domingo, 14 de diciembre de 2014
CAPITULO 6
«Dos jodidos días.» Paula se arrellanó en los cojines de su sillón y cambió de canal con el mando. Odiaba estar sentada de brazos cruzados en el mejor de los casos, y aquello distaba mucho de eso. Con todo, los medios de comunicación no iban a dejar de lado la historia. Y mientras no cesaran, ella no podía dedicarse a otra cosa.
Por ahora se habían quedado sin información nueva, y por eso había estado escuchando la misma historia con alguna que otra alteración… la vida de Pedro Alfonso, los amores de Pedro Alfonso, la filantropía de, los negocios de, bla, bla, bla. Y estaban los hechos con los que contaban y que no cesaban de repetir en cada telediario que se emitía. Había habido una explosión, un guardia, ahora identificado como Dom Prentiss, había sido asesinado, y varios objetos valiosos destruidos. Y la policía estaba buscando a una mujer blanca, con una altura aproximada entre el metro sesenta y cinco y un metro setenta y tres, un peso aproximado entre cincuenta y cuatro y sesenta y ocho kilos, conjuntamente con la investigación.
—Sesenta y ocho kilos, y un cuerno —farfulló, cambiando de nuevo el canal.
Peso equivocado o no, sabía lo que aquello significaba; buscaban a un sospechoso, a una persona a la que culpaban. A ella.
Todos sus instintos le decían que huyera para poder mirar lo que había sucedido desde una distancia segura. El problema era que, si pensaban que había tratado de matar a Alfonso, no había distancia segura. Y tampoco un modo seguro de llegar a ella. Aeropuertos, estaciones de autobuses… estarían vigilándolo todo.
Bueno, podían seguir vigilando, aunque no le hacía sentir mejor oír en las noticias de la mañana que la policía «esperaba llevar a cabo una detención en cualquier
momento». No lo creía, pero tampoco estaba dispuesta a ignorar la amenaza.
Y así, estaba sentada en el sillón, bebiendo un refresco y comiendo palomitas hechas en el microondas, viendo el final de las noticias de media mañana… e intentando averiguar lo que había ocurrido. Como ladrona, era una superdotada.
Eso había dicho su padre, Sanchez y algunos de los discretos clientes para los que había trabajado. Disfrutaba de la independencia que sus habilidades le proporcionaban.
Disfrutaba del reto que suponía su profesión, disfrutaba con la sensación de esa posesión pasajera que algunos de los objetos más raros del mundo le proporcionaban. Y disfrutaba del dinero que recibía como pago, a pesar del cuidado que debía tener al gastarlo. Jubilación, le había repetido su padre una y otra vez mientras le enseñaba las habilidades de su oficio. Trabaja con la mira puesta a veinte
años en el futuro, no puesta en el mañana.
Ése era el objetivo por el que vivía en una casa pequeña y ordenada a las afueras de Pompano Beach, y era por lo que trabajaba por una miseria como asesora de arte autónoma para algún que otro museo. Y por eso, simplemente, no mataba. La genio que mataba en su búsqueda de objetos inanimados no llegaba a jubilarse en algún lugar del Mediterráneo y empleaban guapos empleados de hogar.
Todo lo cual dejaba clara una cosa. Si quería jubilarse, tendría que averiguar quién había colocado aquella bomba. O bien había representado el papel de primo, o había tenido la peor suerte de la historia. De cualquier modo, quería la revancha. Y tenía que ser capaz de demostrar que ella no lo había hecho. Solventar este embrollo sólo para satisfacer su propia curiosidad no evitaría que fuera a la cárcel.
El telediario cerró con la misma historia, y al fin pudo encontrar algo que merecía la pena. Con Godzilla de 1985, rugiendo y dando pisotones a diestro y siniestro en Tokio, de fondo en la WNBT, cambió el sillón por su ordenador, entró en su correo y revisó sus mensajes. Dado que no estaba interesada ni en un alargamiento de pene ni en un viaje gratis a Florida, los borró, abrió un navegador y tecleó el nombre de Pedro Alfonso.
La página inicial desbordaba de imágenes, un archivo de artículos en diversas páginas web de periódicos y revistas, desde Architectural Digest
—Salimos mucho, ¿verdad, Alfonso? —murmuró, desplazándose por la primera página y pinchando en la segunda.
La mayoría de los artículos empleaban fotos similares, como si Alfonso hubiera posado para una foto y dejado que las publicaciones examinaran los resultados. A pesar de que su oscuro cabello ondulado, que llevaba ligeramente largo, apenas le rozaba el cuello de la camisa, parecía todo un multimillonario, y no sólo por el traje negro de Armani, la corbata negra y la camisa gris oscura. Eran los ojos, principalmente, de un color gris oscuro y relampagueantes. Hablaban de poder y confianza, miraban directamente a la cámara y anunciaban que aquél era un hombre al que había que tomar en serio.
—No está mal —comentó. De acuerdo, puede que eso fuera quedarse corto.
Puede que fuera guapísimo. Y que tuviera un aspecto apetitoso vestido tan sólo con unos pantalones de chándal, incluso cubierto de hollín y sangre.
Irritada consigo misma por distraerse, pinchó en la tercera página. Ahora que las referencias se estaban haciendo un poco más vagas, aminoró la velocidad.
Adquisición de antigüedades, una página dedicada a entusiastas de los yates, y toda una página web, www.divorcegladiators.com, administrada no por el señor
Alfonso, sino por Patricia, la ex señora Alfonso. «¡Ay!» Paula sabía que tenía cosas más pertinentes que descubrir sobre el hombre que la había metido en medio de una investigación criminal, pero pinchó de todos modos en la página web.
Una fotografía de Patricia Alfonso-Wallis apareció en la pantalla. La ex señora Alfonso, una rubia menuda con un escultural físico, que pagaba mil dólares por cada visita al salón de belleza, respondía a preguntas mediante correo electrónico y daba consejo sobre cómo evitar quedarse sin blanca en el divorcio, con la esperanza de que otros sacaran provecho donde ella no lo había conseguido. Teniendo en cuenta que dos años atrás Alfonso la había sorprendido con el culo al aire con sir Ricardo Wallis en su villa de Jamaica,Pau pensaba para sus adentros que Patricia se
había librado con mucha facilidad. No todos los maridos cornudos permitirían que sus ex esposas y nuevas esposas tuvieran los fondos suficientes para mantener, por lo menos, una bonita casa en Londres Sonó el teléfono. Pau se sobresaltó, echando a correr hacia la cocina para atenderlo
—Hola.
—Paula Chaves —respondió una voz masculina y con fuerte acento francés —. Así que aquí es donde has estado escondiéndote.
El corazón le dio un vuelco, luego comenzó a latir de nuevo. «Como si no tuviera ya suficientes problemas.»
—Etienne DeVore. No me escondo, ¿y cómo demonios has conseguido mi número?
Él resopló burlón.
—Conozco mi trabajo,cherie.Y no te metas. Es peligroso.
Una sirena llegó a sus oídos a unos bloques de distancia, luego dejó de escucharse. Se le erizó el vello de la nuca y Pau apartó la cortina de encaje para echar un vistazo a la calle a través de la pequeña ventana de la cocina. Nada, aunque lo oportuno de la llamada telefónica se había vuelto súbitamente muy interesante.
—¡Eres tú quien estuvo en casa de Alfonso! ¡Casi me matas!
—No esperaba que aceptaras un trabajo como ése. Demasiado complicado, ya sabes.
—Bueno, que te jodan,mon ami —Frunció el ceño cuando se le ocurrió otra idea —. ¿Cómo sabías que fui yo quien estuvo allí?
Etienne bufó de nuevo.
—No me insultes. Cualquier otro estaría muerto. Incluso siendo tú, estuvo muy cerca,non? Además, intento hacerte un favor.
—Un fav…
Captó otra sirena que cesó de repente, en lugar de convertirse en el típico rugido grave y resonante al detenerse el coche.
—Mierda. Tengo que irme. Etienne, si me denuncias a la policía, eres hombre muerto.
—Jamás llamo a la policía. Esto es una mierda. Vete, Paula. Me encargaré de todo
—Claro, está bien. —Colgó el teléfono mientras en su cabeza revoloteaban las posibilidades sobre quién podría haberse ido de la lengua y por qué. Fue corriendo a su dormitorio, agarró la mochila que siempre guardaba debajo de la cama, y se apresuró de nuevo a su sala de estar. El ordenador seguía allí, preguntándole si deseaba subscribirse o no, por el módico precio de 12'95 $ al año, al boletín de noticias dedicado a seguir la vida privada y los negocios de Pedro Alfonso.
Arrancó el enchufe de la pared, quitó la carcasa de la CPU y sacó cada tarjeta y cable que no estaban soldados. Los metió en la mochila, destrozó a patadas el resto de la unidad y, a continuación, se tomó otro minuto para comprobar las ventanas alrededor del perímetro de la casa.
Parecía despejado, y se escabulló por la puerta trasera. Saltó la valla de su vecino y, a continuación, subió al tejado de la señora Esposito, mientras se estremecía de dolor provocado por el movimiento que tiraba de la herida de su muslo. Finalmente, echó a correr
Había dejado el Honda aparcado a dos bloques de distancia en el mercado Food for Less, y llegó a él justo cuando un helicóptero de la policía, seguido por uno de las noticias, sobrevolaban su cabeza en dirección a su casa. Su ex casa.
Puso en marcha el coche, y condujo otros dos kilómetros y medio antes de introducirse en un terreno abarrotado de hamburgueserías, pizzerías y restaurantes de comida cubana. La cabina telefónica funcionaba, aunque no respondía de su higiene. Introdujo una moneda de cuarto de dólar, y marcó el número de Sanchez.
—¿Sí?
—¿Jorge? —dijo con un marcado acento—. ¿Está Jorge allí?
Ella le escuchó inhalar.
—Mire, señora, ya le he dicho que aquí no vive ningún Jorge. No está aquí.¿Comprende?
—Comprendo. —Cuando colgó el teléfono le temblaban las manos, y se las agarró. Habían dado con Sanchez, o, al menos, le estaban vigilando. De cerca. Lo que significaba que probablemente tratarían de rastrear la llamada.
Maldiciendo, volvió velozmente al coche y se dirigió hacia el norte. ¿Cómo demonios había encontrado tan rápidamente su rastro la policía? Sabía que no había dejado huellas, y que, incluso si Alfonso hubiera logrado dar una buena descripción de ella, no tenían nada con qué compararla. Creía a Etienne cuando le decía que no la había entregado… ése no era su estilo. Sin embargo, la llegada de la policía tampoco le había sorprendido. Alguien se había ido de la lengua, y les habían implicado tanto a ella como a Sanchez. Entornó los ojos. Nadie le tomaba el pelo. Nadie que no acabara lamentándolo después.
Esto estaba fuera de control. A la gente rica le robaban cosas a todas horas.
Motivo por el cual habían inventado los seguros. No obstante, lo que la gente rica no tenía era gente que tratara de hacer volar por los aires su casa, y puede que incluso a
ellos. Maldito Etienne. Recordaba el rostro de Alfonso cuando impactó con él, la expresión asustada que había reemplazado la leve diversión en sus ojos grises. Tenía que saber que ella no habría tratado de matarle. Todo lo contrario. Le había salvado la vida.
El corazón de Paula dio un vuelco. Por lo que sabía, él era el único testigo que la involucraba en todo aquello. Etienne podría haber dicho que se encargaría de todo, pero, según su experiencia, eso significaba únicamente las cosas que le
concernían a él. Si éste seguía con su rutina habitual, desaparecería durante algunas semanas y aparecería para contar sus ganancias. Lo que estaba bien, salvo que la
dejaba a ella con un montón de problemas. Y por eso necesitaba a Alfonso. Tenía que convencerle de que era inocente… o relativamente inocente, en cualquier caso.
Alguien tenía que cargar con la culpa por ese fiasco, y Pau no tenía la menor intención de ser ella quien lo hiciera.
Parecía que, después de todo, tendría que escalar el muro para entrar.
CAPITULO 5
Martes, 6:15 a.m.
Tomas Gonzales colgó su teléfono móvil.
—En Myerson-Schmidt confirman que no enviaron a nadie a comprobar la seguridad. Pero están deseosos de continuar su relación contigo.
Pedro, sentado a su lado en el asiento trasero del Mercedes, dejó escapar el aliento. Mierda. Había abrigado la esperanza de que la escurridiza señorita Solaro hubiera estado diciendo la verdad.
—¿Y Prentiss? ¿Tenía familia?
—Padres y una hermana mayor, todos en el condado de Dade. Hay un asesor de Myerson-Schmidt allí con ellos.
—No me entrometeré —decidió—. Me ocuparé de que mi despacho les haga llegar mis condolencias y veré si necesitan alguna otra cosa.
—Señor, hay barricadas de la prensa, y la policía —dijo el chófer por encima del hombro, aminorando la velocidad de la amplia SL500 negra.
—Pasa por en medio, Ruben. No van a prohibirme la entrada a mi propia casa.
—Pensaba que los británicos os manteníais imperturbables frente al desastre.
Pedro apartó la mirada del abogado mientras las cámaras y los periodistas se precipitaban hacia el coche.
—Estoy siendo imperturbable. Quiero que se larguen, Tomas.
—¿Los periodistas o la policía?
— Ambos.
—Sí, bueno, me ocuparé de la prensa. Pero, asumiendo que esta madrugada alguien ha intentado matarte, te sugiero que dejes que la policía haga su trabajo.
—No a las puertas de mi casa. No voy a cambiar mi estilo de vida. En mi trabajo, parecer y ser débil es lo mismo. No consentiré que la policía acordone mi casa como si fuera un ermitaño excéntrico al que le aterra dar un paso fuera de estos muros. Aparte de eso, me niego a vivir en un reducto armado.
—Está bien. Haré lo que pueda. Pero, afróntalo, Pedro… eres una mercancía valiosa.
Atravesaron las verjas, que estaban custodiadas por un par de oficiales. Pedro dejó a un lado su irritación por tener que recibir autorización para entrar en su propiedad y, en su lugar, mantuvo los ojos fijos en la casa mientras cruzaban el exuberante palmeral verde y llegaban al camino curvo en la parte delantera.
Muebles, cortinas y alfombras destrozadas yacían esparcidas al borde de los adoquines, amontonados junto a figuritas y cuadros colocados de forma más cuidadosa. Los de la mutua aseguradora ya estaban allí, haciendo un recuento,examinando objetos de arte y envolviendo las piezas más delicadas en mantas de fieltro y colocándolas en cajas para su almacenaje y protección… todo bajo la atenta vigilancia de más policías.
—Un par de ventanas reventadas —comentó Gonzales, inclinándose al otro lado de Pedro para echar un vistazo—, y tejas ennegrecidas. Aparte de eso, no tiene tan mala pinta desde fuera.
Pero cuando otro oficial uniformado abrió la puerta del coche, se detuvieron en seco. Las articulaciones de Pedro se habían agarrotado durante el viaje desde el hospital, e hizo una mueca de dolor al enderezarse.
—Deberías ver el interior —farfulló, mientras empezaba a subir los escalones de entrada. Los bloques de granito seguían aún cubiertos con lonas, equipamiento y grupos del personal de emergencias que bebían café en sus tazas de porcelana.
—¿Señor? ¿Señor Alfonso? —El oficial a su espalda le alcanzó a paso enérgico—. Señor, el edificio no ha sido despejado todavía.
—A mí me parece bastante vacío —replicó Pedro, observando los montones en que se apilaban sus pertenencias desparramadas por el césped. Debía de haber sido destripada toda la galería de la tercera planta.
—Quiero decir, despejado por el equipo de artificieros. Han terminado con el sótano y las dos primeras plantas, pero no con la tercera y el ático.
—Entonces, haga que me notifiquen si alguna cosa tiene aspecto de ir a estallar.
—Pedro Alfonso —le advirtió Gonzales—, están de nuestra parte.
Pedro frunció el ceño.Había acondicionado la finca para disponer de privacidad, un lugar al escapar de las cámaras y los periodistas que siempre parecían estar acosándole. Y debía admitir que sin la presencia de la policía, los periodistas de los periódicos de pequeño formato posiblemente estarían saltando los muros en ese momento. Se dio la vuelta, y miró al oficial que aún les seguía de cerca.
—¿Cómo se llama?
—Kennedy, James.
—Puede acompañarnos. James Kennedy. Siempre y cuando no se ponga en medio.
—¿Señor? Se supone que debo…
—Dentro o fuera, Kennedy. —Entre el dolor de cabeza y la molestia en sus costillas, no estaba de humor para mostrarse diplomático.
—Lo que el señor Alfonso quiere decir —enmendó Tomas— es que pretende colaborar plenamente con el departamento de policía. Pero aún tiene múltiples asuntos de negocios que requieren su inmediata atención. Su presencia garantizará que no vayamos a ninguna parte o que no toquemos nada que pudiera comprometer la investigación.
—A los de Homicidios no va a gustarles —respondió Kennedy.
—Tendremos cuidado.
—Hum, bueno, de acuerdo. Supongo.
Dante Partino, el administrador de adquisiciones y bienes de Pedro, bajó mientras subían las abarrotadas escaleras que llevaban al tercer piso.
—Menudo desastre —dijo, con su inglés de marcado acento italiano—. ¿Quién haría algo así? Las dos armaduras de 1190, el casco romano, la mitad de los tapices del siglo
XVI…
—Puedo verlo por mí mismo —interrumpió Pedro, deteniéndose en lo alto de las escaleras. «Desastre» no alcanzaba a describir el estado en que se encontraba el pasillo de la galería. «Apocalipsis» parecía una descripción más apropiada.
Armaduras ennegrecidas y retorcidas yacían donde habían caído, guerreros perdidos en algún campo de batalla alfombrado y embaldosado en mármol. Un tapiz del renacimiento francés, una de las primeras piezas que había reunido, colgaba de la pared convertido en jirones quemados. Lo poco que quedaba era apenas reconocible.
La cólera le asaltó. Nadie le hacía esto y salía impune.
—Jesús —susurró Tomas—. ¿Dónde te alojarás?
Pedro dio cuatro lentos pasos adelante, bien apartado del límite externo del caos.
—Por aquí.
Dante se aclaró la garganta, rompiendo el silencio posterior.
—Pedro, quiero inspeccionar todos los objetos dañados yo mismo, pero los de la mutua actúan como si fueran los dueños de todo. No tienen la menor idea de lo delicados que…
—Dante, no pasa nada —declaró, más por el bien de su agente que por el suyo propio. Furioso como estaba, la pérdida de sus cosas no era más que una historia menor. Quería saber quién las había destruido.
— Tomas, asegúrate de que te consultan todo.
—Pero…
—Así son las cosas, Dante.
Partino asintió, mientras sus dedos se apretaban sobre el portafolio que llevaba.
—Muy bien. Pero el agua de los aspersores y las mangas de riego también han dañado algunos de los cuadros de la segunda planta. Quizá podamos salvar…
—¿Qué hay de la tablilla? —interrumpió Pedro.
Admiraba la pasión de Partino, pero había sido una noche muy larga.
—No está aquí —dijo Castillo, coronando lo alto de la escalera a su espalda—.Imaginamos que eso era lo que la mujer buscaba. Y usted no debería estar aquí arriba, señor Alfonso. Ésta es una investigación por homicidio…
—¿Han tomado fotos y huellas y todo eso que hacen?
—Claro.
—Entonces, ¿de qué tipo de explosivo se trataba? —Haciendo caso omiso del siseo del oficial Kennedy, Pedro siguió adelante, acuclillándose rígidamente cerca de un agujero ennegrecido por el fuego en la pared de la galería.
Castillo dejó escapar un suspiro.
—Parece una especie de alambre que se activa al contacto, ensartado de un lado a otro del pasillo, armado como una granada con explosivos de carga hueca.
Arrancas el cable y explosiona. Montaje rápido, pero profesional… y muy efectivo.
Perfecto para cubrir tus huellas si te pillan antes de que estalle.
—¿Y si ha salido sin ser vista? —preguntó Pedro.
—Bueno, sería un modo muy efectivo de complicar la investigación de un robo.
—Un riesgo muy alto —prosiguió Pedro con más calma—. Un par de años por robo en vez de la pena de muerte por asesinato en primer grado, ¿no?
—Sólo si la pillan. Puede que hasta yo me arriesgara por esas cosas que tienes aquí dentro.
—Yo no lo haría. —Pedro se enderezó, sacudiéndose el hollín de las manos—.Castillo, le dejaré trabajar, pero le ruego que me mantenga informado de la investigación. Tengo algunas llamadas que hacer.
Mientras Dante merodeaba por los destrozos como si fuera una ansiosa mamá gallina, Tomas y Pedro se encerraron en el despacho del segundo piso. Los enormes ventanales daban al césped y a la piscina de la parte delantera, una vista bastante tranquila por lo general, pero que ahora se encontraban cubiertos de hombres uniformados y de restos de escombros por todos lados. Con un gemido que le fue
imposible reprimir, Pedro se sentó pesadamente en la silla tras su austero escritorio negro cromado. Era uno de los pocos muebles modernos de la casa, y sólo porque el
siglo XVII no había tenido en consideración los ordenadores, los teléfonos o los aparatos electrónicos.
—¿Qué es lo que te molesta? —preguntó Gonzales, sacando una botella de agua de la pequeña nevera del armario y sentándose en una de las lujosas sillas de
conferencia al fondo de la estancia—. Aparte de haber estado a punto de volar en pedazos.
—Te he dicho que anoche no podía dormir.
—Debido a las llamadas del fax.
—Exactamente. De modo que estuve divagando, esperando a una hora decente para llamar a la oficina de Nueva York. La galería habría sido mi siguiente parada,con o sin intruso
Tomas guardó silencio durante un momento, asimilando aquello.
—Vas a despedir a Myerson-Schmidt.
—Ese no es el tema. Ella gritó a Prentiss que se detuviera, luego me golpeó como si fuera un buldózer.
—Castillo supone que trataba de salvar su propio pellejo.
—No.
—Entonces, ¿qué, Pedro? ¿En serio?
—Digamos que ella se cuela dentro, logra atravesar la seguridad y se hace con la tablilla, a pesar de que tengo multitud de piezas de mayor valor, se detiene antes de salir durante cinco minutos para manipular un explosivo, la pillan y, entonces, intenta que nadie salga volando por los aires.
—Intenta no salir ella misma volando por los aires, querrás decir.
«Quizá.»
—Pero si no se hubiera detenido a instalar la bomba, habría salido antes de que nadie lo hubiera notado.
Tomas cruzó sus largas piernas a la altura de los tobillos.
—De acuerdo, primera posibilidad: El robo no era el objetivo. Como tú mismo dijiste, pasó por delante de un montón de cosas bonitas
—Eso hace que el objetivo sea el asesinato. —Pedro todavía podía ver sus ojos, la expresión de su rostro mientras impactaba contra él—. Entonces, ¿por qué arrastrarme abajo, fuera del alcance del fuego?
El abogado se encogió de hombros.
—¿Pies fríos? O puede que no fueras el objetivo.
—¿Pues quién lo era? ¿Prentiss? No lo creo. —Se inclinó hacia delante, tamborileando los dedos en el escritorio negro—. Segunda posibilidad: ella no puso la bomba.
—De acuerdo, entonces tenemos dos intrusos irrumpiendo en esta fortaleza al mismo tiempo, uno por la puerta de cristal del jardín y el otro… de algún otro modo.
Uno quiere la losa, y el otro quiere hacer volar a alguien. Hacerte volar a ti por los aires.
—Salvo que se suponía que yo no debía estar allí.
Gonzales parpadeó.
—Eso es cierto. Se suponía que debías estar en Stuttgart hasta esta noche.
—La bomba habría explotado durante la siguiente ronda de la galería y yo no habría estado allí.
—A menos que alguien supiera que te marchaste con antelación de Alemania.
Pedro frunció el ceño.
—Eso lo reduce a unas pocas personas en las que, en su mayoría, confío de modo implícito. Y Harry Meridien, que quería que me quedase incluso después de que le dijera que no iba a pagar más que lo que habíamos acordado por las acciones de su maldito banco.
—La gente habla
—No mi gente. —Poniéndose en pie, Pedro recorrió la larga habitación—.Quiero hablar con la señorita Solaro.
—También el Departamento de Policía de Palm Beach. Y, ahora, el FBI. Ya sabes cómo odian que un hombre de negocios de un influyente país extranjero haya estado a punto de volar por los aires.
Pedro descartó aquello con un ademán de su mano. Las manipulaciones del FBI, por poco que le gustaran, no le interesaban en ese momento.
—Me tienen sin cuidado las acciones de nadie, exceptuando las mías. Alguien entró en mi casa, mató a alguien que trabajaba para mí y robó algo que me pertenece.
Y «culpable» o «no culpable» no responde ni por lo más remoto a las preguntas que quiero formular.
Gonzales suspiró.
—Claro, muy bien. Veré si puedo averiguar lo cerca que estás de atraparla. —Sacudió la cabeza—. Pero cuando nos arresten por interferir en una investigación policial, no pienso representarte.
—Si nos arrestan, sencillamente te despediré por hacer un trabajo chapucero. —Sonriendo, Pedro alargó la mano hasta el teléfono—. Márchate ya. Tengo trabajo.
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