sábado, 31 de enero de 2015
CAPITULO 147
—Me estoy hartando de tener esta misma conversación una y otra vez —dijo Pedro, poniéndose en pie a la cabecera de la mesa de conferencias para enfatizar sus palabras—. Si el concejo municipal prefiere tener un edificio de treinta y cinco plantas abandonado en pleno corazón de Manhattan, y si prefieren desestimar mi oferta de facilitar veinticinco millones de dólares para viviendas de interés social, mencionemos pues la congestión circulatoria una vez más y hemos terminado.
Joaquin Stillwell se aclaró la garganta mientras Pedro se acercaba a la ventana.
—Creo que lo que el señor Alfonso quiere resaltar es que el incremento del tráfico sería insignificante comparado con el prestigio de tener un hotel de cinco estrellas en pleno centro. El empleo aumentará, así como sus ingresos fiscales. El señor Alfonso ha sido muy paciente, pero llegados a un punto, esto se convierte en una propuesta perdida, y desistiremos.
—Pero tenemos que considerar...
—Ah, por el amor de Dios. —Pedro regresó con paso enérgico hasta la mesa de conferencias—. Que salga mi equipo. —Cuando sus empleados fueron desfilando por su lado hacia la zona de recepción y los representantes del ayuntamiento se miraban unos a otros, alucinados, también él abandonó la sala, deteniéndose en la entrada—. Reflexionen todo lo que les plazca durante los próximos quince minutos. —Cerró la puerta con ellos dentro.
—¿Pedro? —dijo Stillwell, acercándose a él con algunos documentos.
—No. No vamos a dar un paso más con este proyecto hasta que obtenga una respuesta por parte del ayuntamiento. Ve a tomarte un café o lo que quieras. No deseo que vean siquiera a uno de nosotros durante quince minutos. ¿Y Joaquin?
—¿Sí, señor?
—Ha estado bien la táctica del poli malo poli bueno. Bien hecho.
Stillwell sonrió brevemente, dirigió una mirada fugaz hacia las paredes de cristal y adoptó de nuevo una expresión sobria.
—Gracias.
Su equipo se desperdigó. Deseando poder cerrar con llave las malditas puertas de la sala de conferencias, Pedro se retiró a su despacho. A mitad de camino en su teléfono sonó el tono que le había asignado a Paula. Desenganchó el aparato del cinturón y descolgó.
—Hola, cariño.
—¿Estás ocupado?
—Tenemos un parón de catorce minutos —dijo, aminorando el paso al escuchar el tonillo de su voz. Se le erizó el vello de la nuca—. ¿Qué sucede?
—Te agradecería mucho que te acercaras al Art Café en Broadway —respondió con el mismo tono de voz sereno.
—¿Estás bien?
—Sí. Sería estupendo que nadie te siguiera.
Maldita sea.
—¿ Pau ?
—Estoy bien. Pero no disponemos de mucho tiempo.
Algo la tenía muy preocupada.
—Voy para allá.
Dando media vuelta, se fue hacia el nuevo despacho de Stillwell.
—Joaquin, me ha surgido algo. Si cuando vuelvas ahí adentro no están preparados para dejar atrás la cuestión del tráfico, pospon la reunión. Diles que el alcalde puede llamarme si quiere que continúen las negociaciones.
—Muy bien.
Descendió los cincuenta pisos en el ascensor, procurando no juguetear con los dedos y deseando haber hecho instalar un ascensor para ejecutivos. O una batbarra. A Paula le encantaría.
En el primer taxi se dirigió tres manzanas hacia el este, lúego giró a la derecha, se apeó, tomó otro, y fue en la dirección contraria. Esperaba que alguien estuviera intentando seguirle, porque de lo contrario parecería un imbécil. Hizo que el segundo taxi pasara de largo la cafetería, y dado que no vio señales manifiestas de lucha, se apeó y tomó un tercer taxi hasta la puerta principal.
Una vez dentro, la divisó de inmediato, sentada en uno de los reservados del fondo de cara a la puerta... y al detective Garcia frente a ella. Los comensales próximos a él se removieron a medida que él pasaba por su lado, pero los ignoró. Pau le saludó con la mano, de modo que, por lo menos, no estaba esposada, gracias a Dios.
Paula se hizo a un lado, y Pedro le dio un beso en la mejilla, sentándose a su lado en el compartimento.
—Detective —saludó sin inflexión en su voz, paseando la mirada del uno al otro.
—La señorita C ha estado contándome una historia —dijo Garcia.
—¿Qué clase de historia?
—Ah, ya sabes. —Paula tomó la palabra—. Personas que regresan de la muerte; museos que son robados; cosas de ese estilo.
Pedro sintió que la sangre abandonaba su rostro.
—Perdona, ¿cómo dices?
—¿Señor Alfonso? —dijo un camarero, acercándose—. ¿Puedo traerle algo de beber?
—No, grac...
—Tomará una taza de té —le interrumpió Pau. El camarero asintió y se marchó.
—Paul...
—Estamos siendo sociables —dijo en voz baja—. No se trata de una reunión oficial.
—Espero que no. —Le agarró con fuerza la mano por debajo de la mesa—. ¿Decidiste sin más que querías mantener una charla con el hombre que te arrestó? —susurró—. ¿Y rehusaste contarme adonde ibas?
—Era cosa mía. Mi decisión.
—Supongo que se lo dirías a Walter, ¿no?
—¿Qué parte de «mi decisión» no has entendido, Alfonso?—respondió, devolviéndole el apretoncito en la mano a pesar de su firme tono—. Supuse que si acudía a Garcia absolvería a todos los demás.
Pedro desvió la mirada hacia el policía.
—¿Y bien, qué opina de la historia, detective?
—Que nadie me contaría tal locura de no ser cierto. —El detective lanzó una mirada a Paula—. Se necesitan agallas para confiarme algo así.
Confianza. Una palabra prometedora, dadas las circunstancias. El camarero sirvió el té y una tetera con agua caliente, y Pedro asintió, expresándole su gratitud.
—¿Y qué es lo que ha inspirado esta confianza?
—Sopesé todas las opciones y supuse que tenía que ser Garcia, y que tenía que ir a hablar con él. —Paula se encogió de hombros—. Si quieres pelear por ello, podemos hacerlo más tarde. Ahora mismo, tenemos cosas de qué ocuparnos. Mi... excursión es mañana por la tarde.
Su excursión. Aquello era quedarse corto. Y por fin comprendió por completo la situación.
—Realmente os habéis sentado aquí a hablar de todo esto.
—Sobre todo ha sido ella quien ha hablado y yo me he quedado sentado boquiabierto.
—Sin embargo, Pedro tiene razón —dijo Paula—. Aquí nadie nos ha prestado demasiada atención. Pero ahora que estás aquí, sir Galahad, quizá debamos buscar un lugar más privado.
Aquello era un cambio, reflexionó, al tiempo que comenzaba a remitir la desconcertante sorpresa que le había provocado que la reunión hubiera llegado a tener lugar. Supuso que su vida, su fama, era la causante de complicaciones en esta ocasión.
—¿Cómo ha venido, detective? —preguntó.
—En mi coche. Está en el garaje al doblar la esquina.
Pedro se puso en pie, arrastrando a Paula fuera del compartimento con él.
—Pues vayamos a recogerlo.
Depositó dinero suficiente sobre la mesa para pagar lo que parecían los restos del desayuno y se unió de nuevo a Paula para seguir a Garcia hasta su coche. Era una locura, una reunión en un garaje al estilo Garganta Profunda, pero tal y como había dicho Paula, no disponían de mucho tiempo.
—¿Doy por supuesto que se te ha ocurrido alguna clase de plan? —preguntó, apoyándose contra el parachoques trasero del Taurus último modelo.
Paula se encaramó al maletero para apoyarse sobre su hombro.
—Garcia va a soplarle al FBI que ha cambiado el día del golpe.
—Con lo que vuelves a estar metida en un robo a mano armada. No veo que haya ninguna mejora.
—Conseguimos que los buenos estén allí para llevar a cabo los arrestos y evitar que las obras de arte salgan del museo, y que Martin se lleve el mérito del montaje.
—Veré si puedo hacer un trato para infiltrar a algunos de mis hombres en el museo —dijo el detective, a unos pasos de ellos—. Haremos cuanto podamos para respaldar a Chaves.
—Eso no es suficiente.
—Bueno, dado que se ha ofrecido voluntaria para meterse en esta operación sin llegar primero a un acuerdo con las autoridades, no hay mucho más que pueda hacer llegados a este punto. —Garcia miró a Paula—. Supongo que la INTERPOL podría estar interesada en hablar de ciertas... cosas con usted. Cosas que sucedieron hace menos de siete años y que todavía sean imputables. Apuesto a que usted es de vital importancia para ellos tanto como lo es Veittsreig.
¿ Qué demonios le había contado Paula ?
—Razón de más para que no sea un plan admisible —farfulló Pedro. No podía impedir que Paula corriera riesgos peligrosos. Aceptaba que su ansia de aventura formaba parte de su carácter. Pero esto suponía un riesgo demasiado grande.
—Mi otra opción es hacer que Garcia me arreste para así no poder atracar el museo.
—Pues me quedo con ésta. —Sorprendido porque Paula hubiera contemplado siquiera aquello, mucho menos que lo hubiera dicho en voz alta, Pedro le tomó la mano que tenía posada sobre el muslo—. Prefiero que pases un día en la cárcel a toda la vida.
—No me quedo con ninguna de las dos —dijo de plano—. El problema de ese plan es que si me arrestan, Nicholas y Martin seguramente suspenderían el golpe. Yo, los dos, continuaríamos en la cuerda floja cuando saliera, y la INTERPOL estaría cabreada con Martin.
—Deberían estarlo. Se la está jugando.
—Quizá le haya sido imposible pasarles nueva información. Este trabajo se ha planeado con suma rapidez —frunció el ceño—. Por lo cual es posible que resulte una chapuza.
—No haces que me sienta mejor.
—Voy a hacerlo, Pedro. El golpe debe llevarse a cabo para que la policía pueda impedirlo, o volveremos a vernos de nuevo en la misma situación en otra parte. Espero entrar por mi cuenta, y no voy a dar por hecho que Martin vaya a responder por mí. Me he cubierto las espaldas lo mejor que he podido, pero es lo que hay.
—¿Quieren que les deje un minuto a solas? —preguntó Garcia, hurgando en el bolsillo de la chaqueta en busca de un palillo y llevándoselo a la boca.
Pedro deseaba varios minutos. Apartándose del parachoques, fulminó a Paula con la mirada. Había pasado mucho tiempo desde que alguien intentara darle órdenes, y en esos momentos le agradaba incluso menos. Quería detenerla. Ponerle él mismo las esposas, meterla en un avión y llevársela de nuevo a Inglaterra, donde al menos tenía una verja enorme que separaba sus posesiones del resto del mundo. Y a pesar de que seguramente una verja no podría retener a Paula, sin duda sí contribuiría a impedir que nada ni nadie le hiciera daño.
—Muy bien —dijo con rigidez, pronunciando las palabras con los dientes apretados.
—Bien —medió el detective antes de que Paula pudiera añadir algo—. Porque dispongo de treinta horas para que el FBI, la INTERPOL y el Departamento de Policía de Nueva York se unan, ideen un plan y lo pongan en marcha.
Pedro mantuvo la mirada clavada en Paula.
—Y si él no lo consigue, tomaré las medidas necesarias para sacarte de ese museo mañana. ¿Queda claro?
Paula entrecerró sus ojos verdes.
—Como el agua.
—De acuerdo —farfulló Garcia, agarrándose las manos—. Largo de mi coche, tengo que llegar a la Central.
—Y no le mencionará mi nombre a nadie.
—A nadie, exceptuando a los tipos a los que les asigne que le sigan mañana. —Sacó las llaves y abrió la puerta conductor—. Y estará en algún lugar donde pueda localizarla por si acaso. Voy a tener que responder a algunas preguntas delicadas.
—Estaremos en casa —dijo Pedro—, asegurándonos de que Paula tenga un plan de escape. O unos cuantos.
CAPITULO 146
Lunes, 7.40 a.m.
—Es necesario que vaya a la oficina —dijo Pedro al tiempo que se ajustaba una corbata negra y gris.
Sentándose en la mesita junto a las ventanas del dormitorio principal, Paula pasó otra página de la guía del Museo Metropolitano de Arte que había cogido cuando fue a visitarlo con Sanchez.
—Sí que lo es —dijo, clavando la mirada en la fotografía del violín Stradivarius que se suponía debía robar al día siguiente—. No pienso darte un permiso por escrito para no asistir a las negociaciones de hoy, jovencito.
—Para eso he contratado a Stillwell, para que esté disponible cuando surja algún imprevisto.
Paula le miró.
—Le has contratado para estar libre y poder seguirme. No eres mi mamaíta. Ni mi agente de la condicional.
Pedro frunció el ceño.
—De acuerdo. —Encaminándose a la puerta del dormitorio, la cerró con cuidado—. Creo que es posible que nos haya oído.
—¿Esta mañana? No hemos dicho nada excesivamente extraño.
—Esta mañana, no. Anoche.
—Anoc... Oh, mierda. —Hizo una pausa—. No te refieres al sexo en la ducha, ¿no? Hablas de la charla en la cocina.
—Justamente.
—Mierda. Pues despídele.
—No ha hecho nada malo. De hecho, puede que ayer me ahorrara medio millón al año en impuestos sobre la propieda —Pedro echó un vistazo a la fotografía por encima del hombro—. ¿Y no te parece un poco hipócrita por tu parte asumir que nos causará problemas?
Pau le dirigió una sonrisa.
—No te equivocaste cuando pensaste que yo te metería en líos.
—No le pierdas de vista hasta que lo sepamos.
—He de decir que me desagrada la idea de tener un posible espía en nuestra propia casa.
Pedro tomó aire.
—A mí también. Pero me ocuparé de él. —Se sentó a su lado—. Y le he contratado porque mi vida ha cambiado en estos últimos meses y me estoy adaptando. Y sí, tú eres la razón de que mi vida haya cambiado. —Pedro le quitó el vaso de CocaCola Light y tomó un trago—. No es lo mismo que un café.
—Y gracias a Dios que no lo es. Vete a trabajar. Yo voy a repasar el programa y a cerciorarme de que tengo todo lo que necesito.
Pedro inclinó la silla hacia atrás para darle un beso.
—Te llamaré en cuanto disponga de un momento. —Poniendo de nuevo la silla sobre las cuatro patas, cogió la chaqueta del traje y se dirigió hacia la puerta del dormitorio.
A Paula se le ocurrió de pronto la solución mientras le veía salir de la habitación. Un modo de detener a Veittsreig y un modo de evitar que Martin renegara de su trato con la INTERPOL, y un modo de alejar cualquier sospecha de Pedro. El corazón se le detuvo, y acto seguido comenzó a palpitar a la velocidad de la luz.
—Oye, inglés —le llamó, levantándose y aproximándose hasta las escaleras.
En el descansillo, Pedro se detuvo y alzó la mirada hacia ella.
—¿Qué pasa?
—Te quiero.
Su mandíbula se movió nerviosamente durante un momento.
—Yo también te quiero. —Vaciló, como si estuviera considerando subir de nuevo las escaleras.
—Llámame —dijo, regalándole una sonrisa—. Almorzaremos juntos. Y no te olvides de llevarte a Stillwell.
Con una de sus anticuadas reverencias, Pedro le devolvió la sonrisa y continuó bajando las escaleras. Paula esperó donde estaba hasta que oyó la voz de ambos hombres, y a continuación el clic y la cerradura de la puerta principal.
Luego volvió como un rayo al dormitorio y agarró el móvil de su cargador.
Había memorizado el número la primera y única vez que lo había visto, y pulsó las teclas antes de poder cambiar de opinión.
—Garcia —escuchó la voz del hombre. —Garcia, soy Chaves. Me gustaría charlar con usted. Durante un segundo no escuchó nada. Le había sorprendido. Estupendo.
—Venga a comisaría.
—No. Reúnase conmigo a desayunar en el Art Café en Broadway. A las ocho y media. —Eso le daría tiempo para despistar a quienquiera que pudiera estar siguiéndola esa mañana.
—Ya he desayunado.
—Como si me importase. ¿Va a venir o no?
—Sí. Allí estaré.
—Si veo uniformes o esposas, Garcia, daré por hecho que no va a jugar limpio.
—Es usted una paranoica, señorita C.
—Y que no se le olvide.
Seguramente daba lo mismo que la poli la siguiera hoy, pero era una cuestión de principios. Además, no podía arriesgarse a que Wulf, Bono, o alguno de los miembros de la banda de Veittsreig la siguieran y pillaran viéndose con un policía. Sobre todo uno al que habían visto visitarla en su casa con anterioridad.
Después de coger el teléfono, el bolso y la guía del museo, salió de la casa y paró un taxi. Consideró por un segundo dejarle una nota a Pedro, sólo por si acaso, pero si esto no salía bien, un par de palabras en un trozo de papel podrían explicarlo.
Cuatro taxis más tarde, puso el pie en la acera frente al Art Café. Le gustaba aquel sitio; comida buena y nada cara, sin pretensiones y, lo mejor de todo, seguramente Veittsreig y sus chicos no tenían ni la menor idea de su existencia.
—Señorita C.
Se dio la vuelta cuando el detective Garcia se aproximaba desde la esquina. Había sido puntual, sea como fuere. Así pues, aquél era el tipo al que iba a desnudarle su alma. Sí, ése era su brillante plan: contárselo todo a Garcia y esperar que poder echarle el guante a unos importantes ladrones de arte y ponerse a buenas con la INTERPOL y el FBI le alegrara más que intentar atraparlos una vez más a Martin y a ella. En cuanto al robo de los Hodges, bueno, todavía no había decidido nada al respecto. Confesar un delito del cual no era sospechosa... simplemente era un error.
Al menos, a diferencia de Francisco Castillo en Palm Beach, a simple vista Garcia no parecía un policía, lo que hacía que hablar con él en público resultara menos problemático. Seguía sin caerle bien, pero cualquiera que conociera su antigua reputación y no supiera quién era él, pensaría que estaba reuniéndose con un perista, un marchante de antigüedades o algo por el estilo.
Su desbocado corazón dio un vuelco y luego se le cayó a los pies. Garcia no tenía pinta de policía, pero Nicholas le había identificado como tal la noche en que había ido a recoger los diamantes. Y Nicholas no llevaba demasiado tiempo en la ciudad, así pues, ¿cómo había sabido que Garcia era poli? Bueno, se le ocurría un modo: Garcia era corrupto. Y eso significaba que estaba a punto de pegarse un tiro en la cabeza.
—¿Entramos? —preguntó, abriéndole la puerta.
Dios bendito. Tenía que saberlo con seguridad. De manera subconsciente, había confiado lo bastante en lo que percibía con respecto a él como para hacer la llamada. Si su presentimiento era correcto, el plan podría funcionar. Si se equivocaba, Nicholas sabía dónde se encontraba exactamente, y estaba esperando para comprobar si estaba dispuesta a delatarle o no a la policía.
Entró en la cafetería.
—Dado que me gustaría que esto fuera discreto —dijo, indicando que necesitaba una mesa para dos—, ¿tiene nombre de pila? Aparte de detective, claro está.
—Sí, me llamo Samuel.
Tratando de obtener algo de tiempo mientras repasaba sus conversaciones pasadas en la cabeza, pidió crepés con plátanos y nueces, además de una CocaCola Light. Él pidió una magdalena integral y un café. Comida de policías, no es que eso importara llegados a este punto.
—Creía que ya había comido —apuntó, echando un vistazo al lugar en busca de rostros conocidos. Nada.
—Me tomé un chicle y una gragea.
—Está intentando dejar de fumar, ¿verdad? Eso explica por qué está tan irritado.
—No fumo —gruñó—. Siempre estoy irritado.
Aparte de su sempiterno palillo de dientes, que esa mañana brillaba por su ausencia, tampoco parecía malencarado. Eso hizo que se sintiera desleal, pero le dio otra razón para desear verle, aparte de para desahogarse... si es que acaso necesitara otro motivo.
Una vez el camarero les llevó sus pedidos, Paula apoyó los codos en la pequeña mesa del compartimento.
—¿Alguna pista sobre las obras robadas?
Garcia se recostó al mismo tiempo que ella se inclinaba hacia delante.
—Si me ha traído aquí para poder arrastrarme de un lado a otro, olvídese. Tengo mucho trabajo pendiente.
Aquello parecía frustración genuina. Para ella eso significaba honradez, lo cual era bueno... a menos que fuera mejor actor que ella. Por Dios, era una auténtica imbécil por meterse en aquello sin respaldo ninguno. Tan sólo esperaba tener la oportunidad de aprender y sacar provecho de la lección.
Paula le brindó una pausada sonrisa.
—No le estoy dando la entretenida. Pero en mi situación, tengo que ser cauta, ya sabe. —Vale, ahí había estado bien.
—¿Y qué situación es ésa?
—Me dijo que en una ocasión persiguió a mi padre. ¿Alguna vez le vio? Es decir, ¿cómo supo que era a Martin Chaves a quien perseguía? —Máxime cuando no había sido él. Pero si era deshonesto, probablemente le había visto después... y muy recientemente.
—No, nunca le vi. No entonces. Ese hijo de... Lo siento, soy consciente de que se trata de su padre, pero lo era, y lo sabe.
—Lo sé. Nunca me contó cómo se ganaba la vida, pero lo sé. —No, no pensaba desnudar su alma por completo. No era imbécil.
—Sí, claro. Bien, me gusta que vaya usted de frente, y su obsesión por la CocaCola Light resulta... enternecedora, supongo. Pero si se ríe, hallaré el modo de trincarla. Le juro por Dios que lo haré. Y sé que ayer se cargó un coche de incógnito, por cierto.
—No, si no puede demostrarlo. Y no me reiré, se lo prometo. —A juzgar por cómo andaba de los nervios, tendría suerte si no se ponía a gritar y echaba a correr.
—No tenía la menor idea de quién dio ese golpe. No hasta ocho meses después, cuando el Departamento de Policía de Miami le pilló con las manos en la masa con un montón de doblones españoles en el Museo Histórico del Sur de Florida. El modus operandi se ajustaba con el de mi caso, y me llamaron. Volé hasta Miami para interrogarle, y no me dijo una maldita palabra. Se limitó a sonreírme. Esa expresión de «demuéstralo», como si supiera que me sería imposible hacerlo. Y nunca pude. Era escurridizo como un gato. —Dejó su taza de café con tal fuerza, que se derramó sobre el plato—. ¿Cuántos años de cárcel le cayeron?
—Ciento dieciocho —apuntó tranquilamente.
—Ciento dieciocho años en prisión, y no pude demostrar que robó el Warhol. Daría mi huevo izquierdo, perdone mi lenguaje, por haber sido yo quien lo hubiera arrestado.
Paula observó su expresión, escuchó su voz, las palabras que empleaba y la manifiesta frustración e ira que se escondían tras ellas. A pesar de que no fuera Martin quien robó el Warhol, no podía creer que el hombre que tenía sentado enfrente aceptara, bajo ningún concepto, trabajar con su padre, mucho menos ayudarle a salir impune de un robo mayor.
Y Martin había visto a Garcia antes. Le habría reconocído la noche en que la arrestaron, en las noticias de televisión, y la noche en que el detective la había llamado pidiéndole su ayuda. Tenía sentido. Y lo que era más importante, «parecía» tener sentido.
—El Warhol de hace ocho años —dijo, armándose de valor, preparada para salir por patas si iba a por ella. No podía confiar en los policías honestos más de lo que podía hacerlo en los corruptos, aunque por razones completamente distintas—. Ya ha prescrito.
—Todavía me carcome. Y el cabronazo está muerto, así que no pude sacarle una confesión en su lecho de muerte. Odio los cabos sueltos.
—Bueno, en favor de lo que espero esté a punto de ser una especie de sociedad, el Warhol fue a parar a una colección privada en Amsterdam. Por lo que sé, continúa allí.
Los ojos castaños del policía se entrecerraron.
—¿Me está diciendo lo que creo que me está diciendo?
—Yo me lo llevé.
El se dispuso a levantarse. Paula tendió la mano, la otra fue al cuchillo de la mantequilla que había sobre la mesa.
—Las leyes de prescripción, encanto. No puede arrestarme por ello.
—Entonces, ¿ha venido a regodearse? ¿A decirme que desperdicié todo ese tiempo persiguiendo al Chaves equivocado y que ya no hay nada que pueda hacer al respecto?
Paula le agarró de la muñeca y tiró de él nuevamente para que volviera al compartimento.
—Maldita sea, ¿quiere bajar la voz, Garcia? —dijo entre dientes—. No, no he venido a regodearme. Me trajo una lata de refresco y ha ido de frente conmigo. Tal vez quiera resarcirle por lo del Warhol.
—¡Joder! ¿Y cómo piensa hacerlo?
—De acuerdo. No voy a jugar al que conste, que no conste. Voy a contarle algunas cosas básicamente porque tengo dos alternativas, y una de ellas me lleva a la muerte, y la otra a perder... ciertas cosas que no quiero perder. Usted es mi tercera opción.
—¿Robó el Hogarth y el Picasso, verdad? Sabía que usted...
—No fui yo. —Bajó más la voz—. Únicamente tengo una condición, y es que me escuche hasta que haya terminado.
Garcia volvió a erguirse.
—Y luego puedo arrestarla.
Las yemas de los dedos se le quedaron heladas, y Pau los flexionó.
—Esa sería la opción número cuatro, pero lo dejaré a su juicio.
CAPITULO 145
Domingo, 10.47 p.m.
Pedro abrió la puerta principal justo cuando llegaba Pau.
—No dejaste una nota —dijo, tomándola de la mano, con llave incluida y arrastrándola adentro.
—No tuve ocasión —dijo cansadamente, lanzando la mochila en el armario del vestíbulo y poniéndose una sudadera que había colgada allí. Wulf la había dejado a unas calles de distancia, y había tomado un taxi para recorrer la última y heladora milla hasta casa—. Pasaron a recogerme justo en la puerta de casa. —En la pechera de la sudadera ponía «Oxford» y olía al aftershave de Pedro.
Sanchez apareció detrás de Pedro.
—No deberías dejar tu equipo ahí. No te das cuenta de que si la policía lleva a cabo un registro, será el primer lugar donde mirarán.
—Lo sé —refunfuñó—. ¿Puedo tomarme un maldito sandwich y una aspirina antes de que empecéis con el juego del multimillonario bueno, ex perista malo? ¿O al revés?
—Claro que puedes. —Pedro la tomó de los hombros y la condujo hacia la cocina.
—Bien —respondió—. Y no quiero malas noticias con el estómago vacío, ¿lo pilláis?
Las manos de Pedro se tensaron brevemente y se relajaron a continuación.
—Lo pillamos.
A mitad de camino hacia la cocina se volvió para ver a Sanchez caminando detrás de ellos.
—¿Y tú qué haces aquí? Hablando de hacer que la poli sospeche...
—Alfonso me llamó al ver que no aparecías. Subí por la salida de incendios y entré por la ventana.
A pesar del cansancio, Pau dejó escapar un bufido.
—¿Has cometido un allanamiento?
—Tan sólo se ha colado a hurtadillas —dijo Pedro—. Yo le abrí la ventana.
Deslizó un brazo alrededor de la cintura de Pedro.
—Estos son mis chicos.
Pedro la hizo sentarse en la pequeña mesa de la cocina y luego se fue hasta la despensa. Sacó una fuente y un par de rebanadas de pan, las dejó en la encimera y se acercó a la nevera.
—¿Dónde está Vilseau?
—Dadas las circunstancias, pensé que Wilder y Vilseau estarían más seguros en otra parte —respondió—. Les he dado algunos días libres. También a Ruben.
—Pero si duermen aquí.
Pedro sonrió ampliamente.
—Permíteme que te lo aclare: les pagué para que se tomaran el próximo par de días libres. Generosamente.
—Entonces, está bien.
—¿Mantequilla de cacahuete o pavo?
—Pavo. Con poca mayonesa y extra de mostaza.
Pedro la miró enarcando una ceja.
—¿Tengo pinta de cocinero?
—Sí, hasta que Vilseau regrese. Porque cualquier otra cosa que no sea pizza de microondas es cosa tuya, cariño.
Con una amplia sonrisa comenzó a extender la mostaza sobre una de las rebanadas de pan.
—Maravilloso. ¿Así que ahora tengo que negociar una venta multimillonaria y cocinar? ¿Quieres tomate?
—Dios, sí, cariño mío.
—Ejem. Hola, soy un viandante intentando no ponerse a vomitar. —Sanchez agitó una mano en dirección a ellos desde el umbral de la puerta—. ¿Cuál es el objetivo?
—Primero la comida. ¿Quieres que Pedro te prepare un sandwich?
—¡Oye! —protestó el aludido.
—No, gracias. Comí en casa de Dario. —Sanchez torció el gesto—. Hace unos pasteles de muerte, pero nadie puede estropear un filete como él.
—¿Qué ha pasado con el hotel?
—Intenté marcharme, pero Dario me puso una de sus miradas de cachorrito herido. Así que continúo durmiendo en el maldito sillón lleno de bultos y comiendo la cosa grumosa de turno que acompaña el filete.
—Eres un blandengue. —Mientras el sentido del humor comenzaba a reaparecer y su dolor de cabeza a remitir un poco, Paula se acercó a la encimera para coger un trozo de lechuga del sandwich.
—Recordadme otra vez que sois dos cerebros criminales y yo un magnate inmobiliario que vale billones, si sois tan amables. —Pedro se inclinó de lado y la besó.
Tal y como había pedido Paula, Pedro hizo lo imposible por mantener un tono desenfadado hasta que ella hubo terminado de comer. Su velada iba a empeorar más de lo que esperaba... ella no era la única portadora de malas noticias.
Se acercó al frigorífico y se sirvió un poco de limonada, luego se puso a buscar hasta que encontró un bote de aspirinas.
—Sanchez, he encontrado los aperitivos de tortilla —dijo, meneando la bolsa por encima del hombro.
—Oye, deja de dar bandazos —refunfuñó Barstone, avanzando con sorprendente celeridad para tratarse de un caballero tan alto—. Romperás las esquinas. —Tomó la bolsa y retrocedió hasta la mesa—. Sírveme una limonada, ¿quieres, cielo?
—Claro. ¿Y tú, Pedro?
—Estoy bien.
Componían una peculiar familia, pensó Pedro, pero parecía que en eso era en lo que se habían convertido exactamente: en una familia. No sabía si alguna vez llegaría a apreciar a Walter Barstone, aunque durante los dos últimos días había llegado a tenerle un gran respeto al hombre. Walter se preocupaba sinceramente por Paula, pese a que sin duda la influencia que ejercía sobre ella dejaba mucho que desear. No obstante, comparado con Martin Chaves, el hombre era un santo.
—¿Estás bien? —murmuró Paula, dándole suavemente con el codo en la espalda de camino a la mesa.
Pedro dejó a un lado sus reflexiones.
—Tan sólo pensaba en lo poquita cosa que pareces con mi vieja sudadera de la universidad.
—¿Poquita cosa?
—Ah, quería decir mona.
—¡Yanquis!
—Mmm, hum.
Terminando de montar su sustancioso sandwich, Pedro sacó un cuchillo y partió semejante monstruosidad por la mitad.
—La cena está servida, milady —dijo de forma grandilocuente, llevando el plato a la mesa y ocupando la silla junto a la de ella.
Pau devoró la mitad del sandwich y luego se sirvió un puñado de chips de tortilla de Walter.
—Veittsreig tiene a tres alemanes con él, además de a Martin y a mí.
—¿Conoces a alguno de ellos? —preguntó Walter, agarrando la bolsa de aperitivos por una esquina y tirando de nuevo hacia él.
—No, a ninguno. Pero si siempre trabajan con Nicholas, era improbable que los conociera.
—¿Cuál es el plan?
—Entramos veinte minutos antes de que cierren. Desactivo las alarmas centrales; es decir, la antiincendios, las puertas y barreras de seguridad... —explicó, mirando a Pedro—, y me ocupo de los sensores periféricos: los de vídeo y los que van conectados con la policía. Y luego me dirijo a la Sala de Música a por el Stradivarius mientras los otros van a por los cuadros.
—La gente se fijará en ti —dijo Pedro, apretando las manos con tal fuerza, que los nudillos se le pusieron blancos—, da lo mismo que las cámaras funcionen o no. Veinte minutos antes del cierre es...
—Es una locura. Creo que Veittsreig supone que con más gente mayor será el caos y aumentarán las posibilidades de que salgamos antes de que vuelvan a direccionar el sistema. —Tomó la segunda mitad del sandwich y le dio un bocado—. Si fuera yo quien lo planeara, habría entrado a las dos de la madrugada, con una banda de tres hombres, y me hubiera descolgado desde el tejado. Aunque no es que hubiera atracado un museo.
—Irán armados, ¿no es así? —Pedro alargó el brazo y le colocó un mechón detrás de la oreja izquierda. Oyéndola hablar y sabiendo parte de lo que había hecho antes de conocerse, se la habría imaginado como a una especie de amazona musculosa con superpoderes, no como a un torbellino de poco más de metro sesenta y siete de altura y cincuenta y cuatro kilos de peso.
—Sí. Incluso le han dado una Glock a Martin. Y se mosquearon cuando les dije que yo no iba a llevar ningún arma. —Miró con el ceño fruncido la extravagancia de pavo y mostaza—. Puesto que acabaremos siendo dos contra cuatro, tal vez debiera haber aceptado ir armada.
—No estoy seguro de que sean ésas las probabilidades —dijo Pedro, deseando poder comentárselo en privado... o, mejor aún, no tener que mencionarle nada en absoluto.
—¿De qué estás hablando? —preguntó.
—Esta tarde he hecho algunas llamadas.
Engulló los restos del sandwich.
—Has llamado a Gonzales, ¿a que sí? Maldita sea, Pedro, ¿no te das cuenta de que estos tipos juegan duro? Si se huelen algo, lo que sea, nos meterán una bala en la cabeza a Martin y a mí, y luego irán a por ti.
—No hay nada que puedan olerse.
Pau arrugó la frente.
—¿ Qué quieres dec... ?
—Tomas conoce a alguien en el Departamento de Estado, que a su vez conoce a alguien en el FBI. Dejó caer que yo podría estar interesado en prestar algunas de mis obras al Museo Metropolitano, y apretando algunas tuercas más, uno de los agentes del FBI le ha prevenido que va a llevarse a cabo un golpe en Nueva York. El FBI y la INTERPOL están preparados para el golpe... el viernes. Incluso van a poner agentes de incógnito en el museo haciéndose pasar por visitantes.
—El viernes —repitió Walter serenamente, su oscura tez se tornó cenicienta.
Paula guardó silencio durante largo rato. De haberse tratado de otra persona, Pedro habría supuesto que simplemente estaba aturdida. Paralizada. Pero no su Paula. Ella estaba pensando, examinando posibilidades en su cabeza.
Finalmente, Pau asintió.
—En cierto modo, eso hace que me sienta mejor.
—¿Mejor? ¿Porque Martin está engañando a la INTERP... ?
—No, Sanchez, porque Martin no me engaña a mí para que cargue con el mochuelo. Suponía que iba a traicionar a alguien, aunque pensaba que era a mí. Pero me ha arrastrado a un golpe de verdad. O, en todo caso, lo que él entiende por eso.
—En un museo. Y con tipos armados.
—A Martin jamás le ha supuesto un problema atracar museos. Eso era cosa mía... por ser una esnob, como solía decir.
Pedro la miró.
—Permíteme que señale que ahora estás metida en la planificación de un robo en toda regla.
—Cada cosa a su tiempo. —Se dispuso a retirarse de la mesa.
—No, esto primero —respondió, agarrando el respaldo de la silla para impedir que se levantara.
—Tengo que tomar parte, Pedro —dijo con voz más dura—. De lo contrario, las consecuencias son las mismas. Por fin confían en mí hasta el punto de no ser un total inconveniente. Si digo o hago algo que resulte mínimamente extraño estoy muerta.
—Y si tomas parte, las consecuencias serán otras. Entrar a robar en mitad de una multitud, llevando armas, no es un robo de guante blanco. Es un robo a mano armada. ¿Tienes idea de todo lo que puede salir mal? Y aunque nadie resulte herido, si resulta que te cogen, te caerían veinte años de cárcel. La perpetua, si hurgan en tu pasado.
Pau le dedicó una sonrisa jactanciosa.
—Ten un poco de fe, guapetón. Y déjame pensar unos minutos sin hacer de Dudley DoRight,¿vale?
Pedro soltó la silla y Pau la retiró bruscamente hacia atrás.
Poniéndose en pie, se encaminó hacia el pasillo.
—Dudley DoRight es canadiense —dijo escuetamente.
Paula aminoró el paso, lanzándole una mirada exasperada por encima del hombro.
—Pues, entonces, sir Galahad. Voy a darme una ducha. Sanchez, vete a casa de Dario. Te llamaré cuando se me haya ocurrido algo.
Después de que ella se fuera, los dos hombres se quedaron sentados uno frente al otro.
—Encontrará una solución —dijo Walter al cabo de un momento—. Siempre lo hace.
—Pero no lo hará pensando en intentar librarse del trabajo —respondió—. Quiere hacerlo.
—Creo que sólo quiere comprobar si puede hacerlo.
—Lo que me preocupa es que ella no está segura de eso.
—Eso y el hecho de que si cometía un solo robo más, su relación acabaría. Podía justificar, al menos para sí mismo, sus motivos para robar a los Hodges. Éste era un golpe a mucha mayor escala, con consecuencias mucho más graves. Y por mucho que la amara, no consentiría que utilizase su casa, su vida, como base de operaciones o algo similar. Suspiró y se puso en pie—. Vamos. Te ayudaré a salir por la ventana.
Walter también se levantó.
—De acuerdo, pero me llevo los chips de tortilla.
Paula había dicho que deseaba algo de tiempo para pensar, pero Pedro quería recordarle que no se trataba únicamente de un trabajo peligroso. También se trataba de su futuro en común.
Ayudó a Walter a salir por la ventana de atrás y le observó mientras bajaba por la salida de incendios, a continuación cerró el pestillo y fue a la planta baja para conectar la alarma del perímetro. Obviamente el sistema no era digno de la madera y la escayola con la que estaba sujeto, pero se negaba a facilitarle más cosas al próximo que se propusiera robar en su casa.
Mientras subía las escaleras al piso de arriba escuchó cerrarse una puerta. Paula ya estaba duchándose; podía oírlo a través de la puerta cerrada del dormitorio principal. La pasó de largo y se detuvo dos puertas más allá. ¡Mierda!
—¿Joaquin? —dijo, llamando suavemente.
Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió.
—¿ Sí, señor ?
—¿Qué tal te has instalado?
—Bien, señor. Yo, eh, ahora que no está su cocinero, ¿cuáles son las reglas para las comidas? ¿Para los desayunos?
—Sírvete tú mismo. Los armarios están repletos. O pide la comida —se detuvo—. ¿Necesitas toallas, sábanas o alguna otra cosa?
—No, señor. Todo está bien. Estoy bien. La... tiene una casa preciosa.
—Gracias. —Retrocedió unos pasos—. Buenas noches, pues.
—Buenas noches, señor.
—Y recuerda, llámame Pedro.
—Sí, señor. Pedro. Lo recordaré.
—Oh, y he conectado la alarma. Si abres una puerta exterior o una ventana, se disparará.
—No lo olvidaré, Pedro. Gracias.
La puerta se cerró, emitiendo el mismo clic que había escuchado momentos antes. ¿Dónde se encontraba Joaquin Stillwell durante la conversación que habían mantenido en la cocina? ¿Y cómo narices se había olvidado que había alguien en la casa? Eso no era propio de él.
Pedro abrió la puerta del dormitorio principal, echando la llave al entrar. Se quitó los zapatos, lanzándolos hacia su armario, y a continuación se desabotonó la oscura camisa de vestir de color burdeos que no había llegado a quitarse. Despojándose de ella y de los pantalones, se dirigió al baño, dejando los boxers y los calcetines en la entrada.
—Se me olvidó decirte una cosa, yanqui —dijo, abriendo la mampara de la ducha.
Pau se volvió hacia él, el jabón descendía por su mojada piel desnuda, formando exquisitos regueros. Su cuerpo respondió inmediatamente, y Pedro se metió en la enorme ducha, cerrando la puerta tras él.
—Eso ya lo veo —respondió, su mirada descendió hasta su verga.
—Tenemos un invitado.
Pau levantó la vista de nuevo.
—Sanchez no puede quedarse aquí.
—No. Joaquin Stillwell.
—¿El tipo al que grité esta mañana?
—Sí. He estado un tanto... distraído, así que le hice venir para que me ayudara con algunas cosas.
—Así que está aquí. En estos momentos.
—Está en el cuarto de invitados.
—Sólo lo has hecho para que no pueda mudarme allí otra vez.
—Sí, soy así de taimado. Le pago a un tipo cerca de medio millón de dólares al año para impedir que abandones nuestra cama.
—Está bien, me doy por enterada. Márchate. Todavía estoy pensando. —Se giró, metiendo la cara y los hombros debajo del humeante agua.
—Piensa también en esto —murmuró, rodeándola con los brazos y acariciándole los pezones. Estos se endurecieron bajo sus dedos.
—Pedro...
—Y en esto —continuó, inclinándose para mordisquearle la oreja y la nuca.
Paula intentó darse la vuelta, pero él la mantuvo en la misma posición, su trasero se retorcía contra su polla, llevándole a un estado de dolor. Colocó una mano entre sus piernas, separándole los pliegues con los dedos, hizo que se inclinara hacia delante con el peso de su cuerpo y lentamente se hundió en ella.
Paula se aferró a la barra de seguridad y se sujetó cuando Pedro la penetró, fuerte y rápidamente. El mojado golpeteo de la piel de ambos le embriagó, y gimió, llevando de nuevo una mano hacia sus pechos.
Esto era lo que Pau tenía que comprender; que estaban hechos el uno para el otro, que era suya de un modo que ninguno de los dos posiblemente llegarían a reconocer jamás. Del mismo modo en que él era suyo.
—Dios —dijo con voz áspera, y sus músculos se contrajeron convulsivamente alrededor de él.
—Adoro que te corras para mí —susurró, incrementando el ritmo hasta que alcanzó el orgasmo con un gruñido.
Pedro la abrazó así durante largo rato, respirando laboriosamente y dejando que el jabón, el sudor y el agua se entremezclaran sobre sus cuerpos. Finalmente salió de ella.
—Solamente quería recordarte que tienes más cosas en qué pensar aparte del robo —dijo, abriendo la mampara de la ducha y saliendo a coger una toalla.
—¿Pedro?
Se volvió hacia ella.
Recibió el impacto de una esponja en plena cara, caliente y empapada de jabón. Cuando se la quitó de encima, furioso, Paula continuaba mirándole fijamente.
—No lo había olvidado —dijo con un tono de voz mucho más suave de lo que él había esperado—. Ahora vuelve aquí y lávame la espalda.
A esto era a lo que Pedro no deseaba renunciar nunca.
Pedro dejó la toalla y volvió a la ducha.
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