Domingo, 1:30 p.m.
—Debería llamar a Tomas —dijo Pedro, aunque no se movió.
Paula se limpió las insólitas lágrimas. Era la adrenalina; todavía temblaba debido a los restos de energía. Estaba acostumbrada a dar el golpe, pero estar a punto de saltar por los aires no guardaba parecido alguno con la emoción que suscitaba un robo bien ejecutado.
—¿Cuánto vas a contarle a Castillo? —preguntó, agradecida de que Pedro fingiera no darse cuenta de su estúpido llanto.
—Lo suficiente para que podamos averiguar quién ha estado colocando bombas en mi casa. —Con expresión adusta, echo mano a su cinturón y desenganchó su teléfono móvil.
—Dirá que he sido yo, ya lo sabes.
—Por eso llamo a Tomas. Aun en el caso de que Castillo pueda detenerte, te sacaremos bajo fianza en una hora.
Le sobrevino otra oleada, esta vez de temor, y se levantó como un rayo.
—No. No pienso…
—Paula, cálmate. No dejaré que…
Retrocedió otro paso, eludiendo con facilidad su mano.
—No es asunto tuyo. No pienso ir a la cárcel para que puedas ponerte la armadura de caballero y rescatarme. No.
Pedro se puso en pie.
—¿No preferirías quedar fuera de sospecha a tener a Castillo y a la policía vigilándote cada segundo de tu vida?
Él no tenía ni idea de lo que era vivir su vida.
—Estoy acostumbrada a esconderme, y no puedo ser absuelta —siseó, comenzando a temblar de nuevo. No iba a ponerse histérica; ella no se ponía histérica. Ni siquiera cuando la gente trataba de matarla y una persona en quien
comenzaba a confiar le sugería que el que fuera a la cárcel era algo positivo—. Si me encierran, no saldré.
—Tranquilízate. —Pedro mantuvo la voz baja y firme, probablemente previendo que pudiera huir. Pau deseaba huir. Dios, ya había desarrollado una salida—. Muy bien. No te preocupes. No vas a ir a ninguna parte. Siéntate y déjame llamar a Gonzales.
—Me calmaré —respondió—, en alguna otra parte.
—Alguien acaba de intentar matarte —dijo con mayor dureza—. No voy a quitarte la vista de encima.
—Pues sígueme —replicó, dándose la vuelta sobre sus talones—. Me voy a dar un paseo.
Pau oyó su grave gruñido y a continuación sus pies en el camino. Pedro la seguía. Sintiéndose algo más calmada aún a su pesar, se dirigió hacia el estanque.
Castillo miró por la cristalera de la terraza. La habitación que la señorita Chaves utilizaba había sido rastreada sin ser hallados más dispositivos. Podría haber muerto; según lo dicho por el equipo de artificieros, o bien había planeado el suceso o tenía los reflejos más rápidos que jamás habían visto. Teniendo en cuenta la investigación que había llevado a cabo en los últimos días sobre lo que se sabía de la carrera de su padre y sobre algunos otros robos que se le atribuían pero que no habían sido probados, tenía la corazonada de que se trataba de lo último.
Alfonso y ella se encontraban afuera, en el camino de acceso, discutiendo sobre algo, y Castillo imaginaba que tenía mucho que ver con cuánto iban a contarle. Si ese
desastre hubiera sucedido en otro lugar que no fuera Solano Dorado, se los hubiera llevado a ambos a comisaría para ser interrogados. Pero después de veinte años
trabajando entre la élite de Palm Beach, se conocía al dedillo la cadena de mando… sobre todo cuando personas influyentes con gran poder como Pedro Alfonso estaban involucradas: Alfonso conocía al gobernador, el cual conocía al comisario, que conocía al jefe de detectives, quien a su vez conocía a Castillo.
Por otra parte, estaba dispuesto a jugarse el sueldo a que Chaves era la mujer que había visto Alfonso la noche del robo, la mujer a quien, además, atribuía haberle salvado la vida. Pero, obviamente, no había sido el único intruso en la casa. Tenía un cadáver en el depósito de cadáveres, pero Etienne DeVore no le indicaba nada aparte de que le habían disparado dos veces y arrojado al océano para deshacerse de él.
El jefe había dejado claro que quería relacionar a DeVore con la explosión y con la posterior muerte del joven Prentiss. Aquello sería el fin de la investigación por homicidio y el fin de su relación con Pedro Alfonso y compañía. Qué lástima que detestara los rompecabezas a los que les faltaban piezas. Ahí sucedía algo más gordo que el robo de una tablilla y deseaba desesperadamente descubrir de qué se trataba.
El jefe del equipo de artificieros le puso al corriente de los detalles técnicos de la casi muerte de Paula Chaves y, armado con tal información, decidió ir a dar un paseo hasta el estanque de Alfonso.
***
—Imagino que Harvard viene en camino. —Paula se sentó en la fresca hierba al borde del estanque, con la atención ostensiblemente puesta en la ranita verde posada en una roca a su lado.
Pedro se paseaba de acá para allá por el sendero a escasos metros de distancia, demasiado inquieto, demasiado preocupado por el hecho de que quienquiera que hubiera colocado las granadas permaneciera en los jardines para
relajarse. Paula le había acusado de querer ser su caballero de brillante armadura, y había dado en el clavo.
—Sí. Va a traerme la lista de mis empleados.
—Bien. Apuesto a que estaba mosqueado.
Pedro asintió a su espalda, consciente de que «mosqueado» significaba borracho en Inglaterra y enfadado en Estado Unidos.
—Mucho.
—Piensa que soy gafe.
—Cree que eres peligrosa. Naturalmente, no ayuda el que le contraríes adrede.
—Pero me ayuda a sentirme mejor, que es lo que importa.
—Podrías, al menos, llamarle «Yale». Se graduó el primero de su clase, allí. —Se sentó a su lado, decidiendo finalmente que el número de policías presente en el interior y en los alrededores del lugar impediría probablemente que arrojaran más explosivos a Paula, y sobre todo, para estar cerca de ella. La rana le miró y saltó al estanque.
—La has asustado. —Paula se acercó un poco a él—. ¿Por qué soy peligrosa?
Estaba seguro de que el epíteto la halagaba.
—Según Tomas, porque guardas demasiados secretos y tienes un lamentable estilo de vida, y por tanto pones la mía en peligro.
—¿Y según Pedro Alfonso?
—Ah. Según él, no sabe muy bien qué hacer contigo, pero reconoce que eres sumamente entretenida, y que le tientas a hacer cosas que posiblemente jamás se le hubieran pasado por la cabeza hacer antes de conocerte.
—¿Como mentir a la policía?
—Algo parecido. —En realidad había cometido ese pecado con anterioridad, aunque no acerca de algo tan serio como un homicidio. Pero cuando Castillo se acercó por el sendero, apartó aquel recuerdo a un lado—. Detective.
—Llámeme Francisco—Castillo se sentó en la roca que la rana había abandonado—. La habitación está limpia —dijo—, y están trabajando en el resto de la casa. Tengo un par de hombres interrogando al personal, pero nada ha explotado hasta ahora. Fue muy inteligente contener a todos en los jardines. —Se echó hacia delante, contemplando el estanque—. ¿Tiene peces aquí?
—Carpas —respondió Pedro—. A esta hora del día suelen esconderse debajo de las piedras y los camalotes.
—Igual que la persona que colocó esas granadas —comentó Francisco, metiéndose la mano en el bolsillo—. ¿Les gustan las pipas de girasol a las carpas?
—Probablemente las mataría, pero ¡qué demonios! Puede que las haga salir.
Castillo arrojó un puñado de pipas al agua.
—Lo que tenemos aquí —dijo con un suave tono coloquial—, es una especie de punto muerto. Oh, ahí están. ¡Eh! —Echó otro puñado de pipas al estanque, mientras observaba cómo el enorme pez de brillante colorido acudía a por la comida.
—¿Un punto muerto? —le apremió Pedro, reparando en que Paula se había ido alejando paulatinamente del detective tanto como le era posible sin ponerse en pie.
Debería ser simpática con Castillo, pero resultaba obvio que no pensaba ponerse a charlar.
—Claro. Tengo todas estas piezas del rompecabezas, pero ninguna imagen que componer. Por ejemplo, me jugaría algo a que fue DeVore, el tipo ese por el que pregunté esta mañana, quien irrumpió aquí, robó la tablilla y colocó los explosivos.
Pero está muerto, así que no colocó las granadas de esta mañana, y no encaja con la descripción que nos dio aquella noche de la mujer que dice que le salvó la vida.
Tomando aire, Pedro se arriesgó a lanzar una mirada fugaz a la expresión rígida e inflexible de Paula.
—¿Y si estaba equivocado sobre la mujer, Francisco, y ella estaba aquí por invitación mía?
—Bueno, eso ayudaría definitivamente a señalar a DeVore, salvo por las granadas de hoy.
—No fue el mismo tipo —dijo Paula con brusquedad, mientras seguía arrancando hierba y con la vista clavada en el estanque.
—El equipo de artificieros es de la misma opinión —dijo Castillo con el mismo tono suave al tiempo que continuaba arrojando pipas al agua—. Su teoría es que el primero fue realizado por un profesional, y el segundo por un aficionado, tratando de copiar el estilo del primero.
Paula, en efecto, asintió.
—Las cargas de precisión son mucho más complicadas de conseguir. Y las anillas deberían haber sido retiradas, para que fuera el cable lo que accionara el resorte. Sin posibilidad de que nadie pudiera impedir la explosión. Aunque, incluso eso, proporcionaría unos cuatro o cinco segundos a la víctima para apartarse.
Pedro cerró los ojos por un momento. Le asombraba que ella pudiera hablar con tanta serenidad de los defectos de una bomba casera que a punto había estado de acabar con su vida hacía media hora. Abrió de nuevo los ojos, mirándola a ella en vez de a Castillo.
—¿Y si le digo, Francisco, que esta mañana ha aparecido una falsificación de la tablilla junto con al menos una de las cámaras de vídeo desconectada de igual modo que la noche del robo?
—¿Qué? —Castillo se puso inmediatamente en pie, luego cambió de opinión y volvió a sentarse con manifiesto esfuerzo—. Querría ver la cinta de todos modos. — Se aclaró la garganta—. También necesitaría limitar el tiempo en el que las granadas podrían haber sido colocadas. ¿A qué hora dejó la habitación esta mañana, señorita Chaves?
—No pasó la noche allí —respondió Pedro para que ella no tuviera que hacerlo—. De hecho, supongo que las granadas pueden haber sido colocadas en cualquier momento durante las últimas veinticuatro horas.
—No lo creo —dijo Paula sosegadamente.
—¿Por qué no? —preguntaron ambos hombres al unísono.
Ella tomó aire, tan claramente reticente a hablar que casi resultaba cómico.
—Mi cara aparecía en el periódico de esta mañana… como experta en seguridad y en arte. —Lanzó una fugaz mirada a Pedro—. Fue culpa mía.
—Lo hecho, hecho está —dijo, alargando la mano para cubrir la de ella con la suya, finalizando la caricia antes de que pudiera hacerlo ella. Pedro sabía pescar; lo complicado de Paula era que no se trataba de un tímido pececillo, sino de un tiburón tigre mucho más escurridizo y letal. La deseaba, pero no quería perder un brazo, o cualquier otro apéndice, en el proceso.
—No me… gusta acusar a nadie sin pruebas —dijo con un tono de voz aún más reticente—, así que le digo esto con propósito informativo. Dante Partino se esforzó mucho en darme la bienvenida a la compañía esta mañana, y por asegurarse de que me enteraba de que conocía mis antecedentes en el museo.
—¿Qué? Eso es ridí…
—¿La amenazó? —interrumpió Castillo, volviéndose de cara a ella.
Paula hizo una mueca.
—Mire, no voy a…
—Paula —medió Pedro con dureza—, ¿te amenazó?
—No. —Su ceño se hizo más profundo—. Insinuó que no duraría mucho. Y… mierda… también dijo que sabía dónde había pasado la noche.
—¡Maldita sea! —Pedro se puso de pie como un rayo.
—Espere un minuto, señor Alfonso —dijo Castillo, levantándose para interponerse entre Pedro y la casa—. ¿Está completamente segura de que fue eso lo que le dijo Partino, señorita Chaves?
También Paula se puso en pie, probablemente desagradándole la idea de que dos hombres se impusieran en altura.
—Puede llamarme Pau —dejó escapar un suspiro—. Y sí, estoy segura. Tengo una memoria prácticamente fotográfica.
Castillo metió la mano nuevamente en el bolsillo, esta vez en busca del transmisor.
—Méndez, búsqueme a Dante Partino. Sea simpática, pero no se despegue de él.
—Afirmativo —respondió una voz femenina por el emisor.
«Una memoria fotográfica.» Eso explicaba por qué ella había sospechado tan rápidamente que la tablilla era falsa. Había visto fotos del original en alguna parte.
En cierto modo, aquello también explicaba por qué era tan táctil; memoriza,literalmente, todo lo que toca. Incluido a él.
—No puede arrestarle por lo que he dicho —protestó Paula, dando un paso atrás.
—No, pero puedo hacerle algunas preguntas basándome en lo que ha dicho — respondió Castillo, su expresión era inesperadamente comprensiva.
Al aparecer Paula Chaves tenía otro admirador. Por supuesto que le beneficiaba tener a un policía de su lado, aunque puede que eso hubiera sido la intención. Pero, por el contrario, la dura y hábil dama, reticente a proporcionar
pruebas para echar la culpa a otro, parecía la auténtica Chaves.
—Quiero estar allí —dijo Pedro. Ésa seguía siendo su fiesta.
—Claro, ya me lo imaginaba. Primero quiero echar un vistazo al vídeo del que hablaban.
—Por supuesto que sí —farfulló Pau, su expresión se volvía más abatida a cada segundo que pasaba.
Pedro no pudo evitar sonreír.
—No te preocupes —le murmuró al oído—. Cooperar en momentos de adversidad fortalece el carácter.
—¡No me jodas!
—Más tarde, encanto.
Ella se acercó lentamente.
—Siempre y cuando yo escoja el lugar —susurró mientras regresaban a la casa.
«¡Dios!, iba a volverle loco.»
—Trato hecho.
—Cuando Castillo vea la cinta vas a tener que explicarle que encontramos la tablilla en mi bolsa, y no le hablaste de ello —continuó un instante después.
Bueno, aquello fue casi tan efectivo como una ducha fría.
—Te hice una promesa —respondió, asimismo, en voz baja—. Yo cumplo mi palabra.
Paula no dijo nada, pero su mano se deslizo contra la de él y Pedro entrelazó los dedos con los de Pau sin mediar palabra. Por todos los santos, aquello se estaba complicando. Y ahora uno de sus empleados acababa de convertirse en sospechoso de intento de homicidio. Lo más extraño era que le resultaba más fácil aceptar la culpabilidad de Partino de lo que jamás le hubiera resultado creer que Paula pudiera estar involucrada en un asesinato.
Su teléfono móvil sonó.
—Alfonso —dijo al descolgar.
—Pedro, diles a los policías que me dejen cruzar las malditas verjas —espetó la voz de Gonzales. Pedro bajó el teléfono.
—Francisco, le ruego que deje pasar a Gonzales.
Castillo frunció el ceño.
—Estábamos manteniendo una agradable conversación. ¿Está seguro de que quiere que su abordo nos la arruine?
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Paula con un atisbo de sonrisa.
Estupendo. Ahora la ladrona y el policía habían formado una sociedad de admiración mutua.
—Creo que es para bien, sí —insistió—. Además, trae información consigo que podría sernos de utilidad.
—De acuerdo. —Francisco levantó su transmisor una vez más y dio la orden.
Pedro se llevó el teléfono al oído y escuchó durante un segundo mientras de fondo Tomas seguía discutiendo con la policía estacionada en la puerta principal.
—¿Tomas? Dales un momento. Te dejarán entrar.
—¡Plomazo! —farfulló Paula.
Pedro la acercó lentamente, cogida todavía de su mano.
—Sé simpática con él —dijo en voz baja—. Puede que no tardemos en necesitarlo.