viernes, 10 de abril de 2015
CAPITULO 184
Jueves, 20:24
—Ha sido una buena cena —dijo Paula, envolviendo con su mano el brazo de Pedro y apoyándose en él cuando salieron de Chez Jean-Pierre y regresaron al Jáguar—. ¿Sabías que tenían todas esas reproducciones de Dalí y Picasso en las paredes?
Por supuesto, ella sabría que todas eran reproducciones.
—Lo sabía. Pensé que podrías apreciarlas.
—Puedes apostarlo. Sin embargo, la pechuga de pollo me gustó más.
Él la besó en el pelo. Lo que fuera que estaba repasando esa mente ágil suya, ella parecía estar haciendo un esfuerzo por no discutir, y de momento él sería paciente al respecto.
—¿Estás segura de que no quieres que vuelva a por más profiteroles de chocolate? Podría dártelos en la cama.
—Eso podría ser un poco sucio. Y si como más de esos, estaré demasiado pesada para salir de la cama.
Pedro le abrió la puerta del acompañante, pero ella no se movió para entrar en el coche. Cuando la miró, Paula miraba fijamente la calle.
—¿Qué? —preguntó él.
—¿Conoces a alguien que conduce un reluciente y nuevo Miata negro?
—No así de repente. ¿Por qué?
—Juraría que es la tercera vez que lo he visto hoy.
—Esta es una comunidad bastante pequeña, sobre todo en temporada baja, y especialmente aquí en la isla. Solo hay un número determinado de lugares a los que un coche puede ir en la ciudad.
Ella se encogió de hombros.
—Cierto. Bien. Llévame a casa. Y es tu turno de elegir una película.
—Excelente. Los cañones de Navarone.
—Cómo se nota que eres un tío —dijo ella, riéndose entre dientes.
Él no sabía si era un cumplido o no, pero ya que ella sonreía y se había puesto un precioso vestido color burdeos de Vera Wang, lo dejó pasar. Salieron de County Road, en dirección a Solano Dorado.
—¿Eso significa que te vas a quedar en casa durante la noche? —preguntó, manteniendo la vista en la carretera.
—Aún no me he decidido —contestó ella, jugueteando con el reproductor de CD en el salpicadero—. Se supone que Andres llamará y me avisará si Toombs va a ir a lo de
Mallorey el sábado. Si él va, esa sería la mejor noche para entrar. Si él no asiste, entonces, cuanto antes, mejor.
—Así que nada de lo que diga va a cambiar algo para ti.
—Pedro, déjalo ya.
—No quiero dejarlo. Vivimos juntos. Si vas a violar la ley, creo que merezco ser informado.
Ella se sentó de cara a él, cruzando los brazos sobre el pecho.
—Date por informado, inglés. Dentro de un par de días voy a entrar en la casa de Gabriel Toombs.
—¿Y si llamo a Viscanti y le cuento que has localizado la probable ubicación de su propiedad, y le digo que proceda como le parezca?
Durante un largo segundo ella se quedó allí sentada, en silencio.
—Si hicieras eso —dijo finalmente, con la voz entrecortada—, me marcharía.
Él se hizo a un lado y frenó de golpe el Jáguar en el parque.
—¿Así sin más? —exigió él fulminando con la mirada a su compuesta expresión—. ¿Sin hablarlo ni discutirlo? ¿Si yo hiciera algo para tratar de mantenerte segura, te marcharías? Eso es ridículo.
—No voy a discutir sobre esto. Sabes que no es sobre mantenerme segura. Algo como quitarme cada decisión… Que no pueda incluso… Al diablo con esto. —Ella alcanzó
para soltarse el cinturón de seguridad y abrió la puerta—. No puedo creer que me amenazaras con eso —dijo en voz baja y temblorosa. Luego se bajó del coche y cerró de un golpe la puerta detrás de ella.
Por un segundo, Pedro se quedó allí sentado. Jesús.
Estaba acostumbrado al farol y al método de negociación bravucón, pero ella lo había dicho con tanta… naturalidad.
Como si lo dijera en serio. Y no había intentado discutir. Ni siquiera había querido discutir.
Sólo se alejó. La gente no se alejaba de él. Sobre todo, no Paula.
Se bajó del coche y cerró la puerta. Ella estaba a nueve metros delante de él, caminando rápidamente por la acera con sus tacones burdeos.
—Paula.
—Vuelve al coche —dijo ella, sin reducir la marcha—. Me voy caminando a casa. Necesito pensar. —Más que cualquier otra cosa, a él le molestó el tono plano de su voz.
Le molestó… demonios, le asustó. Los coches que conducían a lo largo de la calle reducían la velocidad; en un par de segundos, los teléfonos móviles harían fotos y grabarían vídeos. La riña probablemente llegaría a las noticias de la noche, y luego a los programas de entretenimiento de mañana. Él podía prestar atención a eso, enfadarse por la publicidad inesperada, o podía ocuparse del enorme problema a mano. Porque tenía la sensación de que si esperaba hasta que ella llegara a casa, si le daba tiempo para pensar sobre lo que ella estaba considerando, las cosas se pondrían mucho peor.
—¿Estoy equivocado al estar preocupado porque te pongas en peligro por un sueldo que ni siquiera necesitas? —le preguntó, caminando detrás de ella.
—No es sobre el jodido sueldo —espetó ella, sin reducir la marcha—. Y lo sabes, listillo.
Esta vez oyó la cólera en su voz. Eso y los insultos estaban bien. Podía tratar con ellos, entender sus emociones mejor que su versión de evaluación lógica.
—No quiero que seas arrestada y enviada a prisión, especialmente no por la maldita exposición de un museo.
—Esas cosas pertenecen al museo… no al cuarto de invitados de Wild Bill Toombs. Acepté el trabajo, y voy a hacer lo correcto.
Pedro alargó la mano y la agarró del hombro, girándola para estar enfrente de él.
—No puedes hacer de cada trabajo una cruzada.
Paula le clavó un dedo en el pecho.
—Tú no puedes decidir qué trabajos son importantes para mí. Y no vas a decidir lo que hago para ganarme la vida o tratar de ir a mi alrededor para detenerme. Si tú no puedes
vivir con eso, entonces no podemos vivir juntos.
Él apenas resistió el repentino impulso, la necesidad de agarrarla y mantenerla allí, impedir que saliera de su vida.
—Eso es algo drástico, ¿no te parece? —respondió, su tono más duro de lo que hubiera deseado—. Deberíamos ser capaces de llegar a un acuerdo.
—¿Un acuerdo? ¿Qué demonios crees que he estado haciendo durante los últimos doce meses? Ganaba más de dos millones de dólares al año antes de conocernos. Ahora
instalo cámaras de seguridad. Tengo una maldita oficina con una cafetera. ¿Cuál es tu compromiso, Pedro?
Él abrió la boca para responder, pero todo lo que podía decir sólo empeoraría las cosas. Cuando te encuentres en una posición más débil, cambia de tema y de ataque.
—No te has comprometido tanto como dices.
—¿Discúlpame?
—Has representado una buena función —respondió él—, pero cada vez que discutimos te preparas para marcharte. Sin echar raíces en absoluto. Especialmente no en el
puñetero jardín que te regalé.
—El… he estado ocupada.
—Si yo no tengo que decidir lo que haces para ganarte la vida, tú tampoco tienes que culparme por ello. Podrías haberme dejado hace un año. Te pedí que diseñaras el ala de la galería en Rawley Park, pero tu idea fue la empresa de seguridad.
—No podía seguir haciendo lo que hacía y estar cerca de ti.
—No, no podías. —Un poco vacilante, alargó la mano para colocarle un mechón de pelo detrás de la oreja—. Y estoy muy contento de que decidieras que querías estar cerca de
mí. Me gustaría poder contar con tu compañía durante muchísimo tiempo. Cuando las decisiones que tomas amenazan esto, sí, me preocupa, y sí, me hace enfadar. Pero las decisiones son tuyas. Supongo que ese es mi compromiso.
Paula lo miró, su expresión bajo las luces de la calle seguía sin revelar mucho.
—Probablemente podrías convencer a un pingüino de comprar un esmoquin, ¿verdad?
—No lo sé. Nunca lo he intentado. Pero si estás dando a entender que intento obligarte a aceptar algo que no quieres o necesitas, tengo que discrepar. Creo que soy bueno para ti. Sé que eres buena para mí.
Ella le dio la espalda otra vez, se alejó un paso, y se detuvo.
Pedro no se movió.
Como él había dicho, y por mucho que le disgustara, la decisión era de ella. Aun así, no pudo evitar contener el aliento mientras la miraba.
Sus hombros subían y bajaban mientras ella respiraba hondo. Entonces Paula lo miró a los ojos, se acercó y enredó las manos en su pelo para bajar su cara y besarlo.
Pedro cerró los ojos durante un segundo cuando le devolvió el beso, saboreando ligeramente el chocolate en sus labios.
Se habían peleado un par de meses atrás, y Paula le había acuchillado los neumáticos y había huido de Inglaterra a Palm Beach.
Sin embargo, él supo, incluso cuando la siguió a través del Atlántico, que harían las paces.
Esa pelea fue más frustración que otra cosa. Esta noche, sin embargo… esta pelea le asustaba. No era una buena señal, considerando el artículo que él recogería de Harry Winston ese fin de semana.
—¿Podemos ir a casa? —preguntó él en voz baja, pasando los dedos por sus mejillas.
—Sí. Pero todavía estoy pensando. Y todavía estoy enfadada.
Y él todavía estaba preocupado.
Cuando se detuvieron delante de Solano Dorado, el teléfono de Paula sonó con la melodía Somewhere Over the Rainbow. Con una mirada de reojo hacia Pedro, ella sacó el
teléfono de su bolso.
—Hola, Andres.
—Señorita Paula. Hice algunas preguntas discretas, y Wild Bill asistirá a la velada de los Mallorey el sábado.
—Estarás allí también, ¿verdad?
—Definitivamente.
—Gracias, Andres. Te veré por la mañana.
—Buenas noches, bella dama.
Ella colgó, y Ruben apareció desde la dirección del garaje para abrir la puerta del coche para ella. Por lo general, Pedro se adelantaba al chófer para el gesto, pero esta noche no. En su lugar, él subió los bajos escalones de granito hasta la puerta principal cuando Reinaldo la abrió.
No sabía qué demonios le había picado en el último par de días, pero a ella no le gustaba. Primero la mierda de “confío en ti”, como si le estuviera advirtiendo de que se comportara.
Ahora, esta noche, al parecer él había decidido que tenía que intervenir y eliminar la tentación de sus débiles deditos.
Mientras pensaba en ello se cabreó otra vez. Sobre todo cuando ni siquiera estaba convencida de que irrumpir en la casa de un conocido receptor de bienes robados en busca
de más tesoros robados era hacer lo incorrecto. En lo alto de los escalones, ella le rozó al pasar junto a él y entró.
—Hans está a punto de cerrar la cocina —dijo Reinaldo con su ligero acento cubano—. ¿Puedo traerles un poco de café o cacao, o un refresco?
—Estamos bien —respondió Pedro antes de que ella pudiera hacerlo—. Buenas noches, Reinaldo.
El mayordomo asintió con la cabeza, retrocediendo otra vez.
—Buenas noches, jefe, señorita Paula.
—¿Demasiado grosero? —ella comentó por encima del hombro, dirigiéndose al piso de arriba.
—Entiendo que todavía estamos discutiendo.
—Esa baqueta va directamente a tu culo británico cuando te enfadas, ¿verdad? —Podía sentir el calor furioso emanando de él mientras subía las escaleras detrás de ella—. De todos modos, ¿por qué demonios estás cabreado? —continuó ella—. Me regalaste el jardín. Eso significa que es mío, y trabajaré en él cuando y si me da la gana.
—Estoy enfadado porque amenazaste con marcharte —replicó él, sorprendiéndola—. Otra vez. Y porque, sí, de repente me di cuenta de que todavía ni siquiera has hecho una sola puñetera llamada telefónica sobre el jardín de la piscina, y porque ahora sé lo que todavía es tu primer instinto, y que tan pronto como lleguemos al dormitorio irás a tu armario y cogerás esa estúpida mochila de emergencia y luego te largarás.
—Guau, me has descifrado al completo. —En lo alto de la escalera, ella se giró y lo miró de frente—. ¿Quieres un compromiso? —exigió, dándose cuenta mientras hablaba de
que echarse atrás en esta relación sería mucho más fácil que quedarse—. Llamaré al vivero por la mañana y haré que alguien venga y mire mis planos y empezaré a pedir los
materiales. Después iré contigo a la fiesta de los Mallorey el sábado. Y luego te irás al infierno y me dejarás hacer mi trabajo para el Metropolitano como crea conveniente.
Unos ojos azul oscuro la fulminaron.
—No me gusta.
Eso la detuvo por un segundo. Así que lo había encontrado… el punto de ruptura de él. Siempre se había imaginado que pasaría tarde o temprano. Marcharse ya no era su primer instinto, pero esto no era sólo una discusión.
Esto era sobre él tratando de sacar toda su nueva vida de debajo de ella. Y durante un segundo ella se alegró de estar tan furiosa con él, porque después le iba a doler en el alma.
—Bien —dijo ella finalmente.
Él dio un paso más cerca.
—Bien, ¿qué?
—Bien, no puedo ser lo que quieres y seguir siendo lo que quiero. Así que supongo que vas a tener razón una vez más. Iré a buscar mi estúpida mochila y luego llamaré un taxi
y nunca, nunca, me verás otra vez. Entonces no tendrás que compro…
—Dije que no me gustaba —interrumpió él—. No que no pudiera aceptarlo.
Ella parpadeó.
—¿Qué? —No había nada como bajar a toda velocidad por una carretera sin frenos y entonces chocar de golpe en un montón de almohadas.
Pedro negó con la cabeza.
—Por lo general no me gusta revelar a un adversario mis debilidades, pero no eres exactamente un adversario. De hecho, eres mi debilidad.
—Te hago débil. Dame un respiro.
—No me amenaces con marcharte otra vez. —Sus dedos se abrían y cerraban, y entonces él la rodeó y entró en el dormitorio.
Si se trataba de otra de sus tácticas de negociación, era una buena. Él había logrado debilitar toda su diatriba.
—No era una amenaza —dijo ella, siguiéndolo—. Lo dije en serio.
—Sé que lo dijiste en serio. —Su trasero desapareció en el vestidor de ella—. Y espero que te des cuenta ya que por lo visto estoy dispuesto a dejar que te pongas en peligro a fin de conservarte. Haces las exigencias que quieres y amenazas con irte si no lo consigues a tu manera, y yo cederé.
—No es así. Te estás comportando como un completo idiota. ¿Y qué estás haciendo ahí? —Ella se detuvo justo fuera de la puerta del armario.
Él apareció otra vez, con su mochila de emergencia en las manos.
—Según la televisión y las películas, cuando las parejas pelean y uno de ellos decide largarse, tienen que dar una vuelta y recoger los pedazos de sus vidas que han entrelazado con su pareja. —Abriendo la cremallera del bolso, sacó un rollo de cinta americana y un cepillo de dientes—. No guardan un bolso preparado y esperando para
marcharse en cualquier puñetero momento.
—Deja de hacer eso.
Ignorándola, entró en el cuarto de baño y puso el cepillo de dientes en el botiquín al lado del que ella usaba a diario.
Luego, sin soltar la mochila, se dirigió a la puerta del balcón, la abrió, y tiró la cinta adhesiva a la piscina. Volvió a introducir la mano en la mochila y la sacó con sus zapatillas de deporte de repuesto, que lanzó de vuelta en el armario junto con la camiseta, vaqueros, ropa interior y calcetines que ella guardaba de reserva.
Él tiró el dinero en su mesilla de noche, junto con el pequeño rollo de alambre de cobre y la linterna. El teléfono móvil desechable fue a la papelera.
—No me hagas patearte el culo, Alfonso —advirtió, aunque en verdad se sentía más sorprendida que enfadada. Pedro perdía el control con tan poca frecuencia, y esta ocasión era una impresionante.
Volviendo a la cama, él puso la mochila al revés y volcó lo poco que quedaba —pasaporte falso y permiso de conducir, clips de papel, bolígrafo, bloc de papel, lápiz de labios— sobre la colcha antes de tirarlo todo a la papelera. Luego abrió la cremallera del pequeño bolsillo exterior y sacó la navaja suiza que ella guardaba ahí, aunque cómo lo sabía, ella no tenía ni idea. Pedro la abrió, y se dispuso a cortar la mochila en pedazos antes de tirarla, puso la navaja en la mesita de noche dejándola de golpe.
—Ya está.
Con la boca abierta, Paula lo miró fijamente. Esa mochila, una mochila que era parte de su vida desde que Martin y ella fueron abandonados por su madre. Durante los siguientes veinte años había guardado una preparada, y había hecho buen uso de ella en más de una ocasión. Y Pedro en su traje gris de Armani y corbata negra y gris la había destrozado.
No sólo destrozado, sino destruido.
—Has lanzado mi cinta americana a la piscina —dijo, centrándose en la ofensa más obvia.
—No quería bajar al cuarto de la limpieza.
Ella clavó los ojos en la arrugada y rasgada mochila azul que sobresalía de la papelera de caoba.
—Esto no me detendría si quisiera irme.
—Lo sé. —Él dejó escapar el aliento—. Ahora ya no será tan fácil. —Pedro se sacudió las manos en los pantalones y se acercó a ella—. ¿Quieres marcharte?
—Intentaste pasar por encima de mis…
—Tú estás retrocediendo —la interrumpió—. Tuvimos una discusión, y yo cedí.¿Quieres marcharte?
—Tu manera de ceder parece un poco como si concedieras, un punto y luego destruyes mis cosas.
—Tú…
—No, no quiero marcharme. Por supuesto que no quiero marcharme.
—Bien. —Él tocó sus muñecas con los dedos, deslizando las manos lentamente para abrazarla.
—Pero —ella siguió, poco dispuesta a dejarle creer que al destrozar sus cosas él había borrado todas las dudas que ella había tenido—, si no somos compatibles, creo que
deberíamos averiguarlo ahora.
—Somos compatibles —dijo él, retrocediendo un poco para mirarla a los ojos—. Obstinados y arrogantes e independientes, pero compatibles.
—¿Estás tan seguro?
—Son corazones y mentes, Paula. Lo que mi corazón quiere, mi mente se inclinará, doblará y mutilará para que yo lo tenga. Puede que no estemos ahí todavía, pero no tengo ninguna intención de dejar que salgas de aquí.
Él habló en voz baja, pero ella oyó el acero en su voz. Por un segundo se preguntó lo que él habría hecho si ella realmente hubiera tratado marcharse en serio. No sólo tener un
berrinche y largarse durante un día o dos, como había hecho antes, sino marcharse para siempre.
Los ojos azules de él estudiaron su cara, tratando de averiguar lo que estaba pensando. Pedro Alfonso era un hombre que podía comprar y vender la mayor parte del
mundo, y sabía cómo conseguir lo que quería. Esperaba conseguir lo que quería. Hombre, ella debía frustrarle, igual que él la frustraba. Ella había pasado su vida convenciendo y manipulando, viendo a cada otra persona como un objetivo del que aprovecharse o un enemigo o un aliado con el que tratar en consecuencia. Él la vio a través de toda su mierda.
Ella había sido más honesta con él de lo que había sido con alguien más en su vida, con la posible excepción de Sanchez… donde demonios estuviera.
—¿Has notado que nuestras discusiones son cada vez más serias? —preguntó ella finalmente, moviendo los brazos para soltarse de su agarre.
—Eso es porque nuestra relación es más seria. Las apuestas son más altas. —Sintió su mirada sobre ella mientras se dirigía hacia la puerta del balcón que daba a la zona de la piscina—. ¿Aire?
—Voy a pescar la cinta americana de la piscina antes de que se atasque el filtro —dijo ella, abriendo la puerta de un empujón y entrando en el pequeño balcón. Entonces se
detuvo y miró hacia atrás en la suite—. Tienes más experiencia con todo esto de las relaciones que yo —dijo, lanzando una indirecta sobre su horrible y fracasado ex-matrimonio a pesar de que sabía que probablemente debería callarse y marcharse justamente sola— pero, de vez en cuando, en vez de la lógica y atacar o negociar tu manera
de salir adelante, podrías intentar disculparte.
—Hum Mmm. Quizás la próxima vez.
Paula dejó escapar el aliento mientras bajaba la escalera de piedra rojiza.
Marcharse, quedarse, ofendida, preocupada, dolida… discutir con Pedro era duro. Había terminado trabajos que la dejaban menos cansada mental y físicamente. Su padre, Martin, no habría entendido por qué ella se había molestado en quedarse y luchar… después de todo, él la había cogido y juntos habían dejado su casa sin mirar atrás siquiera. Estate atenta a la número uno, y deshazte de cualquier cosa que pueda interponerse en el camino. Esa era la primera y más importante regla de supervivencia en el mundo del ladrón de Martin. Y en cuanto conoció a Pedro, esa fue la primera regla que empezó a rechazar.
Obviamente todavía tenía un poco más de trabajo que hacer.
Pedro seguía presionándola, pero él tampoco era el señor Perfecto. Demasiadas personas preguntaban cómo de alto cuando él decía salta, y se había acostumbrado a eso.
Encontró la red de piscina y logró sacar el rollo de cinta aislante de la parte más profunda sin salpicarse agua clorada por todo el vestido. Luego se sentó en una de las
mesas rodeada por las luces bajas de la zona y escuchó el sonido del océano cercano. Tío, se sentía hecha polvo. Y enfadada como estaba, más que cualquier otra cosa había querido una razón para no marcharse. Incluso el que Pedro destruyera su mochila de emergencia no la había asustado como había pensado que lo haría.
Se quedó junto a la piscina durante casi una hora, hasta que se le empezó a poner la piel de gallina en las piernas y brazos desnudos con la ligera brisa del océano. Pedro no
había bajado para ver lo que estaba haciendo, y ella tenía que reconocerle el mérito por eso.
Al menos se había dado cuenta de que necesitaba un poco de espacio, un respiro sin él analizando y contestando todo lo que ella decía o no decía.
Volvió arriba, sólo las luces fuera de su armario vestidor y las del cuarto de baño estaban encendidas, y la puerta del dormitorio estaba medio cerrada. Se relajó un poquito más cuando se cambió y se puso unos pantalones cortos holgados y una camiseta. No más enfrentamientos esta noche entonces, con suerte. Si Pedro hubiera estado esperándola, ella probablemente habría optado por dormir en el sofá o en uno de los cuartos de invitados.
Pero lo más probable era que él también se habría dado cuenta de eso.
Una vez que se cepilló los dientes y arregló el cuarto de baño, entró en el dormitorio. Pedro estaba en la cama, y en la oscuridad no podía ver si todavía estaba despierto o no.
En silencio, se metió en la cama y se acurrucó a su lado, de espaldas a él.
Cuando ella se colocó, Pedro se le acercó, pasando un brazo por su cintura y ajustando su espalda contra el pecho.
—Lo siento —susurró en su pelo.
Paula asintió con la cabeza; si hubiera dicho algo en voz alta, habría comenzado a lloriquear. Y nunca lloraba. Ni siquiera de alivio.
CAPITULO 183
Jueves, 3:28 p.m.
Pedro se recostó, girando los hombros.
Las videoconferencias tenían sus dificultades, y él seguía poco convencido de que la comodidad de ser capaz de sentarse en su propia oficina en su propia casa las superara.
Su teléfono móvil sonó, se lo sacó del cinturón y lo abrió. Un mensaje de texto de Paula esperaba que lo leyera, y abrió la pantalla “en casa” —leyó— “¿sts libre?”
—Cinco minutos, damas y caballeros —dijo, interrumpiendo el último debate, éste sobre la prioridad de reservas entre UNDpA, Un Nuevo Día para África, y el Proyecto Humanidad. Se puso de pie—. ¿Puedo traeros algo, Tomas, Jim?
—Estoy bien —dijo Tomas
Jim Beeling, sentado frente a ellos y fuera de la cámara, levantó el pulgar.
Asumiendo que quería decir que el técnico estaba de acuerdo con la afirmación de Tomas, Pedro dejó la sala de conferencias y cerró la puerta detrás de él. Luego marcó el número de Paula. Pocos segundos después el tema de James Bond empezó a sonar débilmente desde las escaleras. Antes de que ella pudiera descolgar él cerró su teléfono y se encaminó en aquella dirección.
—Hola —dijo, mientras ella subía las escaleras hasta llegar frente a él.
—Hola ¿Has terminado?
—Solo estoy tomando un respiro. ¿Cómo fue tu tour? —mantuvo la voz suave y relajada, esperando no parecer tan aliviado como se sentía. Hubiera robado o no Gabriel Toombs la armadura tras la que estaba Paula, a él no le gustaba. Sexto sentido, rivalidad masculina o lo que fuera, estaba encantado de que Paula estuviera fuera de la casa de aquel hombre de una pieza.
—Interesante —contestó ella—. Si él se hubiera limitado a lo que es realmente raro y precioso y no solo antiguo y japonés, tendría una colección bastante bonita.
Mientras ella hablaba, Pedro observaba su cara.
—De manera que no has visto la armadura de Minamoto, ¿me equivoco?
Ella sopló, ni su actitud ni su expresión revelaban mucho, ni siquiera a él.
—No, no la vi. Hay una bandera de guerra samurái que parece similar, pero ninguna de las espadas o armaduras que estoy buscando estaban a la vista. Sin embargo tampoco la brida que robé para él. Hay una habitación bastante grande a la que no nos dejó entrar y que había cerrado. Vive solo, con un par de asistentas que van dos veces por semana. Los jueves no trabajan allí.
—De manera que ¿quién cierra una puerta cuando es el único en la casa, a menos que esté paranoico por algo de dentro?
—Eres bueno —le dijo ella con una breve sonrisa, la cabeza todavía detenida claramente en su recorrido—. Representó esto con un comportamiento realmente calmado, sosegado y bajo control, y no estoy segura si ni siquiera se da cuenta de qué clase de vibraciones transmite una puerta cerrada.
—No para una antigua ladrona, en cualquier caso.
—Sí.
—¿Dio alguna razón para no dejaros entrar?
—Dijo que estaba renovando la habitación.
—Humm.
Esta vez ella le mostró una sonrisa fugaz.
—Eso es exactamente lo que yo dije.
—Entonces es definitivamente tu sospechoso.
—No creo que cerrar una puerta en su propia casa lo llevara a la cárcel o algo así, pero algo retorcido está en marcha. Apostaría mi propio dinero en eso.
Y ella se refería a descifrar qué era lo retorcido. No lo dijo en voz alta, pero él lo sabía. La conocía desde hacía un año, y no era estúpido para nada.
—¿Y qué pasa si te pilla allanando su casa después de que te hiciera un recorrido personal?
Por el rápido fruncimiento de labios, se dio cuenta que ella había estado pensándolo.
Bien. Si entendía que él sabía lo que ella estaba dispuesta a hacer bajo determinadas circunstancias, podría salvarlo de un montón de preocupaciones.
—¿Y bien? —interrumpió él.
—Listillo —dijo ella suavemente—. Satsujin, me imagino.
—¿Asesinato? ¿Crees que podría intentar matarte?
Jesús.
—En realidad mencionó que si alguien intentaba siquiera llevarse sus cosas, iría tras ellos con una daitu. Aparentemente está bien entrenado en el manejo de las espadas samurái —ella dio un paso adelante y le toqueteó la corbata—. Pero eso significaría atraparme, lo que no va a ocurrir.
Demasiado para escatimarle alguna preocupación. Pedro quería agarrarla y apretó los puños para no moverse.
—Una forma de asegurarse de que no ocurra es que llames a la policía en lugar de allanar su casa.
Le dio a su corbata un último tirón y la soltó.
—No puedo hacer eso, porque la ley de prescripción ha expirado y no hay nada que los polis puedan hacer.
—Paula…
—No. No tenía que contarte nada sobre lo de hoy, pero sé que estabas preocupado y estoy intentando hacer lo que está bien sin guardar secretos. Seguro podría llamar a
Viscanti y contarle que encontré al tipo, pero el hecho es que aún no estoy segura. Puedo pensar que tiene las piezas, y puedo investigar, pero no puedo ir acusando sin pruebas. No
puedo.
—Lo entiendo. ¿Pero realmente piensas que Joseph Viscanti espera que tú entres arma en mano y devuelvas los bienes del museo? Especialmente dado que la armadura y las
espadas pertenecen técnicamente a quien las ha tenido durante los últimos diez años.
—No sé lo que espera. Pero alguien diciendo “Oh si, sé donde están tus cosas, ahora págame” no parece que eso satisficiera a cualquiera.
—Quizás deberías llamarlo y averiguar qué espera exactamente. Especialmente dado que el allanamiento es ilegal.
Paula entrecerró los ojos.
—¿Algo como que si verifico que esa cosa de Minamoto está en esa habitación, la sacaré de allí? Sacarla figuradamente, quiero decir.
—¿Por qué no me lo creo?
La puerta de su oficina al final del pasillo se abrió.
—Pedro, UNDpA está lista para dejar que Proyecto Humanidad asuma la supervisión total —dijo Tomas.
—Voy —Pedro se alejó de Paula, reacio a apartarse por si acaso ella decidía que su salida significaba que él consentía—. ¿Asumo que no vas a hacer nada cuestionable mientras todavía sea de día?
Ella se encogió de hombros.
—Probablemente no. Necesito comprobar un par de cosas más, en todo caso.
—Confío en ti —dijo él, sabiendo que no era suficiente y esperando que ella lo aceptara hasta que tuviera tiempo de reunir más argumentos convincentes. Al menos, uno de ellos no había pensando en esto en su totalidad y tenía la creciente sospecha de que era él.
Paula soltó el aliento mientras Pedro desaparecía de vuelta a su oficina. ¿Qué demonios se suponía que iba a hacer con algo como “confío en ti”? ¿Sentarse en una silla con las manos plegadas hasta que él estuviera libre para hacerle de carabina por la ciudad?
A la mierda.
Sacó su teléfono y marcó el de la residencia Gonzales. Un par de timbrazos más tarde, Laura descolgó.
—Residencia Gonzales —dijo.
—Hola Laura. Soy Paula.
—¡Tía Pau! ¿Tienes noticias para mí? Nuestro módulo empieza la semana que viene y va a ser tan patético sin el modelo anatómico.
—Tengo unas cuantas pistas, cariño, pero primero necesito comprobar un par de cosas más. Mientras tanto ¿está Mateo? Tengo una pregunta de béisbol para él.
—Espera un segundo —el sonido estaba amortiguado, pero Paula aún pudo distinguir el grito de “¡Mateo!”. Genial.
Había esperado que hubiera salido, y que Laura le
ofreciera la información de dónde podría estar. ¿Ahora qué?
—¿Paula? —era la voz de Mateo—. ¿Qué pasa?
—No mucho. Estoy intentando encontrar ese modelo de anatomía para la clase de Laura —improvisó—. Solo me estaba preguntando si quizás alguien que conozcas haya
mencionado algo.
—¿Crees que fueron niños?
—Esa es mi suposición —dijo con sinceridad—. Una broma o algo así. Alguien que planeara un robo serio en la escuela se hubiera llevado los ordenadores o los monitores de
televisión. No solo el modelo anatómico.
—Guau. Eres bastante buena encontrando trastos, ¿verdad?
—Lo intento. ¿Has oído algo?
—En realidad no.
Ella escuchó la mentira en su voz, el tropiezo de sus palabras, el cambio en su volumen mientras bajaba la cabeza para responderle. Era alentador, en realidad; si él
hubiera estado seguro, no estaría tan nervioso o culpable como evidentemente se sentía.
—Vale. Si oyes algo ¿me llamarías? No tienes que descubrir la fuente ni nada. Solo quiero tenerlo de vuelta a tiempo para la clase de Laura.
—Podría aparecer solo o algo así. Ya sabes, como si fuera una broma, quizás.
—Bien, eso haría las cosas mucho más fáciles —para alguien, aunque no lo dijo en voz alta. La escuela podría querer castigar a alguien, pero ese no era su problema. Una niña de diez años le había pedido que recuperara un modelo. Y eso haría—. Gracias Mateo. Hablaremos más tarde.
—Adiós Pau.
De acuerdo, ¿aquello significaba que el problema de Clark el modelo anatómico se resolvería por sí mismo? Eso sería estupendo, pero ella no tenía mucho tiempo para esperar
y ver si la conciencia de Mateo, o la de Jimmy Criquet o quién fuera, sería su guía. Un día.
Mañana era viernes, así que le daría un día. Y luego tendría que perseguirlo y sacarle la localización… lo que en realidad no quería hacer, porque Mateo era un crío.
Los niños tenían esa aura alrededor de que todo estaba bien y eran a prueba de balas, y ella no quería disipar la de Mateo Gonzales. Solo deseaba haber tenido una de aquellas auras cuando ella era joven. La idea de destrozar a alguien más era… asquerosa.
Durante un largo instante miró la puerta cerrada de la oficina de Pedro, luego se encaminó a la biblioteca. Pedro le había ofrecido convertir una de las habitaciones superiores
o un dormitorio en una oficina para ella, pero tenía una oficina a unos tres kilómetros más o menos, y de acuerdo al menos con uno de sus colaboradores, desaparecido en la actualidad, no pasaba allí tanto tiempo como debiera. La biblioteca servía exactamente igual, y le gustaba el alto ventanal y la gran mesa de trabajo.
Sacó un par de hojas de papel cuadriculado de un armario y se sentó a la mesa para esbozar un plano de la casa de Gabriel Toombs tal y como la recordaba. No sería tan
impecable como un plano real, pero dado que tenía de plazo hasta el siguiente miércoles para encontrar la armadura y las espadas, no tenía tiempo para birlar —ni siquiera solicitar
legítimamente— uno de la oficina de planos de Palm Beach.
Sobre todo quería planear la mejor forma de entrar en aquella habitación… y poderse llevar los treinta kilos de la antigua armadura y las dos antiguas espadas, si resultaban estar allí. Tanto como odiaba admitirlo, probablemente podría usar alguna ayuda en esto. Lo cual podría ser un problema si el “Confío en ti” era alguna señal.
Probablemente Sanchez podría estar desaparecido de forma voluntaria, excepto que todavía no la había llamado, enviado un e-mail, un fax o dejado un mensaje en código en el
Palm Beach Post o el New York Times. Había dicho que no empezaría a preocuparse hasta el viernes, pero era una gran mentira. Era extraño, pero en los viejos tiempos cuando ella
estaba ocupada sacando trabajos y ocultando la cabeza de las autoridades, que alguno de sus aliados desapareciera un par de días no era un gran problema. Ahora, cuando las cosas estaban calmadas a su alrededor, cuando ella no estaba tan concentrada en su propia seguridad, se preocupaba por la de Sanchez. Y por la de Pedro. Y la de unas pocas personas elegidas.
Su móvil sonó con el tema de Darth Vader. La oficina de Chaves Security.
Frunciendo el ceño, lo sacó y pulsó el botón de respuesta.
—Chaves.
—Señorita Paula —le llegó el grave tono sureño de Andres—. Acabamos de recibir un fax de Ortiz con sus anotaciones sobre la revisión de la casa Glass. Dijo que quería saberlo cuando llegaran.
—¿Qué parecen?
—Un trabajo por valor de unos diez mil dólares.
En los buenos y viejos tiempos ella habría despreciado un trabajo de diez de los grandes.
—Bien. ¿Ha llamado?
—Sí. Le dijo a Cynthia que le tendríamos un presupuesto para mañana.
—De acuerdo. Estaré ahí en unos veinte minutos.
—Aquí estaré, esperando que traigas un frapaccino moca contigo.
Paula resopló.
—De acuerdo, si tú me miras los croquis que estoy haciendo de la casa de Toombs.
—Por qué no, estaría encantando.
Se metió el teléfono en el bolsillo de los vaqueros y enrolló el papel cuadriculado.
En el camino hacia el garaje encontró a Reinaldo y le dijo donde estaría en caso de que Pedro tuviera dudas sobre su estúpida declaración de confío en ti.
* * *
Por su propia e intensa aversión al café había sido reluctante a aprender los matices de pedir esa cosa, pero con Starbucks siendo el centro del universo para la mayoría de las personas, el conocimiento ya había llegado a su mano un par de veces. Pidió un frap moca grande, ignorando las miradas y murmullos de “Es Paula Chaves” de los otros clientes y los chicos detrás del mostrador.
Mientras saltaba de vuelta al Bentley, un Miata negro azabache pasó por su lado y giró a la derecha en la siguiente esquina. Con todo el tráfico de Worth Avenue no estaba segura de por qué se había centrado en aquel coche, excepto que era muy brillante y la había pasado con bastante lentitud.
Los Miata descapotables eran bastante comunes en los alrededores de Palm Beach, aunque no tenían el precio de catalogo ostentoso de un buen Mercedes, Jag o Bentley.
Dejó el coche en el aparcamiento de tres pisos anexo al edificio de su oficina y tomó el ascensor hasta la oficina de Chaves Security en la esquina más alejada del tercer piso.
—Hola —dijo ella, entrando en la recepción y llevando en la mano la taza del así llamado café.
—Es usted un diamante, señorita Paula —dijo Andres con una sonrisa y cerrando los ojos mientras tomaba un sorbo.
—Gracias ¿Dónde está el fax?
—Sobre tu escritorio.
Le llevó veinte minutos introducir las especificaciones que Ortiz había enviado en el contrato tipo que Andres y ella habían redactado, personalizándolo donde eran necesario e
imprimiendo dos copias para que Ortiz las recogiera por la mañana. Hecho aquello, los metió en una carpeta y la dejó junto con el papel cuadriculado delante de Andres.
—¿Cuánto me he acercado? —preguntó, archivando la carpeta y luego despejando su escritorio mientras desenrollaba los planos.
—Diez mil doscientos ochenta y seis dólares —replicó ella— y probablemente eliminaré los doscientos ochenta y seis cuando ella quiera un descuento por ser miembro de SPERM.
—Con frecuencia pienso que debería unirme a la Sociedad de amigos de los manatíes —dijo Andres riéndose entre dientes.
—Los almuerzos están bien y me gusta el acrónimo.
—Pienso exactamente lo mismo —se reclinó en su silla—. ¿Qué tenemos aquí? ¿Hiciste esto a mano?
—Es un hobby.
—Ya veo —Andres miró fijamente del dibujo a ella—. Guau. ¿Qué quieres de mí?
—Nunca he visto la parte trasera de su casa. ¿Recuerdas algo específico? ¿Patio, piscina, muebles de jardín o flamencos?
—Tiene una piscina, y una terraza que rodea toda la parte trasera de la casa hasta terminar aquí —dijo, deslizando un dedo a lo largo de su dibujo.
—¿Árboles y arbustos?
Andres levantó la mirada a ella.
—¿Vas a entrar? —susurró—. Creía que no habías visto lo que fuiste a buscar.
—No lo hice. Tampoco vi lo que había en aquella habitación. Necesito echarle un vistazo.
—¿Qué pasa si los objetos no están allí?
Si no estaban, volvería a revisar a los Picault, y tendría que admitir que sus instintos estaban tan apagados que cualquier rico coleccionista de antigüedades japonesas que viviera en la mitad este de los Estados Unidos, tenía exactamente la misma posibilidad de tener la armadura. En otras palabras, ella estaría jodida y el Met estaría jodido y su futuro en la recuperación de objetos estaría jodido.
—Supongo que le haré frente si ocurre —dijo en voz alta.
Inesperadamente él le sujetó la mano, apretándole los dedos con los suyos más largos.
—Conozco a Wild Bill más tiempo que tú, Paula —dijo en un tono más serio del que le había oído utilizar nunca—. Hay una razón por la cual cuando él sugirió que lo llamáramos Wild Bill todos lo hiciéramos. Su dinero proviene de dos compañías de construcción que heredó de su padre. Y los rumores dicen que también heredó a los socios de su padre.
Paula frunció el ceño.
—¿La Mafia?
—La mafia, algún grupo de tipos agresivos del sindicato… quién sea, la gente no se cruza en su camino.
—¿Por qué no me dijiste nada de esto antes?
—Antes tu visita era legítima, y yo estaba contigo.
—En serio, Andres, piensas que tú podrías… —se le apagó la voz mientras él sacaba la mano libre del bolsillo, revelando una pequeña y brillante pistola cromada—. ¡Santo Dios! ¿Llevabas esto contigo?
—Un caballero siempre vela por la dama que acompaña —dijo con su suave tono sureño—. Puedo no saber cómo manejas tus asuntos, pero conozco los míos.
Paula se tomó un momento para replantearse la forma en que miraba a Andres Pendleton. En realidad le tomaría más de un segundo, pero nadie iba a pillarla con la guardia baja… o al menos pareciéndolo.
—¿Con cuánta frecuencia la llevas encima? —preguntó ella, señalando a su bolsillo mientras él deslizaba la pistola dentro.
—En ocasiones —sonrió—. Normalmente confío en mi encanto y buenos modales.
Ella resopló. De acuerdo, había cosas sobre él de las que ella no se había dado cuenta, pero nada le hacía querer cambiar su impresión inicial.
—Ambos letales —comentó ella.
Él inclinó la cabeza.
—Gracias querida. ¿Irás esta noche?
—Aún no estoy segura —eso dependía de Pedro, y no quería admitirlo en voz alta.
Ni siquiera para ella misma, en realidad. Contestar a alguien más, sentirse responsable ante ellos… como lo llamara el doctor Phil, no le gustaba—. Se supone que Sanchez aún tenía que investigar los antecedentes de Toombs para mí, y me alegraré de esperarme.
—Hablando de Walter, hoy parece estar ausente otra vez.
—Sí. Me imagino que está sembrando su avena silvestre en algún lugar.
—La señorita Keen ha estado llamando. Le he dicho que él ha tenido que hacer un viaje inesperado a Nueva York para ver a su hermano.
Ella no se había dado cuenta de que Andres sabía de Delroy.
—Muy bueno de tu parte —le dijo sonriendo—. A menos que Sanchez esté intentando plantarla… lo cual lo convertiría en un gran gallina, casi estoy por dejar el tema de las excusas y dejarle que afronte las consecuencias cuando vuelva.
—¿Qué es lo siguiente?
Inclinándose para esbozar el trazado del la terraza y la piscina del patio trasero de Toombs, de acuerdo con los recuerdos de él, Paula respiró profundamente.
—Bien, tengo un par de botes en el horno, y ahora necesito ver cuál empieza a hervir primero —y esperaba tener un guante a mano para no resultar quemada.
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