lunes, 12 de enero de 2015

CAPITULO 84




Domingo, 11:48 p.m.


Pedro estaba ante la ventana de la biblioteca, con la mirada bajada hacia el iluminado camino de entrada mientras el Bentley ascendía. Se quedó donde estaba, bebiendo coñac, mientras Paula se apeaba del coche y subía animadamente los llanos escalones de mármol, perdiéndose de vista a medida que se acercaba a la puerta principal.


Había dicho que tenía que tratar con un cliente y que llegaría a casa a medianoche. Había llegado doce minutos tarde. Quienquiera que fuera el cliente, al parecer mantenía un intempestivo horario de oficina. Pedro esbozó una lenta sonrisa. La última vez que se había reunido con un cliente, había llegado a casa y le había atado para practicar un sexo increíble capaz de romper una silla. No era que le agradase que estuviera aburrida y frustrada, pero parecía ser su deber ayudarla a superar esas cosas. Y el día que había pasado coordinando reuniones y renovando ofertas no había sido precisamente emocionante.


Tras llenar de nuevo su copa, se dirigió al pasillo y bajó la escalera principal, encontrándose con ella en el segundo descansillo.


—¿Qué tal ha ido? —preguntó, ofreciéndole un trago.


Ella tomó la copa y tomó un sorbo.


—Aburrido. Siento haberme perdido la cena. ¿Me habéis guardado algo, chicos?


—¿«Chicos»? —repitió—. Imagino que te refieres a Hans y a mí.


—Sois mis chicos —convino, dejando la copa sobre el pasamanos e internándose en el círculo de sus brazos para un largo y profundo beso—. Sabes a chocolate y a coñac —murmuró, frotando la cara contra su pecho.


—Pastel de chocolate. A Hans le afectó mucho que no estuvieras aquí para probarlo recién salido del horno. Y sí, también te hemos guardado carne asada. —Sus brazos la rodearon con lentitud por la cintura, bajando el rostro hasta su ondulado cabello caoba. El paraíso. Pero al mismo tiempo no daba la sensación de que fuera a ser una noche de sexo salvaje—. Vamos arriba —murmuró—. He cogido prestado el bote de la nata montada.


—Mmm, eso engorda mucho.


Aquélla no era la respuesta que Pedro esperaba. La erección que había estado fomentando desde que ella había llegado se atenuó un poco.


—¿Te encuentras bien?


—Estoy bien. Me he traído algunos formularios para echarles un vistazo. Puedo hacerlo mientras me tomo esa carne asada.


Se zafó suavemente de sus brazos, volvió a coger el coñac y se dispuso a bajar de nuevo. Pedro estudió su relajado y grácil descenso durante un instante mientras apoyaba los codos sobre la barandilla. No parecía una ex ladrona que se había estado ocupando de frustrantes tareas mundanas durante toda la tarde y que necesitara descargar algo de adrenalina.


—¿Con quién te reuniste? —preguntó.


Paula le lanzó una mirada por encima del hombro.


—Con nadie que conozcas. No creo que sea un trabajo. En realidad, es más un ensayo. Subiré dentro de un ratito. —Con eso desapareció en dirección a la cocina.


Pedro ya conocía su rutina. Cuando estaba aburrida y frustrada, quería desahogarse… generalmente con él, desnudo. La mujer que acababa de entrar en la cocina para comer carne asada se mostraba relajada y soñolienta. Ya había tenido su dosis de adrenalina de la noche.


Atormentado por la preocupación, Pedro la siguió. Hans se había acostado ya, pero había dejado un plato cubierto en el horno con unas instrucciones. Detalladas. Resultaba obvio que también el chef conocía muy bien a Paula.


—¿Te importa que te haga compañía? —preguntó Pedro sentándose en la silla de la cocina que había frente a la suya.


Pau empujó la copa de coñac en su dirección, luego se puse en pie para coger un refresco de la nevera de las bebidas.


—Claro. ¿En qué piensas?


—Me parece que es más interesante en qué piensas tú.


Golpeando con los nudillos sobre una carpeta llena de papeles, Paula pasó de largo, cogió un salvamanteles y sacó alegremente su plato del horno.


—En contratar a una recepcionista. Deberías haber visto a algunos de los candidatos. Había un par de tipos, y te juro que uno de ellos es un culturista. Está en lo alto de mi lista.


—Qué divertido. ¿Cómo sabes que no conozco a tu posible cliente? Chaves Security sólo trabaja con los mejores, y ésas sor también las personas que se mueven en mi círculo.


—Engreído.


—¿Quién es, Paula?


Levantó la vista hacia él mientras quitaba la cubierta de papel de aluminio.


—Eres mono cuando sospechas.


Ya estaba bien de sacudir el árbol, aunque, en cualquier caso se le había ocurrido otra idea.


—Estabas escarbando en la vida de Charles Kunz, ¿verdad? Francisco te dijo que te mantendría informada. Déjale la investigación a él.


—Imagino que puedo averiguar más que él y en mucho menos tiempo. Además, me evitará problemas. Quieres que no me meta en líos, ¿no?


—No me parece que merodear en la oscuridad y hablar con tus antiguos colegas sea evitar meterse en líos.


—¿Qué te parece si tú haces las cosas a tu manera y yo las hago a la mía? —Ensartó una judía verde—. Y resolveré este antes de lo que haga la poli. De hecho, te apuesto cien pavos Í que lo resuelvo antes que Castillo.


—No voy a apostar por algo que podría lastimarte.


—¡Ja! —replicó, tomando otro bocado y alentando claramente la discusión—. No apuestas porque sabes que tengo razón. Mi método contra el de la poli. —Tragando, le brindó una sombría sonrisa—. Vamos, Pedro. Apuesta conmigo. Respalda esa vehemencia con tu cartera repleta de pasta.


No cabía la menor duda de que Pau iba a indagar en la muerte de Kunz tanto si él lo quería como si no. Por consiguiente, si podía aprovechar esta oportunidad para demostrarle que su nefasta vida no podía reportarle resultados mejores o con mayor celeridad que los de la policía, merecería la pena. Quería que siguiera por el buen camino, aunque no fuera más que porque de no hacerlo, la estela de robos que había dejado tras de sí con el tiempo acabaría por alcanzarla. Aquello podría arruinarle, pero no estaba precisamente preocupado por sí mismo. Además, su parte mercenaria no podía evitar pensar que podía demostrarle a Pau que estaba equivocada, podría utilizar eso para apartarla más de su antigua vida y sumergirla en la de él.


—Acepto —dijo de forma concisa, ofreciéndole la mano—. Cien dólares a que Castillo y el trabajo policial legal resolverán este caso y hallarán al asesino antes de que puedas hacerlo tú.


Ella dejó el tenedor y le asió los dedos.


—Hecho, inglés.


Castillo tenía que trabajar deprisa, porque si había algo que Pedro sabía, era que Paula odiaba perder… y que no era algo que hiciera con frecuencia. Pero él tenía sus propios contactos, y siempre y cuando fuera legal, no veía por qué no podía echarle una mano al Departamento de Policía de Palm Beach. Ya se sabe, responsabilidad civil y todas esas cosas. Paula perdería, y él ganaría… lo cual, en lo que a él respectaba, sería lo mejor para ambos.



CAPITULO 83





Echando un vistazo en derredor al tiempo que se sentaba al volante del Lexus, Patricia le dedicó una sonrisa forzada a Reginald. Aquello no pintaba bien. En cuanto regresó a las calles de Palm Beach, se volvió vulnerable. Sin duda Daniel había disfrutado de su noche juntos después de su pequeño experimento en la cena de los Harkley. También ella había disfrutado. Por el amor de Dios, no era de extrañar que Paula Chaves robase objetos. Jamás se había sentido tan excitada en toda su vida.


Patricia jugueteó con el anillo de diamantes que llevaba en el bolsillo y dobló hacia North Ocean Boulevard. No tenía sentido. Esa perra americana robaba cosas, y a juzgar por el modo en que Pedro y ella se pegaban el uno al otro a la menor oportunidad, estaban follando como conejos. Pero cuando lo hacía ella —lo sugería, siquiera—, le pedía que se largara.


Ahora tenía un anillo de diamantes robado y a nadie que le ayudara. No podía inventarse alguna excusa para visitar a Lydia Harkley y devolverlo a su sitio, porque la policía vincularía de inmediato la desaparición y reaparición con su persona. No podía contárselo a Pedro, pues prácticamente la había llamado imbécil por pensar en hacer algo semejante. Peor aún, únicamente la acusaría de tratar de imitar a esa zorra.


Aguarda un momento. «Esa zorra.» La idea la dejó pasmada, pero Chaves sabría qué hacer con el anillo.


Patricia tomó aliento. Si tenía suficiente cuidado, podría incluso ponerle el anillo a Chaves en el bolsillo. Luego podría llamar a la policía y ser una heroína. La policía iría detrás de la perra, y sería la perra quien iría a la cárcel, y Pedro se quedaría sin nadie.


Según le había contado Daniel, Chaves tenía una oficina en Worth Avenue. Sonriendo, Patricia se dirigió al distrito comercial. El robo podía perfectamente resultar rentable, después de todo.



***


Paula se detuvo en la entrada del área de recepción de su oficina. Sentadas en los mullidos sillones de piel que cubrían la pared lateral y la del fondo, había nueve personas jóvenes, vestidas de modo profesional, todas ocupadas rellenando impresos de papel. Sanchez se encontraba tras el mostrador de recepción con el teléfono pegado a la oreja.


No fueron tanto las siete mujeres jóvenes y los dos tipos bronceados lo que hicieron que Pau se detuviera, sino ver el mobiliario… y a Sanchez vistiendo chaqueta y corbata.


—¿Qué demonios pasa? —preguntó, cerrando la puerta al entrar.


—Ah, señorita Chaves. ¿Puede concederme un momento en su despacho? —respondió un hombre mayor, una blanca sonrisa delgada se extendía en su sombrío rostro.


—Claro.


Cruzó la puerta más próxima que conducía al fondo de la recepción y al pasillo y despachos de detrás. Cuando dobló la esquina, el trasero de Sanchez desapareció dentro de su despacho delante de ella, y Pau aminoró un poco el paso para concederle un momento para pensar. Dos cosas le resultaban extrañas: una, la mitad del despacho del fondo estaba atestada de mobiliario de al menos dos siglos distintos; y dos, Sanchez vestía un maldito traje de chaqueta.


—¿Dónde te has metido? —preguntó tan pronto como ella hubo entrado en la habitación.


—Tuve que hacer un par de recados —dijo—. Tu vecino de al lado estaba cogiendo tus rosas otra vez.


Su mirada se agudizó.


—¿Estuviste en mi casa? ¿Qué equipo te llevaste?


—Unos prismáticos y el juego extra de ganzúas.


Paula pasó un dedo a lo largo del borde del escritorio que ahora ocupaba su despacho.


—Mmm, es auténtica caoba.


Sanchez sonrió.


—Claro que lo es. Sabía que lo apreciarías. Pero no te encariñes demasiado. Sólo disponemos de este material durante seis semanas.


—¿Lo has alquilado? ¿Por qué no… ?


—Nosotros no alquilamos nada.


Paula regresó a la entrada del despacho y se asomó para echar un vistazo a la desparejada pila de mesas, lámparas y sillas de la sala común. Era de su gusto. Sanchez la conocía mejor que nadie, de modo que eso no era sorprendente, pero resultaba… extraño.


—De acuerdo, explícate.


—Estamos almacenándolo.


—¿Almac… ?


—Sé que estás tratando de mantenerte en el buen camino, así que no tienes nada de qué preocuparte, nena.


—Pero…


—Oye, si no te gusta, búscate tus propios muebles.


Genial. Ahora podía cabrear a Sanchez o arriesgarse a que le arrestaran por esconder muebles robados.


—De acuerdo. Confío en ti. ¿Quiénes son los estirados de la sala delantera?


—Uno de ellos va a ser tu recepcionista, supongo. No han hecho más que comenzar a llegar. No deberíamos haber publicado la dirección en el anuncio de empleo.


—Probablemente no.


—Hace una hora había treinta y tres. Tuve que cruzar la calle para ver a Gonzales y hacerme con algunos impresos que darles para mantenerlos ocupados.


—Ya somos populares. Eso es bueno.


—Es bueno si estás aquí para echarme una mano, Pau. De lo contrario, es una mierda. El resto de los entrevistados son tuyos.


Paula parpadeó.


—¿Yo? No pienso entrevistar a nadie. Ése es tu trabajo.


—No, de eso nada. Dijiste que soy tu socio. Eso no significa que tenga que cargar con las entrevistas en vez de depositar un cuarto de millón de pavos en mi cuenta de Suiza. Y he conseguido los muebles, ¿recuerdas?


—No seas tiquismiquis, Sanchez. Algunas semanas más como la última que pasé como ladrona y llevarás ese traje en mi funeral.


Él hizo una mueca.


—De acuerdo. Muy bien. Pero ahora mismo soy el socio que se va a almorzar.


—Tú… —Cerró la boca, echando una nueva ojeada a su atuendo—. Vas a almorzar con la agente inmobiliaria, ¿verdad? Con Kim.


—Eso no es asunto tuyo, niña. —Le entregó una carpeta sujetapapeles—. Toma. Escribí algunas preguntas para que empieces con ellas. Buena suerte.


Se marchó del despacho. Con el corazón palpitándole con fuerza, Paula corrió tras él.


—Espera un minuto. ¿Cuándo vas a volver?


—Si tengo suerte, mañana. La llave de la puerta está en la puerta derecha del mostrador de recepción. No te olvides de conectar la alarma. Las instrucciones están en el mismo cajón.


—No necesito instrucciones para una alarma —le respondió, corriendo todavía tras él. Esto era absurdo. Tenía que investigar un asesinato. Y había nueve, nueve malditas personas ahí, todas esperándola.


—Sanchez, no puedo…


—Claro que puedes. Eres la jefa.


Él desapareció por la puerta de recepción. Paula se detuvo frente a ésta. «¡Mierda!» Irritada e incluso un poco nerviosa, no le ayudó darse cuenta de que había estado abusando del apoyo de Sanchez en esta aventura, sobre todo teniendo en cuenta que éste parecía más reacio a retirarse de lo que había imaginado. Pero se suponía que podía aprovecharse de él. Para eso estaba la familia.


Un espejo había sido colocado en el reverso de la puerta del área de recepción, probablemente para que los anteriores ocupantes del lugar pudieran comprobar su aspecto antes de salir a recibir a un cliente. Miró su reflejo, todavía con la coleta, una sencilla camiseta verde con una camisa blanca abierta sobre ella y unos vaqueros azules. Tenía una muda en el coche, en caso de necesidad, pero ya todos la habían visto.


Paula expulsó el aire. Muy bien, podía hacerlo. Dios, comparada con otras situaciones por las que había pasado, aquello sería pan comido. Tal y como había dicho Sanchez, ella era la jefa. Todos querían algo de ella. Otro día más en la vida de Paula Chaves.


Pau salió afuera.


—Bien, ¿quién es el siguiente?


Unas caras agradables la miraron, mientras que ella les devolvía la mirada. Al cabo de un momento, se puso en pie una chica joven que parecía tener más o menos su misma edad.


—Me parece que soy yo —dijo con un suave acento sureño.


—Bien. Entremos y charlemos un rato.


Tras la tercera entrevista le había pillado el tranquillo; a la gente le gustaba hablar, de modo que lo único que en realidad tenía que hacer era formular una o dos preguntas capciosas en relación a las horas a las que podían trabajar y sobre el tipo de salario que esperaban. De inmediato recibía un flujo de información sobre las tribulaciones de ser madre soltera, los créditos pendientes para la universidad, o sobre el dolor de espalda o los pésimos ex maridos. ¡Por Dios! Si la gente aprendiera a escucharse y a pensar en las impresiones, tendría más posibilidades de conseguir un empleo, y Sanchez y ella sólo hubieran tenido tres personas a quienes entrevistar en vez de veintitrés.


Acompañó de nuevo a la víctima número cinco hasta la puerta de la recepción.


—Gracias por venir. Tomaremos una decisión en los próximos días.


—Gracias, señorita Chaves. Estoy verdaderamente impaciente por trabajar con usted —dijo Amber, dando un paso adelante—. ¿Puedo preguntarle si su novio viene por la oficina?


Genial. Otra de las subscriptoras del boletín de Las chicas de Pedro


—Sí, Sanchez siempre está aquí —respondió, esbozando una deslumbrante sonrisa.


—Pero…


Pau abrió la puerta y la hizo salir.


—Gracias de nuevo. ¿El siguiente?


Uno de los dos tipos, el que parecía el socorrista de la piscina de un hotel, rematado con pelo rubio verdoso, se puso en pie. Pero antes de que pudiera aproximarse, otra figura se le adelantó bruscamente.


—Soy yo —dijo Patricia Alfonso–Wallis, su deslumbrante sonrisa la hizo frenarse en seco.


—No voy a contratarte —dijo, antes de poder reprimirse.


Patricia se rió entre dientes.


—Por supuesto que no, querida. Jamás trabajaría para ti. Me pregunto si tienes tiempo para una taza de café.


—¡Vaya! Pedro ha vuelto a echarte, ¿no?


Con una mirada exasperada a su ahora embelesada audiencia, Patricia la agarró del brazo y prácticamente la obligó a cruzar la habitación privada hasta el fondo. 


Obviamente Patricia ignoraba lo poco que le agradaba que la agarrasen. Pero en lugar de sentar de culo a la ex,Pau señaló y consintió que la condujera hacia la nueva cafetera que había aparecido en la pequeña sala de conferencias.


—Tengo entrevistas pendientes —dijo innecesariamente, deliberando que seguramente Patricia lo sabía y no le importaba lo más mínimo.


—Sí, ya lo he visto. Bonita oficina. ¿Quién es tu decorador? ¿Trezise?


—Yo soy la decoradora. —Bueno, lo era Sanchez.


—Naturalmente, querida. —Patricia tomó asiento en la mesa de conferencias—. Es muy ecléctico.


—También lo soy yo. —Comenzando a sentirse divertida, Paula sirvió una taza de café a la ex—. Con mucho azúcar, ¿supongo? —preguntó.


—Tres terrones, por favor. ¿No vas a tomarte tú uno?
Pau se sentó en la silla de en frente.


—Yo no bebo esa mierda. ¿Qué pasa, Patty? No te importa que te llame Patty, ¿verdad?


La sonrisa de la mujer se tensó.


—Prefiero Patricia. Se me ocurrió que debíamos charlar. 
Estar con Pedro es una perspectiva complicada, después de todo, y dado que él me está ayudando tanto, pensé que tal vez podía ayudarte yo a ti.


—Ayudarme —repitió Paula—. Tú.


—Bueno, sí. ¿Quién comprende mejor a Pedro que yo? Por desafortunado que fuera el final, estuvimos casados casi tres años.


—Te refieres a que fue una pena que te pillara tirándote a Ricardo Wallis —apostilló Paula. Si iban a charlar, no pensaba encajar ningún golpe. No con esta mujer. No después de saber cuánto daño le había causado a Pedro—. Te acuerdas, el tipo que trató de matarnos a Pedro y a mí.


—Yo no tuve nada que ver con eso. —Patricia bajó la vista a su taza de café, removiendo perezosamente el azúcar en la mezcla—. Cometí un terrible error con Pedro, y luego otro con Ricardo. No es algo que pueda olvidar. Jamás.


«Mmm.» Paula había visto a Pedro cuando decidía que alguien no le agradaba. No cambiaba de parecer, y su ira podía ser… devastadora. Por otro lado…


—Así que, sólo quieres charlar —musitó, llevándose la mano al bolsillo de su camisa abierta—. Y darme regalos, ¿imagino? —Con la mirada clavada en el rostro de Patricia, sacó un anillo de diamantes y lo dejó sobre la mesa entre ambas—. Bonitos, además.


—¿Cómo… ? —La ex la miró fijamente durante un instante, luego rompió a llorar—. ¡Odio esta ciudad! Nunca nada me sale bien.


—Teniendo en cuenta que por un minuto pensé que me estabas palpando y que casi te rompo la nariz, yo diría que las cosas han ido bien. —Paula se puso en pie, se dirigió hacia la pequeña nevera del rincón y sacó una Coca Cola Light para ella. Sí, Sanchez la conocía pero que muy bien—. ¿Y bien, de quién es esto? No es tuyo, o no me lo habrías dado.


—No te lo doy, zorra estúpida.


De modo que ambas estaban siendo francas.


—De acuerdo, me lo estabas endosando. Lo cual no responde a mi pregunta. ¿A quién pertenece?


—¿Por qué iba a decírtelo? —Patricia se sentó erguida—. Ya que ahora tiene tus huellas dactilares. Lo has cogido. Y voy a llamar a la policía.


A pesar de la acuciante reacción inmediata de huir por parte de Paula, volvió a sentarse y abrió la lengüeta de su refresco.


—Adelante. ¿Qué vas a contarles?


—Que robaste el anillo.


—¿Y cómo sabes que es robado? —Pau tomó un trago—. Deberías considerar esto con cuidado, sabes. La policía es muy perspicaz por estas latitudes.


Bueno, algunos de ellos sí lo son.


—Tú me dijiste que lo habías robado.


—Así que soy idiota. ¿Y tú quién eres, Lara Croft en Tomb Raider. Dame un respiro, Patty. ¿De dónde proviene?


—Me llamo Patricia —espetó la ex—. No seas condescendiente conmigo.


—No intentes chantajearme. Tu maridito lo intentó y mira de lo que le sirvió.


—Mi ex esposo. ¡Ex, ex, ex!


—Como si me importara una mierda. Acabas de colocarme un anillo. Robado, obviamente. —Tomó aire, realizando una rápida valoración de la situación—. Y por mucho que deteste utilizar al gran jefazo como apoyo, tengo a Pedro de mi lado. Desembucha.


—Te odio.


—Pues qué bien. —Desenganchó el móvil del cinturón y abrió la tapa—. Tengo marcación rápida en el uno, Patty.


—¡Patricia! —Patricia estampó la mano abierta sobre la mesa—. ¡Todo esto es culpa tuya! El modo en que te mira… pensé, bueno, a esa puta le funcionó. Puede que sea su nuevo don, su crisis de la mediana edad que hace que le guste tirarse a ladronas. Y luego le mencioné lo indecoroso que sería para los dos, y prácticamente me echó de la casa.
—Difícilmente puedes culparle por eso.—Ésa solía ser mi casa —prosiguió Patricia—. Y ahora tengo… tengo que cargar con esta estúpida cosa —y agitó el puño hacia el anillo—, y tú vas a estropearlo todo. ¡Adelante! ¡Iré a la cárcel! Quizá me pongan en una celda contigua a la de Ricardo.


—No, irás a la cárcel de mujeres —la corrigió Paula.


Lloriqueando, Patricia hundió la cabeza entre sus brazos cruzados. Paula creyó que aquello no era más que un espectáculo, pero la ex en efecto tenía ciertas aptitudes para la interpretación. Muy buenas. Pero a juzgar por lo que Pedro había dicho y lo que ella había observado, esta desvalida rutina podría no ser una farsa. Era una esnob fría y arrogante, eso seguro, pero también poseía el peor juicio de la historia.


Paula tomó el anillo. Era platino de buena calidad, y el diamante parecía muy auténtico. Incluso sin la ayuda de una lupa parecía tener quizá cinco quilates. Miró el interior de la alianza. «Para mi amor, LH», leyó.


—¿Irrumpiste para cogerlo o simplemente te colaste en el dormitorio de alguien cuando no miraban?


—¿Qué importancia tiene?


—La tendrá cuando llamen a la policía y la víctima comience a repasar quién estuvo allí cuando desapareció.


Patricia arqueó una ceja. Llevaba máscara de pestañas resistente al agua, pero eso no impidió que sus ojos estuvieran rojos e hinchados.


—¿La víctima? —repitió—. ¿De qué demonios hablas?


—La víctima, Patty. Responde a la pregunta. ¿Allanamiento o conveniencia?


—Estuve en una cena en casa de los Harkleys. Subí al piso de arriba al lavabo y estaba sobre la mesita de noche del dormitorio principal. Pensé… pensé…


—Ya sé lo que pensaste. —Paula cerró la mano en torno al anillo—. Los Harkleys. —Recordaba haberlos visto en el club Everglades, una pareja mayor con una tonelada de dinero heredada de la minería y el petróleo. Y recordaba cinco años atrás cuando poseían una calavera maya de cristal. Esa cosa le había puesto la carne de gallina. Jamás se había alegrado tanto de deshacerse de un objeto a manos del comprador—. ¿Cuándo lo cogiste?


—Anoche.


A juzgar por la expresión del rostro de Patricia, se había dado cuenta de que debía cooperar con las preguntas. 


Nadie podía afectar sentir esperanza, y la señora Alfonso–Wallis mostraba gran cantidad. Pau frunció el ceño. Estaba siendo una boba e iba a lamentarlo. Y al mismo tiempo, sabía lo mucho que debía haberle herido a Patty que Pedro le diera la espalda, independientemente de quién tuviera la culpa de aquello. La idea de que él estuviera lo bastante cerca para poder tocarla y no querer tener nada que ver con ella… El dolor que le provocaba esa idea la impactó como si de una bala en el pecho se tratase.


Y, además, había otra cosa. La atracción del peligro, la emoción de ir a algún lugar en el que se suponía no debía estar… le tentaba. Había rechazado Venecia; ¿acaso no merecía algo a cambio? Sobre todo si podía valorarlo como una buena obra.


—¿Paula? ¿Pau? ¿Crees que… ? ¿Querrías… ?


Se guardó nuevamente el anillo en el bolsillo de su camisa mientras tomaba aire. Una buena obra. Eso era todo. Algo que le concediera algunos puntos a favor en el karma.


—Me ocuparé de ello. Pero si le cuentas una sola palabra de esto a alguien, a quien sea, me encargaré de que tengas una muerte horrible, dolorosa y lenta.


Tanto si creía su amenaza como si no, Patricia asintió enérgicamente.


—No lo haré. No diré una sola palabra. Lo juro. No lo olvidaré, Paula. Avísame si necesitas cualquier cosa.


—De acuerdo. —Vomitaría si tenía que aguantar un poco más toda esa mierda del cachorrito feliz. Sobre todo cuando ya vibraba al pensar en un rápido allanamiento de morada. Paula se puso en pie—. Tengo que terminar con las entrevistas.


—Desde luego. Entonces, te dejo que sigas con ello.


Patricia la condujo hasta la puerta que daba a recepción. 


Pero antes de que pudiera abrirla, Pau la bloqueó con la mano.


—Una cosa, Patricia.


La ex tragó saliva con manifiesta irritación.


—¿Sí?


—No te acerques a Pedro.


Con una carcajada, Patricia cruzó la zona de recepción hacia la puerta de salida.


—Por supuesto.


Ya. Como que Paula iba a creérselo.




CAPITULO 82



—No —dijo Pedro al teléfono de su escritorio, reflejando que tal y como Paula le había informado en diversas ocasiones, quizá estaba demasiado acostumbrado a conseguir lo que quería—. Eso no es necesario. Bastará con que avise al detective Castillo de que he llamado. Sí, sabe cómo ponerse en contacto conmigo. Gracias.


Podría llamar al jefe de policía para presionarle y sacarle más información sobre la muerte de Kunz, pero en cuanto se involucrara de modo activo en el asunto, la atención también se volcaría en Paula. Y si había algo que no deseaba, era que sus acciones supusieran una amenaza para ella. Por sencillo que pudiera resultar, no podía imponerse en esto. Por lo visto precisaba una herramienta más sutil.


Su interfono sonó.


—¿Señor Alfonso?


Apretó el botón del aparato.


—¿Qué sucede, Reinaldo?


—Tiene una visita. La señora Wallis.


«¡Maldita sea!»


—¿Dónde está?


—La conduje a la terraza del ala este.


—Enseguida bajo.


Maldiciendo de nuevo, dejó el interfono. Cuando solicitó el divorcio, lidiar con Patricia, con sus cosas y su pandilla de amigos había sido exasperante. Ahora suponía una molestia, pero también algo más que eso. Ella era su gran fracaso, y para ser del todo franco, hubiera sido mucho más feliz si ella se largaba. Era evidente que su ex tenía otra idea.


La encontró en la terraza interior de la planta baja, mirando el cuadro de Manet que había sobre la chimenea.


—Patricia.


—Recuerdo cuando compraste éste. En esa subasta de Christie's —dijo, volviéndose hacia él—. Pasamos la noche en el palacio de Buckingham, invitados por la Reina.


Pedro asintió, apretando la mandíbula.


—Lo recuerdo. ¿Qué quieres? Te dije que hablaría con Tomas.


—Me he disculpado, Pedro. Un millón de veces. —Se acercó lentamente, descarada y perfecta con su blusa azul de Ralph Lauren y sus pantalones de pinzas color tostado—. Y he cambiado.


—Sólo de lugar. Tengo trabajo pendiente, así que, dime qué es lo que quieres o te pido que te marches.


—¿Qué pasaría si robara a la gente? —dijo súbitamente, acercándose un pasito más.


El se quedó paralizado por un instante, luego siguió su camino hasta la ventana.


—¿Qué?


—¿Y si me meto en las casas de la gente y en sus habitaciones y robo sus objetos de valor? Podríamos estar en una fiesta, y mientras tú distraes al anfitrión yo podría escabullirme en otro cuarto y coger un diamante, o lo que sea, y nadie sabría quién lo ha hecho. Nadie salvo tú y yo.


Pedro la miró fijamente. De modo que Paula había estado en lo cierto; Patricia quería que volviese con ella. Por el amor de Dios, en menudo embrollo se había convertido todo.


—¿Piensas que convertirte en una especie de ladrona de guante blanco volvería a unirnos? —preguntó con sosiego, muy consciente de que tenía que tratar el tema con tacto. 


Por lo visto Patricia sabía o había conjeturado mucho más sobre Paula de lo que había imaginado.


—Parece ser que en nuestro mundo está de moda robar y matar como medio de ganarse la vida. ¿Y quién encaja mejor en nuestro mundo que nosotros? ¿Te excitaría eso, Pedro, saber que estamos en una casa ajena para robarles, mientras que ellos nos sirven champán y caviar?


—No podrías parecerte a Paula aunque quisieras —dijo taxativamente—. Si piensas que es eso lo que estás intentado, te sugiero que lo dejes. Si tuvieras idea de lo que me excita de ella, no te molestarías con este… patético intento de «a ver quién es el mejor»… o lo que creas que estás haciendo.


—Pero es una ladrona. ¿Qué otra cosa si no podría interesarte de ella?


—Todo.


Pedro pudo ver la repentina ofensa en su sorprendida y fría expresión. Obviamente ella había considerado con cuidado su plan de ataque, y había decidido que pretender aparentar que podía ser mejor que Paula que la propia Paula era el mejor modo de suscitar su interés. Ya tenía más que suficiente con una maldita ladrona a la que reformar. Aparte de eso, no lograba imaginarse a Patricia haciendo lo que hacía Paula. Su ex esposa no era lo bastante independiente, ni tenía suficiente coraje, para arriesgar su vida y su libertad en pos de la emoción y de un sueldo.


Un músculo bajo su ojo izquierdo palpitó y seguidamente se echó a reír.


—Por supuesto que la encuentras interesante. Es diferente. 
Y bastante encantadora, de un modo algo extraño. Lo de robar cosas no era más que una broma. Te dije que Ricardo era una mala influencia para mí. Por favor, haz que Tomas me llame lo antes posible. Necesito cortar mis lazos con Ricardo, cuanto antes mejor. Pero no sólo necesito ayuda legal, Pedro.


—¿Dinero? Pensé que estabas siendo ahorrativa.


—Así es.


—Entonces, tal vez deberías procurar comprar en Wal–Mart en vez de hacerlo en Ralph Lauren.


—Tengo que encajar —espetó, manifiestamente molesta—. Tú te has fijado en si visto de Ralph Lauren, Padra, Diane von Fustenberg u otro. Me alojo en un Motel 6 o en El Breakers. Como hace todo el mundo. Trato de economizar, pero no creo que deba renunciar a todos y a todo lo que estoy acostumbrada.


La miró con escepticismo.


—Pensé que la idea era que encontrases un nuevo grupo de amigos que no estuvieran familiarizados con tu vida y tus costosos gustos.


Sus hombros se combaron.


—Mi vida está arruinada. No me quedan más que unos pocos amigos que comprendan lo que me ha sucedido, y algunos menos que quieran relacionarse conmigo.


—Parece que necesitas contratar a un asesor de imagen. Ésa no es mi especialidad. —Dio un paso a un lado y tomó el teléfono del extremo de la mesa, y pulsó el interfono—. ¿Reinaldo? Ten la amabilidad de acompañar a la señora Wallis a la puerta.


—Pero…


—Discúlpame, tengo una conferencia telefónica.


Sin aguardar una respuesta, Pedro salió por la puerta y subió de nuevo la escalera. Al igual que el día anterior, lo primero en que pensó fue que deseaba ver a Paula. 


Desechó la idea de modo severo y furioso, y regresó a su despacho. ¡Maldita Patricia! Lo último que necesitaba era agobiar a Pau a fin de asegurarse de que ella le pertenecía, de que no era Patricia, y de que él no era el mismo hombre que había amado a esa mujer cinco años atrás.


Patricia había estado en lo cierto en una cosa; que fuera una ladrona era parte de lo que le excitaba de Paula, aunque jamás lo admitiera. Ella tenía la habilidad de entrar y salir de las vidas de la gente, de liberarlos de sus posesiones sin que éstos fueran siquiera conscientes de ello hasta después de su marcha. El hecho de que él sí fuera consciente de eso, de que aun con todas sus habilidades le hubiera sido imposible salir de su vida —de que no hubiera querido salir de su vida—, hacía su presencia mucho más excitante. El problema era que no se le podía permitir hacerlo de nuevo. Desconocía el efecto que aquello tendría en su relación, pero no era algo que pudieran evitar. No si querían seguir juntos. Él deseaba que así fuera, y creía que posiblemente también ella lo deseara.


Tan pronto llegó a su escritorio, marcó el número directo del despacho de Tomas Gonzales. Ayudar a Patricia se había convertido en una prioridad, aunque no fuera más que para que le dejara en paz. Tenía que concentrarse en otra persona… y cometer un error con respeto a Paula podría significar mucho más que perderla. En lo concerniente a ella, los errores podían ser fatales.