sábado, 11 de abril de 2015

CAPITULO 187




Sábado, 2:08 a.m.


—No pedí pilotar el helicóptero hasta que estuvimos sobre el agua y lejos de la gente —dijo Paula, saliendo de la parte trasera de la limusina Mercedes S600.


—Eso no me hace sentir mejor. El océano Atlántico es bastante considerable. Y profundo.


Paula se rió.


—El piloto estaba allí. Y teníamos los aparejos de flotación en la parte de atrás.


Ruben cerró la puerta trasera tras ellos.


—¿Necesitan ayuda para entrar en la casa? —les preguntó.


Paula le dio una palmada en el hombro.


—Estamos bien. Aunque si sales por la mañana y nos encuentras en el camino de entrada te doy permiso para que nos entres a rastras.


Con una rápida sonrisa reprimida Ruben asintió.


—Con mucho gusto. Buenas noches, señorita Paula, señor Alfonso.


—Creo que el chico cree que estamos enfadados —opinó Pedro mientras el coche rodeaba el lateral de la casa hacia el garaje.


—Tú estás enfadado —corrigió Paula—. Yo estoy un poquitín achispada. ¿Qué narices llevan los mojitos de mango?


—Ron de mango y hojas de menta —contestó él—, entre otras cosas.


—Me alegro de haber tomado solo dos. —Ella echó un vistazo a su reloj de pulsera.


Maldita sea. Su puntito no era muy grave pero no iba a intentar un AM a menos que estuviera cien por cien sobria. El rescate de Clark tendría que esperar a mañana.


—¿Tienes que ir a alguna parte? —preguntó Pedro, abriendo la puerta principal y haciéndose a un lado para dejarla entrar primero.


Evidentemente él estaba más sobrio de lo que ella había supuesto.


—Iba a ir al rescate del muñeco —contestó, decidiendo que probaría otra vez esa cosa de la honestidad—, pero puede esperar a mañana.


—Bien. —Pedro la enganchó del brazo tirándola hacia él mientras se ponía de espaldas contra la puerta cerrada.


Ella se apoyó sobre su duro torso, besándolo con la boca abierta, un baile de lenguas. Con la mano libre Pedro le bajó la cremallera de los vaqueros y deslizó los dedos debajo de sus braguitas. La placentera calidez ya la recorría con un remolino de intenso e insistente calor.


—Lo siento —dijo ella, con la voz un poco entrecortada—, ¿esto significa que te gustaría fijar una cita conmigo?


Él dobló un dedo, empujando dentro de ella.


—Despeja tu agenda —susurró, apoderándose de su boca.


Increíble. Esta noche había logrado pilotar (en realidad, planear) un helicóptero un par de minutos. Fue emocionante y excitante, pero esto era mejor. Mucho mejor. Los brazos de Pedro, su piel, su calidez y el modo en que ella se sabía a salvo en su compañía, la alteraba más que una barca llena de mojitos de mango.


Retirando la mano de las braguitas, Pedro se puso a la labor de desabrocharle la blusa, resiguiéndole los senos con los dedos mientras lo hacía. Ella silbó al dejar escapar el aliento. Durante el día el vestíbulo habría estado concurrido, cruzado por doncellas, asistentas y personal de seguridad. A esta hora de la noche la única gente de la que tenía que estar alerta eran los tres guardias de seguridad que patrullaban el interior de la casa.


Tuviera o no el poder de contratarlos o despedirlos, no deseaba que nadie se tropezara con ella mientras Pedro tenía las manos dentro de su sujetador o ropa interior.


—Vamos arriba —dijo con voz ronca cuando los dedos masculinos se cerraron sobre su pezón derecho.


—Aquí mismo en el suelo —dijo él, apartando la blusa y el sujetador, remplazando sus dedos por la boca.


Paula puso una mano contra la puerta para apoyarse cuando sus rodillas flojearon. Sabía que no era por el ron. Jesús, lo hacía bien. Pero su cerebro no había dejado de funcionar totalmente. Bueno, todavía no.


—Elige una habitación, marinero —insistió, agarrándolo del cabello y apartándolo de un tirón de su pecho.


—Eres una provocadora; eso es lo que eres —jadeó Pedro, la agarró de la mano arrastrándola hacia el salón de la planta de abajo y cerrando de un portazo tras entrar—. Aquí.


—Cierra. Acabas de hacer mucho ruido.


—Por todos los… Bueno. —Pedro volvió a largos pasos hasta la puerta y giró la llave.


Cuando regresó donde ella estaba junto a las antiguas vitrinas georgianas, se quitó la chaqueta y la camisa, arrojándolas al suelo. Aunque saliera con otra protesta no la diría, no cuando él tenía esa mirada en el rostro.


—¿Alguna cosa más? —le preguntó.


—Solo tú.


Paula se quitó la blusa, sabiendo que si esto duraba mucho más se la desgarraría, lo cual sería una lástima porque daba la casualidad que a ella le gustaba la prenda. Le dejó desabrocharle el sujetador, ya que a él le gustaba eso. Se dejó caer sobre el suelo apoyando la espalda en un sillón de piel e inclinó la cabeza hacia atrás cuando la boca masculina se cerró sobre su pecho izquierdo. Mmm. Con la boca ocupada, le quitó los zapatos y luego tiró de los vaqueros de Paula, dejándolos caer en algún lugar cerca de su camisa.


Siguieron las braguitas; había perdido un montón durante el año pasado, y de vez en cuando se preguntaba lo que debían pensar las asistentas al descubrirlas arrojadas detrás de las estanterías, colgando de las lámparas, ardiendo en la chimenea o en cualquier lugar.


Pedro, por supuesto, pensaba que era alguna clase de señal de su virilidad cuando podía hacer desaparecer su ropa interior. Como si necesitara algo más que su persona para eso.


Pedro la agarró por las caderas y tiró de ella hacia delante alejándola del sillón.


Cuando estuvo de espaldas sobre el suelo él se agachó, rodeándole los muslos con las manos, inclinándose para atormentarla entre las piernas con sus labios y lengua.


Paula jadeó, poniendo los ojos totalmente en blanco por la sensación de su boca sobre ella. Prácticamente cuando empezaron a quitarse la ropa ella ya estaba lista para
correrse, pero a Pedro le gustaba llevarla hasta el límite (o más allá del límite) antes de ponerse en serio con el sexo.


—Quítate los malditos pantalones —le exigió ella, meneándose y haciendo patéticos gemidos.


Él levantó la cabeza al encuentro de su mirada.


—Hazlo tú —contestó. Asegurándole las piernas en torno a sus hombros, ella les hizo rodar, poniéndose sobre su estómago y a él sobre la espalda. No estaba en forma por
nada. Se incorporó, sentándose a horcajadas sobre el desnudo torso masculino.


—¿Me has dado una orden? —le preguntó con una sonrisa perezosa.


Pedro asintió.


—Sí.


Se inclinó y le dio otro beso.


—En ese caso —susurró, teniendo problemas para respirar cuando las manos de Pedro le acunaron los senos de nuevo—. Supongo que haré una excepción y me ocuparé del tema.


Con una carcajada él se levantó apoyándose en los codos para observarla mientras se deslizaba separándose de él y se ponía a la labor de desabrocharle los vaqueros.


—Me alegro de que te sientas cooperativa.


—Sí, bueno, eso es culpa tuya. Tienes bastantes incentivos.


—¿No querrás decir el paquete?


—No. —Le abrió los pantalones y se los bajó cuando él levantó las caderas para ayudarla—. Incentivos.


Pedro se descalzó los mocasines y ella lanzó los vaqueros y bóxers sobre el sillón.


Tan sedentaria como era su vida, lograba mantenerse en forma, una pieza de arte viva, respirando y endiabladamente sexy. Y al parecer era todo suyo.


—Ven aquí —dijo él, cogiéndole la mano y atrayéndola de nuevo sobre su cuerpo.


—Me has acelerado —soltó Paula, alargando la mano hasta cerrarla alrededor de su pene—. Ahora es tu turno.


—Yo siempre estoy acelerado cerca de ti. —Le dio un beso lento e intenso, haciéndolos rodar a la vez hasta que ella quedó debajo—. Al instante en que entras en una habitación, cada vez que sonríes —siguió, empujando las caderas y deslizándose en su interior—, tu risa, tu ceño, tu…


Paula le tapó la boca con los dedos.


—Lo capto. —Se las arregló para ponerle los tobillos en los muslos cuando él empezó con un lento y profundo empuje—. Soy genial.


—Eres más que genial. Eres… increíble.


Los ojos azules le sostuvieron la mirada mientras se movía en su interior. Esta noche él tenía un aspecto tan… conmovedor, casi como si ella pudiera ahogarse en aquellos
intensos ojos azules. Con todas las recientes discusiones sobre deshacerse de su mochila de emergencia, la insistencia de poner en marcha el jardín, la comida con Cata y toda la perorata sobre los niños, aún así, no podía imaginar nada mejor que esto.


Todo aquello le daba vueltas en la mente, mezclándose con la excitación, el placer y los recuerdos, su recuerdo de aquella extraña conversación con Gonzales y a él diciendo que Pedro estaba dando rodeos para regalarle algo…


—¡Dios mío! —jadeó, su cuerpo estremeciéndose por el orgasmo incluso con el cerebro al ralentí.


—Eso es lo que me gusta —soltó Pedro, acelerando el ritmo hasta que se estremeció y se dejó caer sobre ella.


Ni por asomo Paula se sentía tan relajada como evidentemente se sentía él, o como normalmente lo estaba después de un orgasmo muy bueno. Él estaba pensando en
proponerle matrimonio. En casarse. ¿Qué narices se suponía que tenía que hacer al respecto? Mierda. Le empujó el hombro.


—Fuera —le exigió.


Pedro levantó la cabeza y la miró.


—¿Pasa algo? —le preguntó, todavía con la respiración entrecortada y acelerada.


Se sentía incluso menos preparada para hablar.


—Pesas —improvisó, empujándolo de nuevo.


Pedro se levantó, sentándose mientras ella se ponía en pie torpemente.


—¿Te hice daño? —Le pasó la mano delicadamente por la pantorrilla, la voz ronca.


—¡No! Claro que no. —La camisa de Pedro la cubriría mucho mejor que la suya, así que la cogió y se la puso, abotonando la delantera a pesar de sus dedos temblorosos.


—Se me acaba de ocurrir algo y tengo que ocuparme de eso.


—¿Pensabas en otra cosa de la que tenías que ocuparte justo en mitad de hacer el amor? —le preguntó en tono amenazador.


—Hacer el amor suena pobre. Estábamos practicando sexo. Y no era sobre mis impuestos o algo así, así que tu testosterona no monte un alboroto. Se me acaba de encender una luz. No te enfades. —Fue corriendo hacia la puerta y giró la llave. Aire.


Necesitaba un poco de aire. Mucho aire.


Pedro se puso los vaqueros y se levantó, acercándose enojado a la puerta cuando ella empezó a abrirla.


—Estoy enfadado —le espetó—. Así que dime qué luz se encendió en tu cabeza, Paula.


—Son mis pensamientos, no los tuyos. Sal de en medio.


—No.


Ella soltó el pomo de la puerta.


—Bien. Saldré por la ventana.


Pedro la agarró por el hombro, empujándole la espalda contra la puerta.


—¿Qué demonio te ha asustado tanto de repente que intentas huir?


—No estoy huyendo, coño. ¡Y deja de enredar las cosas, que están bien como están, antes de que lo arruines por completo! ¡Y ahora suéltame!


Pedro la dejó ir. Ella se precipitó por la puerta y en dirección a las escaleras, lo que le produjo un cierto alivio. Por lo menos no había salido corriendo por la puerta principal. Todavía. Se agachó a recoger el resto de sus ropas esparcidas y luego se sentó en el viejo sillón de cuero, con las prendas y los zapatos en los brazos.


Paula se había dado cuenta de que tenía intención de proponerle matrimonio. Esa era la única razón que se le ocurría que podía motivar esa afirmación de “deja de enredar las cosas”. No era exactamente la reacción que esperaba. Y tenía que recoger un anillo por la mañana.


—Mierda —musitó.


¿Cómo podía hacer lo que hacía, gestionar con éxito negocios por valor de varios billones de dólares, y no ser capaz de manejar a una sola mujer? Y, en cualquier caso, ¿cuál era la diferencia entre estar juntos y estar juntos con anillos en la mano izquierda? Vale: niños, raíces… todo eso lo entendía. Pero eran tan parecidos. ¿Cómo era posible que él lo deseara tan desesperadamente y ella nada en absoluto?


No era posible. Dijera lo que dijera, solo estaba asustada. 


Había vivido el día a día durante tanto tiempo que la idea de comprometerse a un futuro la aterrorizaba.


—Estúpido cretino —se dijo, poniéndose de nuevo en pie.


No podía dejarlo así. Si lo hacía, Paula era muy capaz de desvanecerse antes de que él tuviera la oportunidad de convencerla de lo contrario.


La puerta de la habitación estaba cerrada con llave. Joder. 


Maravilloso. Maniobró con la ropa y los zapatos hasta que consiguió liberar un par de nudillos.


—¿Paula? —dijo, llamando a la puerta.


Nada.


Como Pedro le había destrozado la mochila, gracias a Dios por eso, Paula no podía haber tenido tiempo de reunir sus cosas y marcharse. Llamó otra vez.


—¿Paula?


Oyó una tos proveniente del otro extremo del corredor y se sobresaltó.


—¿Algún problema, señor Alfonso? —preguntó Pablo Esqueda, uno de los guardias de seguridad nocturno de Solano Dorado, acercándose—. Tengo una llave maestra, si lo…


La puerta hizo clic y se abrió unos centímetros.


—Estoy bien —dijo Pedro, utilizando una de las expresiones de Paula, mientras se ayudaba con el codo para abrir la puerta justo lo suficiente para poder franquearla. La cerró tras él con un pie descalzo y lanzó la ropa sobre el sofá.


—¿Por qué tienen llaves maestras los de seguridad? —preguntó, observando la espalda de Paula, que desapareció en el interior de su vestidor.


—Porque si hay algún problema dentro de una habitación cerrada con llave, tienen que poder entrar —se oyó su voz amortiguada.


—¿En nuestro dormitorio?


Sí, estaba evitando el tema, pero quizá simplemente hablando con ella podría conseguir algo de esa información que necesitaba tan desesperadamente.


—Solo necesitaba un poco de espacio para respirar, Pedro.


Por supuesto ella no pensaba evitar el tema, pero Pedro aún tenía que hilar un poco más fino.


—¿Qué ha pasado con eso de lo que tenías que ocuparte?


Ella salió del vestidor justo cuando él llegaba hasta allí. Se puso en jarras, llevando tan solo la camisa gris de Pedro y lo miró directamente con la barbilla alta. Temerosa, pero desafiante. Su Paula.


—¿Te vas a dedicar a agobiarme? —preguntó ella—. ¿O vas a dejarme respirar?


Dios, que aguda era. Y letal. Y acababa de colocar la pelota directamente sobre su tejado, justamente donde tenía que estar en ese momento. Era puñeteramente complicado,
porque su actuación dependía de su reacción, pero aun así tenía que ser él quien hiciera el primer movimiento.


—Jamás he hecho nada con intención de impedirte respirar —dijo Pedrodespacio—. Y no tengo intención de hacer nada que te cause dolor o preocupación, ni ahora ni en el futuro. Espero que mis sentimientos por ti no sean lo que te incomoda.


—Me gusta lo que sientes por mí. No lo jodas. No jodas esto —dijo señalándoles a ambos con un gesto.


—Tómate tu espacio para respirar, Paula. Pero ninguno de los dos somos de los que se quedan sentados a esperar. Antes o después, voy a querer avanzar y entonces te pediré que des ese paso conmigo.


Ella se estremeció. Pedro veía como le temblaban las manos. Ignoró la tremenda urgencia de estrecharla entre sus brazos y se quedó donde estaba, esperando.


—Eso no es lo mejor que puedes decir si no quieres que me desmaye.


—Mis disculpas.


Ella hizo una mueca.


—No puedo pensar en esto mientras estoy intentando encontrar a Sanchez y la armadura de Minamoto y el modelo anatómico —dijo por fin—. Me ha encantado este último año. Y te quiero. Per…


Él alzó la mano.


—Respira —le dijo, esperando ser capaz de ocultar la alarma que sentía. No iba a permitir que ella terminara esa última frase—. Te quiero. Relájate. Vamos a dormir un
poco.


Paula ladeó la cabeza.


—¿No vas a forzar… nada?


—Esta noche, no.


Eso por descontado. Y, en cuanto a más tarde, ya estaba luchando contra el ego y el orgullo que le exigían saber por qué ninguna mujer dudaría si casarse con él. Paula y él
se iban a casar; solo necesitaba descubrir la forma de asegurarse de ello.


Por suerte, en el último momento Pedro decidió llevarse el móvil al cuarto de baño, porque sonó un instante antes de que se metiera en la ducha, poco después de las nueve de la mañana. Lo cogió, con la esperanza de que el eco del timbrazo no hubiera despertado a Paula y comprobó la identidad del llamante.


—Tomas —dijo en voz baja.


—¿Estás en una cueva?


—En el cuarto de baño. ¿Qué quieres?


—Estoy contestando a tu mensaje de ayer.


Pedro parpadeó, tratando de acordarse de lo que estuvo haciendo el día anterior antes del paseo en helicóptero a Isla morada. De lo que sí se acordaba era de lo que pasó a la
vuelta.


—Ah. Bien.


—¿Todavía quieres que te acompañe a ya-sabes-donde dentro de una hora?


—¿Por qué hablas en código?


—Porque Chaves es muy escurridiza.


Eso no se lo podía discutir. ¿Deseaba que Tomas le acompañara a Harry Winston?


Esta era su decisión. Y la de Paula. Tomas no lo aprobaba. 


Y aunque a Catalina le gustaba Paula, Pedro sabía que también tenía sus dudas. Y después de lo que había ocurrido esa noche, no tenía por qué soportarlo. No mientras recogía su anillo de compromiso. Incapaz de evitar lanzar una rápida mirada a la puerta cerrada del cuarto de baño, bajó aun más la voz.


—No. Ya lo tengo resuelto. Gracias por devolverme la llamada.


—Ejem, vale. Te veo luego.


—Gracias.


Pedrocerró el teléfono lentamente y lo dejó de nuevo sobre la encimera. Luego quitó el pestillo de la puerta del baño y la abrió. Se asomó y echó un vistazo a la salita.


Nada. Aunque eso no quería decir que no estuviera por allí. 


Necesitaba asegurarse de que Paula no había llegado a oír nada de esa conversación. Como Tomas había dicho tan
elocuentemente, era muy escurridiza.


Desnudo, se deslizó medio agazapado a través del salón a oscuras y se asomó por la puerta parcialmente cerrada de la habitación. Ella yacía en la cama, con los ojos cerrados y
respirando lenta y regularmente. Le hubiera gustado sentirse aliviado, pero lo cierto era que seguía sin estar seguro de que ella no hubiera estado al otro lado de la puerta del cuarto de baño, sacando sus propias conclusiones, y luego hubiera corrido de vuelta a la cama antes de que él hubiera tenido tiempo de moverse.


—¿Paula? —susurró.


Ella se removió y se tapó la cara con un brazo.


—¿Qué? —gruñó.


—¿Te ha despertado el teléfono?


—No, me acabas de despertar tú ahora mismo —dijo, sentándose para poder mirarle—. ¿Pasa algo?


Cretino, cretino, cretino. Se enderezó, porque evidentemente ya no era necesario andar a hurtadillas.


—No. Estaba intentando dejarte dormir y, por lo visto, soy un idiota.


Paula llegó incluso a sonreír.


—Estás muy guapo desnudo, así que eso te va a valer como excusa. ¿Qué hacías?


—Estaba a punto de meterme en la ducha.


—Eso está bien, porque si no, esto daría mucho miedo.


—Como si a ti te diera miedo algo —contestó él. Menos lo de anoche, pero no iba a mencionarlo esta mañana. Y dudaba que ella lo fuera a hacer tampoco.


Ella se quedó mirándolo un instante. Luego se volvió a tumbar y se tapó la cabeza con la sábana.


—Gracias, inglés.


—De nada, yanqui. ¿Te gustaría ducharte conmigo?


—Voy a seguir durmiendo. Lárgate.


—Me estoy largando.


Volvió a salir y cerró la puerta tras de sí, solo por si alguien más le llamaba sobre algo que no quería que ella oyera.




CAPITULO 186




Viernes, 5:19 p.m.


Pedro se sentó al lado de la piscina con una cerveza junto a su codo y examinó los documentos revisados de la incorporación del canal de televisión local que había comprado el año pasado.


—¿Por qué aún estoy viendo esto? —Preguntó.


—Porque dijiste que querías que te los pasara antes de archivarlos —contestó Tomas Gonzales, bebiendo de su cerveza—. Lo único que cambiamos fueron las fechas de los
informes fiscales.


Respirando hondo, Pedro cogió la pluma y firmó en las páginas afectadas.


—La próxima vez que haga eso, recuérdame que soy demasiado importante para perder mi tiempo con informes fiscales.


—Así será.


Tomas se inclinó sobre la mesa y giró los bocetos de Paula de la piscina para mirarlos.


—¿Los chicos del vivero se los han dejado? Tienes que derrochar mucho dinero para asegurarte el enfoque Monet. No le digas a Chaves que lo he dicho, pero esto va a
quedar bonito.


—En realidad, los dibujó Paula.


—¿Chaves?


—Hum mmm.


Tomas miró detenidamente la media docena de dibujos de los planos de la piscina, el ajardinamiento y las plantas.


—¿Chaves los dibujó? ¿En serio?


—Sí.


—¿Qué demonios está haciendo siendo una ladrona cuando podría ser Picasso?


—Pon eso en tiempo pasado, por favor. La parte de ladrona, quiero decir.


—Odio tener que decirlo, pero es buena. En mi opinión de aficionado, por supuesto.


Esa era su Paula, una moderna mujer del Renacimiento. 


Pedro se preguntaba de vez en cuando si había algo que ella no pudiera hacer. Excepto ser normal y corriente.


Podía fingir de vez en cuando, pero para ella “normal” era sólo una máscara.


—Le comunicaré tu opinión, ¿de acuerdo?


—Yo no lo haría.


—Hola, chicos —dijo Paula desde el balcón de la suite principal situada por encima y detrás de él.


Pedro se giró para mirarla. Seguía de una pieza, gracias a Dios.


—¿Cómo está Clark?


Ella se acercó por detrás y le pasó las manos por los hombros, inclinándose para besarle en la mejilla.


—¿Cómo han ido las negociaciones del jardín?


—Tú…


—¿Clark? —Repitió Tomas, interrumpiendo la conversación—. ¿El muñeco de Lau? ¿Lo has encontrado?


Paula se encogió de hombros.


—Tengo algunas pistas —dijo, cogiendo la cerveza de Pedro y tomando un trago.


—Lo encontrarás —dijo Pedro, con la esperanza de que sonara alentador—. Y para responder a tu pregunta, las negociaciones del jardín fueron a las mil maravillas. Te
quedará suficiente en tu cheque regalo para varios lechos de flores y una carretilla.


—Excelente. Me hacía falta una carretilla.


Él sonrió, a pesar de caer en la cuenta de repente de que su comportamiento relajado y tranquilo probablemente significaba que había satisfecho su ansia de adrenalina para todo el día. Y eso generalmente implicaba que había hecho algo ilegal… o peligroso, al menos.


—Por cierto —dijo él con tranquilidad—, el detective Castillo llamó a casa. —Echó un vistazo a su reloj—. Estará aquí en 
unos veinte minutos.


Ella asintió con la cabeza, dejándose caer en el sillón entre Tomas y él.


—Espero que eso signifique que tiene algo para mí.


Sería agradable si toda la información que Castillo tenía la animara a cambiar de idea sobre allanar la casa de Toombs mañana por la noche.


—No lo dijo.


Tomas se puso en pie.


—Bien, antes de empezar los debates sobre actividades ilegales, debo irme. Cata está haciendo enchiladas.


—Por mucho que me gustaría meterte prisa en tu viaje —indicó Paula— hay un poli viniendo a casa. Considerando que has estado bebiendo, ¿vas a conducir ahora, Gonzales?


—He bebido un tercio de una cerveza, Chaves. ¿Pedro? —Estrechó la mano de Pedro, luego se dirigió a la casa hacia la puerta principal.


—Fue amable de tu parte que te preocuparas por él —dijo Pedro.


—Era cerveza de tu casa. Estaba preocupada por ti.


—Vaya. —Pedro aceptó la botella de cerveza de vuelta y tomó otro trago. Él no iba a conducir a ninguna parte esa noche—. Entonces ¿algo interesante hoy en tu vida?


—Tal vez.


—¿Tu pista sobre Clark no tuvo éxito?


Su boca se torció brevemente.


—Sé algo sobre alguien a quien consideras un amigo —dijo ella, sus ojos verdes alertas y serios—. Creo que puedo arreglar las cosas, hacer que todo salga bien, entonces mi pregunta es, ¿quieres que dé nombres, o que le guarde el secreto a alguien?


Ella había dicho todo eso sin darle una pista siquiera sobre si ese alguien era hombre o mujer.


—¿Guardar este secreto te pone en peligro de algún modo?


—No. Dañará la reputación de esa persona si esto se hace público. Y no estoy segura de que sea merecido.


—¿Cambiaría mi opinión de esa persona?


—Es posible. Y te pondría en medio de algo que probablemente preferirías evitar.


Él quería saberlo. No había construido un imperio por estar satisfecho con la ignorancia de su parte o de la de los demás. Pero Paula se destacaba en leer tanto a él como a todos los demás, y si ella pensaba seriamente que él no quería saberlo, probablemente no querría. De lo contrario, se lo habría dicho directamente.


—A menos que necesites mi ayuda, consideraré que esto es asunto tuyo —dijo lentamente—. Pero si necesitas mi ayuda, me lo dirás. ¿Vale?


Ella asintió con la cabeza, apretando sus dedos brevemente.


—Vale.


Él la observó durante un segundo.


—Esto es sobre Clark, ¿verdad?


—Sí.


—Sólo para aclararlo. —Pedro carraspeó—. ¿Alguna noticia de Walter?


—No. Los anuncios aparecerán en los periódicos de mañana. —Ella empezó a alcanzar su cerveza otra vez, luego volvió a poner las manos en su regazo.


Si él no hubiera hecho de estudiar a Paula Chaves su principal preocupación durante el año pasado, no habría sabido que algo la preocupaba.


—¿Hay un plan B, por si no responde a los anuncios?


—Nunca he tenido que considerar un “plan B”. —Pau apretó los labios—. Hay un par de viejas guaridas que podría probar, y un par de viejos conocidos con los que podría
contactar. Y si mañana no se pone en contacto conmigo, llamaré a Dario en Nueva York. Podría tener una idea o dos.


—¿Y la policía? —preguntó él, aunque estaba bastante seguro de que ya sabía la respuesta a esa pregunta—. ¿Un informe de personas desaparecidas?


—De ninguna manera —respondió ella, como había esperado—. No quiero a los polis hurgando en la vida de Walter Barstone más de lo que los quiero hurgando en la mía.


Él giró la mano y ella puso sus dedos sobre la palma.


—Y hay cosas que antes podías hacer para encontrarlo que no puedes hacer ahora —dijo él en voz baja. Y Walter nunca había estado desaparecido durante tanto tiempo cuando ella había sido una criminal. ¿Le culparía a él o a su nueva vida por la ausencia de Barstone? Dios, esperaba que no.


Ella se encogió de hombros.


—Si él se metió en algo, no sé lo que es. Pero le voy a romper el cuello si no tiene una muy buena razón para preocuparme de esta manera.


—Hola, chicos —dijo el detective Castillo, atravesando el mismo conjunto de puertas dobles que Tomas había utilizado.


—Hola, Francisco —contestó Paula, liberando su mano.


En el pasado, Pedro había estado mucho más familiarizado con jefes de policía y alcaldes que con sus subordinados. Y cuando un detective de homicidios que ellos habían
conocido en el transcurso de su trabajo podía referirse a él, uno de los hombres más ricos del mundo, como “chico”, era que la vida había dado un giro hacia lo peculiar. Y a Pedro
le gustaba bastante más de esta manera.


—Francisco —dijo—. ¿Puedo traerte una cerveza o un refresco o algo?


—Una Coca-cola light sería genial.


Mientras Castillo se sentaba a la mesa, dejando una carpeta encima de los bocetos de Paula, Pedro fue a la barbacoa que pronto sería rediseñada y sacó una lata de refresco de la pequeña nevera



—¿Paula?


—Estoy bien, pero alguien casi se bebió tu cerveza.


Riéndose entre dientes, sacó otra cerveza con la mano libre y cerró la nevera con el pie descalzo. Paula era ingeniosa y aguda en la peor de las circunstancias, pero después de un agradable, satisfactorio y relajante subidón de adrenalina (o un orgasmo, lo que él prefería para su seguridad, y no por nada) ella se superaba. Y comprendió repentinamente que él acababa de consentir libremente en no preguntarle lo que había estado haciendo. Esa descarada mujercita astuta. Pedro vaciló, luego entregó las bebidas y volvió a su asiento.


Castillo abrió la lata de refresco y bebió.


—Bien. Fui a ver a mis colegas de robos, y no averigüé nada excepto lo que ya te dije.


Paula lo fulminó con la mirada.


—¿He esperado cuatro días para esto? Devuélveme ese refresco.


—¡Oye, déjame terminar! Como mencionaste antigüedades japonesas, recopilé una lista de personas de por aquí a las que han robado alguna de esas cosas. —Abrió la carpeta—. Esto es lo que encontré.


—¿Puedo verlo? —Preguntó Paula, estirando la mano.


—No. Yo ni siquiera he estado aquí, ¿de acuerdo?


—¡Santo Dios! Pues entonces dímelo.


—Primero, tengo una pregunta. ¿Por qué Gabriel Toombs y los Picault?


Pedro se inclinó hacia delante.


—Tienen las mayores colecciones japonesas de toda la Costa Este.


—¿Eso es todo?


Sin mirar a Paula, Pedro asintió con la cabeza.


—Eso es todo. —Confesar que ella había robado algo en nombre de Toombs y que los Picault parecían sospechosos y que ella había eliminado por lógica a todos los otros
sospechosos creíbles no beneficiaría a nadie, excepto, quizás, a los colegas de Castillo en robos.


El detective dejó escapar el aliento.


—Un día de éstos voy a explicarte el significado de “cooperación”. Como dije antes, los Picault fueron robados una vez, hace unos cuatro años, en Nueva York. Perdieron
sobre todo aparatos electrónicos, joyas y dinero en efectivo, además de una pequeña estatua de jade de un hombre en un caballo. —Echó un vistazo en dirección a Paula y luego
volvió a la carpeta—. Toombs nunca se ha visto afectado —continuó—, no que yo pudiera averiguar, de todos modos. Aproximadamente otra media docena de robos en el área fueron de antigüedades japonesas.


—¿Nunca le han robado? —Paula repitió, haciendo de la declaración una pregunta.


—Nunca ha denunciado un robo. ¿Por qué, sabes algo que yo no?


—Hay tantas cosas, que no tengo ni idea de por dónde empezar.


—Mmm hum. Bueno, yo también sé una cosa o dos. Tipos con colecciones de espadas samuráis y, probablemente, formación para usarlas no han sido atacados. No con
éxito, de todos modos.


Paula hizo una pausa, la nueva cerveza de Pedro a medio camino de sus labios.


—Francisco, señor Detective de Homicidios, ¿alguna vez has pasado por un F con heridas de una espada grande antigua?


—¿Un F? —interrumpió Pedro.


—Fijo, oficialmente —informó Castillo—. O Fiambre, extraoficialmente. Y sí, lo hice. Hace dos años y medio. El tipo era un matón, miembro de una pandilla, y francamente
teníamos demasiados sospechosos y ninguna manera de reducirlos. La decapitación, sin embargo, no es realmente el estilo de las pandillas callejeras.


—¿Así que sospechas de Gabriel Toombs?


—Tiene cierta reputación de tener un sentido de la justicia muy rígido. Aunque, como dije, ninguna prueba. Y francamente, había otros tipos con más motivos. Toombs
nunca informó de un robo o algo así. Y yo podría estar totalmente equivocado.


Jesús.


—Si pensaras que estás tan equivocado, como dices, no lo habrías mencionado.


Castillo recogió su carpeta y su refresco, y se levantó.


—Me gusta informar a la gente de antemano. Porque creo en la cooperación y todo eso. Entonces, ¿hay algo que quieras contarme acerca de esto?


—Claro —dijo Paula, girando en su silla para mirar de frente al detective—. Tengo un Miata negro siguiéndome. ¿Alguna idea?


—Sí. Revisaré los Miata negro. Probablemente sólo habrá unos cien de esos en el condado de Palm Beach.


—Los tres primeros números o letras o lo que sea de las matrículas son 3J3, si eso ayuda.


—Es posible. Echaré un vistazo. Adiós, Pedro, Paula.


—Gracias, detective.


Jugando con la botella de cerveza, Pedro esperó hasta que Castillo se hubo marchado antes de ladear la cabeza hacia Paula.


—¿Supongo que viste el Miata otra vez?


—Lo vi. Y cuando salí detrás de él, entró en modo velocidad espacial y desapareció.
Dado que no sabría que yo le estaba siguiendo a menos que estuviera siguiéndome primero, estoy bastante segura de que lo estaba. Siguiéndome, quiero decir.


—¿Lo perdiste, entonces? —preguntó, sorprendido.


—El tráfico, los niños, yo en tu coche de incógnito… ir toda Darth Vader hacia el Miata no me pareció que fuera muy inteligente.


—Hablando de hacer cosas inteligentes —comenzó él—, ¿qué te parece no entrar en la casa de Toombs?


—No empieces con eso otra vez, Pedro —dijo ella, su voz más tranquila de lo que él esperaba—. Él no puede cortarme en pedazos si no sabe que estoy allí. Y no lo hará. Sólo
necesito mirar en un cuarto.


—A menos que las espadas y la armadura estén allí.


Ella dejó escapar el aliento.


—Yo solía hacer este tipo de cosas… exactamente este tipo de cosas… para ganarme la vida, inglés. Soy buena en esto. Y sé lo que hago.


—Voy contigo.


Pedro, no vas a venir conm…


—¿Llevarás una pistola? —La interrumpió.


—No. Las pistolas son para los que no pueden entrar y salir sin ser vistos.


—Las pistolas son para mantenerte viva cuando alguien va detrás de ti con una espada samurái —insistió él—. Voy a llevar una, y voy contigo. Ahora bien, si piensas que puedes ganar esta discusión, sigue adelante e inténtalo. De lo contrario, creo que deberíamos ir a buscar un poco de picanha.


—¿Hans está cocinando solomillo? Hoy debemos de haber sido buenos.


—No cambies de tema. ¿Tengo que seguirte y arruinar tu AM o entramos juntos?


Ella murmuró algo que no sonó muy halagador.


—Bien. Si te comprometes a hacer lo que yo diga.


—Estoy de acuerdo —dijo él con facilidad.


Paula no sabía si él hablaba en serio o no, pero supuso que tendría que creer en su palabra. Tenerle con ella ayudaría a resolver el problema de sumar veintisiete kilos de armadura frágil y dos espadas valiosas, pero podría crear todo un nuevo conjunto de problemas.


—Ya he entrado antes en sitios contigo —declaró él, permaneciendo de pie y sosteniendo la silla para ella.


—Sí, cuando no había nadie en casa y donde la seguridad era una mierda.


—Toombs estará en la fiesta, y tú te encargarás de la seguridad. Y yo seguiré tu ejemplo.


Un allanamiento con éxito era algo más que una cuestión de buena voluntad de entrar y seguir instrucciones. Por otra parte, impedir que se involucrara sería casi imposible.


—Supongo que después de la cena tendremos que escoger nuestros correspondientes conjuntos de AM.


Pedro le cogió de la mano mientras se dirigían hacia el interior.


—Los hombres no usan conjuntos.


—Ropa de semental, entonces.


Bien, él quería mantener el asunto de modo frívolo. Era mejor que más gritos y amenazas y tratar de darle órdenes.


Hasta ahora ella había evitado contarle a alguien sobre la participación de Mateo Gonzales con el modelo anatómico. 


Lo único que tenía que hacer era un viaje rápido al viejo
almacén esa noche para rescatar a Clark, y luego otra excursión al aula de la señorita Barlow para dejarlo. 


Entonces, al menos esto habría terminado.


Después de un momento se dio cuenta de que él la conducía hacia las escaleras, en vez de al comedor.


—¿A dónde vamos?


—A comer solomillo. Picanha, ¿recuerdas?


—¿En la cama? ¿No será sucio con la salsa del filete y todo eso?


—En la cama no. En los Cayos.


Ella tiró de su mano hasta que todo el metro noventa de él se paró en el descansillo.


—No hagas que te golpee en la cabeza y llame al doctor Klemm.


Él la miró sonriendo.


—Me gustó tener el helicóptero en Inglaterra, así que compré uno para Florida.


Eso sí que tenía sentido.


—¿Cuándo sucedió esto?


—Ayer.


Ella resopló, sacudiendo la cabeza.


—Los niños y sus juguetes.


—Eso es. Así que necesito zapatos y una chaqueta, y tú necesitas un abrigo o algo, y vamos a volar a Islamorada. Hice la reserva para las siete en Braza Lena.


Si ella no lo conociera, estaría dispuesta a jurar que Pedro sabía que tenía planes para un AM esa noche y él trataba de desbaratarlos. Sin embargo, qué modo de hacerlo. Cena a orillas del Caribe. Por supuesto, para ir y volver tendría que viajar en un helicóptero, pero qué demonios.


—Pero no esperes tener suerte en el aire esta noche —dijo ella, separándose de él dentro del dormitorio.


—Puedo esperar hasta que lleguemos a casa —respondió él con una sonrisa lenta y sexy.


—Oh, estás muy seguro de ti mismo, ¿verdad?


—Sí. —Se sentó en el sofá para ponerse los mocasines marrones, sin calcetines—. Y la próxima vez que te des cuenta de que un coche está siguiéndote, por favor, no esperes veinte minutos antes de decírmelo.


Guau. Él realmente había dicho la palabra P.


—El Miata era probablemente el paparazzi, o Nancy O'Dell de Access Hollywood.Creo que siente algo por ti, inglés.


—Estoy pillado. Y ella también, si mal no recuerdo. —Volvió a ponerse de pie—. Y no es por cambiar de tema, pero ¿conseguiste echar un vistazo a la lista de robos de Castillo?


—La vi. —Mientras decidía cuánto quería decir sobre el archivo de Francisco, Paula se metió en el vestidor, se quitó la camiseta de fisgona y se puso una blusa de rayas negras y rojas de Donna Karan, luego descolgó una chaqueta negra fina de una percha. Tan honesta como intentaba ser con él, había algunas cosas que él estaría mucho mejor y más seguro sin saber.


—¿Y? —Apuntó Pedro, deteniéndose en la puerta y apoyándose contra el marco.


—Y esta es una de esas cosas donde tengo que preguntar si realmente quieres saber la respuesta. —Ya está. Ahora la decisión podía estar en su cabeza.


—Suéltalo. Y sé que sabes lo que significa, así que no intentes cambiar de tema otra vez.


—Bien. Ya que has preguntado tan amablemente, soy responsable de tres de las piezas de la lista de Castillo. ¿Te sientes mejor?


—¿Sabes dónde terminó alguna de ellas?


—Sólo la brida. Sanchez sabrá sobre el resto, pero me parece que lo he perdido.


—Soltando el aliento, forzó una sonrisa y se acercó hasta abrigar las manos en las solapas de él—. Entonces, ¿estás seguro de que quieres montar en un helicóptero conmigo? Estoy un poco loca, soy mala y es peligroso conocerme.


Él la besó suavemente.


—Lord Byron y tú —murmuró—. Y no estás loca. Eres… única. Y doy gracias a Dios por eso todos los días.


—Que Dios nos asista —dijo ella, notando que él no había discutido con lo de “mala” o “peligrosa”. Ella tiró de su mano, arrastrándolo hacia el vestíbulo—. Esa primera parte no sonó del todo como un cumplido, pero después lo lograste.


Pedro se paró de repente, casi tirándola.


—Ay.


—Hablaba en serio —dijo él, frunciendo el ceño.


Ella dejó que él siguiera agarrando su mano.


—Lo sé —replicó—. Me asusta un poco que des gracias a Dios por mí, así que hice una broma. ¿Vale?


Él encontró su mirada.


—Vale. Pero aún así no puedo evitar amarte.


—Eso no es tan aterrador como solía ser. Y yo también te amo. —Ella tiró de su mano—. ¿Podemos ir a buscar nuestro picanha ahora? —Cuanto antes se fueran, más
pronto podría volver, y más pronto podría rescatar a Clark, el modelo anatómico.