lunes, 29 de diciembre de 2014

CAPITULO 40



Mientras concluía la conversación con Francisco Castillo y colgaba el teléfono de su despacho, Pedro se percató de que no había informado a Paula de que cenarían fuera esa noche. Bueno, aquello suscitaría sin duda una discusión, y teniendo en cuenta el día tan largo que había tenido, le daría algo más de tiempo para recuperarse.


Castillo se había mostrado muy interesado en el fallecimiento de Sean O'Hannon, aunque, si acaso, aquello suponía más complicaciones para la policía en lo concerniente a Dante Partino. Con un cadáver en Inglaterra, era probable que Partino hubiera desempeñado un papel muy limitado en todo aquel embrollo, sí es que había jugado alguno.


Se quedó allí sentado, mirando fijamente al jardín y al estanque. En su viaje a Stuttgart de la semana anterior, su pretensión había sido la de comprar una cadena de televisión, pasar un día o dos de relax con Tomas Gonzales y su familia, disponer que Dante enviara la tablilla al Museo Británico y seguirla, después de desviarse para atender algunos asuntos de negocios, a fin de pasar algunas semanas en su casa de Devon.


En cambio había estado a punto de volar por los aires en una explosión, habían robado la tablilla, se le había pasado el plazo límite en el asunto de la WNBT, habían arrojado a Tomas a su piscina y, por último, había conocido a Paula Chaves.


Por supuesto habían habido jugosos sucesos añadidos: ladrones muertos; misteriosos seguimientos; Pau había estado a punto de morir en la habitación que él le había asignado; falsas tablillas; habían arrestado a un hombre que conocía y en quien había confiado durante diez años, y, finalmente, había disfrutado de algunas dosis de sexo realmente estupendo.


Paula había dicho que era «divertido». Aunque no tenía ninguna objeción personal en contra de aquel término, sabía lo que ella había querido decir, y eso era lo que no le gustaba. «Divertido» se aplicaba a algo que uno hacía una noche o mientras no tenías nada mejor en qué ocupar tu tiempo.


Debería estar perfectamente de acuerdo con ello… pero no era así. Pero expresándolo con claridad, aquello le cabreaba. Seguía queriéndola en su cama, entre sus brazos. Y si él no había terminado aún con ella, ella no podía terminar todavía con él.


No obstante, fuese cual fuese la parte del cuerpo con la que estaba pensando, era igualmente consciente de que aquello que había entre ambos era algo más que maniobras en vertical y horizontal. La muerte de O'Hannon significaba claramente que había alguien más involucrado. Por lo que sabía, el número de personas que tenían que ver con la tablilla por uno u otro motivo eran seis como mínimo:Paula, Sanchez, DeVore, Partino, O'Hannon y quienquiera que hubiera matado a O'Hannon.


—¿Porqué? —farfulló para sí mismo. Sí, era rara y valiosa, pero no era tan magnífica como otros objetos. ¿Por qué ésa, por qué allí, por qué en ese momento?


Alguien llamó a la puerta.


—Adelante —dijo, luego recordó que había echado el pestillo para llamar por teléfono a Castillo. Comenzó a levantarse, pero la puerta se abrió antes de llegar a ponerse en píe.


—De acuerdo —dijo Paula, guardándose en el bolsillo algo semejante a un clip—, la tablilla número uno está en posesión de Gustaf Harving en Hamburgo. La número dos pertenece a la familia Arutani de Estambul, pero al parecer hay varias familias prominentes con ese apellido.


—Está muy bien, para empezar. Llamaré a Sarah. Deberíamos ser capaces de establecer estas conexiones de modo totalmente legal.


Ella le brindó una breve sonrisa.


—Sería un cambio agradable, ¿verdad?


Tenía algunas cosas más que repasar con su secretaria, pero prefería discutirlas sin que Paula estuviera presente.


—¿Tienes planes para esta tarde? —preguntó.


—Claro —respondió con la voz teñida de sarcasmo—. Godzilla contra Megagodzilla. ¿Y tú?


Él se puso en pie con una risilla.


—¿Podría acompañarte? Puedes explicarme los mejores puntos de la guerra de un monstruo gigante.


—De acuerdo. —Se encogió de hombros, estudiando su expresión—. Quieres que ahora te deje solo, ¿no?


—Y que no te metas en líos —añadió—. Tengo que hacer algunas llamadas. No tardaré mucho.


—Entonces, estaré en mi habitación.


Se volvió sobre sí misma, pero él la alcanzó, deslizando la mano por su brazo.


—Pensé que esta noche podríamos salir a cenar fuera otra vez —dijo, preguntándose cómo reaccionaría a lo que estaba a punto de decirle. Maldita sea, Pau le hacía mantenerse alerta.


—De acuerdo. Pero ¿Hans no se sentirá herido? Me adora y esperaba una escultura de helado tallada con mi imagen.


—Se derretiría en un segundo. Y Hans sobrevivirá. —Pedro la besó en la mejilla—. Llamaré a Cata para confirmar.


Ella se puso tensa.


—¿Cata? ¿Qué Cata?


—Catalina Gnzales. La mujer de Tomas. Nos han invitado a cenar.


Su expresión se desdobló en una cómica mezcla de horror e incredulidad.


—Me tomas el pelo, ¿no?


—No. Tenemos que estar allí a las siete.


Pau retrocedió hacia la puerta.


—Ni hablar. Olvídalo. No pienso comportarme de forma hogareña.


—Es sólo por una noche —trató de engatusarla, avanzando a medida que ella retrocedía, en su propia versión de un tango «a ver si te atreves»—. Los Gonzales constituyen mi única incursión en el rollo doméstico, como tú lo llamarías. Y resulta que me gusta.


—Te diré qué vamos a hacer —respondió, pasándole la mano por el pecho—. Si nos quedamos aquí, puedes aprovecharte de mí.


Pedro sonrió abiertamente.


—De todos modos tengo intención de hacerlo cuando volvamos —le dio otro beso, en esta ocasión en su cálida y tierna boca—. Te gustan las experiencias nuevas —dijo—. Y ésta lo será para ti.


Con una mueca de dolor descornó el cerrojo y abrió la puerta de nuevo.


—De acuerdo. Pero sólo porque te lo debo, inglés.


—Gracias, yanqui.


CAPITULO 39


Domingo, 3:21 p.m.


Paula estaba observando mientras Hans retiraba la corteza de un sándwich de pepino de un aspecto delicioso.


—Eres un artista —declaró, apoyando ambos codos en la encimera.


El alto sueco le lanzó una breve mirada.


—No es más que un sándwich, señorita.


—Llámame Pau. Y sí, lo es, pero yo siempre hago las cosas deprisa y corriendo. —En realidad, con frecuencia se olvidaba de comer hasta que su estómago se lo recordaba. Ésa era una de las cosas más peculiares e irresistibles de estar en compañía de Pedro; podía tomarse su tiempo y verlo cocinar un filete a la barbacoa o esperar mientras su chef, de renombre mundial, le preparaba un sándwich, y luego disfrutarlo con tranquilidad—. Cocinar proporciona cierta… paz, ¿verdad?


Hans sonrió.


—Creo que tú también puedes ser una artista. —Le entregó el plato de porcelana y sacó una lata helada de coca cola baja en calorías de la nevera de las bebidas—. La mayoría de los invitados del señor Alfonso no saben dónde está la
cocina, mucho menos se fijan en que se les quita la corteza.


—Ellos se lo pierden. Todo está en los detalles, Hans.


Armada con el almuerzo se dirigió arriba. Gonzales tendría bien merecido que regresara al despacho y se lo comiera delante de él, pero necesitaba pensar y por ello se encaminó hacia la biblioteca. Estaba un piso más arriba y a media ala de distancia del despacho de Pedro, pero según Hans, aquél era uno de los recorridos más interesantes de la casa.


No sabía si Pedro adquiría personalmente las piezas de su colección o si encomendaba el trabajo a subordinados como Partino, pero la miscelánea resultaba ecléctica y fascinante a un mismo tiempo. No quería imaginar qué otros tesoros contenían el resto de sus residencias. Era una lástima que jamás fuera a verlos, puesto que el único modo de hacerlo sería cometer un robo, y no tenía intención de
volver a robar nada que fuera suyo.


Un mosaico romano, que adornaba la pared en tonos rojo, azul y amarillo, serpenteaba a lo largo de parte de uno de los pasillos. Pasó con cuidado un dedo por la delicada cerámica, asombrada ante la idea de que los ciudadanos de Roma hubieran caminado por ella cuatro mil años atrás. A continuación se veía un muestrario de monedas romanas detrás de un cristal protector, seguido por un expositor de lanzas y cascos romanos.


Se preguntó cuan significativo sería que la mayor parte de lo que Pedro coleccionaba hubiera pertenecido a guerreros: caballeros, centuriones, samuráis, conquistadores. El mismo era una especie de guerrero en el mundo de los negocios,
supuso, y a juzgar por la calidad y cantidad de sus posesiones y conquistas, era el equivalente en el siglo XXI de Alejandro Magno… o Genghis Khan.


Pau se detuvo en la puerta de la biblioteca.


—¡Esto es increíble! —murmuró.


Una pared entera albergaba una cristalera que iba del suelo al techo. Las tres restantes estaban cubiertas de libros, con más anaqueles flotantes, espaciados a intervalos por toda la estancia. Incluso tenía una mesa de tamaño universitario a un lado y, por supuesto, bustos clásicos de mármol de deidades griegas en el extremo de los estantes. Si hubiera estado de humor para cometer un robo, el material que allí
había la habría dejado extasiada. Incluso ejerciendo la restricción adecuada, se le había puesto la piel de gallina.


Dejando el almuerzo sobre la mesa, se fue a echar un vistazo. Los contenidos de los estantes eran aún más impresionantes que los bustos. Primeras ediciones de todo,
desde Twain a Stoker, e incluso tenía un primer tomo de La tormenta de Shakespeare amparado tras un estante acristalado.


Durante unos minutos descifró el sistema y buscó un libro sobre antigüedades griegas. La pista de las tres tablillas troyanas había sido auténtica, al menos durante los últimos trescientos años, más o menos, y debido a su rareza también habían sido fotografiadas en numerosas ocasiones por diversos documentalistas históricos.


Algunos pocos estudios indicaban que su origen troyano era creencia generalizada, aunque todavía seguían siendo objeto de controversia y especulación. En todo caso, eran absurdamente antiguas y preciosas.


Ahora que una había desaparecido, las dos restantes, que se encontraban en Hamburgo y en Estambul, habían incrementado, si cabía, más su valor.


Probablemente era el momento de que alguien averiguara dónde se encontraban con exactitud… y si alguien había intentado robarlas últimamente.


—Ignoro qué le has dicho a mi chef —llegó la voz de Pedro desde la entrada—, pero en estos momentos se encuentra creando alguna clase de postre en tu honor.


Ella sonrió ampliamente.


—Espero que no sea Confitura Chaves o algo así.


—¿Cómo de encantadora te mostraste?


—Solamente le pedí un sándwich —dijo, lamiéndose la mayonesa de un dedo y pasando una página—, y alabé sus habilidades culinarias. En alguna parte oí que su café ganó un premio.


—Bueno, hicieras lo que hicieses, Hans estaba prácticamente aturdido cuando estuve allí hace un momento —continuó diciendo con su cultivado acento británico,
grave y musical.


Pau se encogió de hombros.


—Únicamente le pedí mantequilla de cacahuete y confitura, pero él pensó que la mermelada se adaptaría mejor a mi sofisticado paladar, y acabé con un sándwich de pepino con pan de centeno. —Y unos ricos bombones que ya se había comido.


—Tal vez buscaba un modo educado de decirte que no sabes distinguir la confitura de la mermelada —dijo Pedro con una risilla.


—Sí, pero ¿quién puede hoy en día? Ah, por cierto, a partir de ahora vas a estar abastecido de helado de menta. Hans ha hecho un pedido en cuanto descubrió que era mi preferido.


—¿Has conocido alguna vez a alguien a quien no hayas podido conquistar?


—A Gonzales —Le lanzó una mirada por encima del hombro, sonriendo al ver su expresión amenazadora—. Soy, simplemente, encantadora, Batman. No puedo evitarlo.


—Sí que lo eres. Y, además, estás cañón. —Se acercó a su espalda y deslizó las manos por sus hombros.


—Cuidado con los puntos —murmuró, intentando concentrarse. Finalmente, encontró la página que buscaba. Pau dejó el sándwich, se limpió los dedos con la servilleta y se acercó el libro.


Por un instante sus manos apretaron con más fuerza sus hombros y luego se relajaron.


—¿Qué estás haciendo?


—Intentando averiguar la ubicación de las otras tablillas.


—¿Y por qué?


Ella alzó la mirada hacia él por encima del hombro. La leve expresión fría de su rostro no la sorprendió lo más mínimo. Estaba furioso.


—Oh, qué se yo —dijo lánguidamente—. Se me escapó la tuya, pero todavía quedan dos.


—Ni te atrevas —dijo con voz grave y dura.


—¿Sabes? —respondió, encogiendo los hombros para zafarse de sus manos—. Me parece que deberías reservar parte de tus ingresos para comprarte un poco de sentido del humor.


Él guardó silencio por un momento.


—Debes comprender que a pesar de la… intimidad compartida, no te conozco demasiado bien.


—En tal caso, tú debes comprender que si me ordenas hacer algo, probablemente conseguirás que me cabree y que haga lo contrario sólo para fastidiarte.


Alfonso retiró la silla junto a la de ella y se sentó.


—Entendido. Así que, ¿por qué estás buscando la ubicación de las demás tablillas en realidad?


—Aprendes rápido —refunfuñó—. Necesito conocer su paradero para poder investigar un poco y averiguar si alguien ha intentado robarlas recientemente.


—Puedo llamar a mi oficina en Londres y posiblemente averiguarán quiénes poseen las piezas —se ofreció.


Ella le miró de reojo, y cierto rubor tiñó sus mejillas.


—De acuerdo, es una pregunta estúpida, pero ¿qué clase de negocios tienes?


Pedro se echó a reír.


—¿No lo sabes?


Pau se encogió de hombros, su sonrojo se hizo más intenso.


—No tuve tiempo de leer la mayoría de los artículos de Internet. Compras cosas y las vendes, pero supongo que hay más aparte de eso.


—Ah. Según se dice, estoy metido en muchos asuntos diferentes, pero sí, principalmente compro propiedades, las mejoro, renuevo y las vendo de nuevo. En ocasiones adquiero un negocio entero con el mismo propósito.


—¿Y qué vas a hacer con la WNBT?


Él sonrió.


—Bueno, la serie Godzilla parece muy popular. Quizá pongamos todos los monstruos a todas horas.


—Genial.


—En realidad, la cadena lleva arrojando pérdidas los cuatro últimos años. Mi idea es meter a parte de mi equipo y ver lo que podemos hacer para solventar ese pequeño problema.


—Tienes equipo —repitió. Claro que sabía aquello, pero no podía evitar sentir curiosidad por aprender más acerca de él. 


Había estado tan concentrada en ella durante el tiempo que llevaba allí que casi resultaba extraño recordar que él tenía un trabajo, un imperio empresarial de éxito, que requería de su atención.


—Tomas es parte de mi gente. Tengo más.


—¿Cuántos?


—Varía. Imagino que alrededor de seiscientos o setecientos en estos momentos. Eso incluye arquitectos, contratistas, carpinteros, contables, programadores informáticos, abogados, un secretaria, mayordomos y todo aquel que necesite para el proyecto en el que trabaje.


—Genial —repitió. Sin embargo, la afirmación de Pedro trajo otra pregunta a su mente—. ¿Y por qué estoy yo aquí?


—Tenemos una sociedad —respondió—. La cual tú propusiste.


Así había sido. Pero no había previsto todo lo demás. Y jamás planeó convencerle de nada que no fuera ayudarla para después salir corriendo, porque estar con él era muy perjudicial para el negocio. Perjudicial para el negocio… y para su paz mental.


—Y entonces, ¿por qué nos acostamos juntos?


—Porque ambos queremos. Para ser del todo franco, Paula, me fascinas. Me resulta imposible apartarte de mis pensamientos.


Ella se aclaró la garganta.


—Eso no puede ser bueno.


Pedro se arrimó lentamente, retirándole el cabello de detrás de la oreja con sus delicados y diestros dedos.


—¿Por qué no? ¿Querrías estar en algún otro lugar ahora mismo?


«Claro… desnuda en tu cama otra vez con tu cuerpo cálido y duro en mi interior.»


—Bueno, este lugar es muy bonito.


En la mandíbula de Pedro palpitó un músculo y antes de que ella pudiera disuadirse de hacerlo, se inclinó y lo besó.


Él le devolvió el beso, incitando y presionando, moldeando su boca a la de ella mientras el calor bajaba como una flecha por su espalda. Pau enredó los dedos en su pelo, gimiendo suavemente mientras la boca de Pedro le hacía promesas que ella esperaba que cumpliera con su cuerpo.


—Sabes a jardín —murmuró él, levantándola sobre su regazo.


Podía sentirle ya bajo sus muslos, duro y preparado.


—Son los pepinos.


—No, eres tú —la corrigió con una grave risilla, introduciendo la mano debajo de su camisa para tomar un pecho en ella.


Pau jadeó cuando sus dedos se escurrieron bajo el sujetador para rozarle el pezón. ¡Dios! Habían pasado la noche haciendo eso, y sólo llevaban cinco o seis horas
fuera de la cama, y ya se moría por sentir de nuevo su contacto, sus caricias y su calor.


Cuando su lengua y sus labios hallaron la base de su mandíbula perdió la voluntad, fundiéndose en su abrazo.


Pedro le quitó la camisa abierta y la camiseta de tirantes que llevaba debajo y las arrojó al suelo a su espalda. Su sujetador siguió un momento después y sus manos se
pusieron a trabajar, friccionando y presionando con los dedos.


—Espero que lleves chubasqueros —gimió, sacándole la camisa de los pantalones y desabrochándole los botones.


—De hecho, esta mañana me guardé algunos en la cartera —respondió; su voz estaba teñida de diversión—. No lo había hecho desde que estaba en la universidad.


—Chico listo.


Su teléfono móvil sonó.


—Mierda.


No había duda de si iba a responder o no. Pau simplemente concentró su atención en besarle la garganta mientras él sacaba el móvil y contestaba.


—Alfonso.


Sintió tensarse los músculos que cruzaban su torso, y levantó la cabeza. Su cara se había endurecido, poniendo toda su atención en la persona al otro lado de la línea.


Durante largo rato no articuló palabra. Luego su mirada se clavó en la de ella.


—Debería oírlo de ti —dijo, y le entregó el teléfono a ella—. Es Walter — explicó, su voz sonó grave y severa.


El corazón le dio un vuelco mientras se llevaba el aparato a la oreja.


—¿Sanchez?


—Hey, cariño. Probé de nuevo a llamar a O'Hannon esta mañana y lo cogió un policía. No me dio detalles, y tuve que colgar antes de que rastrearan la llamada, pero Sean O'Hannon está muerto.


Pau tomó aire. No le agradaba Sean O'Hannon, jamás lo había hecho y jamás lo haría. Pero había trabajado en su gremio y era uno de ellos. Y había estado de algún modo involucrado con la tablilla troyana.


—¿Tienes idea de cómo ocurrió?


—El poli, bobby, o como quiera que les llamen allí, dijo que en una explosión.Es todo lo que sé. —Guardó silencio durante un momento—. Pau, voy a desaparecer unos días. Creo que deberías hacer lo mismo.


Pedro la rodeó con sus brazos, no debido a la pasión, sino de modo consolador.


Ella apoyó la cabeza en su hombro.


—Ten cuidado —dijo—. Llámame a este número en cuanto puedas y avísame de que estás bien.


—¿A este número? —repitió, el tono de su voz varió un poco—. ¿Así que te quedas con el tipo rico?


—Si no, le mangaré el móvil —respondió, aunque sólo para Sanchez. No pensaba irse a ninguna parte.


—Parece razonable. Mantén la cabeza gacha, nena.


—Tú también.


La línea se cortó y se lo devolvió a Pedro. Él lo dejó sobre la mesa, manteniendo los brazos alrededor de Pau y meciéndose lentamente adelante y atrás. ¿Por qué, se
preguntó, cuando en realidad no servía de nada, se sentía tan segura en sus brazos?


Tomó aire de nuevo lenta y profundamente, intentado recomponer sus pensamientos y sus emociones. Dios, había estado tan cachonda hacía tan sólo un momento.


—Deberíamos decírselo a Castillo —sugirió, y le sintió asentir con aprobación contra su mejilla—. Pero únicamente que conocía a O'Hannon, que él había expresado su interés por las tablillas troyanas y que ahora está muerto. No que
Sanchez esté relacionado con nada de esto.


—¿Sanchez? ¿Qué Sanchez? —convino, su voz reverberó contra su hombro.


—Yo, hum, debería vestirme —dijo, siendo consciente de que estaba desnuda de cintura para arriba.


—Supongo que sí. Por ahora. —Sujetándola un poco apartada de él, la besó de nuevo, larga, lenta y profundamente—. ¿Estás segura de que te encuentras bien?


—Claro. Mi pequeña banda de tipos malos parece estar mermando a un ritmo alarmante, pero, ¡eh!, todo forma parte de la emoción del trabajo, ¿no?


—Está bien. —La abrazó una vez más, después la ayudó a bajarse de su regazo y a ponerse en pie para que pudiera recoger su sujetador y las camisas—. ¿Por qué no vas a ver si puedes reducir un poco la ubicación de las dos tablillas restantes y yo llamo a Castillo. Son… —y echó un vistazo al reloj; un Rolex, por supuesto—, las ocho de la tarde en Londres, así que llamaré a Sarah a casa.


Pau se detuvo.


—¿Sarah?


—Mi secretaria. —Una pequeña y maliciosa sonrisa asomó a su sensual boca—.Es muy fiel y sensible a todas mis necesidades.


—Apuesto a que sí.


¿Y a ella qué más le daba? Hacía sólo unos días que lo conocía, en algunos días más seguirían caminos distintos y jamás volvería a verle, salvo como tema de un especial en la revista El o alguna otra. Tal y como Partino había dado a entender, no había sido la primera y sin duda no sería la última.


Pedro la tomó del brazo cuando se puso la camiseta y la camisa.


—Soy un individuo bastante decidido, Paula. Y ya te lo he dicho, tú acaparas toda mi atención.


—No estoy celosa, Alfonso. —Tomó asiento otra vez—. Eres divertido. Ahora corta el rollo. Estoy ocupada. —¡Ja! Eso le enseñaría. Tampoco él había sido el primero.


—Divertido —dijo lentamente, sin moverse de detrás de ella—. Soy divertido.


—Sí. Ve y cómprate una isla o lo que sea.


Antes de que ella pudiera terminar con una sonrisa de suficiencia arrastró su silla con fuerza, apoyándola sobre dos de sus patas. Pau se tambaleó, tratando de mantener el equilibrio, mientras él se agachaba para mirar su cara.


—Decirme qué debo hacer es el modo correcto de lograr que haga lo contrario, tan sólo para fastidiarte —murmuró, y le cubrió la boca con la suya en un beso devastador que hizo que se le encogieran los dedos de los pies.


—Entendido —consiguió decir, agarrándose al borde de la mesa para volver a enderezarse.


—Aún no, pero no tardarás en hacerlo —susurró, y salió de la habitación con paso decidido y silbando.


—Mierda —farfulló, estremeciéndose, y volvió al libro.