Él la miró a los ojos.
—¿Que hiciste qué?
Cuando Paula se apartó de él y se puso en pie, Pedro estuvo seguro de que no iba a gustarle la respuesta. Se paseó desnuda y con elegancia hasta el cuarto de baño y salió poniéndose un albornoz.
—No dije nada en concreto. Quería ver cómo reaccionaba. Primero le di a Patricia un falso rubí Gugenthal para que se lo pusiera, e hice que dijera que se lo había regalado Daniel. Cuando Laura lo vio, los ojos prácticamente se le salieron de las órbitas.
Preocupación y una buena dosis de miedo le atenazaron las tripas. Poniéndose en pie, se subió bruscamente los pantalones y se los abrochó. Esta ya no era una conversación para mantener en pelotas.
—No va a reaccionar bien si es la asesina.
—Fue Daniel. Estoy casi segura. Ella no querrá más que un modo de librarse, quizá evitar cargar con las culpas.
Podría estar lo segura que quisiera, pero él tenía intención de reservarse su opinión hasta que revisara los informes financieros de Laura. Y ahora de ningún modo le iba a hablar sobre los documentos de Kunz a menos, o hasta, que obtuviera resultados. Tenía una apuesta que ganar.
—¿Y cómo o cuándo sabrás si ha decidido rendirse?
—Mi nota le concedía veinticuatro horas. Le dije que después de eso iría con mis sospechas a la compañía aseguradora. Que estoy segura de que ofrecerán una recompensa por ahorrarles la suma de dinero que supone todo esto.
Pedro se unió a ella para mirar hacia la zona de la piscina.
—¿Sabe ella que Walter y tú sois amigos?
—Probablemente sepa que trabajamos en la misma oficina.
—Si lo hizo ella, no querrá que andes hablando por ahí.
—Sé en lo que me estoy metiendo.
Pedro guardó silencio durante largo rato mientras acercaba su cálido cuerpo cubierto de felpa contra el suyo.
—Te agradezco que me hayas contado todo esto, con o sin apuesta.
—No quería que te metieras a ciegas en un posible incendio. Sobre todo si vas a seguir trabajando con Laura en ese asunto inmobiliario.
—Tengo que hacerlo, ¿no te parece? No podemos arriesgarnos a que sospeche. —No hasta que estuviera satisfecho sobre si estaba involucrada.
Paula se retorció en sus brazos para mirarle frente a frente, con el rostro serio alzado hacia el suyo.
—¿No irás a decir que deberíamos llamar a Castillo para avisarle de lo que pasa?
El sonrió.
—Sé lo reacia que eres a realizar declaraciones sin pruebas. O a colocarte en la posición de ser el testigo estrella.
—Sí, eso me pone de los nervios, ¿verdad?
—No tan nerviosa como solía ponerte, si es que puedes bromear sobre ello. —Agachando la cabeza, la besó—. Prepárate, porque voy a decirlo de nuevo.
—Pedro…
—Te quiero, Paula Chaves.
Como era de esperar, fingió zafarse de su abrazo. Él la soltó.
Probablemente por primera vez, Pedro se dio cuenta de que aquello no era más que una pose. Pau se estaba acostumbrando a oírselo decir, y ya no la molestaba tanto como antes. Lo que significaba que, o bien ya no consideraba estar unida a alguien —a él—, como una trampa, una encerrona que de algún modo podría hacerle daño, o bien que no le importaba sentirse atrapada.
Sonó el interfono. Pedro se acercó al teléfono y pulsó el botón, agradecido de que la interrupción no se hubiera presentado unos minutos antes.
—¿Sí?
—¿Señor? El detective Castillo está en la verja principal. Dice que tiene una cita con la señorita Paula.
—Hazle pasar, Reinaldo —dijo Paula por encima del hombro de Pedro—. Nos reuniremos con él en la biblioteca.
Pedro se enderezó.
—¿«Una cita»?
Paula le dirigió una vivaz sonrisa.
—Pude que le haya llamado y pedido que se pasara. Por ganar a toda costa y todo ese rollo. Y por Walter. La emboscada sexual hizo que me olvidara.
—Muy probablemente. —Se acercó y agarró la parte delantera de su albornoz, abriéndola de par en par—. Seguramente deberías ponerte algo de ropa antes de que te haga olvidar de nuevo.
—Tú, también. —Paula le recorrió el pecho con una mano—. Así pareces uno de esos modelos de las portadas de novela romántica… descalzo, con el cinturón desabrochado, sin camisa.
—Siempre que no me parezca a Fabio.
—No. A uno de esos aristócratas ingleses de negros cabellos. —Le besó en el mentón, luego correteó hasta el armario—. ¡Oh, espera! Si eres uno de ellos.
—Listilla.
***
—¿Así que, sabes que Walter Barstone y yo somos amigos?
El soltó una breve carcajada que consiguió no parecer demasiado divertida.
—Dame un respiro. Tomas Gonzales ha estado llamando a todo aquel que tiene teléfono para intentar obtener información. Gonzales quiere decir Alfonso, y no me hace falta una reluciente placa de detective para comprender que eso quiere decir Chaves.
—Sanchez es un viejo amigo que me ayuda a montar mi empresa de seguridad —mintió, deseando que Pedro y ella hubieran dispuesto de algo más de tiempo de preparación para componer una historia. Aunque tampoco le hubiera gustado dejar pasar la emboscada sexual.
Francisco tomó un trago de té helado.
—Mira, Paula, no soy imbécil. No espero que me hagas una confesión, pero llevo una investigación por homicidio. No te metas con los testigos y las evidencias, y no me mientas a la cara. Walter Barstone estuvo bajo vigilancia con anterioridad, y aunque es casi tan escurridizo como tú, podríamos construir un buen caso contra él sin este nuevo material.
A Paula se le cayó el alma a los pies.
—¿Van a abrir un caso contra él independientemente de cómo resulte la investigación Kunz?
—No lo sé aún. Soy de homicidios, ¿recuerdas? —Bajó la vista por un momento, removiendo el té con la pajita—. Veré qué puedo averiguar.
—Gracias, Francisco.
—¿Es por eso por lo que llamaste? Podríamos haberlo hablado por teléfono.
—Quiero saber quién te dio el soplo de que Sanchez estaba en posesión de cierta propiedad de Kunz.
—Fue un chivatazo anónimo. Recibimos de ésos sin cesar pero normalmente no valen la pena. —Limpiándose el bigote con una servilleta, lanzó una mirada curiosa a Paula—. Me llevé la sorpresa del siglo cuando me di cuenta de a quién estábamos arrestando. Quiero decir que te tomaste muy a pecho la muerte de Kunz, y entonces, ¡zas!, tu colega se hace cargo de una propiedad robad…
—Sanchez no hizo nada —interrumpió Paula—. Le tendieron una trampa.
—¿Supongo que no tienes pruebas de eso?
—Todavía no. No ante un tribunal, en cualquier caso.
—Paula, yo no soy juez.
Paula tomó una profunda bocanada de aire.
—Muy bien. Y confío en ti, así que no seas injusto conmigo… o nadie se alegrará de cómo acabará esto.
—Pasaré eso por alto y me limitaré a decirte que me cuentes lo que sabes.
Sentándose a su lado, Pedro se movió por primera vez.
Resultaba cómico, él era el único que en esta ocasión tenía reservas en confiar en el policía.
—Sigo pensando que Gonzales debería estar presente —murmuró.
—Llegará en veinte minutos —respondió, dándole un apretoncito en la rodilla por debajo de la mesa—. Y no te preocupes. Puedo correr más rápido que Francisco.
—Esperemos no tener que descubrir si eso es cierto —advirtió el detective, sacando su sempiterna libreta del bolsillo de la chaqueta—. Deja que lo apunte.
—Hallasteis a Sanchez en posesión de una figura Giacometti, ¿verdad?
—¿Una figura de quién?
—De Giacometti. Alberto Giacometti. Confía en mí, es alguien importante.
—De acuerdo.
Podría haberle contado que Sanchez jamás escondía material de trabajo en su armario, no cuando tenía un cuarto oculto en el ático, pero sin duda eso no serviría de ayuda.
—La talla no fue sustraída en el primer robo, y lo sé porque estuvo allí al menos hasta el velatorio de Charles Kunz. Daniel me llevó al antiguo despacho de su padre y me preguntó si sabía lo que era y cuánto podría valer.
—¿Y qué le dijiste?
—Le dije que un Giacometti de tamaño real estaba en torno a los tres millones.
El detective se recostó en su silla.
—No estoy seguro de que debas contarme esto, Paula. Estás admitiendo que viste esta estatua y que al día siguiente tu colega fue arrestado en posesión de ella. Eso no pinta bien.
—Pero Sanchez también tenía un rubí Gugenthal, ¿no?
Francisco la observó.
—¿Cómo sabes eso?
—Te lo contaré dentro de un minuto. Míralo desde la perspectiva de un ladrón profesional —le lanzó un breve sonrisa—. Finjamos que conozco a uno. Sé con exactitud dónde están los rubíes, cómo birlarlos fácilmente, y decido que posiblemente son los artículos menos complicados y más lucrativos de vender de la casa. Fáciles de ocultar, fáciles de dispersar en pequeñas cantidades. Me topo justo con un Giacometti desprotegido, que ni siquiera figura aún en los documentos de la aseguradora. Y entonces, un par de días más tarde, regreso y lo robo justo después de que la familia se dé cuenta de lo mucho que vale.
—Pero ¿por qué endosárselo a Barstone?
—Porque eso hace que vuelques la atención en él, y quizá en mí, por el homicidio y el robo.
Él asintió.
—Y el rubí le vincula a él, a ti, con la noche del crimen. El Giacometti tan sólo le vincula con la casa.
—Correcto.
Francisco tomó unas pocas notas.
—¿Puedes demostrar algo de todo esto que estás diciendo?
Paula tomó aire lenta y profundamente. Castillo no la había decepcionado aún. Siempre había una primera vez, pero con un poco de suerte, no sería ésa. Necesitaba que él supiera qué estaba sucediendo, y necesitaba que pudieran confiar el uno en el otro, aun a costa de una apuesta.
—Aún no, pero creo que lo hizo Daniel, y creo que Laura sospecha de él. —Todas las razones en detalle podían, en todo caso, esperar hasta después.
—¿Y? —la instó el detective tras un momento.
Puf. Todo el mundo parecía conocerla demasiado bien.
—Y por eso me ofrecí a ayudar a Laura a deshacerse de cualquier objeto robado y evitar que su hermano fuera a prisión.
La punta del lápiz de Castillo se quebró.
—¿Que hiciste qué?
—Oye, siempre me estás diciendo que necesitas pruebas.
—Claro, pero… —Francisco maldijo suavemente en español—. Si te pillan haciendo algo ilegal y te tienden una trampa como hicieron con tu amigo, estás jodida, Paula.
—No me pillarán haciendo nada. Soy yo quien tiende la trampa. Ellos son los que caen en ella.
Pedro también la miraba fijamente.
—No te olvides de que no se trata de un simple robo. También es un asesinato.
—Por eso hago esto… por Charles. Sólo quiero respuestas… y pruebas.
—No. —Pedro se puso en pie, paseándose hasta las altas ventanas y volviendo—. Sé cómo presionas a la gente para que te revelen cosas, Paula. Presionando de ese modo para descubrir a un asesino conseguirás que te maten.
—Perdone que interrumpa —medió Pedro—, pero a pesar de las corazonadas, no he hallado ningún rastro de evidencias de que alguno de los hijos de Kunz esté relacionado con el asesinato de su padre. Ningún motivo, nada. Puede que únicamente se aprovecharan de las circunstancias y robaran la caja fuerte.
—Tal vez —reconoció Paula de mala gana—, pero no lo creo.
—Dijiste que desapareció dinero en metálico a la vez —apostilló Pedro al tiempo que continuaba paseándose—. Debo decir que es muy sencillo ingresar dinero en efectivo de más en una empresa inmobiliaria. Y Laura Kunz tiene una.
Puede que Pedro lo supiera todo acerca de los estafadores del mundo de los negocios, pero ella sabía de robos y codicia, y la forma en que funciona la mente de las personas. En realidad, formaban un muy buen equipo.
—Y Daniel tiene adicción a la cocaína. Una grave adicción.
Castillo sacó otro lápiz del bolsillo.
—Eso podría explicar su necesidad de coger los rubíes… sobre todo sabiendo que la aseguradora cerraría la propiedad a cal y canto, pero eso sigue sin demostrar un asesinato. Su padre le compró un yate, después de todo. Y tiene una cuadra de caballos de polo o algo así.
—Tiene un par —dijo Pedro—. Jugamos en el mismo equipo el lunes por la tarde, para el fondo de beneficencia a favor del cuerpo de bomberos.
—Creo que debemos echar un vistazo a los documentos de la aseguradora —meditó Paula—, porque Daniel dijo que el yate no era suyo… todavía. Y me apostaría un Picasso a que los caballos tampoco le pertenecen. Charles no era tonto. Tenía que estar al tanto de la adicción de su hijo a las drogas. Quizá Charles estaba cerrando el grifo para obligar a Daniel a hacer rehabilitación. ¿Podemos comprobar si ha estado en alguna clínica recientemente? ¿O si tenía previsto ingresar en un centro y no lo ha hecho?
—Eso va a ser complicado, pero puedo tirar de algunos hilos.
—También yo —agregó Pedro un momento después—. Y no olvides que Laura está metida en todo esto.
—Digamos que me creo toda esta especulación —dijo Castillo—. Y digamos que tiene más sentido que nada que mis chicos y yo hayamos podido dilucidar. ¿Cuál es nuestro siguiente paso?
—Eso es fácil —repuso Paula, almacenando la respuesta de Francisco en su mente para utilizarla contra Pedro más tarde. Ella iba exactamente por delante de la policía—. Esperaremos una llamada telefónica. ¿Te apetece un bistec a la barbacoa?