martes, 30 de diciembre de 2014
CAPITULO 42
Se maquilló y peinó unas cinco veces antes de quedar satisfecha con su aspecto presentable, luego esperó de modo deliberado hasta las siete menos veinte antes de
presentarse abajo. Pedro Alfonso podía dictar todo lo que le viniera en gana, y ella podía recordarle asimismo que era una empresaria independiente.
Aunque preveía que la estuviera esperando, furioso y paseándose por el vestíbulo, tuvo que ir a buscarle y lo encontró en la piscina, dando cuenta de algo que olía a ginebra.
—¿Estás listo? —preguntó, incapaz de que su voz no sonara impertinente.
Él se puso en pie.
—¿Ya es la hora?
Le hubiera sacado la lengua y dedicado una pedorreta, pero entonces sabría que la había enfadado. Pau asintió, en cambio, precediendo el paseo hacia el camino de acceso.
El Bentley azul estaba aparcado —no, listo para saltar al asfalto— delante de los escalones. Muy a su pesar, un escalofrío ascendió desde la parte baja de su espalda.
Iba a ir en un maldito Bentley.
—Toma —dijo, y le lanzó las llaves.
Pau se dispuso comentar que no tenía un carné de conducir válido, pero por suerte se convenció de su estupidez antes de que el pensamiento pudiera formarse.
—¡Ay, la leche! —canturreó, deslizándose tras el volante mientras Ruben sujetaba la puerta para que subiera—¿Cuánto cuesta esta cosa? —preguntó, encendiendo el motor y dándole gas.
—Una pasta. Intenta no matarnos.
Incapaz de esconder su amplia sonrisa, Pau metió la marcha y pisó el acelerador. Bajaron el camino volando y se libraron por los pelos de rozarse a ambos lados de la verja mientras unos sorprendidos policías se apresuraban a apartarse de un salto del camino.
—¿Por dónde?
—Gira a la derecha en el cruce. Te daré indicaciones de ahí en adelante. —Se abrochó la hebilla del cinturón de seguridad, pero, aparte de eso, no parecía preocuparle cualquier desperfecto que ella pudiera provocar.
Una vez dejaron atrás la urbanización y cruzaron el puente hasta llegar a los acaudalados y más homogéneos barrios residenciales de Palm Beach redujo la velocidad a un ritmo prudente. En esa parte de la ciudad niños en bici y en patines invadían las aceras y de ningún modo deseaba hacer daño a ninguno de ellos. Todos parecían tan… ajenos a la idea de que en el mundo existía gente mala. Pau no podía recordar haber sido tan ingenua alguna vez. Una espeluznante idea le vino a la cabeza.
—No tienen hijos, ¿verdad?
—Gira a la derecha —dijo, ajustando el aire de la rejilla de ventilación de su lado.
—¡Ay, Dios mío! No me dijiste que habría niños.
—Tú lo fuiste una vez —dijo, la diversión se agudizó en su voz—. Estoy seguro de que te las arreglarás.
—Yo nunca fui niña. ¿Cuántos años tienen?
—Christian tiene diecinueve, pero no está en casa. Ya ha comenzado el semestre en Yale.
—Yale. Eso está muy lejos. Todo bien, por el momento. Ahora dame las malas noticias.
Él rio entre dientes.
—Mateo tiene catorce y Laura nueve.
Pau gruñó.
—Esto es una maldita emboscada.
—No, no lo es. Son unos chicos estupendos. Y Cata es una buena cocinera. La tercera casa a la izquierda.
Las casas allí eran austeras, con enormes patios y puertas para salvaguardar la privacidad. La de los Gonzales no tenía puerta, pero sí una bonita valla blanca de madera que corría a lo largo de la calle tan sólo por salvar las apariencias.
¡Dios mío, una valla blanca!
Pedro mantuvo la atención fija en Paula mientras aparcaba en el pequeño camino de entrada. Pedro había hecho trampa al no darle todos los detalles, pero ella le había cabreado, así que justo era lo justo.
A juzgar por su reacción, aquélla era la primera vez que Paula viajaba a un barrio residencial de la periferia… o, al menos, su primera cena en casa de una familia normal en un barrio residencial. La casa de Pau, registrada por la policía, se encontraba en medio de un destartalado vecindario, pero en cierto modo dudaba de que ella hiciera demasiada vida social con sus vecinos. Del informe policial se desprendía que ninguno de ellos sabía más aparte de que era la simpática y reservada sobrina de Juanita Fuentes.
Aparcó el Bentley pero no apagó el motor.
En cambio, se quedó allí sentada, parecía que nada le gustaría más que el que surgiera un huracán y los arrastrara a todos al mar.
—Vamos. Respira hondo y entremos.
Apagó el motor, mirándole con cara de pocos amigos, y abrió la puerta. Luego volvió a quedarse inmóvil.
—Mierda. ¿No se supone que debemos traerles un regalo o algo?
Pedro se preguntó si Jane había tenido tantos problemas con Tarzán en su primera cena formal con la familia. Sería divertido introducirla en la civilización.
—Ya me ocupé de ello. Abre el portaequipajes.
—Se dice maletero, Alfonso. Si yo no puedo decir confitura, tú no puedes decir portaequipajes.
No pensaba discutir con ella en ese momento, sino buscar un par de pequeños regalos envueltos.
—¿Los llevo yo, o quieres hacerlo tú? —preguntó, cerrando el portaequipajes,maletero, con el codo.
—A mí se me caerían. —Frunció el ceño, poniéndose a su par mientras subía el camino adoquinado hasta las puertas dobles de entrada—. No, dame uno. Así tendré algo en que ocupar las manos.
Después de sopesar cuál de los dos regalos era el menos frágil, se lo entregó a ella y seguidamente llamó al timbre con el dedo índice. También rehusó decirle que su aspecto era más que estupendo; estaba deslumbrante con su ondulado cabello suelto en torno a los hombros y los labios pintados de un ligero tono bronce.
También se había hecho algo en los ojos; el verde del vestido profundizaba su color hasta un tono esmeralda con unas pestañas inusitadamente largas y oscuras.
—De acuerdo, no están en casa —dijo cinco segundos después—. Vayámonos.
—Cobarde.
Aquello captó su atención, tal y como él había esperado que hiciera. Pau enderezó la espalda como si se hubiera tragado un sable y sus labios se convirtieron en una delgada línea cuando apretó la mandíbula.
—Hoy me las he visto con una maldita granada —refunfuñó—. Con dos.
La puerta se abrió.
—Entonces esto debería resultar sencillo —murmuró, y dio un paso adelante para saludar a Tomas.
Siempre le había gustado la casa de los Gonzales. Parecía… cálida, íntima y acogedora de un modo en que nunca podría serlo una finca de más de ochenta mil metros cuadrados. Aquél era un hogar en el que vivían personas, no una atracción turística donde uno entretenía jefes de Estado, organizaba bailes benéficos y pasaba un mes o dos al año en ella.
—Cata sigue aún en la cocina —dijo Tomas, cerrando la puerta cuando hubieron entrado. El hombre intentó disimularlo, pero Pedro apreció la mirada calculadora
que le dirigió a Paula. Recibiría más en un momento, pero advertirla de ello sólo haría que saliera corriendo.
O tal vez no. Paula estrechó la mano de Tomas, brindándole una calurosa sonrisa y sin mostrar signo alguno de considerarle una especie de archienemigo.
—Esto es muy bonito.
—Gracias. Derribamos la vieja casa de la parcela hace unos seis años y construimos ésta. Todavía estamos de reformas, pero eso forma parte de la diversión —respondió Gonzales, con el orgullo de un hombre que ha supervisado personalmente la colocación de cada listón de madera y paletada de yeso—. ¿Os apetece beber algo? Hemos puesto unos farolillos en el patio.
—Para mí, una cerveza —dijo Pedro, su atención fija en Paula.
—Una cerveza sería genial —convino.
Así que, nada de coca-cola baja en calorías, al parecer. Contempló la salita de estar con lo que parecía verdadero interés. Incluso cuando estaba nerviosa se comportaba serena y relajadamente. Debía de ser el instinto de supervivencia… pero había dejado que viera su nerviosismo. ¿Significaba aquello que confiaba un poco en él? ¿O sólo quería que lo pensara?
A la izquierda de Pedro resonaron unos pasos que descendían por la escalera.
—¡Tío Pedro!
Él se dio la vuelta y Laura se arrojó contra su pecho, rodeándole la cintura con los brazos. Sonriendo de oreja a oreja, le devolvió el abrazo, dándole un sonoro beso en la boquita.
—¿Cómo estás, mariposita? Estás muy alta. Por lo menos has crecido quince centímetros, ¿verdad que sí?
—Sólo tres —respondió la niña de nueve años, sonriéndole con entusiasmo.Dentro de unos años sería una rompecorazones con su pelo rubio y corto, y sus ojos azul claro, y ella lo sabía—. ¿Qué me has traído?
—Primero saluda a mi amiga. Pau, ésta es Laura. Laura, te presento a Paula.
Laura le tendió la mano y Pau se la estrechó.
—Encantada de conocerte, Laura —Lanzó una fugaz mirada a Pedro—. Deja ya de torturarla y dale el regalo.
Sacó el regalo de la espalda, lo colocó a la altura de los ojos de la niña y se lo entregó.
—Dijiste japonesa y roja, así que será culpa tuya si no es la que querías.
—Oh, sabía que sería la correcta —dijo, le brillaban los ojos mientras arrancaba el lazo y levantaba la tapa de la caja. Introdujo con sumo cuidado los dedos en el paquete para sacar una pequeña muñeca de porcelana, ataviada con el tradicional kimono japonés de un vivo tono rojo con orquídeas blancas. Dio un gritito—. ¡Es justo la que vi en el libro! —exclamó, rodeándole con el brazo libre—. Se llama Oko y es muy guapa. ¡Gracias, tío Pedro!
—De nada.
Tomas también sonreía.
—Ve a enseñársela a tu madre, Lau.
—¡Mamá! ¡Mira lo que me ha traído el tío Pedro! —gritó, y salió zumbando hacia el fondo de la casa.
—Colecciona muñecas de porcelana de todo el mundo —explicó Gonzales,lanzando una mirada a Paula antes de tornarla de nuevo hacia Pedro—. Y apuesto a que habrás pagado un pastón por ella.
Él se encogió de hombros.
—A ella le gustan.
—Claro que sí. —Paula sonrió un poco—. Te ha llamado tío.
—La conozco desde que nació —respondió, preguntándose aún qué pasaba por esa mente suya tan ágil.
—Pedro, te has superado a ti mismo —llegó una voz femenina desde la puerta, y él alzó la mirada, sonriendo.
—Paula—dijo, acercándose a darle un beso en la mejilla a la rubia menuda.
—¿Cómo sabías que buscábamos justamente ésa? —preguntó, alzando el brazo para limpiarle el carmín de la mandíbula—. Nos ha sido imposible encontrarla en ninguna parte. Y créeme que la hemos buscado.
—En realidad Laura me mandó una foto por fax a Londres, y me pidió que mantuviera los ojos abiertos. Ya me conoces. No puedo resistirme a un desafío.
—Ajá. —Sus ojos azules se pasearon de él hacia Paula, que sostenía aún el otro regalo y parecía mucho más cómoda de lo que él hubiera creído posible. Gracias a Dios que había alcanzado el punto en el que distinguía que eso era fachada—. Tú debes de ser Pau. He oído que arrojaste a Tomas a la piscina. ¡Bien por ti! Algunas veces puede ser un incordio.
—Vaya, muchas gracias —refunfuñó Gonzales.
—Hola —dijo Paula, con una sonrisa como respuesta que por un instante casi pareció tímida—. Tienes una casa preciosa. Me encanta la madera de pino.
—Eso fue idea de Tomas. Una vez que le convencí de que no quería una casita en la pradera y después de que atenuara el tono un poco, creo que quedó muy bien.
La sonrisa de Paula se hizo más amplia.
—Hum. Creía que era más del estilo Bonanza.
Cata se echó a reír.
—Deberías haber visto los planos originales. Cornamentas en las paredes y todo eso. Era un espanto. —Posó la mano en torno al brazo de Paula—. ¿Sabes cocinar?
—Sándwiches y palomitas —respondió Paula con expresión todavía más encantadora—. Ni siquiera me acerco a lo que puedes hacer tú, por lo que me han dicho.
—Oh, me encanta la presión. —Cata sonrió de nuevo—. Necesito filetear unas olivas, pero no quiero que pienses que te estoy insultando con una labor de menor importancia.
Con un sonido a caballo entre un bufido y una carcajada, Paula dibujó una amplia sonrisa.
—Filetear se me da de miedo. —Le devolvió el otro regalo a Pedro y se dirigió a la cocina junto con Cata y Laura.
—¿Dónde está Mateo? —preguntó Pedro a Tomas, alzando el regalo restante.
—En el entrenamiento de béisbol. Volverá dentro de unos veinte minutos más o menos —Gonzales le condujo al bar al fondo del salón—. ¿Qué demonios pasa con Chaves?
—¿A qué te refieres?
—Venga ya, Pedro, en tu casa fue más picajosa que un cactus conmigo, ¿y ahora es Miss Simpatía?
Pedro tomó aire. Bien podía desear haber sido el único en darse cuenta de eso, pero claro, se suponía que Gonzalez era observador.
—Se está adaptando.
—Adaptando.
Dado que había metido a una ladrona en casa de Gonzales, supuso que le debía una explicación.
—Es lo que hace —dijo en voz baja—. Se amolda. Es una superviviente, y así es como lo hace.
Tomas sacó dos botellines de cerveza de debajo del bar.
—¿Y a cuál de sus adaptaciones te has estado tirando?
—A todas ellas. —Encanto o engaño… no distaba mucho lo uno de lo otro, pero había sido testigo de su preocupación, de su miedo y de su pasión. Ésa era la auténtica Paula. Tenía que serlo—. Cambia de tema —sugirió, dejando la caja en la barra.
—Muy bien. He visto que le has dejado conducir el Bentley. Es interesante.
—¿Y eso, por qué?
El abogado le pasó uno de los botellines.
—A mí no me dejas conducir el Bentley.
—No estoy intentando impresionarte.
—Pero estás tratando de impresionarla a ella. Creía que era al revés.
—Ya no tengo nada claro. —Pedro apoyó los codos sobre la barra—. ¿Cuánto sabe Cata sobre ella?
—Solamente lo que le contaste al periodista; que es una asesora en arte y seguridad y que estás saliendo con ella. Ah, y añadí que está ayudando con el robo de la tablilla y que me tiró a la piscina.
—De acuerdo. Gracias.
—Sabes que le contaré el resto.
—Lo sé. Pero al menos tendrá la oportunidad de formarse primero su propia opinión sobre Paula.
—O pensará lo que Chaves quiera que piense.
—Basta, Tomas. No es así. Tan sólo intenta salir con vida de esto.
Los ojos de Tomas se mostraban inquisitivos y sombríos.
—Vas en serio con ella, ¿verdad?
—Eso parece. —Pero todavía no estaba de humor para discutir aquello en profundidad, así que se enderezó—. He dejado que conduzca el Bentley, después de todo.
—A eso es a lo que me refe…
—¿Algo nuevo sobre Dante?
—De acuerdo, está bien. Seguía en la comisaría cuando llamaste por lo del tal O'Hannon. Se lo comunicaron a Partino, pero teniendo en cuenta que ha quedado libre de sospechas sobre el homicidio de DeVore, no parecía muy contento.
—¿No? ¿Y qué aspecto tenía?
Tomas echó un vistazo, por si los niños aparecían por allí.
—Como si estuviera a punto de cagarse en los pantalones. Le busqué un abogado.
—¿Quién?
—Steve Tannberg.
Pedro asintió con aprobación.
—Me alegra que buscaras fuera de tu bufete.
—Claro. No quería arriesgarme a tener un conflicto de intereses en el futuro. Me cabreó mucho que Tannberg saliera del interrogatorio sin él. Pero según dijo Steve, Dante prefiere quedarse en la cárcel. Dice que es para protestar por el injusto trato recibido por parte de sus antiguos amigos, pero…
—Pero crees que tiene miedo de acabar hecho cachitos una vez que le suelten.
—Algo así.
—Pero sigue sin abrir la boca.
Gonzales hizo una mueca.
—Se supone que no sé esto, pero pienso que en efecto quiere confesar lo de la tablilla. Aunque si lo hace, estaría admitiendo haber manipulado el vídeo.
Pedro asintió.
—Lo que ayuda a situarle en la habitación de Paula con el asunto de las granadas.
—Más bien estaba pensando que eso significaría que está implicado en el robo y en la muerte de Prentiss, pero eso también vale.
—Lo siento. —Pedro tomó un buen trago de cerveza—. Parece que no puedo dejar de pensar en ella.
—Bueno, después de ver esta noche su aspecto, no puedo culparte del todo por eso. ¡En fin!
—Lo sé.
—¿Papá? —Laura entró en el salón—. Mamá dice que te la vas a ganar por no haberles llevado un cóctel Grasshopper a ella y una cerveza a Pau.
—Ya voy, ya voy.
Pero en vez de marcharse, Laura siguió acercándose.
—¿Estás saliendo con Pau? —preguntó, tomando la mano de Pedro con su manita.
—Sí, así es.
—¿Por qué?
—Porque es lista y me gusta. Sabía que mi nueva muñeca se hizo a mano en 1922, y que utilizaron cabello original de una mujer de verdad. Y partió algunas de las olivas conmigo cuando mamá no miraba. Nos las pusimos en los dedos.
—Sí, es muy guay —convino Pedro.
Laura se echó a reír.
—«Guay.» Qué viejo eres.
Tomas sólo rompió a reír cuando Laura se fue corriendo otra vez.
—Qué viejo eres —dijo cuando Pedro le miró alzando una ceja.
—Soy más joven que tú.
—Claro, cuatro largos y viejos años. —Le pasó otro botellín de cerveza y tomó la copa que había preparado para su esposa—. Vamos, antes de que me la gane otra vez.
Se encaminaron hacia la cocina… y Pedro se detuvo. Cata le había puesto a Paula uno de sus delantales con el lema SOY EL CHEF, y se encontraba junto a la encimera con un cuchillo en una mano y un manojo de apios en la otra. Los músculos del abdomen se le contrajeron de pura lujuria.
¿Quién hubiera pensado que ver a Pau en plan ama de casa iba a provocarle una erección?
Ella sonrió al verle.
—Mira. Me han ascendido a cortadora de apio.
Riendo,Cata apagó un fogón y retiró una olla con pasta para que se enfriara.
—Al final de la noche la tendré mezclando ingredientes.
Paula se rio por lo bajo con evidente buen humor.
—Cuidado Wolfgang Puck.
Incapaz de resistirse Pedro se acercó a dejar la cerveza sobre la encimera a su lado, luego inclinó la cabeza para darle un beso ligero en la boca.
—Eres la mejor —murmuró.
Paula dibujó una amplia sonrisa, metiéndole una aceituna en la boca.
—Genial.
CAPITULO 41
Domingo, 5:48 p.m.
Paula podía escuchar el suave runruneo de su padre removiéndose en su tumba. Ni por lo más remoto hubiera podido Martin Chaves imaginarse a su hija preparándose para una cita con Pedro Alfonso… en casa de un abogado, nada menos. No vería provecho alguno en ello y, peor aún, se alegraría de recalcar que, con toda probabilidad, la aventura tendría un resultado negativo para ella.
Paula tenía sus propias reservas, pero se referían más bien a la profundidad de su implicación con ese hombre. Una cosa era el sexo; y con lo increíblemente placentero que había sido, también había hecho que Pedro se pusiera taxativamente de su lado. Sería una idiota de no haberse aprovechado de eso y no sentirse halagada por ello. Pero salir con él era una cuestión muy diferente. No se trataba simplemente de velar por sus propios intereses; era involucrarse, conocer a sus amigos, hacerse pasar por… ¿Qué?… ¿Su novia? ¿Su amante?
Mientras el corazón comenzaba a palpitarle con fuerza,Pau rebuscó en su armario de ropa prestada.
—¿Qué narices se supone que debo ponerme?
Desde la sala de estar pudo oír a Pedro riéndose.
—Ponte lo que quieras. Pero Godzilla está atacando al monstruo mecánico. Creía que habías dicho que Godzilla siempre era malo.
Eligió un vestido de verano y fue hasta la puerta del dormitorio.
—No, dije que era mejor cuando era malo. ¿Qué te parece esto? —Sostuvo en alto el corto vestido rojo y amarillo.
Él estiró el cuello para echar un vistazo por encima del respaldo del sillón.
—Es bonito. Pero…
Ella frunció el ceño.
—Pero ¿qué?
—Se verán los arañazos y cortes de la espalda.
«Mierda.» Con el antiséptico que le había dado el doctor Klemm habían dejado de doler los cortes, y se olvidaba de ellos.
—¿Qué vas a llevar tú?
—Lo que llevo puesto.
—Pero tú estás guapo.
—Gracias. Me derramaré algo en la camisa si lo prefieres.
Estaba bromeando de nuevo con ella, tal como había hecho desde el momento en que se dio cuenta de que la idea de cenar con Tomas y Cata la ponía nerviosa. Pero había consentido en ir, en gran medida porque él había dado a entender que era una cobarde si se negaba, pero sobre todo porque después de que Pedro acudiera esa mañana en su rescate con las granadas, sentía que le debía algo.
—¿Encuentras algo? —preguntó Pedro, asomándose al armario.
—Vuelve ahí y dime qué te parece —dijo—. Te enseñaré lo que encuentre.
—Algo en color verde sería estupendo. En honor a Godzilla.
—Vuelva al sillón, colega.
Pedro levantó las manos en broma a modo de rendición.
—De acuerdo, está bien.
A pesar de todo se estaba riendo por lo bajo, lo cual daba miedo de por sí. Era imposible que estuviera ya tan conectada a él, que verle feliz le hiciera sentir feliz a ella.
Esa nueva vida eran tan extraña… tan tentadora. Retomó la tarea, y sacó otro vestido veraniego de su percha y cerró la puerta del armario para poder probárselo sin comentarios por parte de Pedro. Tenía que dejar de distraerse con los indulgentes placeres de esa vida. En su trabajo, la indulgencia equivalía a encarcelación… o a la muerte.
Trabajo. Estaba trabajando, tratando de descubrir lo que sucedía.
Y aunque pudiera albergar alguna leve duda o dos sobre la implicación de Gonzales, no tenía ninguna con respecto a la de Dante Partino. Cuando la policía se llevó al asesor, hicieron lo mismo con unas cajas de expedientes de su despacho. Para ser un hombre tan remilgado, su lugar de trabajo estaba desordenado, aunque ella no tenía nada que objetar a eso.
Por el contrario, tenía intención de hacer una visita a una hora más tardía aquella misma noche para ver qué podría quedar. Si eso fallaba, averiguar dónde vivía Partino sería pan comido. Dado que Pedro la había retirado del seguimiento de las otras dos tablillas, necesitaba ocuparse en algo. Sentarse de brazos cruzados la volvía loca, y no pensaba olvidar que alguien parecía desear verla muerta.
Todo lo contrario a Alfonso, que simplemente la deseaba.
—De acuerdo, ¿qué te parece éste? —preguntó, conteniendo con firmeza los nervios. Encajaría esa noche, porque eso era lo que hacía. De no ser por la irritante habilidad de Alfonso para descifrar con exactitud lo que pensaba o sentía, contaría aquella velada como un trabajo fácil. De acuerdo, bastante fácil.
—Has elegido el verde —dijo, poniéndose de nuevo en pie.
—Tiene manga corta y la espalda cubierta —explicó pacientemente—. Si crees que me parezco al monstruo que se zampó Tokio, me cambiaré otra vez.
—No te pareces a Godzilla —respondió, su cálida sonrisa iluminó su delgado y hermoso rostro—. Estás estupenda.
Pau soltó el aire.
—Bien. Ahora me queda peinarme y maquillarme.
—No necesitas nada de eso.
—Buena respuesta, pero no te pido que me halagues. Quiero estar… decente. Como la gente normal. En cualquier caso, supongo que la señora Gonzales es normal. Sé que Harvard no lo es.
—Has visto el lado malo de Tomas, porque piensa que la gente suele intentar aprovecharse de mí. En realidad es bastante normal… aunque mi experiencia en ese campo es bastante limitada.
—La mía también. —La gran batalla contra los Godzillas se estaba poniendo al rojo vivo, así que se sentó junto a Pedro en el sillón. El maquillaje podía esperar hasta que Tokio fuera salvada—. ¿Puedo hacer una suposición? —preguntó un momento después, mirándole de reojo.
Él seguía mirándola fijamente.
—Por supuesto.
—Nadie se aprovecha de ti, ¿verdad? Nunca.
—No.
—Pero tu amigo Ricardo Wallis lo hizo.
Pedro apretó la mandíbula.
—Siempre hay una excepción que confirma la regla, supongo.
—¿Sólo una? —respondió.
—Estás hablando de Dante, ¿no?
Pau se refería a Gonzales, pero asintió de igual modo.
—Confiabas en él.
—Sí, pero no es lo mismo. Le conocía desde hacía tiempo, pero no estaba en la misma categoría que Ricardo. Y debido a Ricardo, hoy en día elijo a mis amigos con cuidado, Pau. Me han defraudado una vez. No volverá a suceder.
Ella le miró a los ojos.
—¿Y en qué categoría estoy yo?
Sus ojos grises acariciaron los de Pau.
—Tú conformas toda una nueva categoría, me temo. —Deslizó lentamente la mano por su muslo—. Una muy interesante.
El calor se originó en el punto de contacto y ascendió por su pierna.
—De acuerdo, otra pregunta.
—Estás haciendo que me pierda la película, yanqui.
Ella hizo caso omiso de su protesta; resultaba patente que Pedro no sentía un aprecio genuino por las películas con histriónicos monstruos.
—Llevas media hora sentado conmigo en este sillón y estás siendo todo un caballero.
—Ah. ¿Te refieres a por qué no estamos desnudos y haciendo el amor apasionadamente?
«¡Ay, madre!»
—Sí, algo así.
—Porque dentro de una hora tenemos que estar en otro sitio y no quiero apresurarme en este preciso momento.
—Esta tarde lo hiciste.
—Fue antes de que supiera lo de O'Hannon. Ahora estoy… preocupado por tu permanente seguridad, y esta noche pretendo tomarme mi tiempo contigo más tarde y saborear cada centímetro de tu muy atractivo cuerpo.
Ella se estremeció. Dios, hacía que se sintiera tan… débil.
—No durará, lo sabes —dijo, intentando poner cierta distancia mental entre ambos.
Un ceño frunció su frente.
—¿El qué no durará?
—Esto. —Señaló entre los dos—. Tú y yo. Afróntalo, somos una novedad el uno para el otro. Pero casi hemos solucionado todo esto. Una vez que sepamos quién tiene la tablilla en su poder, se acabó la historia. Yo no tengo motivos para quedarme y sin duda tú tienes mejores cosas que hacer que follar conmigo.
El se puso en pie con un movimiento conciso y sobrio teñido de ira.
—Qué bien. Voy a por una cerveza. Reúnete conmigo abajo a las seis y media.
—¡De acuerdo!
A medio camino hacia la puerta se detuvo y dio media vuelta, acercándose a grandes zancadas a ella y colocando las manos sobre sus rodillas a fin de que sus caras quedaran separadas por escasos centímetros.
—Muchos pensaban que me tenían calado —dijo con voz grave y ojos relampagueantes—, y muchos han lamentado haber hecho tal conjetura.
—Pedro, es simplemente un hecho. Yo no…
—En varias ocasiones me has dado lo que supongo es tu opinión. Agradecería que esperaras hasta que yo te ofrezca la mía antes de grabarla en piedra en nombre mío.
Con eso, se marchó; la puerta se cerró suavemente al salir a pesar de, y probablemente debido a, el hecho de que ella hubiera preferido que lo hiciera de golpe. ¡Maldita sea! Nadie era tan difícil de calar. Se le daba muy bien valorar el
carácter de las personas en unos segundos. A menudo su vida dependía de su destreza en ese campo. Alfonso parecía sinceramente preocupado por ella y sentirse
verdaderamente insultado por que ella no considerara aquello como una posible relación a largo plazo.
«Resuelve esto y sal pitando.» Ésa era la solución. Estaba allí bajo sus propias condiciones, y por sus propias razones.
Cuando se marchara sería porque ella realmente así lo quería, no porque él decidiera que era hora de que se largara.
Cuando volcó de nuevo la atención en la monstruosa televisión, Megagodzilla iba perdiendo a los puntos. ¡Ja! Al menos algunas cosas de este mundo iban como debían.
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