sábado, 17 de enero de 2015

CAPITULO 101




Para cuando terminó de explicar cómo había hallado una carpeta con algunas fotos extrañas en el aparcamiento del McDonald's y que iba de camino para entregárselas al detective Castillo, y cómo aquel tipo debía de haberla visto hacerlo y le había entrado el pánico, casi se lo creía ella misma. No le vino mal tener la carpeta en el maletero para entregarla, o que un puñado de vecinos y Pedro Alfonso pudieran corroborar diversas partes de la historia. Se guardó disimuladamente las fotos de Leedmont bajo la camisa sin que nadie reparara en ello, firmó la declaración y seguidamente se subió al asiento del pasajero del SLR.


—¿Estás segura de que te encuentras bien? —preguntó Pedro, sentándose al volante. Le retiró suavemente el cabello detrás de la oreja, y ella se estremeció.


—Estoy bien. Me duele un poco la cabeza, pero he estado realmente peor. —Pero era la última vez que se llevaba un coche con la matrícula personalizada a una salida.


—Me dijiste que no le hiciera ningún arañazo a tu coche. Ese tipo me cabreó.


Pedro sonrió.


—Te quiero.


Paula sintió que le ardían las mejillas.


—Y yo me alegro de que sepas hacer la patada voladora de kárate. Llévame a la oficina, ¿quieres?


La miró fijamente durante largo rato antes de asentir y arrancar el SLR.


—Claro.


La dejó delante de los escalones de entrada, a continuación se dirigió al aparcamiento. El Bentley estaba donde Sanchez lo había dejado; al menos parecía ir en serio en cuanto a lo de ayudarla, a pesar de cuáles fueran las reservas que albergara. Dios, él ya había acumulado más horas de oficina que ella.


—¡Oye! —gritó cuando entró en la sala de recepción—. He vuelto.


Sanchez abrió de golpe la puerta del pasillo para reunirse con ella.


—Bien. ¿Qué demonios te ha pasado? —Señaló su cabeza.


—No mucho. Luego te lo cuento.


—Está bien. Me voy a comer.


—¡Jesús! ¿Es algo que he dicho?


—No. Tengo una cita para comer. Y recibí una llamada por lo de Giacometti. Concerté una cita para esta noche.


Paula le asió del brazo para detenerle.


—Espera un momento. ¿Quién ha llamado?


—No lo sé. Utilizaron uno de esos distorsionadores de voz tipo Darth Vader. —Sonrió ampliamente—. Muy del estilo James Bond… y muy en plan aficionado.


Entonces se trataba del mismo tipo que había llamado a Bobby.


—De acuerdo. Repasaremos la estrategia cuando vuelvas.


—Como si no tuviera ciertas capacidades de origen dudoso.


—No eres…


—Te veo luego, cariño.


Suspirando, Paula se dirigió de nuevo a su despacho para llamar a Leedmont. Sanchez le había dejado a ella la pila, cada vez menor, de currículos y un pequeño montón de mensajes telefónicos, la mayoría de los cuales decían algo así como «No he tenido noticias suyas, de modo que he aceptado un trabajo». ¡Mierda! Su escritorio había cambiado de caoba a roble, y comenzaba a preguntarse si no sería prudente recoger sus bolígrafos.


Después de concertar una reunión con Leedmont para el sábado a primera hora de la mañana, comenzó a repasar de nuevo las solicitudes restantes, eliminando a los que ya habían encontrado otro trabajo, pero lo dejó al cabo de un minuto o dos. En su lugar, descolgó el teléfono de su mesa y marcó el número de Andres Pendleton.


—Hola, querida —respondió él.


El tono de voz del hombre hizo sonreír a Paula.


—Hola. ¿Puedo hacerte una pregunta?


—Pídeme la luna y las estrellas, y yo te las entregaré.


—Estás de buen humor.


—Una bella dama acaba de enviarme una caja de vino francés de 1935.


—Vaya, debes de ser un buen ligue.


—Ponme a prueba.


Algo de coqueteo afable y frívolo le sentaba bien, sobre todo después del surrealista intento de seducción en el yate y del combate de wrestling profesional.


—Puede que lo haga. Pero ¿quién te pidió el número de teléfono?


—¿El número de teléfono? Nadie. Lo he llevado encima por si acaso, pero no ha sonado. Debo decir que has originado en mí una terrible ansia de aventura. No estoy seguro de cómo voy a volver a ser simplemente encantador.


—Yo no te aplicaría lo de «simplemente», Andres.


—Ah, estás haciendo que me ruborice. Lo siento, mi cita está en la otra línea. Tengo que irme.


—De acuerdo. Gracias.


Quienquiera que hubiera llamado a Sanchez no había conseguido el número a través de Anfres. Supuso que no era tan sorprendente; en los círculos adecuados, Walter Barstone tenía reputación de ser uno de los mejores del mundo. Gracias a él había logrado hacerse con una cuantiosa fortuna, después de todo. Y aunque trabajaba principalmente con ella, no era una relación exclusiva. No en el terreno profesional, en cualquier caso.


Ya contaba con algunos cabos, pero tenía que hallar el modo de formar una red con ellos. Y luego cazar un moscardón… un moscardón con una adicción a la cocaína, que respondía al nombre de Daniel Kunz.


***


Viernes, 7:17 p.m.


A las siete de la tarde, Pedro tenía la sensación de tener el contrato bien atado. Estaba más cerca de lo que le gustaba de concluir las cosas, pero incluso si Leedmont tenía previsto alguna clase de ataque preventivo, seguiría estando preparado. Dejó a Tomas terminando unas llamadas telefónicas y se dirigió al otro lado de la calle para recoger a Paula y ver qué lugar había escogido para la cena.


Las oficinas que compartían la tercera planta parecían haberse vaciado durante ese día, pero cuando probó con la puerta de Chaves Security, el pomo giró y ésta se abrió.


—¿Paula? —llamó.


—En mi despacho —llegó su voz desde el fondo.


—Deberías cerrar la puerta con llave cuando estés tú sola —dijo, todavía impactado por aquel abrazo que ella le había dado en el embarcadero, aunque la pelea con Al Sandretti, fuera quien fuese el tipo, había estado a punto de borrar tal abrazo de su cabeza.


—Una puerta cerrada ni siquiera retrasaría a la mayoría de gente que conozco —respondió, reuniéndose con él en recepción—. ¿Tienes hambre?


Paula tenía un bonito moratón en la frente, que él acarició con los dedos.


—Estoy famélico.


Paula sonrió ampliamente, asiéndose a su brazo.


—Bueno, ¿vamos a casa a cambiarnos o escojo un lugar que vaya acorde con nuestro atuendo?


Ambos llevaban pantalones vaqueros y camisa, y en mitad de la temporada de invierno en Palm Beach, eso significaba que sus posibilidades eran irremediablemente limitadas.


—Eso depende de qué te apetezca comer.


—Si te digo lo que me apetece, jamás lograríamos salir de la oficina —respondió, riendo—. Pero ¿qué te parece un mexicano?


—Confiaré en ti.


No pudo evitar sobarla en el ascensor. Si hubieran descendido más de tres plantas, la hubiera despojado de los pantalones. Paula podría investigar cuanto quisiera, pero cuanto más peligro corría, cuanto más coqueteaba con otros hombres para conseguir información, más le gustaba recordarle lo que le aguardaba en casa.


—¿Estás muy caliente, eh? —bromeó, empujándole fuera del ascensor cuando llegaron al vestíbulo.


Saludando sosegadamente con la cabeza al conserje, cruzó primero la puerta lateral hacia el aparcamiento. Patricia habría tachado de indigna tal exhibición. Para ella las apariencias lo eran todo. La preocupación de Paula era reconocer que él le gustaba demasiado y que, en cierto modo, eso la atraparía, le impediría ser la persona que habían hecho de ella. Había relajado sus defensas en los últimos meses, y Pedro no estaba dispuesto a rendirse hasta que Pau se diera cuenta de que él era una ventaja en vez de un impedimento. No cuando la alternativa supondría perderla.


—¿Qué pasa con el SLR? —preguntó Paula, sentándose al volante del Bentley.


Gracias a Dios que a Walter se le daba mejor que a ella cuidar de un automóvil prestado.


Él dio la vuelta para subirse a su lado.


—Lo recogeremos luego.


—¡Qué romántico eres! No puedes pasar un minuto sin mí.


—Calla y conduce.


Paula siguió de buen humor durante toda la cena, incluso después de recomendar alguna especie de salsa de tomate y pimiento tan picante que casi le arrancó a Pedro el cielo del paladar. Al parecer se trataba de humor americano, pero a él no le importó. Le gustaba oírla reír. No lo había hecho mucho desde que habían vuelto a Florida.


—¿Estás preparado para tu reunión de mañana? —preguntó de pronto mientras regresaban de nuevo al aparcamiento. Debía de estar de buen humor, ya que le entregó las llaves del Bentley—. Puedo hacerte preguntas o algo así.


—Estaría bien saber qué está tramando Leedmont, pero creo que me las arreglaré.


—Mmm. Bueno, tengo una reunión con él a primera hora de la mañana, así que te avisaré si lleva dinamita en los bolsillos. Venga, déjame que te pregunte. Probablemente un montón de cosas sobre tuberías y accesorios.


—Estoy aterrado.


El teléfono de Paula sonó, aunque él no reconoció la melodía. A juzgar por su expresión, tampoco ella la reconoció, ni el número.


—Hola —dijo.


Observó su rostro cuando su expresión se tornó inescrutable y su piel se volvió cenicienta. Alarmado, desvió el coche a un lado de la calle y aparcó.


—Paula.


Los dedos le temblaban cuando sostuvo la mano en alto para indicarle que guardara silencio. Pedro le agarró la mano. Pasara lo que pasase, quería que ella supiera, si todavía no era así, que contaba con su apoyo.


—De acuerdo. Yo me ocuparé —dijo finalmente—. No te preocupes. —Se le quebró la voz mientras plegaba lentamente la solapa del teléfono.


—¿Paula?


—Era Sanchez. Está en la cárcel.


—¿En… ? ¿Qué ha sucedido?


Paula tomó aire, esforzándose obviamente por recomponerse.


—No pudo decirme mucho, pero al cabo de unos dos minutos de tomar posesión de un prototipo de Giacometti, la policía echó su puerta abajo.


Pedro se dispuso a hacer un comentario, luego cerró la boca. Sobradamente sabía a lo que Walter y Paula se dedicaban cuando se conocieron. Y tendría que tener mucho tacto con lo que dijera a continuación.


—Creí que Walter se había retirado cuando lo hiciste tú.


—Lo hizo. Me estaba haciendo un maldito favor a mí.


—¿A ti? Paula, me prometiste que…


—Cierra el pico. Tengo que pensar un minuto.


Con el pánico adueñándose de su pecho, la asió del hombro.


—¿Irá la policía detrás de ti por esto?


Durante un segundo le miró con tal vacío en su expresión que Pedro supo la respuesta antes de que hablara.


—No. No. No es eso. Se suponía que ni siquiera debía aceptarlo. Solamente necesitaba saber quién intentaba vendérselo. Le dije que… —gruñó, dando un puñetazo sobre el salpicadero—. No importa. Tengo que sacarle de allí.


Durante un breve momento la imaginó entrando por la fuerza en la penitenciaría.


—Ambos le sacaremos —respondió, sacudiéndola para cerciorarse de que captaba aquello—. Llamaré ahora mismo a Tomas.


Lo que no dijo era que no estaba seguro de qué podría hacer el abogado. Paula acababa de decir que Sanchez había recibido alguna clase de propiedad robada. Algo que ya había hecho previamente, demasiadas veces como para llevar la cuenta. Si se trataba de que las circunstancias, simplemente, le habían superado… A juzgar por lo que Paula había dado a entender en numerosas ocasiones, Walter podría pasar un largo periodo en la cárcel.


Incluso mientras llamaba a Tomas, consideraba también que, por doloroso que pudiera ser para ella, sacar a Walter Barstone de la vida de Paula podría, además, serle de mayor provecho. Había intentado alejarla de su pasado delictivo y obviamente Walter seguía teniendo un fuerte dominio sobre ella.


Pedro se bajó del coche cuando Catalina Gonzales respondió al teléfono. A Paula no le haría ningún bien escuchar sus respuestas a cualquier comentario despectivo que pudiera hacer Tomas. Ya tenían, de por sí, una relación lo bastante delicada tal y como estaban las cosas.


Cuando subió de nuevo al Bentley, ella estaba sentada en el asiento del pasajero, mirando por la luna delantera. Todo aquello debía de doler. Paula no dejaba entrar a muchas personas a formar parte de su vida, y Sanchez estaba más unido a ella que nadie. Tal vez incluso más que él.


—De acuerdo. Tomas ha dicho que…


—Me voy a la comisaría. Tengo que sacarle bajo fianza.


—Espera un minuto, Paula. Tienes que escucharme.


Ella le fulminó con la mirada.


—¿Para qué, para que puedas convencerme? ¿Crees que voy a dejar a Sanchez en la cárcel un solo segundo más de lo necesario?


—No, no lo creo. Pero también pienso que antes de presentarnos en la comisaría, deberíamos dejar que Tomas dispusiera de unos minutos para averiguar de qué se le acusa exactamente a Walter. Si el Giacometti tiene algo que ver contigo, es posible que quien le haya delatado pueda haber mencionado tu nombre.


—Yo no lo robé, Pedro.


—No he insinuado que lo hicieras —replicó, aunque la idea se le había pasado por la cabeza—. Pero sabes algo, lo que significa que alguien podría saber de ti. —Tomó aliento, estremeciéndose al pensar en lo que la cárcel le haría—. De hecho, tal vez debiéramos considerar trasladarnos otra vez a Londres.


—No. Tuve que permanecer en las sombras y observar mientras Martin era enviado a prisión durante el resto de su vida. Murió allí. No voy a abandonar a Sanchez. —Su voz se quebró de nuevo—. No puedo.


—No tendrás que hacerlo. Pero, en estos momentos, tenemos que irnos a casa y esperar la llamada de Tomas.


Ella sacudió la cabeza.


—No. Tengo que investigar algunas cosas. —Abrió la puerta antes de que él pudiera impedírselo y bajó a la acera.


—Paula, por el amor de Dios…


—Te llamaré. Y dame las llaves del SLR o tendré que hacerle un puente.


Como hombre de negocios, había ocasiones en que tenía que reconocer la derrota. Admitió que ésa era una de ellas. 


Hurgando en su bolsillo, encontró la llave del Mercedes y se la lanzó a través de la ventanilla bajada.


—Ten cuidado.


—Lo tendré.


Por un instante pensó que él no se marcharía, pero tras dirigirle una última mirada preocupada, se incorporó de nuevo a la carretera con gran estruendo.


Paula caminó tres manzanas hasta el aparcamiento y buscó el SLR. Podría sacar a Sanchez en menos de una hora. 


Aquello conllevaría empuñar un arma, algo que nunca había hecho en toda su carrera, pero podría hacerlo. Entrar en la comisaría no supondría problema alguno, ni siquiera para alguien menos diestro que ella. Salir sería más complicado, pero también podría conseguirlo.


La parte de la que no estaba segura, lo único que le hacía dudar, era saber que después tendría que huir. Tendría a Sanchez, sí, pero no tendría a Pedro. Jamás volvería a tenerle de nuevo. Pues aunque él la deseara después de su entrada en prisión, era una persona demasiado pública. La gente siempre sabía dónde se encontraba, y sería arrestada en cuanto tratara de verle otra vez.


—¡Joder! —farfulló, inclinándose para apoyar la frente sobre el volante. Golpeó violentamente la cabeza contra el tenso cuero, sintiendo la aguda punzada de dolor en su magullada frente—. Piensa, Paula. Piensa.


Si Andres le hubiera dado el teléfono de Sanchez a alguien, esto hubiera sido simple. Pero quienquiera que hubiera contactado con su perista, le había encontrado por sus propios medios. Con todo, sólo le había hablado a una persona sobre el posible valor del Giacometti. Tenía que ser Daniel.


Pero ¿por qué había delatado a Sanchez? ¿Era para colocar evidencias por el robo con homicidio? Levantó la cabeza, el hielo taladró su pecho. La casa de Sanchez no contaba precisamente con alta seguridad. En cuanto alguien la encontrara, irrumpir en ella era un juego de niños.


Puso en marcha el Mercedes y se dirigió hacia la parte oeste de la ciudad. Pero se detuvo al doblar la esquina de su calle. Uno, dos, tres coches de policía, con las sirenas encendidas, acordonaban la mitad de la manzana.


—¡Mierda! —Apagó los faros, reculando hasta que pudo doblar hacia la calle transversal.


Había estado tan obsesionada con realizar toda la investigación a su manera que había dejado a Sanchez completamente expuesto y desprotegido. Cualquiera que observara la oficina sabría que trabajaban juntos, y cualquiera que la investigara a ella, al igual que Charles, habría deducido que utilizaba a Sanchez como perista. 


Aquello era culpa suya. Todo.


—De acuerdo, venga, enlaza las malditas piezas. —Si Daniel había sido responsable de aquello, entonces sabía que le había hecho daño. Estaría preparado si se enfrentaba a él. Dios, podría incluso haber colocado algo en su yate que pudiera incriminarla. Repasó la mañana en su cabeza. 


Había puesto las manos en la botella de vino y en una copa, además de las barandillas, el parabrisas y el amarradero.


Parecía egoísta preocuparse por su propio pellejo mientras Sanchez estaba siendo fichado, fotografiado y sus huellas tomadas, pero tal era la naturaleza del juego. Además, si la policía iba a seguir con ella, tenía que estar preparada.


Y también Pedro. Maldita sea. El tenía una importantísima reunión al día siguiente. Lo último que necesitaba era que Castillo, u otro, le interrumpiera con una orden de registro. 


En su mundo, las apariencias lo eran todo. Tres meses atrás, entre los dos habían hecho algo más que arruinar la vida de Ricardo Wallis con evidencias de homicidio y robo, habían arruinado su negocio y su futuro… y su matrimonio. 


Lo mejor, más rápido y sencillo para obtener una respuesta seguía siendo Sanchez. Y todo lo que le había dicho a Pedro había sido en serio: no pensaba abandonar a su amigo en prisión un segundo más de lo necesario.


Tomando una profunda bocanada de aire, Pau arrancó el coche. Seguramente Pedro tenía una pistola en la guantera, pero le haría una concesión: primero intentaría hacerlo de modo legal. Salió del aparcamiento y giró a la izquierda, poniendo rumbo a la cárcel.



***


Pedro cambió de dirección a medio camino de casa, y quince minutos más tarde aparcaba en el camino de entrada de Gonzales. Tan sólo tuvo que llamar dos veces a la puerta antes de que Tomas la abriera bruscamente.


—Tranquilízate, ¿quieres, Pedro? —espetó, haciéndose a un lado—. Mateo tiene que estar a las siete de la mañana en el instituto porque tiene un partido fuera de casa.


—Lo siento —dijo, bajando la voz. Maldición. Y pensar que Paula lo acusaba de ser demasiado civilizado—. ¿Qué has averiguado? —Pedro se dirigió hacia las escaleras y al despacho de Tomas.


—Estoy trabajando en ello. Te dije que te fueras a casa y que yo te llamaría,


—Prefiero involucrarme más en ello.


Tomas entró en el despacho después de él y cerró la puerta.


—Eso no resulta demasiado reconfortante. No estoy en mi mejor momento, ¿vale? Es viernes por la noche y, francamente, lo mío es leer y modificar contratos, buscar lagunas fiscales y redactar documentos corporativos… no trabajar para criminales o tratar de hallar un modo de librarles de la cárcel.


Pedro le miró a la cara, la sorpresa atemperó el ardor de sus venas.


—¿Así que eliges este momento para poner en práctica tu rebelión piadosa?


—Ya te lo advertí, Pedro… no me gusta escarbar en la mierda por Chaves. ¿Ahora me pides que la ayude a sacar de la cárcel a su perista, y doce horas antes de la reunión con Kingdom? ¿Qué narices te pasa?


Pedro cerró los ojos por un instante. Tomas y él eran amigos desde hacía más de diez años. Y comprendía lo que el abogado estaba poniendo en tela de juicio, tanto si estaba dispuesto a echarle todas las culpas a Paula como si no.


—Comprendo tus reservas —dijo, manteniendo un tono de voz firme y serena—. Comprendo que eres un tío legal. Dios mío, por eso te contraté. Pero no te pido que mientas por Walter Barstone, o que hagas algo ilegal en su beneficio o en el de otra persona. Te estoy pidiendo que averigües qué está pasando. Eso es todo. Podría hacerlo yo mismo —le interrumpió, retrocediendo hacia Tomas—. Lo haré si no lo haces tú. Ella le quiere, ¿de acuerdo? Considera a Walter como a un padre. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras Pau hace Dios sabe qué para intentar liberarle. Voy a enterarme de qué ocurre, y si eso conlleva emplear parte de mi influencia para ayudarle a obtener la libertad bajo fianza o en su defensa, la utilizaré.


Tomas cruzó los brazos sobre el pecho, sin retroceder.


—¿Tienes idea de lo mucho que podría costarte esto? Y no estoy hablando de cifras en dólares, aunque a la cabeza me vienen ocho millones en un sólo día.


—Lo sé. Y como mi abogado, te pido que cumplas mis órdenes. —Tomó aire—. Y como amigo, te pido que hagas lo que puedas para ayudarme.


—Mierda. ¡Mierda, mierda, mierda! Te dije que esa mujer era un problema. Pero ¿me escuchaste? No, seguiste adelante tal como siempre haces y…


—Antes de que digas otra palabra, puede que quieras considerarlo con detenimiento, Tomas. Tienes que buscar una cantinela diferente. Esa ya está pasada.


Gonzales se hinchó como un pez globo, luego expulsó el aire bruscamente.


—Tengo que hacer cinco llamadas: al jefe de policía del distrito, al detective jefe, al capitán de policía, al fiscal del distrito y al juez William Bryson. Esta vez, le deberás un favor a alguien.


—Puedo vivir con eso.


—De acuerdo. —Tomas asintió—. Vete a casa, Pedro. Voy a ocuparme de averiguar por qué fue arrestado Barstone, y de qué va a acusarle la fiscalía. Te llamaré en cuanto sepa algo. Lo prometo.


Cada fibra de su ser se rebelaba en contra de retirarse sin más a alguna parte y esperar a que otro actuara. Por otro lado, no iba a lograr nada invadiendo la casa de Gonzales y lanzando miradas furibundas.


Pronunciando un improperio en voz baja, pasó junto al abogado y se dirigió escaleras abajo.


—En cuanto sepas algo —repitió.




CAPITULO 100




Pedro estacionó en el pequeño aparcamiento fuera de la inmobiliaria Paradise cinco minutos antes de las diez. Laura conducía un BMW, y todavía no había rastro de éste, de modo que apagó el motor del SLR y llamó a Tomas.


—Gonzales—respondió el abogado al primer tono.


—Tomas, ¿recibiste el correo electrónico que te mandé?


Pedro. —Silencio—. Claro, lo tengo aquí mismo. ¿Vas a venir hoy?


—Esta tarde. Antes tengo que ocuparme de algo.


—Muy bien. No hay problema. Tenemos ya listas las páginas actualizadas.


Pedro se apartó el teléfono de la oreja y lo miró.


—Recuerda que la junta llega con antelación —dijo tras un momento. Con lo que Tomas se obsesionaba por los detalles, debería estar al borde de un ataque de histeria en aquel momento.


—Hace sólo una hora que me llamaste. Estaremos preparados. Hablaré contigo más tard…


—¿Qué sucede, Tomas? —le interrumpió.


—No ocurre nada. Lo que pasa es que estamos ocupados.


—¿Te preocupa algo? Te dije que estaría preparado para esto.


—Lo sé. —Más silencio.


—Adiós.


La línea se cortó. No cabía duda de que algo sucedía. De hecho, no recordaba la última vez que Tomas le había colgado el teléfono. Se dispuso a pulsar el botón de rellamada, pero un reluciente BMW plateado se detuvo a su lado. Mierda. De acuerdo, ya descubriría después qué era lo que le preocupaba a Tomas. No era que ese día no tuviera nada más que hacer.


—Laura—dijo, bajando del coche para abrirle la puerta—. Gracias por devolverme la llamada. Sé que te aviso con poco tiempo.


—No te preocupes; me cercioraré de que me pagues más adelante. —Le estrechó la mano, sosteniéndola más que sacudiéndola—. Vamos en mi coche. Tengo todos los mapas y planos.


Asintió con la cabeza y rodeó el coche hasta la puerta del pasajero para subirse a él. Hubiera preferido conducir, pero si conducir hacía que la mujer se sintiese dueña de la situación, no había problema por su parte. Sobre todo debido a que tenía otras cosas en la cabeza aparte de la inmobiliaria.


—Así que, Pedro… ¿no te importa que te llame Pedro, verdad?


—En absoluto.


—¿Y bien, Pedro, por qué no te acercaste anteayer para concertar una visita?


—Parecías tener ya demasiado. No te habría molestado por una cuestión de trabajo.


—Los negocios son los negocios —dijo mientras regresaba a la carretera y ponía rumbo al sur—. Siempre hay tiempo para ellos.


Ése solía ser su lema, hasta que conoció a Paula. Su ética laboral había pasado paulatinamente a una posición secundaria, pero no se había percatado hasta hacía poco. Y ni mucho menos le molestaba tanto como había esperado, o no tanto como le hubiera molestado un año atrás.


Pedro miró de reojo a Laura mientras ésta comprobaba el espejo retrovisor. Sabía cómo utilizar a la gente, cómo manipularlos para que vieran las cosas según su punto de vista, y tal cosa nunca le había quitado el sueño. Lo hacía del mismo modo en que algunos eran médicos y otros mecánicos. Y resultaba que se le daba realmente bien. Hoy pretendía emplear tales habilidades tanto si Laura Kunz tenía que ver con la muerte de su padre como si no. Había sido criado en el círculo de élite del que ella formaba parte. 


Esa gente utilizaba el dinero como un arma. Él poseía muchísima munición.


La cuestión era cuánto presionar. Sus propios padres habían muerto siendo él todavía adolescente, pero incluso en un colegio suizo, a un continente de distancia y sin haberlos visto durante un año, no se sintió en condiciones de realizar ningún tipo de tarea durante varias semanas. El hecho de que Laura estuviera haciendo negocios inmobiliarios esa misma mañana no la convertía en culpable, pero a él sí le hacía sospechar.


—Te doy de nuevo el pésame por la pérdida de tu padre —le ofreció.


—Gracias. Ha sido duro, pero Daniel y yo lo sobrellevamos.


—Siempre habéis estado muy unidos, ¿no es cierto?


—Lo intentamos. Parece que cuanto mayores nos hacemos, más difieren nuestros intereses —apuntó, virando a la izquierda hacia una acogedora travesía de casas de dos plantas. Sonrió cuando pasó por delante de un partido callejero de fútbol—. No te preocupes, no voy a enseñarte ninguna de éstas. En la colina hay algunas casas de clientes.


—Confío en ti.


—Hablando de lo cual, ¿no estarás pensando en vender Solano Dorado, verdad? Porque me sentiría muy dolida si no me dejaras ocuparme de la venta.


—No, no. Le prometí a una amiga que la ayudaría a mudarse a esta zona.


—A «una amiga» —repitió Laura—. ¿Te molestaría que mencione que, personalmente, no me… entristecería que terminaras de nuevo soltero? No es que le desee ningún mal a tu relación con la señorita Paula Chaves, por supuesto.


Él le lanzó otra mirada fugaz, cerciorándose de que esta vez le viera.


—Me siento halagado.


Laura sonrió de nuevo.


—Bien.


Las casas a lo largo de la cima de la colina estaban varios niveles por encima de aquellas que habían pasado. 


Además, todas parecían tener bonitas vistas del océano.
 Extensos patios, buenos para recibir visitas, y media docena de habitaciones, amplios vestíbulos y magníficas escaleras curvadas. Tomó nota mental de todo al tiempo que visitaban las residencias que ella había seleccionado, pero mantuvo centrada la atención en la agente inmobiliaria. Cuanto más pudiera hacerle hablar, más averiguaría.


—¿Vas a conservar Coronado House?


—Seguro que lo haremos. Papá estaba muy encariñado con ella.


Kunz también había sido asesinado en esa misma casa, pero Pedro no mencionó aquello.


—¿Tú y Daniel? —continuó, en cambio.


Ella le miró de soslayo mientras con un ademán le indicaba la salida de la casa que acababan de visitar.


—Permaneceremos juntos a menos que consiga una oferta mejor. ¿Qué opinas?


«Fue ella. No Daniel.»


—¿Que qué opino? —repitió—. ¿Acerca de la casa?


—Sí, de eso.


El le devolvió la sonrisa.


—Pienso en algo más íntimo. Un condominio, en una torre de pisos. Una casa con jardín estaría al final de la lista. —Patricia requeriría una casa donde pudiera ser la pieza central. Un jardín supondría un desperdicio de espacio del que quejarse debido al coste de tener que contratar a alguien que se ocupara del paisaje. Pero esta excursión no era por su ex mujer tanto como por Laura y por obtener una impresión de ella.


—Tengo dos en la lista que podrían adecuarse —dijo Laura, sin consultar sus notas; debía tener memorizada cada lista.


—Echémosles un vistazo —respondió, instándola con la mano de nuevo hacia el coche—. Si dispones de tiempo.


—Para ti tengo tiempo. —Bajaron de nuevo la colina.


—Entonces, debería invitarte a comer, por las molestias.


—No es molestia, Pedro, pero me encantaría.


El asintió.


—¿Qué te parece en Pub Blue Anchor en Delray Beach?


—¿Es el pub que proviene de Inglaterra, verdad?


—Transportado piedra a piedra. Se supone, incluso, que hay allí un fantasma londinense de dos siglos de antigüedad. Un asesino o algo por el estilo. —En realidad, según contaban, Bertha había sido víctima de un asesinato, pero la otra interpretación convenía mejor a sus propósitos.


—Ooh, que espeluznante. Trato hecho. —Laura no se inmutó. Si era una asesina, era despiadada.


—Bien. —Quizá la palabra «asesina» no le había molestado, pero formaba parte de la prueba.


—No has mencionado lo que piensas de Daniel y Patricia —dijo a modo de conversación.


Pedro mantuvo la vista en la carretera, pero por poco. No lo habría logrado de no haber contando con casi veinte años de práctica en ocultar sus pensamientos y sentimientos. «¡Daniel y Patricia!» De pronto unas cuantas cosas cobraron sentido. Por eso Paula había optado por utilizar a Patricia para entrar en Coronado House. Lo cual significaba que Paula lo sabía, maldita fuera.


—No creo que sea de mi incumbencia —dijo suavemente.


—Eso es muy… británico por tu parte, supongo. Aunque me sorprendió escuchar tu voz en el contestador. Tu ex mujer y mi hermano se acuestan juntos y, aparte de eso, Patricia parece pensar que tienes algún tipo de rencor hacia ella.


—Se halaga a sí misma.


—Ah. «Ahora» estás enfadado.


Él rompió a reír.


—Lo que es irritante es la gente que piensa obsesivamente en el pasado. No resulta provechoso, en lo personal o en los negocios, echar la vista atrás.


—Me gustaría pensar que soy una chica que mira al futuro.
Asintiendo, Pedro apartó la mirada de la ventanilla, aunque toda su atención estaba fija en el asiento del conductor a su lado.


—He notado que la gente que pasa demasiado tiempo en el pasado tiende a no tener un plan de futuro.


—Parece que tenemos mucho en común. —Laura se rió entre dientes—. Sabes, siempre me he preguntado por qué no me pediste salir después de uno de esos partidos benéficos de polo que tanto os gustan a Daniel y a ti.


Había estado a punto de hacerlo en una ocasión, unos meses después de su divorcio. Ella era lo que en un tiempo fue su tipo: atractiva, segura de sí misma y solía estar en el ojo público.


—Siempre tenías a alguien con quien asistir —respondió.


—Como si eso hubiera podido impedírtelo.


Precisamente había sido aquello lo que le detuvo. Jamás tocaría a la mujer de otro hombre. Aquélla era una restricción que había mantenido aun antes del descalabro con Patricia y Ricardo. Era aquel sentido de la fidelidad en el que él y Paula —sorprendentemente, dado su caótico estilo de vida— creían.


Habida cuenta de la participación de Laura en su seudoseducción, ella no parecía tan exigente.


—¿Han variado en algo tus asuntos laborales con la muerte de tu padre? —preguntó, retomando de nuevo su tema elegido.


Ella se encogió de hombros.


—Casi todo fue colocado en un fideicomiso el pasado año. Daniel y yo tenemos algunas decisiones que tomar, y dependiendo del resultado, puede que me deshaga de la inmobiliaria Paradise. —Laura le brindó una sonrisa—. Por supuesto, no antes de haber encontrado una propiedad ideal para ti. Mis clientes nunca se van insatisfechos.


—No lo dudo. Pero ¿qué harías si renunciaras a tu negocio?


—Hablas como un auténtico adicto al trabajo. Viajaría, creo, y los negocios de mi padre bastarían para mantenerme ocupada.


—Apuesto a que a Charles le gustaría que estuvieras dispuesta a ocupar su lugar.


—Sería una estupidez dejar que todo su trabajo y sus conexiones cayeran en manos de los tiburones.


Se preguntó si a él le consideraba un tiburón. En cuanto a lo que ella era, Pedro tenía algunas ideas. La mayoría de la gente se aferra a lo que les es familiar frente a la tragedia y la agitación. Laura ya estaba considerando cambiar de profesión. Para Pedro aquello indicaba que no le tenía ningún aprecio al negocio inmobiliario. Por otra parte, la falta de satisfacción en una profesión no convertía a nadie en un asesino. Con todo, pretendía hallar un modo de revisar algunos de sus documentos laborales.


***


Pedro creía haber encontrado una residencia aceptable para Patricia cuando hubieron terminado de echarle un vistazo a los dos condominios, pero tenía intención de prolongar un poco más la búsqueda. Aunque había descubierto algunas cosas más sobre Laura Kunz, nada la señalaba definitivamente como sospechosa en el homicidio de su padre. Lo que sí tenía era un agudo dolor de cabeza, algo que suponía que James Bond jamás confesaría tener.


Pero no era su intención concluir aquella cita con las manos vacías. Paula no estaría perdiendo el tiempo, y él tenía una apuesta que ganar, al igual que la policía.


—¿Planea Daniel unirse a ti en la sala de reuniones?


—Lo dudo —respondió con naturalidad—. No le interesan demasiado los negocios.


—Pues menos mal que te tiene a ti.


—¡Ja! Díselo a él…


Sonó su teléfono con la melodía de Tomas.


—¿Sí? —respondió al abrir la solapa.


—De acuerdo, ya no puedo soportarlo más —llegó la voz del abogado—. Chaves salió en barco con Daniel Kunz.


El aliento se congeló en la garganta de Pedro.


—Perdona, ¿cómo dices? —respondió, manteniendo la expresión del todo inalterable.


—Vino a decírmelo esta mañana, luego me desafió a que te lo chivara. Pero no quiero que me culpes por no contártelo si algo sucede, y no quiero verme atrapado en medio de tu pequeño remolino, así que…


Pedro cerró el teléfono de golpe.


—Discúlpame, Laura —dijo de plano—, pero tengo que cambiar nuestra cita para comer. ¿Te importaría llevarme de vuelta a tu oficina?


Ella sonrió.


—No hay ningún problema. Estoy disponible cuando quieras. Y quiero saber más acerca del fantasma.


—Quedemos de nuevo el martes. ¿A las diez en punto?


—Hecho.


Quince minutos después se detuvieron junto a su SLR y Pedro salió del BMW. Tras despedirse con la mano, Laura salió de nuevo del aparcamiento marcha atrás y desapareció en dirección a Coronado House. Pedro se metió en el SLR y se quedó sentado muy quieto durante medio minuto. Luego metió la llave, pulsó el botón de arranque y emprendió el camino hacia el Club Sailfish.



***


Paula ayudó a amarrar de nuevo el yate al muelle, luego lanzó un beso a Daniel al tiempo que se dirigía otra vez hacia tierra firme y a su coche. Él se quedó a bordo, ostensiblemente para limpiar algo, pero Paula suponía que el barco era el lugar al que generalmente iba a esnifar. La tensión agarrotaba sus hombros cuando llegó al aparcamiento. No se había mostrado amenazador, no había hecho más que besarla una vez y hacer algunas insinuaciones atrevidas, y ella seguía sintiéndose como si hubiera escapado por los pelos de un robo problemático.


—Paula —le llegó la grave voz de Pedro desde el frente, y alzó la cabeza. El velocísimo SLR se encontraba aparcado justo al lado del Mustang rojo y Pedro Alfonso estaba apoyado contra el parachoques.


—¡Mira qué bien! —farfulló, esbozando una sonrisa—. Hola.


—¿Te hiciste a la mar con Daniel Kunz? —preguntó, enderezándose.


—¿Ahora me persigues por la ciudad? Porque no va a funcionar.


—Tomas te delató.


Ella sacudió la cabeza, nada sorprendida.


—Sabía que el Capitán Estrecho no sería capaz de resistirse a contártelo.


—Entonces, ¿por qué se lo dijiste?


—Porque no soy imbécil. —Se detuvo delante de él, tratando de estimar su estado de humor—. ¿Vas a besarme o a dispararme? —preguntó finalmente.


—De veras que no lo sé. —Alargó el brazo y le puso bien la manga—. ¿Sabías que Daniel sale con Patricia?


—Sí.


—¿Y no me lo contaste porque… ?


Paula le guiñó un ojo.


—¿Y cuándo le has puesto el nombre The Chaves a tu yate?


Él parpadeó.


—No cambies de tem…


—Algunos tipos se tatúan el nombre de sus novias en los brazos. Tú se lo has puesto a un barco.


—No me gustan los tatuajes.


Sonrió, incapaz de evitarlo.


—Eres tan jodidamente guay, Pedro. Soy el yate más grande de la marina.


Pedro dejó escapar el aliento.


—¿Qué demonios se supone que debo hacer contigo? —murmuró, tomándola de la mano y acercándola más para darle un beso.


Ella cerró los ojos, disfrutando del cálido e íntimo contacto.


—Me tatuaré tu nombre en el culo, si quieres.


Él emitió un sonido ahogado que podría haber sido una carcajada.


—No quiero ver mi nombre en tu culo. No necesito indicaciones.


Aquello era definitivamente cierto. Con el recuerdo de la mañana fresco en la cabeza y el alivio de que Pedro no estuviera cabreado con ella, de pronto necesitaba… Ignoraba el qué, pero Pedro podría proporcionárselo. Dio un paso adelante y le rodeó el cuello con los brazos, apoyando la cabeza contra éste.


Al cabo de un segundo Pedro le rodeó la cintura con los brazos, y la apretó fuertemente contra sí.


—¿Te encuentras bien? —preguntó en voz queda.


Ella asintió, reacia a soltarle, a dejar pasar el momento. Y pensar que Daniel creía que podía ofrecerle más que Pedro.


 ¡Ja! Daniel no tenía ni idea de lo que ella necesitaba, o quería.


—¿Pedro?


—¿Mmm, hum?


—Creo que lo hizo Daniel. Creo que, o bien contrató a alguien, o bien lo hizo el mismo.


—Tú… ¡Joder! —No le preguntó con qué pruebas contaba, o cómo lo sabía. En cambio, deslizó la mano hacia arriba por su espalda, meciéndola con lentitud adelante y atrás y dejando que ella continuara el abrazo tanto tiempo como deseara.


Finalmente Paula tomó aire. «Recomponte, Chaves.»


—Lo siento —murmuró, alzando la cabeza.


—¿Por qué? —Tomó su rostro entre ambas manos—. En realidad me siento aliviado. Comenzaba a pensar que la criptonita era lo único por lo debíamos preocuparnos con relación a ti.


—Ah, ja, ja. Lo que sucedía era que no estaba preparada para viajar por el océano con un posible asesino.


—Hablando de lo cual, no se te ocurra hacerlo de nuevo, Paula. Ni siquiera si se lo cuentas primero a Gonzales. A menos que quieras que me dé un infarto antes de cumplir los treinta y cinco.


—No, no quiero eso. —Le besó en la barbilla—. Deberíamos salir de aquí antes de que Daniel nos vea juntos.


Pedro enarcó una ceja al tiempo que sostenía abierta la puerta del conductor del Mustang para que ella montara.


—¿Y por qué no queremos que nos vea juntos?


—Porque me estoy escapando a espaldas tuyas para verle, y él se afana en seducirme para apartarme de ti.


Él guardó silencio durante un instante.


—Ah. Más le vale, entonces, que vaya a prisión por algo —murmuró al fin—. De lo contrario, iré yo, por darle una paliza de muerte.


Pau no se molestó en decirle que controlara su testosterona; sabía qué puntos presionar para provocarle y, por sus acciones, sabía que Daniel había presionado varios de ellos. 


Al mismo tiempo, su respuesta parecía casi… sosegada. 


Paula tomó una rápida bocanada de aire. Pedro se había tomado en serio su solicitud de un poco de confianza. Por supuesto, aun teniendo pendiente una crucial reunión al día siguiente había corrido a Lake Worth para velar por ella, pero Paula habría hecho lo mismo por él. Ambos sabían lo peligroso que podían llegar a ser sus vidas.


Asimismo, resultaba un tanto aterrador comprender lo mucho que había llegado a confiar en la opinión de Pedro, en su juicio, en su sola presencia. No estaba acostumbrada a confiar en nadie más que en sí misma. Aquello figuraba a la cabeza de las cinco reglas para ladrones impartidas por Martin Chaves. Jamás cuentes con nadie que no seas tú mismo. No obstante, había comenzado a preguntarse si no sería que Martin no había conocido a nadie en quien creyera poder confiar. Ella sí lo había hecho.


—Voy a ver a Tomas —dijo, dejando que sus manos se deslizaran con lentitud por sus hombros.


—Yo también tengo que ir a la oficina, antes de que la declaren abandonada y se apoderen de los muebles de Sanchez. Y tengo que ingeniar un modo para demostrarle mis corazonadas a Castillo. Esto de las pruebas apesta.


—Sí, querida. Pero es necesario si quieres ganar la apuesta.  —La besó de nuevo, seguidamente la ayudó a subir al coche y cerró la puerta.


Así era Pedro, un caballero británico en todo momento, independientemente de nada que pudiera estar sucediendo. Ambos se dirigieron hacia Worth Avenue y a Paula no le sorprendió en absoluto que Pedro se mantuviera detrás de ella durante todo el camino, a un coche o dos de distancia. Creía haber dejado muy claro que sabía cómo cuidarse, pero, al parecer, los ancestros de Pedro habían sido caballeros de brillante armadura… y obviamente Pedro había heredado su mentalidad de «defensores de damiselas en apuros».


Cruzó Oliver Avenue, y a Pedro le pilló el semáforo en rojo. 


Pau en parte esperaba que se lo saltara, pero no lo hizo. 


Hoy, al menos, el caballero obedecía la ley.


El Mustang dio un empellón hacia delante cuando el metal impactó contra metal. Paula se golpeó la frente fuertemente contra el volante.


—¡Mierda!


Aturdida, pisó automáticamente los frenos al tiempo que miraba por el ahora torcido espejo retrovisor. Una enorme furgoneta azul acaparaba por completo el espejo. Con un rugido, esta arremetió nuevamente contra la parte trasera del Mustang.


Pisando el acelerador, giró bruscamente hacia la derecha a una calle aledaña. La furgoneta se pegó a su parachoques derecho y viró derrapando tras ella.


De acuerdo. Aquello era deliberado. Con el corazón palpitándole fuertemente debido más a la adrenalina que al miedo, aceleró de nuevo. El Mustang tenía un motor V–12, y el de la camioneta era potente. Un combate bastante igualado, salvo que Paula no estaba dispuesta a que el asalto se tornara en persecución.


Paula dio un brusco giro a la izquierda, seguido de otro más, dirigiéndose de nuevo a la calle principal. Tan pronto el conductor de la furgoneta supuso lo que ella hacía volvió a pegarse con gran estruendo a su parachoques.


Ambos vehículos colisionaron, empujándola hacia delante aun cuando ella se mantuvo firme. Separados por tan sólo unos centímetros, Pau frenó en seco.


La furgoneta impactó de nuevo contra ella. Condujo con todas sus fuerzas directamente en busca de una farola. El motor de la furgoneta rugió cuando trató de empotrarla contra el poste de metal mientras ella trataba de detenerse.
O no. Tomando aliento, Paula aguardó hasta el último segundo, pisó el acelerador y giró el volante a la izquierda.


 La parte derecha del Mustang rozó contra la farola y salió despedido. La furgoneta chocó frontalmente contra el poste.


Sacudiéndose violentamente, Paula logró detener como pudo el coche. Se apeó de un brinco y echó a correr hacia la furgoneta. Quienquiera que fuera, iba a llevarse una paliza.


—¡Oye! —gritó, tirando de la puerta abollada del conductor—. ¿Qué coño hac… ?


Un bate de béisbol atravesó la luna tintada directamente hacia su cabeza. Ella se agachó instintivamente para esquivar, por los pelos, el golpe y la lluvia de cristal de seguridad.


—¡Puta! —bramó una voz masculina.


La puerta se abrió de golpe y Al Sandretti se abalanzó hacia ella, agitando el bate.


Paula se hizo a un lado, dirigiéndole una patada a la entrepierna. Golpeó un musculoso muslo y él dio un traspié, agarrándola del pie. ¡Dios, qué grande era! Si le echaba el guante, la partiría en dos.


Los vecinos comenzaban a salir de sus casas, aunque reparó en su presencia sólo lo suficiente para mantener a Schwarzenegger y al bate bien lejos de ellos. Cabreado como estaba el tipo, no creía que le importara a quién golpeaba.


—Vamos, grandullón —le picó, retrocediendo por la calle.


—¿Dónde están mis putas fotos? —bramó—. ¡Estás muerta!


Ella lo esquivó de nuevo, buscando una salida y esperando a que alguien llamara al 911. Su talón tropezó en la acera y cayó hacia atrás. Jadeó al tiempo que rodaba hacia un lado justo cuando el bate se hundía en el punto de la avenida donde había estado su cabeza.


Rodando de nuevo sobre su espalda, propulsó ambas piernas directamente a las rodillas del hombre. Él se tambaleó, escupiendo y gruñendo. Dios, el tipo tenía la constitución de un puto tronco de árbol.


Dando una voltereta extendida hacia atrás, apuntó a su cara y estuvo a punto de recibir un puñetazo en el abdomen.


—Vamos, puta. Baile…


Sandretti se desplomó de rodillas. Paula se apartó a un lado cuando Pedro retrocedió unos pasos, luego arremetió de nuevo con una patada voladora y aplastó con fuerza ambos pies entre los omóplatos del Gran Al. Cuando el tipo cayó, Pedro prosiguió con dos fuertes y rápidos golpes en los riñones.


Sandretti gimió y comenzó a levantarse a cuatro patas. Paula le asestó una patada en un lado de la cabeza. El hombre se desplomó con un gruñido.


Ella se dobló para tomar aire. Cuando se enderezó, Pedro tenía el bate de béisbol sujeto fuertemente con ambas manos. Mostraba un semblante pálido y furioso y Paula no dudó, ni siquiera por un instante, que fuera a darle una paliza que reduciría al hombre a papilla.


—¡Basta! —jadeó, agarrándole de los brazos y obligándolo aretroceder con todo su peso.


El apenas se movió un paso, pero eso captó su atención.


—El… ¿Qué… ? ¿Qué mierdas es eso?


—AI Sandretti.


—¿Es por Kunz?


Paula negó con la cabeza, tomando el bate de sus manos temblorosas.


—Es parte del asunto Leedmont.


Mientras se aproximaban las sirenas, Pedro le tocó la frente. 


Sus dedos surgieron teñidos de sangre.


—Tengo la cabeza dura.


—Y gracias a Dios que es así. —Sus tensos hombros se combaron de pronto, y la estrechó en un fuerte abrazo.


—Me he cargado el coche de tus amores —dijo, su voz amortiguada contra su pecho. Podía sentir el fuerte y acelerado latido de su corazón contra la mejilla. Pedro había estado verdaderamente preocupado por ella.


—Es este capullo quien se ha cargado mi coche —corrigió Pedro, separándose de ella cuando llegó la policía—. Y el gilipollas va a pagar por ello. ¿Quieres que me ocupe de esto?


Le había preguntado en vez de ponerse manos a la obra. «¡ Vaya!»


—No, puedo encargarme yo.