domingo, 1 de febrero de 2015

CAPITULO 150






Martes, 5.33 p.m.


«Paula se arrojó a un lado cuando Nicholas apretó el gatillo.
En ese preciso segundo, una enorme figura envuelta en humo salió de entre las sombras y golpeó a Veittsreig en mitad de la cabeza con algo grande y pesado. Pedro.


Sintió un dolor ardiente en su mejilla izquierda al tiempo que el sonido de disparos retumbaba en el vestíbulo. Paula rodó, poniéndose en pie como pudo. El ruido tan próximo a sus oídos hizo que le pitaran.


Veittsreig se desplomó, Pedro estaba de pie a su lado sujetando un cuenco de bronce romano en la mano. Por un momento dio la impresión de que no había terminado con Nicholas.


—¿Pedro? —dijo Pau, temblando.


Se volvió hacia ella. Por primera vez se percató de que llevaba unas largas patillas y un bigote falsos.


—Vamos —dijo, agarrándola del brazo y tirando el cuenco en una maceta.


—Pero...


—Vamos —repitió—. No había tiempo para pelear como caballeros. No pueden verte aquí.


Llevándola prácticamente en volandas, se dirigió a la salida. 


En cuanto recordó que la llevaba, Paula se sacó la pistola de la cinturilla y la tiró al suelo. Nada de armas. Jamás. Un tipo con el uniforme del Departamento de Policía de Nueva York les miró fijamente, y Paula agitó el pulgar en dirección a Veittsreig. Asintiendo, el hombre se puso en marcha. Por lo menos Garcia había cumplido con su palabra.


Pedro sacó un pañuelo y se lo apretó ligeramente sobre la mejilla mientras cruzaban las abarrotadas puertas de salida.


—Apártense —dijo con un ligero acento sureño que tan sólo guardaba un levísimo deje británico—. Mi esposa se ha cortado con un cristal.


Tratando de quitarse la mayoría de las telarañas de la cabeza, Paula se apartó un poco de él.


—Tú tampoco puedes estar aquí —farfulló.


Pedro se pasó un dedo por el bigote.


—No estoy aquí. Es chulo, ¿a que sí?


—¿De dónde se supone que has salido? ¿De los setenta?


Pedro la asió nuevamente del brazo y ambos se dirigieron hacia la calle junto con el resto de los refugiados del museo. 


La cacofonía de sirenas, cláxones y emisoras de policía comenzaron a metérsele en su dolorida cabeza. Parecía que se hubiera desatado el Armagedón en la Quinta Avenida. 


Todavía ayudada por Pedro para caminar recto, se desplazaron hacia el margen de la agitada multitud en estado de pánico. En la masa de gente se sentía algo más protegida, pero Pedro no se detuvo. Por el contrario, sacó su móvil y llamó.


—Vamos —dijo sin preámbulos, y colgó de nuevo.


Un furgón del SWAT, con las sirenas encendidas, aparcó en la acera delante de ellos. ¡ Dios santo! Era Wulf. Sin darse por enterado de que estuviera tirando de él, Pedro la hizo subir los dos peldaños del furgón.


—¡Pedro, no! No...


—No pasa nada, cariño.


Levantó la mirada hacia el conductor del furgón. Quien le devolvió la mirada fue Sanchez, sentado y con una sonrisa un tanto forzada.


—Entra, nena. El taxímetro corre.


—Pero...


Cuando Pedro pasó por su lado, el vehículo se puso en marcha. Mientras observaba, sujetándose con una mano al techo para no perder el equilibrio, Pedro abrió una de las puertas traseras y arrojó de una patada a la calle un enorme bulto cubierto con un lienzo.


—Era Wulf, ¿no? —preguntó, al tiempo que él cerraba nuevamente la puerta.


—¿Así se llamaba? No me lo dijo.


Paula se sentó pesadamente en el suelo del furgón mientras bajaban a toda prisa la calle.


—¿Qué demonios sucede? ¿Estoy inconsciente? ¿O muerta?


—Nada de eso. —Pedro se sentó a su lado—. ¿De verdad creías que iba a quedarme a esperarte sentado en un taxi a una manzana de distancia?


—Aceptaste hacerlo.


—Por supuesto que lo hice. —Acercándose lentamente, le quitó el pañuelo de la mejilla—. Ha estado muy cerca, Paula —dijo con voz trémula—. Casi no llego a tiempo.


Pau se llevó los dedos a la mejilla. Era superficial, más una quemadura que otra cosa. Joder, le escocía.


—Dadas las circunstancias, no me quejaré.


—¿Por qué narices no huíste cuando comenzó el robo?


—Quería asegurarme de que no se salían con la suya. Tuve que accionar de una en una las puertas antiincendios de las galerías. Nicholas se coló por debajo de la última.


—Walter, dirígete hacia el hospital más próximo —ordenó Pedro.


—Ya vamos de camino.


—No, no, no. Ve hacia el río, Sanchez.


—¿Aún seguimos huyendo?


—Ahí es donde se encuentra el almacén de Veittsreig. Se suponía que debíamos depositar los objetos allí. El Hogarth y el Picasso podrían continuar dentro.


—Después —dijo Pedro, volviéndole a colocar con cuidado el pañuelo en su lugar.


—¡Ay! Si esperamos, puede que alguien de la banda les dé la localización a los polis.


—¿Y qué hay de malo en eso?


—Quiero asegurarme de que todo está allí, y que no hay ninguna fotografía de vigilancia de Nicholas y mía por ahí tirada.


Y seguía queriendo saber quién era el comprador. Si los problemas la perseguían, deseaba saber quién se los causaba.


Haciendo una mueca de dolor, Pedro se arrancó el bigote y las patillas. A Paula no le habían causado gran impresión, pero suponía que habían servido a su propósito y que nadie le había reconocido.


—De acuerdo —dijo de mala gana—. Primero al almacén.


Deseaba haber dispuesto de más tiempo para darle una paliza a Veittsreig; el tal Wulf no le había supuesto ningún reto. Claro está que, tal y como había señalado Walter, había estado verdaderamente cabreado y puede que le hubiera golpeado con mayor fuerza de la estrictamente necesaria.


Sonó su teléfono. Lo sacó y respondió de manera automática:
—Alfonso al habla.


Pedro, soy Joaquin Stillwell.


—Joaquin. ¿Puedo llamarte dentro de una hora más o menos? Estoy un tanto oc...


—Gira a la izquierda, Sanchez —dijo Paula—. Dos bloques a la derecha.


Pedro, tengo a Matsuo Hoshido por la otra línea. Dice que si puede hablar contigo, esta noche cerrará el acuerdo.


—¿Y qué hay del Concejo?


—Dice que tiene una especie de plan para tratar con ellos.


Paula se inclinó hacia delante.


—Sanchez, para.


—¿Qué sucede, cielo?


Pedro frunció el ceño.


—Te volveré a llamar, Joaquin.


—Pero...


Colgó el teléfono y se lo guardó de nuevo en el bolsillo. —¿Qué ocurre?


—No pasa nada —respondió Paula, levantándose y acercándose a los escalones—. Vamos en un enorme furgón que parece pertenecer al SWAT. Preferiría no detenerme delante del almacén montada en él, independientemente de que quien haya allí pueda o no pensar que se trata de Nicholas.


—Está bien. —Con expresión un tanto disgustada, Walter aparcó en una calle lateral.





CAPITULO 149




Martes, 4.41 p.m.


—En tanto que Bono/Eric y Dolph especulaban en alemán al amparo de un grupo de árboles acerca de si alguno de los dos tenía dinero suficiente como para tentarla a abandonar a Pedro y acostarse con ellos, Paula, Martin y Nicholas fingían ser turistas a unos metros de distancia. Martin también hablaba alemán, pero al parecer la conversación sobre su virtud no le molestaba.


—Cuatro minutos —dijo Veittsreig, dándose el número acordado de palmadas en el muslo en interés de sus compañeros.


A juzgar por la expresión de Martin, bien podría haber estado esperando su turno para jugar al ajedrez. Los alemanes parecían un tanto engreídos, pero eso no era nuevo para ellos.


—¿No vas a decirme nunca para quién damos el golpe?—preguntó Paula.


Nicholas sacudió la cabeza.


—Tendrás tu dinero. Es todo cuanto necesitas saber.


—Haces que me sienta excluida. Al menos dime si él se lleva el Hogarth, el Picasso y las joyas, además del resto. Martin se echó a reír. —Hay uno que no puede quedarse.


—Martin, por favor. Un poco de discreción.


—Ella es parte del equipo, Nicky.


—No. La única razón de que tú lo sepas es que me ayudaste a trincar el Hogarth.


El comprador no podía quedarse con uno de ellos. ¿ Significaba eso que ya tenía uno de ellos? Y no el Hogarth, porque Martin había ayudado a robar ése.


—Mira, está intentado averiguarlo.


—Cierra el pico, Bono. —Paula exhaló. Tenía cosas más importantes de qué preocuparse en esos momentos. Tan sólo faltaban tres minutos. Se le había agotado el tiempo—. Nicholas, ¿puedo hablar un segundo con Martin? —preguntó—. Tenemos una especie de ritual cuando trabajamos en equipo.


Veittsreig dio una calada a su cigarro sin filtro, ¡puag!


—No te estarás poniendo nerviosa, ¿verdad, Pau?


—Llevo unos meses fuera de juego —replicó—. Deja que hable con mi padre, ¿de acuerdo?


—Claro. Nada de hablar sobre el comprador, Martin. —Con una sonrisa floja, Veittsreig se adelantó para unirse a los otros dos miembros del equipo. Wulf ya estaba en su falsa unidad SWAT, esperando para recogerles cuando salieran del museo.


—Martin —comenzó Paula—, ¿cómo...?


—¿Qué estás haciendo? —la interrumpió—. ¿Dejando que un chorizo como Nicky crea que te pone nerviosa un trabajo? ¿Cuántas veces te he dicho que jamás dejes que te vean sudar?


—Me importa poco lo que piense. ¿Qué tal andan hoy tus amigos?


Conocía la respuesta; sus amigos, por lo que él sabía, estaban preparándose para una misión el viernes. Pedro estaba seguro de que Martin jugaba con ella del mismo modo en que jugaba con todos los demás, pero Pau deseaba oírlo de boca de su padre antes de entrar en acción.


—Siempre importa lo que piensen otros tipos —repuso, con la voz grave y levemente superior de maestro que siempre empleaba cuando le reprendía por algo—. Vivimos en un mundo pequeño. No querrás tener reputación de ponerte nerviosa, sobre todo cuando en verdad eres tan fría como un témpano de hielo.


—Este es mi último golpe, Martin, y lo sabes. Te estoy echando un cable. Y me gustaría saber qué debo esperar de tus malditos amigos.


El se cruzó de brazos.


—Así que crees que me estás echando un cable. Y una mierda. Soy yo quien te está echando una mano. Y cuando tengas esos dos millones y medio de pavos en tu bolsillo, me estarás agradecida por ello.


Maldita sea. Pedro había estado en lo cierto, hasta la última coma. Adoptó una expresión aturdida, ocultándola acto seguido.


—Tus amigos no van a venir, ¿verdad? —susurró.


—Gracias a mis «amigos» —respondió—, he pasado los tres mejores años de mi vida. Me asociaron con Nicky, ¿te lo puedes creer? Después de esto, la INTERPOL se convierte en un lastre, y nos separamos.


Los tres mejores años de su vida, mientras ella le había creído muerto.


—¿Así de simple? ¿Crees que no estarán interesados en hablar contigo después de que hayas ayudado a dar un golpe de ciento noventa y cinco millones de dólares para desaparecer después?


—¿A quién le importa? Se han pasado veinticinco años persiguiéndome antes de tener suerte. Me arriesgaré de nuevo.


Por el momento se contuvo de comentar que la cuestión era que habían acabado por atraparle. Podía ser todo lo arrogante que quisiera al respecto, pero eso no cambiaba los hechos.


—¿Y qué pasa conmigo, Martin? ¿Cuando dé este golpe, crees que Pedro no sabrá que he sido yo? Me arrestaron por robo la semana pasada. ¿Crees que la poli no sospechará que estoy involucrada?


—Tienes que empezar a pensar primero en ti, niña. Antes conocías las reglas del juego. Creo que he aparecido justo a tiempo.


—Llegas demasiado tarde. Estoy retirada.


—No, no lo estás; te has tomado unas vacaciones. Y para darte de nuevo la bienvenida, tengo un par de billetes para Venezuela, que es donde vivo. Uno de ellos es para ti.


—¿Así que ahora se supone que somos Butch y Sundance? Eso no acabó bien.


—Nosotros somos más listos que ellos.


No se había equivocado; se suponía que este golpe era su fiesta de bienvenida de vuelta al oficio. Una gran y espectacular extravagancia que no se parecía a nada de lo que se hubiera llevado a cabo en cincuenta años en los Estados Unidos. ¡Yupi!


—¿Sigues con nosotros, verdad? —preguntó, por primera vez su expresión dejó entrever ciertas dudas.


—Nicholas y tú os habéis ocupado de que me sea muy difícil negarme —respondió con sinceridad—. Aunque hubiera sido estupendo que no hubieses creído que también tenías que engañarme a mí. Y que te hubieras pasado por casa de Sanchez alguna vez durante los últimos tres años para decir «hola, no estoy muerto».


—No deberías sacar a relucir tus quejas un minuto antes de realizar un trabajo, Pau. Aguanta, hazlo bien y mañana estaremos en Sudamérica.


Paula no respondió a eso. Aunque aguantar era una buena idea, teniendo en cuenta que si todo salía como esperaba, había entre una docena y un centenar de agentes de la ley acechando en los alrededores a unos treinta metros de distancia. Y la mayoría la tendrían en la misma consideración que al resto de la banda.


Nicholas se acercó de nuevo.


—¿Estás preparada, Pau? —preguntó—. Porque si la jodes, te dispararé a ti primero.


—Sí, me parece que eso ya me lo has dicho. Estoy lista. Asegúrate de no quedarte atrás.


Veittsreig hizo señas a los otros dos.


—Vamonos de compras.



***


Paula le pasó su mochila a Martin, llevándose los alicates y un destornillador en el bolso, guardados dentro de su neceser acolchado. Mientras el resto se colaban por la entrada de servicio del garaje, ella dio un rodeo hasta la fachada del edificio.


Había un par de guardias de seguridad apostados junto a las mesas nada más cruzar las puertas, examinando bolsos y carteras. Descorrió la cremallera del suyo antes de que se lo pidieran, manteniéndolo abierto cuando se detuvo delante del más joven de los dos hombres.


—Llego demasiado tarde para pasar a la tienda de regalos, ¿verdad? —preguntó, haciéndose con uno de los mapas del lugar colocados sobre la mesa.


—No. El museo cierra sus puertas dentro de quince minutos. La tienda y las cafeterías lo hacen a las cinco y media.


Les lanzó una sonrisa al hombre y a la cámara de seguridad que tenía por encima.


—Gracias.


A partir de ese momento, estaba grabada en la cámara. La peluca le producía cierto picor, pero como solía usarlas cuando trabajaba, hizo caso omiso del malestar. También hizo lo que pudo por ignorar a todos los visitantes que pululaban por el vestíbulo. Por lo que podía apreciar por el rabillo del ojo, la cantidad de hombres que no iban acompañados era insólitamente elevada, pero podrían ser imaginaciones suyas. Por lo pronto, también tendría que engañarlos a ellos.


Sin apresurarse, aunque caminando con decisión, se dirigió hacia la tienda del Metropolitano, cruzándola sin detenerse y saliendo por detrás, y se abrió paso hasta la pared trasera fuera del cuarto de seguridad. Perfecto. Bajó la mirada al mapa del museo como si estuviera perdida a fin de que quedara recogido por la cámara que había en el pasillo. Con el papel como tapadera, sacó del bolso sus guantes de piel y se los puso, acto seguido se colocó con lentitud bajo la cámara, fuera de su alcance, extrajo los alicates y cortó el cable de la corriente. Tras echar un vistazo a un lado y otro del pasillo, eligió su ubicación a lo largo del muro trasero, cambió la posición de los alicates en su mano y los clavó en la pared aproximadamente a la altura de la cintura.


¡Bingo! El sistema mecánico estaba a tiro. Actuando con rapidez, rodeó una viga transversal de cinco por diez centímetros con los dedos, apalancó la tapa de la caja de los fusibles y se dispuso a apagar al azar los interruptores que alcanzaba. Se concedió veinte segundos, luego colocó la placa metálica en su lugar, de modo que de frente nadie fuera capaz de distinguir si había sido abierta o no. Hecho esto, dio la vuelta a la esquina donde podía nuevamente ver la fachada de la oficina. Al cabo de unos segundos, tres guardias salieron apresuradamente por la puerta y se desplegaron.


Moviéndose de espaldas a ellos, Paula se coló en el despacho de seguridad antes de que la puerta se cerrara de nuevo. Quedaba un guardia, que se volvió hacia ella cuando Pau cerró la puerta después de entrar.


—¿Qué narices está haciendo aq... ?


Le roció con spray de pimienta. Cuando el hombre tropezó, tosiendo, le ató a una silla con la cinta americana que llevaba en la muñeca, le tapó la boca, le puso una bolsa de papel en la cabeza y le colocó detrás de la mesa. 


Enfrentamientos directos; los detestaba, y se enorgullecía de su habilidad para eludirlos. Sin embargo, dadas las circunstancias, supuso que atar al tipo a la silla con cinta era mejor que ver cómo le disparaban. Desactivó rápidamente los cables de las cámaras, arrancando todos los conectores y cortando los extremos para que al menos supusiera cierto esfuerzo volver a conectarlos y hacerlos funcionar de nuevo.


Luego abrió las salidas de emergencia y desactivó las alarmas externas. El reloj de la pared marcaba las 5.07. ¡Ja! Le sobraba casi un minuto.


La banda entraría por la salida de emergencia del garaje, Martin se reuniría con ella en la oficina de seguridad y le pasaría la mochila, y a continuación empezarían sin obstáculos de por medio.


Al cabo de dos minutos, llamaron una vez a la puerta. 


Escuchó la pauta de la llamada y luego abrió.


—Hola —dijo sin utilizar nombres, o el guardia de seguridad volvería a tener problemas.


El entró y cerró de nuevo la puerta.


—Hay algunos guardias dando vueltas como si estuvieran confusos —dijo, sonriendo ampliamente—, pero todavía nadie está seguro de que pase algo.


—No tardarán en estarlo. —Cogió su mochila y sacó el divisor de frecuencia para poder intervenir los sensores de la pared de la segunda planta, metiendo el bolso en su lugar.


—Estaremos fuera antes de que alguien pueda clausurar.


—Pero estás preparado para disparar a la gente en caso de que no lo logremos.


Él levantó la vista del ordenador, con el que estaba desactivando las pesadas puertas antiincendios que caerían desde el techo para sellar cualquier exposición en peligro una vez que se disparasen los sensores de la pared. Sin las puertas, en teoría su único obstáculo serían los guardas de seguridad que no estuvieran ocupados conteniendo el pánico de los visitantes.


—Cuando estemos en Roma —dijo, y volvió a lo que hacía.


—No estamos en Roma. Estamos en un maldito museo.


—Ponte a trabajar. Podemos discutirlo en el avión de camino al paraíso.


Pau tomó aire. «Concéntrate». Mientras cortaba las líneas telefónicas observó trabajar a Martin, reparando en que tan sólo desconectaba las puertas y sensores de las tres galerías principales en las que iban a robar. Tenía sentido; aquí cada sistema tenía una copia de seguridad en algún otro lugar del edificio, y tenía una cantidad muy finita de tiempo antes de que alguien se percatara de qué estaba sucediendo y desviaran los sistemas.


—Estoy lista —dijo al cabo de un minuto—. Aun así, cualquiera con un móvil puede llamar a la poli, pero nada se disparará de forma automática. —No sin algo de ayuda, en cualquier caso; que era con lo que ella contaba.


Unos segundos más tarde, también Martin se puso en pie.


—Las cerraduras de las puertas están desconectadas, así como los sensores, durante los próximos nueve minutos. —Cogió su propia mochila—. Vamos.


—Después de ti.


Cuando Martin salió por la puerta, cerciorándose de que se cerraba cuando se marcharan, Paula alargó la mano y pulsó el indicador luminoso de reiniciar de la pantalla en la que Martin había estado trabajando. Llevaría unos minutos que todo el sistema se encendiera de nuevo, pero en tres minutos el control parcial estaría restaurado. Y eso era lo que Paula quería. Le gustaba correr riesgos, pero también era partidaria de tener al menos dos vías de escape en cada situación. Tan sólo esperaba que la que acababa de establecer funcionara.


De nuevo en la parte principal del museo, Martin y ella se dirigieron arriba. Se separaron una vez llegaron a la segunda planta; él se fue a la sala de exhibición de Arte Americano y ella supuestamente a la de Música. Paula miró la hora. En cosa de un minuto se desataría el infierno.


Respirando hondo, se abrió camino hasta una de las tres entradas principales de la galería de Pintura Europea. Por comodidad, ésta compartía un ala con la de Pintura Americana, lo cual, con algo de suerte, redundaría en su beneficio. Localizó el cuadro de mandos y se entretuvo en la entrada de la tienda del segundo piso, mirando un libro de arte y esperando.


El corazón le latía con fuerza. Había muchas cosas que podían salir mal. Y si tan sólo una de sus suposiciones era errónea, acabaría muerta o en la cárcel. Y Pedro estaba sentado en un taxi a una manzana de allí y no tendría ni idea de qué sucedía hasta que Garcia le llamase para ponerle al tanto de las noticias.


Exactamente a las 5.15 p.m., los guías y los guardias de seguridad anunciaron que el museo estaba cerrado, y procedieron a despejarlo. Mientras el gentío salía de las salas y entraban en la tienda, se arriesgó a echar un vistazo a la sala... a tiempo para ver a Bono propinarle un porrazo en la cabeza a uno de los guardias, entrar y agarrar un enorme cuadro de Pompeo Batoni de la pared. Ahogó un grito al ver la rapidez con que lo hacía.


Alguien cerca de ella gritó, y entonces se disparó una bomba de humo con un sonoro estallido. Los visitantes comenzaron a gritar y a pasar atropelladamente por su lado. Paula se puso de cara a la pared, abrió el panel de control y sacó los cables. Por suerte todos estaban marcados y sólo tardaría un segundo en desviar la corriente hacia el circuito que deseaba y empalmar uno de los receptores por control remoto.


Cerró la puerta de golpe y se unió al éxodo hasta que pudo colarse en la siguiente sala del otro lado. Dentro del museo había un laberinto de exposiciones, pero solo tres puertas cerraban todo el perímetro principal de la galería. Otros dos cuadros de mandos más y podría pasar a la siguiente galería.


—¡Oiga!


Un guardia la agarró por el hombro cuando estaba con las manos en la masa. Girándose rápidamente, le aporreó en la cabeza con la mochila, y el hombre cayó al suelo como si fuera un tronco. Ahora la gente se fijaba en ella mientras huía por las escaleras más próximas. ¡Joder! Sacó una granada de humo y la arrojó hacia donde se dirigía.


—¡Salgan! —voceó, agitando los brazos.


Fue como lanzar una serpiente en un agujero repleto de ratones. Todo el mundo se alejó de la granada en todas direcciones mientras Paula pasaba a la carrera, conteniendo la respiración. Moviéndose rápidamente, arrojó otra granada en la Sala de Música y utilizó aquel corredor como un atajo. 


Al menos la multitud no estaba tardando en dispersarse, que era lo que necesitaba. Paula redujo únicamente la velocidad lo suficiente como para comprobar vagamente que el Stradivarius continuaba a salvo dentro de la vitrina. Así debía haber sido, dado que era responsabilidad suya cogerlo, pero si alguno de los miembros de la banda se hubiera hecho con él en su lugar, eso significaba que su tapadera se había ido al garete.


Junto a la puerta que daba a las alas de Pintura Europea y Americana, empalmó otro receptor en el cuadro de mandos, luego cubrió las otras dos entradas principales de la galería de Pintura Americana del mismo modo. Tal vez fuera innecesario, tal vez la INTERPOL, el FBI y el Departamento de Policía de Nueva York lo tenían todo bajo control, pero no le parecía que fuera así. Y no estaba dispuesta a arriesgar su futuro basándose en la teoría de que podían superar en inteligencia a Nicholas Veittsreig y a Martin Chaves con unas pocas horas de antelación. Probablemente aún estarían discutiendo quién dirigiría la operación.


Justo cuando acababa con el último cuadro de mandos, Martin apareció entre el humo, con un enorme tubo al hombro. Tenía el cuadro de Leutze. Washington cruzando el Delaware estaba a punto de desaparecer de la vista pública para siempre.


—Pau, ¿qué cojones haces aquí? —espetó—. Coge el puto Stradivarius antes de que...


—¡FBI! ¡No se muevan!


¡Genial! Ahora aparecían. Un tipo alto con traje negro se materializó desde una de las alas de exposición a escasos metros de Martin. Llevaba una pistola en la mano, con la que apuntaba a su padre, pero su mirada se paseaba entre Martin y ella, justo fuera de la galería.


—Venga aquí, señora. ¡Ahora!


Está bien, se había acabado el tiempo. Se tomó un segundo para respirar hondo.


—Nos has tendido una trampa, Martin —dijo en voz alta—. ¡Maldito seas!


Con eso, apretó el mando a distancia.


La puerta metálica a prueba de incendios cayó a unos centímetros por delante de ella, encerrando a Martin y al agente del FBI dentro. Negándose a reconocer la sensación de culpabilidad que la inundaba, metió la mano en su bolsillo y dobló corriendo la esquina. De un tirón sacó a una gritona y confusa mujer por la siguiente entrada y activó aquella puerta. Esta cayó al suelo con un estruendo.


—Continúe, señora —le dijo entre dientes, empujando a la mujer hacia las escaleras.


—Gracias, graci...


Paula echó de nuevo a correr.


—Quedan cuatro. —Tosió, doblando hasta otro pasillo. Los mandos a distancia tenían un buen radio de alcance, pero las paredes del museo tenían mucho metal, y no deseaba exponerse a que una de las puertas no se cerrase. Podría haberlas cerrado en cuanto intervino los cuadros de mandos, pero entonces todos los turistas no habrían salido y estarían a salvo. Con suerte, en esos momentos ya todos habrían llegado a las escaleras, menos los malos y los buenos. No deseaba proporcionarles rehenes, si podía evitarlo.


Un par de hombres, uno de ellos con un radiotransmisor y ambos armados, entraron corriendo en la galería de Pintura Europea cuando Pau se disponía a cerrar la puerta adyacente. Se agazapó bajo un banco cuando pasaron por su lado. ¡Mierda! Levantándose de nuevo, se colocó detrás de ellos.


—Oigan —dijo.


Cuando el más próximo se volvió hacia ella, le pegó con la mochila en el pecho, haciéndole cruzar de espaldas la puerta comunicante hasta el ala de Pintura Americana. El segundo la agarró del brazo, y Paula se retorció, estrellándole la suela de la bota en la rodilla. El hombre chocó contra el primero cuando éste alzaba su pistola.


—No se mueva de donde está, seño....


Pau accionó el mando a distancia y la puerta cayó de golpe, separándola del arma. La adrenalina anegaba sus músculos al tiempo que se giraba y echaba de nuevo a correr. Con ésa y las de Nicholas y Martin, quedaban al menos tres pistolas en el interior del edificio, sin contar con las de Bono y Dolph.


También la dejaba a ella dentro de la galería europea, con dos salidas aún por cerrar. El humo era tan denso que apenas podía ver a dos palmos más allá de sus narices. Al atravesar sigilosamente la muestra de pintura griega, estuvo a punto de estrellase contra un cuadro de El Greco, por lo que aminoró el paso levemente. Veittsreig no había bromeado al decir que iban a sembrar el caos.


Con suerte, llevarlo a cabo les había entretenido lo suficiente como para que ella los atrapase dentro del museo. Sin embargo el lienzo de Toledo no estaba en su lugar, de modo que alguno de los alemanes se había hecho ya con él. ¡Mierda! Más valía que continuaran aún dentro del museo. Si no conseguía salir antes que ellos, tendría que arriesgarse a dejar que escapara o encerrarse dentro con ellos.


Cuando llegó a la salida de la segunda galería, Bono rodeaba la puerta de la sala de exposición de Pintura Italiana que se encontraba a la derecha.


—Pau, vamos —bramó.


—Espera. He oído una radio de policía ahí fuera —improvisó.


Bono levantó la pistola que llevaba.


—No hay problema. —Se dispuso a cruzar la puerta de la galería principal.


Pensando con rapidez, Paula le agarró por el hombro. —Espera. Déjame a mí primero. Parezco más inocente que tú. 

—Date prisa.


Asintiendo con la cabeza, atravesó la puerta, haciéndola desplomarse acto seguido a tan poca distancia de ella, que le arrancó la mochila del hombro. A su espalda se disparó una pistola; Bono estaba cabreado. Recogió su mochila de nuevo.


Tras eso, únicamente le restaba dar cuenta de Dolph, y luego podría salir por patas. Atravesó de nuevo la Sala de Música como un rayo y salió furtivamente a través de la tienda, dirigiéndose a la última puerta amañada que conectaba ambas. El ascensor se abrió justo a su espalda.


—¡No se mueva de donde está!


Paula continuó moviéndose. Con una sonora y breve detonación, una bala se incrujtó en la pared de la tienda detrás de su cabeza, destruyendo un cartel de Monet. 


Gritando, se agachó, pasando velozmente entre dos expositores gemelos de postales. ¡Dios bendito! Era obvio que Garcia no le había hablado a nadie acerca de ella. 


Cuando llegó a la altura de la puerta de la galería de Pintura Europea, accionó en último mando a distancia. La puerta cayó... y se detuvo a sesenta centímetros del suelo.


—¡Maldita sea!


Dio marcha atrás. En su prisa por escapar, alguien había volcado una estantería y un tercer expositor de postales. La puerta chirrió y gruñó, aplastando lentamente los montones de madera, metal y guías en tapa dura del museo.


—Ciérrate, ciérrate, ciérrate —recitó entre dientes, despejando a patadas el camino de libros.


A través de la angosta rendija se coló una mano, agarrándola del tobillo. Paula perdió el equilibrio y cayó.


Nicholas Veittsreig rodó bajo la puerta, y al cabo de un segundo, con un estrepitoso estruendo, la mastodóntica puerta de dos toneladas golpeó contra el suelo.


Arrastrando el trasero hacia atrás, Paula trató de liberar su tobillo. ¡Mierda! El alemán debía haberse cambiado con Dolph. Nicholas no la soltaba.


—Puta —dijo entre dientes, poniéndose a cuatro patas y arrastrándola debajo de él.


Paula dobló las piernas y las levantó, estirándolas después. El cayó a un lado al tiempo que dejaba escapar un gruñido. 


Pau rodó, y se le enganchó la mochila en uno de los expositores de postales. Tiró de ella con fuerza.


El expositor le cayó a Veittsreig sobre la espada, haciéndole caer nuevamente de bruces al suelo. Renunciando a la mochila, Paula soltó el último tirante, se puso en pie a duras penas y emprendió la carrera.


Llegó a lo alto de las escaleras, perseguida por tipos armados. Esperaba que al menos un par de ellos se hubieran parado a echarle el guante a Nicholas, si es que acaso habían reparado en él en mitad del desastre. Cuando había descendido la mitad del tramo hasta el primer descansillo, media docena de hombres con bandas en los brazos que rezaban «INTERPOL» subieron hacia ella. 


Apretando el paso y rogando en silencio, se lanzó al aire.


Cuando topó con cuerpos, aferró la barandilla junto a estos, tomando impulso y saltando por encima del borde. Cayó en el primer tramo de escaleras, aterrizando con fuerza y sin equilibrio. Una docena de tipos se pusieron a gritar por las radios y los micrófonos, y pudo escuchar el estruendo de pasos corriendo abajo mientras descendía rodando los últimos peldaños hasta el vestíbulo.


Rodó una vez más para ponerse en pie y echó a correr por el pasillo, sin prestar atención al dolor que le provocaba una posible torcedura de tobillo. Mientras lo hacía, el tiempo pareció reducir su marcha. Durante un segundo pareció que se hubiera colado en medio de la escena álgida del rascacielos de Los Blues Brothers. Policías, pistolas y caos; turistas gritando y corriendo hacia las puertas; paquetes y folletos volando por todas partes, y ella en mitad de todo aquello.


Ya la habían visto suficientes hombres del bando de los buenos como para verse en la necesidad de ser otra persona. Paula se agachó detrás de una papelera de granito, se quitó la peluca y su camisa negra. Llevaba una camiseta roja debajo, que había elegido porque parecía propio de una turista, y se aseguró de que la llevaba bien ajustada. Arrojando la ropa sobrante a la papelera y pasándose los dedos por su enredado cabello, adoptó una expresión de confuso y desgarrador terror y se levantó.


Un tipo grande con el logotipo del FBI en el pecho se acercó a ella, llevando una semiautomática de forma eficiente en los brazos.


—Espere, señora —bramó.


Paula levantó las manos, sin necesidad de fingir que le temblaban. El tipo podía pensar que se debía al miedo; ella sabía que lo provocaba la adrenalina.


—¿Qué sucede? —gritó—. Me encontraba en los aseos y se apagaron las luces, y todo el mundo se puso a gritar.


El hombre bajó la pistola unos milímetros.


—Ha habido un robo —dijo—. Por favor, diríjase a la salida y alguien le tomará declaración.


—Me he dejado el bolso en los ase...


—Iremos a recogerlo más tarde.


El tipo pasó por su lado y Pau se encaminó a la salida más lejana.


—Graci...


Alguien la golpeó en mitad de la espalda, empujándola contra un pedestal de mármol. Aturdida, se retorció para ponerse de espaldas. Le metieron el cañón de una pistola en la boca, clavándoselo en las encías. Veittsreig.


—Ya te tengo —jadeó—. ¡INTERPOL! —gritó, mostrando una placa falsa cuando la atención se desvió en su dirección.


Mientras la ponía en pie con brusquedad, le metió algo duro y pesado en la cinturilla. Una maldita pistola. ¡Dios santo! Iba a dispararle delante de todo el mundo. Y todos verían que iba armada y sería un asesinato justificado, y luego saldría por la puerta, buscaría a Pedro y también le mataría.


—¿Dónde está la bomba? —gritó Veittsreig, haciéndola retroceder por la fuerza con la pistola todavía en su boca e inclinándole la cabeza hacia atrás—. ¿Dónde está la bomba? ¡Todo el mundo fuera!


Aquello funcionó. Todos echaron a correr hacia las salidas como alma que lleva el diablo cuando la palabra «bomba» resonó en el vestíbulo cargado de humo.


—Adiós, Pau —murmuró, y apretó el gatillo.