lunes, 5 de enero de 2015

CAPITULO 61




Pedro quería ir directamente del aeropuerto a la casa de Harry en la ciudad.


Pero era demasiado temprano para que el banquero estuviera en casa.


Además, eso significaría disponer que los llevara la limusina. Que le llevara otro a la clase de confrontación que preveía no sería lo bastante satisfactorio. En cualquier caso, su propia casa, justo al final de Cadogan Square, quedaba a sólo unas manzanas de la de Meridien, así que se dispuso a planear su ofensiva y a mirar con cara de pocos amigos por el cristal a prueba de balas.


—¿Esto también es tuyo o es alquilado? —preguntó Paula, a su lado.


—Es mío. Hice que Ernest viniera a recogernos desde Devon en cuanto supe adonde nos dirigíamos.


—Devon. Es tu otra casa, ¿verdad?


—Supongo que podría decirse que es mi verdadero hogar. Allí fue donde crecí.


—¿Cómo es?


Apartó los ojos de su vista panorámica de Londres para mirarla a ella.


—¿Intentas distraerme?


Ella se encogió de hombros.


—Pareces a punto de explotar.


—Y eso es malo porque… —insistió.


—Como dijo Khan es una ocasión, «la venganza es un plato que se sirve frío».


Pedro no pudo evitar dedicarle una sonrisa.


—Creo que otro lo dijo antes.


—Lo sé. Pero Khan es guay. Incluso cita a Melville.


—¿Lo recuerdas todo?


—Las cosas que me interesan o que son importantes para mí, sí.


Deseaba preguntarle qué recordaba sobre él, pero aquello parecía demasiado patético. También quería decirle otra cosa, había estado a punto de hacerlo en el avión, cuando Pau no podía huir, pero aquello no le pareció justo. Deseaba decirle que la quería. «No la presiones», se dijo. 


Reconocerlo para sí ya era suficientemente arriesgado. Hacer partícipe de ello a Pau, con lo posesivo que se sentía con respecto a ella, podría ser… peligroso.


—No es venganza lo que quiero exactamente —dijo tras un momento,volviendo a la posición que tenía antes—. Quiero decir, lo es, pero antes quiero saber cómo y por qué y…


La limusina se sacudió violentamente hacia un lado. El metal crujía en torno a ellos al tiempo que Paula se precipitaba contra su hombro con la suficiente fuerza como para dejar marca. Él la agarró, afianzando las piernas en el suelo del coche y apoyando un brazo contra el abombado lateral del coche mientras daban un escalofriante giro en el aire y caían de nuevo pesadamente sobre el asfalto.


—¿Qué…?


A través de la luna rota del coche, Pedro pudo divisar un camión grande y pesado, que se dirigía de nuevo hacia ellos con la intención de golpearles y empujarlos hasta el río. El motor de la limusina rugió y emitió un sonido metálico. El
coche se precipitó hacia delante al dar un fuerte bandazo. El camión patinó con un fuerte chirrido de metal provocado por el maletero que había sido abierto de golpe.


—¡Ernest! —gritó.


—¡Voy, señor! ¡Intentan arrojarnos al Támesis!


Continuaron avanzando a marchas forzadas, dando tumbos como un cangrejo al que le falta algún apéndice, y el camión volvió a aproximarse hacia ellos con un ruido ensordecedor a sus espaldas. A la derecha, vertiginosamente cerca, los márgenes del Támesis descendían abruptamente hasta el río.


—¿Podemos acceder al maletero desde aquí? —inquirió Paula con voz áspera, tambaleándose de nuevo contra él cuando el camión golpeó contra la parte posterior del vehículo.


—A través de los asientos.


Pedro no la cuestionó cuando ella hurgó entre el cuero en busca del pestillo. Por el contrario, le echó una mano y abatió el asiento hacia delante, casi cayendo al suelo
cuando el camión volvió a embestirles por detrás.


—Abre la capota —espetó, introduciéndose en el abollado maletero y reapareciendo con su maletín semirrígido.


Él pulsó el botón, pero la luna del techo se atascó después de abrirse un par de centímetros. Pedro metió la mano en la abertura y empujó, sin apartar la atención de Paula mientras ésta abría su maleta y sacaba tres piezas de lo que parecía una pistola con abultado vientre. Las montó, apoyando las rodillas contra él para sujetarse.


—Agárrame las piernas —gritó, levantando la monstruosidad e irguiéndose a través de la abertura del techo.


La sujetó desde abajo mientras ella apuntaba y realizaba, uno tras otro, tres disparos. La pintura blanca explotó en el parabrisas del camión con fuerza suficiente como para quebrar el cristal. El vehículo se tambaleó y chocó contra el lateral de un autobús al tiempo que viraba a ciegas sobre sí y el limpiaparabrisas iba retirando la espesa sustancia.


—¡Sal, Ernest! —gritó mientras empujaba a Paula dentro del coche y abría de una patada la puerta de su lateral.


Salieron atropelladamente del coche dando volteretas hasta la baranda que les protegía del hueco del río, justo en el momento en que el camión chocaba de nuevo contra la limusina y lo embestía hasta el final de la calle. Pedro dio un traspié y cayó sobre Paula, que sujetaba la pistola de pintura en sus brazos como si le fuera la vida en ello.


—¿Estás bien? —preguntó, retirándole el pelo, tratando de evitar que le temblaran las manos.


—Estoy bien. Tú estás blanco como la pared.


La besó, apasionadamente.


—Es la segunda vez que estoy a punto de perderte —gruñó, volviéndose para encontrarse a Ernest, vomitando a un lado de la calzada—. ¿Ernest?


El conductor agitó una mano en su dirección.


—Estoy bien. Tan sólo terriblemente asustado.


Se escucharon dos sirenas de policía, y Paula se tensó.


—Mierda. No se te puede llevar a ninguna parte —dijo, metiendo el dedo en un agujero de la chaqueta clara de Pedro.


—Dame el arma —le ordenó.


—Pero…


—Ésta es mi ciudad —dijo—, y mi coche. Puedo ser un entusiasta de las pistolas de pintura si me viene en gana. Cuantas menos preguntas hagan sobre ti, mejor.


Paula se la entregó.


—De acuerdo. Pero tu ciudad apesta, por ahora.


Con la mano libre Pedro la agarró del brazo y la ayudó a levantarse.


—Muy inteligente, por cierto. No sabía que habías traído tu equipo.


Le sacudió un fragmento de cristal del cuello de la camisa mientras esbozaba una sonrisa desmallada.


—Nunca salgo de casa sin él. Pedro, creo que el Doctor Maligno sabe que estamos aquí.




CAPITULO 60





Martes, 2:12 p.m.


—Cambió de planes —dijo Pedro hora y media después de haber despegado.


Colgó el teléfono que había instalado al lado de su asiento, aparato del que prácticamente había estado colgado desde el despegue.


—¿Qué cambio? —Había dejado de fingir estar de vuelta de todo como para que la impresionara un jet privado lujosamente alfombrado, con su auxiliar de vuelo personal y una estancia trasera exclusiva con un bar, una mesa de conferencias, sofácama y televisión. Dejó de juguetear con el mando a distancia de la televisión del compartimiento principal para dirigirse hacia él y mirarle atentamente. Se habían puesto en marcha más tarde de lo que ella esperaba, pero tras cuatro horas de mirar por las ventanas del jet en busca de policías, la Interpol, el FBI y Eliot Ness, estaba más que feliz de encontrarse en pleno vuelo.


—No está en Stuttgart. Era Tomas, furioso porque nos marchamos sin avisarle.


—¡Chincha, rabiña! —respondió—. Entonces, ¿adónde vamos?


—Está en la sucursal de Londres. —Pedro se recostó, y se fue bebiendo el té que la azafata le rellenaba en silencio cada veinte minutos sin demora—. Sabes, aún me
pregunto por qué quería que me quedara otro día en Stuttgart, sobre todo después de… la desorbitada cantidad de capital que pedía a cambio de controlar acciones en
su banco. —Exhaló bruscamente, las hermosas facciones de su rostro teñidas de indignación—. Incluso se ofreció a concertar una visita a la planta de Mercedes Benz.


—Concédele cierto crédito —respondió—. No quería que te encontraras de lleno en medio de un robo.


—Lo que nos lleva a la cuestión de si tenía conocimiento o no sobre DeVore y los explosivos.


—Si lo sabía, no quería que volaras por los aires.


—Por supuesto que no; si estuviera muerto, no podría sacar a su maldito banco de los constantes apuros en los que se mete.


Pau se aclaró la garganta.


—¿Podemos estar seguros de que Partino no nos ha dado un nombre para sacarte de su caso? ¿Te imaginas a Meridien haciéndote esto?


El ceño que lucía desde la noche anterior se hizo más marcado.


—¿Cómo describiste a DeVore? ¿Excesivo, ambicioso, sin demasiados escrúpulos en cuanto a cómo llevaba a cabo un negocio mientras que los resultados fueran satisfactorios?


—Algo por el estilo.


—Bueno, Harry es igual. En algunas ocasiones ha intentado adelantarme a mí en un acuerdo… y, sin embargo, ha terminado encajando cuantiosas pérdidas por ello.


—Motivo por el que quería que compraras activos de su banco.


Pedro se puso en pie.


—Sí. Enseguida vuelvo. Tengo que comunicarle a Jack que vamos a Heathrow. —Al pasar por su lado se agachó a besarla en la frente—. Deberías dormir un poco.El sillón del fondo se despliega.


A Pau no le vendría mal unas horas de sueño. Antes de que él pudiera desvanecerse en la cabina del piloto, Pau levantó el brazo y buscó su mano, apretándola entre la suya.


—He descubierto algo.


Él se detuvo, volviéndose de cara a ella.


—¿El qué?


—Que… me gusta tenerte conmigo mientras duermo. —Frunció el ceño ante su súbita expresión arrogante y engreída—. Lo que pasa es que eres simpático y calentito.


La sonrisa que curvaba su boca alcanzó sus ojos.


—Hum. Y, mira por donde, acabo de recordar que me prometiste que podría aprovecharme de ti.


Un calor líquido surgió entre sus piernas. No cabía duda de que se le ocurrían peores formas de pasar unas pocas horas. Más cuando la noche anterior había creído que su asociación se había terminado.


—Menuda coincidencia.


—¿Verdad que sí?


Cuando él volvió de la cabina unos minutos después Pau había encontrado para ver una película de hombres lobo, pero nada más interesante. Sonrió al ver la expresión lasciva en sus ojos. Era una suerte que se hubiera terminado la semana de Godzilla.


Pedro se arrodilló delante de ella, y empezó a deslizar las manos lentamente por sus muslos y alrededor de su cintura.


—¿Cuánto hace que no estoy dentro de ti? —murmuró, mirándola fijamente a la cara.


—Ah, me parece que unas dieciséis horas —dijo, deseando que su voz pareciera algo más firme.


—Demasiado tiempo. —Se inclinó, y la besó en el cuello, en la base de la mandíbula. Por lo visto ya había descubierto que podía hacer que se derritiera besándola en ese punto.


—¡Dios mío! Prácticamente estoy teniendo un orgasmo ahora mismo.


—Bueno, pues permíteme que me una a ti. —Tomó su boca, y la besó apasionadamente con labios, dientes y lengua en plena acción.


—De acuerdo, colega, al compartimiento de atrás. Ahora —dijo con un tono tan autoritario como le fue posible.


Pedro colocó un brazo bajo sus muslos y el otro detrás de su espalda y la levantó.


—No puedo creer lo mucho que te deseo —dijo—. Te deseo constantemente.


La depositó sobre la mesa de conferencias y se fue de nuevo hasta la puerta para cerrarla con llave.


—Qué práctico es eso —señaló mientras Pedro volvía a su lado, abriéndole los botones de su camisa de un tirón cuando se acercó—. ¿Eres pasajero habitual del club
del polvo en el aire?


Su boca se movió nerviosamente.


—Soy miembro —respondió—. ¿Cómo se puede tener un jet y no serlo? Pero en cuanto a polvos frecuentes en el aire, no, últimamente no me he apuntado a ninguno.—Le separó las rodillas, arrastrándola hasta el borde de la mesa y poniéndose manos a la obra con la cremallera de sus vaqueros—. Siempre digo que no hay mejor momento que ahora.


Pau alzó el brazo, y tiró de él con fuerza hasta ponerle encima de ella mientras su mano se deslizaba entre los vaqueros y sus braguitas. Ella jadeó, elevando las caderas. Jamás nadie la había hecho sentir así, como si flotara, con sólo mirarla.


Cuando él la tocaba, el tiempo se detenía. ¿Cómo iba a renunciar a aquello, a él?


Pedro se inclinó sobre ella para quitarle la camisa, desabrocharle el sujetador y dedicarle una atención especial a sus pezones con lengua y dientes. Ella gimió, y acto
seguido le desabrochó los pantalones vaqueros y se los bajó con manos torpes.


Pedro se los quitó de una patada y le fue bajando lentamente los de ella, aprovechando para besar cada centímetro de piel que quedaba al descubierto hasta que Pau empezó a jadear descontroladamente.


—Maldita sea, Pedro, ahora —le exigió, prácticamente incorporándose para agarrarle de los hombros.


Él gimió mientras tiraba de ella, y se hundía profundamente en su interior; aquel sonido bastó para que Pau se corriera. Pedro empujó dentro de ella, fuerte y rápidamente, hasta que ella le rodeó las caderas con las piernas y se incorporó, deslizando los brazos alrededor de su cuello.


Todavía en su interior, Pedro la levantó en sus brazos y ambos cayeron sobre el sillón más próximo.


—Dios, cómo me gusta sentirte —dijo entre jadeos, recorriendo su oreja con la lengua. Se apartó de ella—. Date la vuelta.


Ella así lo hizo, dejando escapar una carcajada ahogada, y la montó por detrás con un lento envite. Pedro alargó las manos para acariciarle los pechos y ella se tensó y
explotó de nuevo.


Pedro —gimió, sintiendo cada centímetro de él mientras éste continuaba su asalto.


Pedro aceleró el ritmo y se vació en su interior al tiempo que dejaba escapar un gruñido. Se derrumbó para apoyar la cabeza en la de ella, su peso cálido y acogedor.


Se tratara de lujuria, amparo o de algún tipo de necesidad mutua, en aquel momento juntos eran… perfectos. Yacieron unidos durante un largo rato, dormitando, hasta que Paula levantó finalmente la cabeza para mirarle, luego
aparentemente renunció y dejó que ésta se hundiera de nuevo en el sillón.


—Comida. Necesito comida —gruñó.


—Creo que el menú de hoy es pollo frito —dijo Pedro, moviendo ambos cuerpos para colocarse debajo ella, su ágil cuerpo tendido sobre el suyo. Qué hermosa era. Y en aspectos que pensaba ella no reparaba siquiera. Con su mano libre retiró suavemente un mechón de cabello de su sien.


—Mmm, bien, pollo, qué rico. Tengo hambre —repuso mientras cerraba los ojos y apoyaba la cabeza sobre su torso.


Él rio entre dientes.


—Podría llamar a Michelle para avisarle que queremos comer ya.


—No puedo moverme. Estoy agotada.


—Sí, ya suponía que me tocaba a mí. —Gruñó de nuevo y se estiró hasta el extremo de la mesa para pulsar el botón del interfono.


—¿Michelle?


—¿Sí, señor Alfonso?


—¿Podrías prepararnos algo de comer?


—¿Le parece bien dentro de diez minutos, señor?


—Espléndido. Gracias.


Soltó el botón, y acarició con los dedos el brazo de Paula. Incluso cuando se sentía… saciado, seguía deseando tocarla, abrazarla, mantenerla a salvo.


—¿Pedro?


—¿Sí?


—Eres lo más. —Apretó su mano cuando éstas se encontraron.


—Abre los ojos —susurró, alzando la vista a su relajado rostro.


Unas largas pestañas se agitaron y unos ojos color verde musgo le devolvieron la mirada. Pedro se estiró pausadamente y la besó, saboreando la blanda calidez de
su boca contra la suya.


—Lo más de lo más —agregó, y sonrió de nuevo cuando él volvió a apartar la cara de la suya.


—Paula, prométeme una cosa.


—¿El qué?


—Prométeme que no te marcharás sin decírmelo, y sin darme la oportunidad de hacerte cambiar de idea.


Ella se deslizó por su cuerpo.


—Lo prometo —dijo.


CAPITULO 59



Francisco Castillo observaba mientras el agente esposaba de nuevo a Partino y lo escoltaba fuera del cuarto de interrogatorios. Había roto la punta del lápiz con el que
había estado tomando notas, pero a pesar de estar lo bastante cabreado como para escupir clavos, debía reconocer que Paula Chaves podría haber hecho carrera como detective, si el destino y su padre no la hubieran empujado en otra dirección.


Harold Meridien. Debía de ser algún banquero o algo similar, pensó, pero lo comprobaría para cerciorarse. No era de la zona, o hubiera reconocido el nombre. Al menos cuando Alfonso utilizaba su influencia y coqueteaba con la obstrucción a la justicia, obtenía información.


Se puso cansadamente en pie. Chaves y Alfonso no habían presionado para obtener el nombre del jefe de Partino en el robo y en el negocio de falsificación, de modo que a buen seguro tenían otra cosa en mente. Y Alfonso había reconocido el nombre. Bueno, parece que por la mañana tendría que hacer otro viaje a su propiedad. Si obtenían o no resultados, había reglas que cumplir. Aunque Alfonso y
Chaves sólo quisieran respuestas, él quería una condena. Y ya era hora de dejarse de juegos.



****


Apenas Paula había detenido el coche cuando Pedro bajó y se dirigió rápidamente a los escalones que subían a la casa. 


Tenía algunas llamadas que hacer, y poco le importaba la hora que pudiera ser allí donde iba a llamar.


La puerta de la casa se cerró, sin suavidad, después de entrar.


—¿Vas a decir algo? —exigió Paula.


—Más tarde —espetó—. Tengo que estar en Stuttgart mañana. —Había subido la mitad del primer tramo de escalera, cuando se percató de que ella no le seguía. Se
obligó a inhalar profundamente, y se dio media vuelta—. Esto acaba de convertirse en algo muy personal, Paula. Te lo explicaré más tarde.


—De acuerdo —dijo tras un momento, su rostro inescrutable por una vez—.Buena suerte.


Aquello sonaba a despedida. Pedro frunció el ceño.


—¿Qué se supone que significa eso?


—Justo lo que he dicho. Buena suerte.


—No tengo tiempo para una rabieta, Paula.


Ella ladeó la cabeza. En la tenue luz, Pedro hubiera jurado que vio una lágrima rodar por su mejilla.


—No se trata de una rabieta, Pedro —respondió con voz fría y firme—. Tú tienes que irte y yo tengo que irme. Eso es todo. No son más que hechos.


El corazón de Pedro dejó de latir.


—¿Qué? Sólo voy a Stuttgart. Volveré en un día o dos, dependiendo de lo que encuentre allí —dijo, bajando un escalón.


Paula suspiró, sus hombros se elevaban y descendían con cada respiración.


—Cuando mañana el FBI vaya a por Partino, comenzará a escupir mi nombre para intentar salvar el culo. No puedo quedarme aquí.


Un escalofrío helado recorrió su espalda sólo de pensar en Pau en uno de aquellos diminutos cuartos, frente al espejo.


No tardó ni un segundo en cambiar de idea.


—Ven arriba conmigo —dijo—. Y haz las maletas. Te vienes conmigo.


—Podrías acabar acusado de complicidad —respondió sin moverse—. Ese no es el objetivo de nuestra asociación.


—La finalidad de nuestra asociación —respondió, volviendo al vestíbulo con ella—, no es la que era. No dejaré que te vayas. No permitiré que desaparezcas en medio de la noche para no volverte a ver jamás.


Pedro


La agarró por el hombro, tiró de ella con determinación y la besó con pasión.


Pau se resistió durante menos de un instante, luego le rodeó el cuello con los brazos, amoldando su suave boca a la de él. Pedro la abrazó fuertemente, la idea de lo que
había estado a punto de dejar que ocurriera le asustaba.


—No —murmuró—. Tú y yo no hemos terminado. —La soltó de mala gana y se conformó con tomarla de la mano y arrastrarla escaleras arriba—. Tengo que llamar al piloto y disponer que mi avión esté preparado a primera hora de la mañana. Y tengo que llamar a algunas personas y cerciorarme de dónde se encuentra Meridien en este momento. Y luego, tú y yo, nos reuniremos con él para charlar un poco.


—¿Qué es para ti ese hombre?


Dios, incluso detestaba confesárselo. Ya eran tres; tres personas que conocía y que habían intentado robarle lo suyo. Y no servía de mucho consuelo que no sintiera
un especial aprecio por Meridien. Pero lo más importante era que la persona en la que había decidido confiar en todo aquello resultaba ser una ladrona profesional.


—Hasta hace dos semanas casi fue mi socio en una empresa bancaria.