martes, 6 de enero de 2015
CAPITULO 64
Martes, 7:08 p.m.
Hora de Londres
Pedro le miró durante largo rato.
—Tú. Fuiste tú todo el tiempo.
—Bueno, uno tiene que ganarse la vida, ya sabes. Y tú has hecho que me la gane bien. —La pistola continuaba apuntando a Pedro, pero el bate se agitaba en dirección a
Pau—. Tú debes de ser Pau Chaves. No cabe duda de que Sean O'Hannon te subestimó más de lo debido.
Meridien se puso en pie como pudo.
—Ricardo, yo…
El bate impactó contra el rostro de Meridien, enviándolo al suelo en un encogido montón.Pau contuvo la respiración hasta que oyó gemir al hombre. No estaba muerto, gracias a Dios. Fijó de nuevo su atención en el atractivo rubio.
—Ricardo —repitió en voz alta—. Ricardo Wallis.
—Eres lista. Muy bien. Odiaría pensar que sólo fue la mala suerte lo que hizo que te anticiparas a mí. ¿Por qué no te acercas y me dejas que le eche un vistazo a la putita de Pedro?
—No te muevas, Paula —le ordenó Pedro, moviéndose un poco para colocarse entre Wallis y ella.
—«No te muevas, Paula» —se burló Wallis—. Después de que Patricia te llamara y que no le preguntaras nada especial sobre mí, supuse que te dirigirías a ver a Harry, engreído hijo de puta.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Pedro con voz amenazadora y dura.
—Bueno, ahora tendré que matarte y hacer que parezca que Harry y tú acabasteis el uno con el otro.
—No te servirá de nada —interrumpió Pau. El hombre de pie frente a ella había matado a Etienne y a O'Hannon. Y había querido acabar con Partino sin importarle que la bomba alcanzara a otros. No se le ocurría nada para evitar que
disparara a Pedro… salvo su propia codicia.
—¿Y eso, por qué, señorita Chaves?
—El FBI tiene todas las falsificaciones de Palm Beach. Todo lo que te has llevado está caliente, y se te ha terminado el chollo con Partino encerrado en la cárcel, no habrá nada más para ti.
—Partino es un codicioso capullo. No lo necesito.
—Trató de actuar por detrás de ti y vender a la baja la tablilla a Harry, ¿verdad? —insistió Pau.
—Muy bien —respondió. Meridien se movió de nuevo y Wallis le golpeó en el cráneo—. Abajo, muchacho.
—¿Y qué te hicieron O'Hannon y Etienne?
—Bueno, DeVore se enfadó porque, por lo visto, erais amigos, y no sabía que había sido a ti a quien contrataron para entrar al mismo tiempo. Eso fue culpa de O'Hannon. Yo me limité a decirle que enviara a algún gorila para que entrara y se llevara las culpas. En cambio, te envió a ti, chica lista, y luego le entró el pánico.
—Estás muy verde en esto de robar, Wallis —dijo, deslizando los dedos en torno al abrecartas doblado—, robando a un solo tipo, así que te contaré un secreto.
Los ladrones formamos una comunidad. O'Hannon era un asqueroso gilipollas, pero todos lo sabíamos. O bien trabajabas con él, o no. No se permiten asesinatos. Lo
mismo con Etienne. Has matado a dos de los nuestros. Todos se enterarán. Y alguien se irá de la lengua, sobre todo si alguien infringe el código. Si hay recompensa
monetaria de por medio, haremos cola para delatarte.
—Dios santo, estoy temblando. Pedro, haz que cierre el pico o lo haré yo.
—Paula —dijo Pedro en voz baja.
Wallis bajó el bate de criquet para apoyarse en él.
—Sabes, ahora que lo pienso, éste es el único paso que queda. Llevo años robándote tus prestigiosas obras de arte y tú has mostrado falsificaciones a gobernadores, senadores y a jefes de Estado.
—Puedes recibir terapia para tu desorden mental —medió Pedro—. Aunque yo mismo puedo descubrir si tienes complejo de Napoleón o sí sólo eres patético y estás
celoso.
—Cierra la puta boca —replicó Wallis—. No he terminado. Te he robado la esposa, lo cual no exigió demasiado esfuerzo por mi parte, he sustituido tus obras de arte con falsificaciones y ni siquiera has notado la diferencia, y ahora, ¡zas!, te mato. Punto final. Yo gano. —rio entre dientes, seguro de sí mismo—. Estuve a punto de conseguirlo la semana pasada. Pensé, ¿por qué no? Ha vuelto pronto a Florida, bien puede hacer un esfuerzo. Lo planeé al milímetro, pero o tu ladrona se movió demasiado rápido, o Dante fue demasiado lento.
—¿De qué estás…?
—¿Te suena esto familiar? Ring, ring.
Pau vio tensarse los músculos de los hombros de Pedro.
—El fax. Fuiste tú quien me despertó aquella noche.
—Buen chico. Estuve cerca de conseguirlo. Muy cerca.
—Pero no fue así.
Wallis suspiró y sacudió la cabeza.
—Tras tu divorcio, todos los periódicos señalaron lo generoso que fuiste al dejar que tu esposa adúltera y su amante se quedaran con tu casa de Londres. No mencionaron que casi me dejas en la ruina con tu pequeña broma de Nueva York, o que vaciaste tu preciosa mansión, pintaste todas las paredes de rojo y echaste colchones sucios en el suelo.
—¿Hiciste eso? —preguntó Pau, obligándose a reír—. Ya lo pillo; tú te has hecho la cama, ahora duerme en ella.
—Pensé que era muy poético —comentó Pedro.
—Precioso.
Wallis sacudió nuevamente la cabeza.
—Creíste que habías sido tú quien dijera la última palabra, ¿verdad? Te equivocabas. Yo gano. Juego, set y partido. Bueno, ¿alguna pregunta más o seguimos adelante? ¿Cómo de generoso vas a ser esta noche, Pedro? ¿Te mato primero a ti o a ella?
—A mí —dijo Pedro sin dilación.
—Esperaba que dijeras eso. —Estiró el brazo. A esa distancia, no fallaría.
—Por cierto —interrumpió Pau de nuevo, la desesperación hacía que su voz sonara tensa—, te has percatado de que Meridien tiene un sistema de cámaras de vigilancia, ¿no? Llevas en la cámara indiscreta desde que has entrado aquí. —Alzó lentamente la mirada hacia el rincón detrás de él y volvió a bajarla.
Wallis dudó un instante, y fue todo cuanto Pau necesitó.
Paula salió velozmente de detrás de Pedro, y le arrojó el abrecartas doblado. Él se lanzó desde el escritorio sobre Wallis, y ambos cayeron sobre la silla y de ahí al suelo. La pistola salió volando de la mano de Wallis, pero éste logró golpear a Pedro en la espalda con el bate.
Gruñendo, Wallis gateó en busca de la pistola mientras Pedro se retorcía para agarrarle de la pierna y detenerle. La pistola se deslizó bajo un aparador, y Pau fue a por ella. Wallis la agarró y ella le propinó un fuerte codazo en la cara.
—¡Pau, retrocede! —vociferó Pedro, arreglándoselas para ponerse de rodillas y darle un fuerte puñetazo a Wallis en los riñones.
Wallis se retorció como una serpiente, y consiguió golpear con el bate en la cara a Pedro. La sangre manó de su labio y también de la nariz, y se tambaleó hacia atrás.
Su atacante saltó sobre él, y alzó de nuevo el bate.
Pau se le subió a la espalda.
—¡No! —gritó, con una mano en el bate y la otra alrededor del cuello de Wallis.
Tiró hacia atrás con tanta fuerza como pudo y el hombre perdió el equilibrio, y se cayó pesadamente al suelo encima de ella.
El aire se escapó de sus pulmones debido al impacto.
Resollando, Pau le apretó del cuello. Un codo impactó contra su caja torácica con la fuerza suficiente como para
hacer que se le pusieran los ojos en blanco. Aflojó el brazo y él se encaramó sobre ella a cuatro patas, agarrándola del pelo y golpeándole la cabeza contra el suelo.
Un dolor punzante atravesó su cabeza, palpitando y retumbando y haciendo que los sonidos parecieran huecos y distantes. Trató de dar patadas, pero él le inmovilizó las piernas con las rodillas. Le había agarrado la mano derecha y se la sujetaba por encima de la cabeza mientras la golpeaba sin piedad, pero tenía la izquierda libre. Buscó el bate de criquet con la vista algo nublada.
Éste se le escapó, y luego el peso del hombre desapareció de encima de ella.
Con la vista descentrada divisó fugazmente a Pedro que sostenía el bate como un auténtico profesional, lo levantó y golpeó a Wallis con todas sus fuerzas en la cabeza, y luego escuchó el sonido de un cuerpo al caer. Entonces todo se volvió negro.
CAPITULO 63
Ignoraba qué había escuchado Pau, pero seguramente daba igual. Le había preguntado sobre Devon, y sabía que probablemente la pregunta le había inquietado, de modo que intentaba distraerla. Lo que venía a significar que Pedro era más valiente que ella.
—¿Pedro? —Pau abrió la puerta.
Él apareció frente a ella.
—Puedo mandar que traigan confitura si es lo que de verdad quieres.
—Dijiste que Ricardo Wallis te había decepcionado. ¿Qué hizo Patricia?
—¿Aparte de lo obvio? —Se la quedó mirando durante largo rato—. Patricia tenía un plan. Quería cierto número de cosas: dinero, una casa bonita, un círculo de amigos de élite, invitaciones a fiestas exclusivas. Yo hice que su plan fuera factible.
—Pero le pediste que se casara contigo.
—Pensé que ella encajaba en mis planes. —Se encogió de hombros—. Supongo que podría alegar ignorancia o algo parecido, pero no sería verdad. Los planes cambian, Pau. Tras un breve y feliz comienzo, ella dejó de ser lo que yo necesitaba, y yo no era lo que necesitaba ella. —Le acarició la mejilla—. Vamos, te prepararé un sándwich.
—Enseguida voy. —Pau se zambulló de nuevo en el baño.
Planes. Los planes cambiaban, ¿verdad? Pero ¿cuánto y por cuánto tiempo? Se paseó de un lado a otro durante algunos minutos, luego se lavó la cara con agua fría y fue a tomarse el sándwich.
* * *
El tráfico en Londres era bastante ligero, ya que era la noche de un martes en que había partido. Pedro no podía evitar su repentina impaciencia, aun cuando no creía que Meridien intentara una posible confrontación. Para ser justos, Harry no era de los que se dejaba llevar por el pánico.
A él le iba más ser brusco, motivo por el cual Pedro había guardado una pistola Glock del 30 en el bolsillo de la chaqueta.
No debería tener una pistola en Inglaterra, y si le pillaban con ella, mucho menos usándola, tendría muchos problemas. Esto, no obstante, no era una reunión de negocios al uso con un posible socio, y no estaba dispuesto a ir desprevenido.
Aparcaron al doblar la esquina de la casa de Meridien. Era un vecindario tranquilo, habitado en su mayoría por parejas jubiladas, que habían envejecido con las casas que los rodeaban.
—¿Es ésta? —preguntó Paula cuando llegaron a la esquina.
—Sí.
—¿En qué piso vive?
—Posee toda la planta baja. A Harry no le gustan las escaleras.
Ella siguió mirando fijamente la torre de pisos.
—En la planta baja y podría estar esperándote. Yo digo que entremos por la ventana de atrás.
—Yo voy a entrar por la maldita puerta principal.
—De acuerdo, tú ve por delante y yo iré por detrás. Quizá encuentre la tablilla.
—Paula, no quiero que infrinjas la ley.
—Eres tú quien infringe la ley —dijo, dándole un toquecito en el bolsillo de la chaqueta—. Yo te ayudo.
—Maldita sea, a veces me das miedo. Lo ves todo.
Ella frunció el ceño.
—No cambies de tema, inglés. Este tipo te ha robado.
—¿Qué pasa con eso de «la venganza es un plato que se sirve frío»?
—Olvídalo. Un camión ha intentado atropellarme. Ahora estoy cabreada.
Le cogió la mano cuando ella se disponía a atravesar el seto más próximo, cargada con su maletín.
—Tú también intentabas robarme, Paula.
—Sí, pero nunca fingí ser tu amiga o socia mientras lo hacía.
Y pensar que se decía que no había un código de honor entre ladrones. La siguió por el estrecho callejón hasta la parte trasera de la casa. Las luces estaban encendidas, y Pedro pudo oír a lo lejos un locutor anunciando el partido. Y el Chelsea iba ganando, lo cual mantendría la atención de Harry.
Paula probó la puerta trasera. Estaba cerrada con llave.
—Dame un par de minutos —susurró mientras sacaba un cable de cobre del bolsillo—, luego haz tanto ruido como quieras en la parte delantera.
No era así como Pedro quería jugar, pero ella tenía razón.
Seguramente Pau podría hallar más respuestas a su modo de las que él pudiera sonsacarle a Henry por la fuerza. Se inclinó para rozarle los labios con los suyos.
—Ten cuidado.
Ella sonrió abiertamente.
—Tú también.
Pedro observó hasta que ella abrió lentamente la puerta y entró, acto seguido se dirigió hacia la parte delantera de la casa. No esperó los dos minutos, porque no le agradaba la idea de que Pau estuviera sola allí dentro. Dio un paso atrás y golpeó la puerta con el pie. Ésta vibró y se abrió con un crujido, rompiéndose uno de sus goznes. La retiró a un lado, y entró al recibidor.
—¿Qué demonios pasa aquí? —vociferó la conocida voz de Harry Meridien—.¡Tengo un bate de criquet, así que más le vale salir antes de que llame a la policía!
—¡Llámales! —respondió Pedro a gritos, dando un paso adelante.
Dobló la esquina cuando Harry entró en el pasillo con el bate de criquet en alto.
—¿Pedro? ¿Qué…?
—Hola, Harry. ¿Sorprendido de verme?
—¿Qué demonios haces aquí? ¡Me has roto la puerta! —Alto y grueso, Meridien había sido todo un jugador de criquet algunos años antes, en la universidad.
Pedro le brindó una lúgubre sonrisa, la sangre le bullía.
Casi esperaba que Harry fuera con el bate a por él, así tendría una excusa para darle una paliza.
—Me has robado la tablilla —respondió.
—¿Que yo, qué?
—Querías que me quedara un día más en Stuttgart —continuó Pedro, alargando la mano rápidamente para atrapar el bate de criquet. Lo arrojó a un rincón—. ¿Fue para protegerme o para asegurarte de que construías aquello por lo que habías pagado?
—No tengo ni idea de lo que…
—Han muerto tres personas, Harry. Te sugiero que consideres cuidadosamente cuál va a ser tu historia.
—Pedro, te has vuelto loco. —La cara de Harry se ensombreció—. ¡No sé qué demonios está pasando, pero no tienes derecho a entrar por la fuerza en mi casa y a
amenazarme! Yo…
—¡Pedro!
Pedro se dio la vuelta y echó a correr por el pasillo al oír el grito de Paula.
—¿Paula?
—Aquí. Tienes que ver esto.
La encontró en el despacho de Harry. Todos los cajones del escritorio estaban abiertos y, a juzgar por el aspecto doblado del abrecartas que sostenía en la mano, no había sido demasiado cuidadosa con la madera. Paula sostenía en alto una foto.
—¡Le pillamos! —dijo con una sonrisa torva.
La tablilla. Parecía ser un duplicado de una de las fotografías del seguro.
Durante un breve instante quiso alzarla en sus brazos y gritar. Habían estado en lo cierto. Y eso significaba que Harry sabría quién era el hombre, el Doctor Maligno.
Meridien entró corriendo en su despacho con el rostro rojo y brillante de sudor.
—Largo de mi casa, Pedro. Tú y quienquiera que sea ésa. Ahora.
—Se me ocurre una idea mejor —bramó Pedro—. ¿Por qué no te sientas y me cuentas una historia? —Agarró la foto y la agitó ante Harry—. Una muy buena historia. Con nombres y todo.
—Tú… ella… podrías haberla puesto ahí. No significa nada.
—Tal vez no para la policía, pero sí para mí. Siéntate, Harry, o lo haré yo.
Durante un momento el hombre grande se quejó a voces de no poder confiar en nadie. Luego se hundió en la mullida silla junto a la puerta.
—Yo no he hecho nada malo.
—Cabe la posibilidad de que no presente cargos si me cuentas quién más está involucrado en esto. —Pedro se sentó en el borde del escritorio—. Y podría prestarte el dinero suficiente para que tu banco tenga liquidez. Puede.
—¿El banco? —Sus ojos se ensancharon con una patética esperanza que hizo que su grueso mentón temblara—. Esto… Partino sólo dijo que iba a sacar algo al mercado y que si estaría interesado en intentarlo. Eso es todo.
—Dante te llamó. Por línea directa —insistió Pedro, conteniendo su propia furia. Respuestas primero. Aquello no le concernía sólo a él. Paula seguía de pie detrás del escritorio, revisando archivos como si estuviera completamente sola en la habitación.
—Sí. Y ahora voy a llamar a mi abogado y a la policía.
—Además de Partino, ¿quién más te ofreció la tablilla? —interrumpió Paula, sin levantar la vista.
—¿Quién eres tú? —exigió Harry.
—Soy quien se suponía que debía ser el ladrón cuando el otro tipo que contactó contigo envió a otro a robar en casa de Alfonso y a matar a Partino.
La cara del hombre se tono macilenta.
—¿Qué?
—Así es —secundó Pedro, adoptando el lenguaje franco de Paula. Dios, a ella le funcionaba asombrosamente bien—. ¿No lo sabías? ¿O fuiste lo bastante estúpido como para dejar que te cargasen con la culpa de todo? El tipo que robó la tablilla está muerto, el tipo que contrató a mi amiga para que entrara al mismo tiempo está muerto, y esta tarde alguien intentó arrojar mi coche al Támesis conmigo dentro. —Se inclinó hacia delante—. Por lo que puedes suponer que no estoy muy contento. Quiero nombres.
—Parece que también tiene el Remington —dijo Paula, todavía revisando los archivos—. Tal vez más. —Levantó la vista para clavarla en Harry—. Empiezo a pensar que quizá él sea el tipo que lo ha montado todo.
—Soy coleccionista —dijo Harry, el rubicundo color de su piel se oscureció al punto de que Pedro comenzó a preguntarse si tenía un historial de problemas cardiacos—. No tengo nada que ver con la muerte de nadie.
—¡Demuéstralo! ¿Quién es el otro tipo? ¡Dímelo, joder!
La cara redonda de Harry se tornó ceñuda.
—Oh, por el amor de Dios, Pedro, ¿todavía no lo has descubierto?
Eso hizo que se detuviera por un minuto. Había algo de lo que ya debería haberse percatado o algo que debería haber sospechado, pero no era así.
—Finge que soy retrasado y dímelo, Harry. Contaré hasta tres y luego iré a por el bate. No más juegos. ¡Quiero el jodido nombre!
—Dios —farfulló Meridien, el sudor comenzaba a chorrearle por la cara.
—¿Qué te parece mi nombre? —En la habitación entró un hombre alto de pelo claro con el bate en una mano y una pistola en la otra.
CAPITULO 62
A veces es imposible tomarse un respiro. Pau esperó sentada en una dura silla en la segunda comisaría que visitaba en menos de veinticuatro horas, mientras Pedro
realizaba su declaración con el agente que estaba al cargo.
Le habían creído en lo referente a la pistola de pintura, y ella no había tenido más que dar su nombre… aunque incluso proporcionar tan escasa información le ponía los pelos de punta.
Inglaterra estaba llena de cosas que ella había robado o al menos le habían pedido que trasladara.
A la policía no parecía sorprenderle tanto que alguien quisiera matar a Pedro Alfonso, y Pau recordó lo que previamente él había dicho acerca de recibir amenazas. Al parecer ambos se habían buscado trabajos peligrosos.
Él caminó por entre las mamparas de cristal y metal y regresó a su lado. Pau tuvo que levantarse a abrazarlo, porque se había dado cuenta de lo mucho que había
llegado a confiar en él durante los últimos días y porque lo único que le había aterrado en la limusina había sido que él pudiera resultar herido.
—Debería llevarte a ver a la policía más a menudo —dijo contra su cuello, rodeándole la cintura con un brazo mientras se encaminaban hacia la puerta.
—¿Podemos irnos?
—Por supuesto. Aquí nosotros somos las víctimas. Sin explicación plausible de por qué han tratado de arrojarnos al Támesis.
—Ahora sí que Yale va a pillarse un cabreo de órdago por haberse perdido esto.
Después de brindarle una rápida sonrisa, tomó su escaso equipaje y condujo a Pau hasta el bordillo donde les aguardaba un taxi. Ya había mandado a Ernest a buscar uno, obviamente percatándose de que el pobre hombre no se encontraba en condiciones de conducir. Le dio las señas de su casa en Cadogan Square, se acomodó y la atrajo hacia su hombro abrazándola con cuidado, como si pensara que pudiera romperse.
Paula se sentía como si fuera a hacerlo. Correr riesgo por su cuenta era algo a lo que estaba acostumbrada, pero en todo momento era conocedora de dónde provenían, y sopesaba las probabilidades antes de decidirse a dar o no el salto.
Granadas en la entrada de las puertas y camiones descontrolados era algo nuevo, al igual que la idea de que no sólo era su vida la que estaba en juego, que no sólo debía protegerse a sí misma. Y tanto si era una estupidez como si no, el hombre sentado a su lado parecía decidido a no dejar que se esfumara al amparo de la noche.
—Me temo que estaremos solos en la casa —dijo para romper el silencio—. La policía ya la ha revisado con detectores antiexplosivos, pero no pienso hacer venir a
nadie a mi servicio hasta que esto se resuelva.
—¿Cuándo iremos a ver a Meridien?
Si Pedro se percató que se refería a «nosotros», no hizo mención alguna. A esas alturas, probablemente se lo esperaba.
—No tiene sentido ir ahora. Todavía estará en el despacho con docenas de personas que no quiero que escuchen nuestra conversación. Iremos por la tarde.Estará en casa a tiempo de ver el partido de rugby.
—Me vale. Pero me imagino que te refieres al fútbol, estamos en Europa.
Su maleta y su mochila habían cruzado con ella el Atlántico, y ahora iban detrás de ellos en el maletero del taxi junto con las cosas de Pedro. Aunque no poseyera la ciudad, tal y como había afirmado, al menos tenía cierta influencia. La policía incluso le había devuelto la pistola de pintura, salvo la munición restante.
Poseía el lujoso ático del edificio, y aunque desde el exterior éste parecía agradable aunque anodino, una vez estuvieron dentro no tuvo problemas en reconocerlo como suyo. Vigas de costosa madera surcaban el techo, y la lámpara de
araña del comedor parecía ser del siglo XVI, acondicionada con electricidad para sustituir las velas.
—Siento que sea tan pequeño —dijo, lanzando su chaqueta sobre el sofá Luis XIV—. Le di a Patricia la casa grande de Londres y me compré esta.
—Claro, es diminuto, pero es acogedor —dijo con una amplia sonrisa mientras pasaba los dedos sobre el cuerpo del armario de porcelanas de estilo Georgiano—. ¿Por qué no le diste ésta y te quedaste con la casa?
Él se encogió de hombros, y desapareció dentro de otra habitación para salir de nuevo con una lata helada de refresco para ella.
—Ya no quería vivir allí.
—¿Está cerca?
—A unos cinco kilómetros. Y no, no vamos a ir de visita.
—No he dicho que debamos hacerlo. Sólo quería saberlo.
—Se le ocurrió una idea—. ¿Dejaste alguna obra de arte allí?
Su casi divertida sonrisa se tornó en un ceño.
—No. ¿Por qué?
—Solamente me preguntaba si Dante podría haberse entretenido también aquí.
—No es probable. La despojé de todas mis cosas, incluyendo las antigüedades. La mayoría acabaron aquí o en Florida. Eran las únicas casas que no… había terminado de amueblar.
—¿Les dejaste algún mueble?
Su sonrisa reapareció, algo sombría esta vez.
—Alguno. Últimos modelos de Ikea.
—Recuérdame que no te haga cabrear —dijo, no por primera vez, y se acercó pausadamente a las ventanas. La vista era bonita, aunque ciento cincuenta años antes
habría sido deslumbrante. Londres siempre la decepcionaba levemente; para tratarse de un lugar tan lleno de historia, en la actualidad parecía demasiado… ordinario. Y demasiado moderno. Aunque había cosas que le gustaban más, como los museos y los edificios históricos, pero nunca había tenido oportunidad de visitarlos.
—Eh.
Ella dio media vuelta, y Pedro le lanzó una libra inglesa de plata. Pau la atrapó por acto reflejo, y la examinó a la pálida luz que todavía quedaba.
—¿Para qué es esto?
—Por conocer tus pensamientos.
Pedro sabría si le mentía.
—Mis pensamientos son un embrollo ahora mismo —dijo en voz baja, guardándose la moneda en el bolsillo—. Esto podría terminar hoy o mañana.
—Yo también he estado pensando en eso —respondió, uniéndose a ella en la ventana—. No suelo pasar mucho tiempo lejos de Devon. ¿Te gustaría ver la casa de allí?
—¿Qué me estás preguntando en realidad, Pedro? —dijo con voz queda.
—Te pregunto si te gustaría pasar más tiempo conmigo, en Devon.
Deseaba hacerlo. Sería tan fácil formar parte de su vida.
Pero después de los primeros días y semanas, no sería más que un apéndice suyo, su juguete, hasta que se cansara de ella y hasta que ella se hartara de ser normal. Sin propósito, sin trabajo, sin empleo… porque de ningún modo podría retomar sus actividades nocturnas de costumbre si vivía con él.
—Parece que necesito conseguir más dinero —dijo, mirándola fijamente—. No me respondas ahora. Sólo piénsalo.
—Muy bien —respondió, porque no quería decirle que no—. Lo estoy pensando.
—¿Alguna pista?
—Pedro, no me presi…
Sonó el teléfono del final de la mesa. Ambos se sobresaltaron, Pedro lo cogió inmediatamente al tiempo que maldecía entre dientes.
—Alfonso.
La cara de Pedro se vació de expresión cuando habló la persona al otro lado de la línea, pero no antes de que Pau viera la ira y los restos de un profundo dolor en ella.
Patricia, supuso, sin sorprenderse cuando él pronunció su nombre un momento después.
—Hace sólo unas horas que ocurrió —dijo con un tono brusco y cortante—. No soy responsable de lo que la BBC decide emitir en las noticias, y no, no creo que tenga que informarte de cuándo voy a estar en la ciudad.
Pedro escuchó durante otro momento, luego tomó aire.
—La mujer que iba conmigo en el coche tampoco es de tu incumbencia, Patricia. Me llaman por la otra línea. Voy a colgar.
Pau reprimió una sonrisa. Nunca antes se había visto en medio de ese tipo de conversaciones, con la ex mujer celosa. Interesante. Y un tanto halagador.
Después de unos segundos su expresión se tornó más enfadada.
—No, no quiero quedar contigo para cenar. Estoy aquí por negocios. Sí, con ella.
Paula se apoyó contra el alféizar de la ventana y descubrió que deseaba poder escuchar qué decía exactamente Patricia Alfonso Wallis. Porque, a juzgar por las respuestas de Pedro y por el modo en que ella había aprendido a leer a la gente, tenía la sensación de que Patricia seguía bastante encaprichada con su ex marido.
—No, tampoco a almorzar ni a desayunar. Estoy con alguien, y tú estás casada. Yo me tomo en serio el sacramento. —Hizo una pausa—. Por el amor de Dios,
Patricia… yo diría que fue más que un error. ¿No está Ricardo contigo? Bien; ve a quejarte a él. No estoy de humor para esto.
Pau se reprendió. Por muy interesada que estuviera en la conversación, no era asunto suyo.
—¿Dónde está el baño? —preguntó en voz baja.
Él se lo señaló y ella salió de la habitación. El baño estaba todo cubiertos de lujosos azulejos blancos con apliques en dorado, y Pau recordó que quería desesperadamente darse una ducha. Volvió a salir a hurtadillas y se dirigió a la sala a
por su mochila.
—Sí, es serio —decía Pedro, y ella se detuvo justo en la entrada de la puerta—. Ella… me roba el aliento. No, no voy a compararla contigo, Patricia. ¡Por Dios, Patricia! He seguido adelante con mi vida. He encontrado a alguien. Y tú también, supuestamente. Así que…
¡Tock! Pau volvió corriendo al baño y echó el pestillo a la puerta. Respirando con dificultad, luchó contra el primer ataque de pánico de su vida y apoyó la frente contra los fríos azulejos de la pared.
Pedro había encontrado a alguien. La había encontrado a ella. En el fondo de su mente había sido consciente de ello, pero ahora debía reconocer que su asociación, este juego, había cambiado drásticamente. Él iba en serio, y también ella… o lo deseaba, pero no estaba muy segura de cómo hacerlo. No sabía a cuánto podía renunciar de sí misma por estar con él, o cuánto querría Pedro de la nueva y mejorada
Paula.
—¿Paula? —Pedro llamó a la puerta—. ¿Pau? ¿Estás bien?
—Perfectamente. Necesito recuperarme del cambio de horario y del ataque que hemos tenido. ¿Qué tal está Patricia?
—Entrometida. Voy a prepararme un sándwich, luego será mejor que nos vayamos. Hemos salido en las noticias, así que Harry sabrá que estoy en Londres. Por fanático que sea del fútbol, rugby o lo que sea, no estoy convencido de que no se marche de la ciudad antes de que acabe el partido.
—Muy bien. Salgo en un minuto.
—¿Quieres comer algo?
—Supongo que no tendrás mantequilla de cacahuete y confitura.
—No, pero tengo mermelada.
—Listillo.
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