domingo, 11 de enero de 2015
CAPITULO 81
Domingo, 8:40 a.m.
Pedro introdujo un dedo en su boca para chupar el sirope de frambuesa.
—Y deja de cambiar de tema.
—No estoy cambiando nada. Eres tú quien tiene que volar a Londres.
«¡A la mierda con eso!»
—Ya he dispuesto el traslado de Leedmont y de su junta directiva a Palm Beach. Puedo comprar Kingdom Fittings con la misma facilidad aquí que en Londres.
—Pe…
—Así que, volvamos a lo que decía. No me vengas con que no te molesta que Castillo haya venido a hacerte algunas preguntas —la interrumpió—. A mí sí que me molesta.
Paula parecía querer arrojarle la Coca Cola Light a la cara, pero en vez de eso apretó el tenedor con los dedos y se llevó otro bocado de tostada francesa a la boca.
—Y veintidós horas después sigue dale que te pego con lo mismo —farfulló con la boca llena.
—Sólo porque tú sigues sin responderme.
—¿Cuántas veces tengo que repetirte que ya soy mayorcita, Alfonso? Ayuda a tu ex. Haz una buena obra. Ve a Londres a tu reunión, o negocia aquí. Te avisaré si necesito ayuda con las amables preguntas del poli. —Le miró, agitando las pestañas—. A menos que Patricia y tú estéis planeando volver juntos o algo así. ¿Has elegido la porcelana?
—No seas tonta.
—Eh, que fuiste tú quien te casaste con ella. No yo.
Sí, así había sido. Y una vez amó a Patricia, aunque tal hecho tendía ahora a horrorizarle. Hoy en día podía ridiculizar la afición de Patricia por la ropa bonita, las uñas perfectas y por relacionarse con gente adecuada, pero esas mismas cualidades habían hecho de ella la elección perfecta como esposa… sobre todo para un hombre que se movía en círculos donde la arrogante fe en la perfección era tan común como los diamantes y las cuentas bancarias sobrecargadas.
—¿Pedro?
Él salió de sus cavilaciones.
—¿Mmm? Discúlpame. Me has hecho recordar.
—Bromeaba con lo de Patricia, ya lo sabes.
Por supuesto que sabía que Paula se preocupaba por él; no se hubiera quedado de no ser así. Jamás diría que le necesitaba, porque en algún momento de su vida había decidido que necesitar era equivalente a debilidad, y en su mundo sólo sobrevivían quienes eran autosuficientes. Pero al fin había sido capaz de reconocer que realmente quería tenerle cerca, y para alguien con su duro exterior, eso era algo valioso.
—Sé que estabas de broma. Pero yo no. Dije que la ayudaría, y le echaré un ojo. Nada más.
—Tal vez debieras decírselo a ella. Después de todo, ya en una ocasión halló el modo de meterse en tus pantalones.
—¡Qué bonito! —Tendió el brazo sobre la mesa y le tomó la mano con tenedor y todo—. No voy a marcharme de Palm Beach hasta saber que todo va bien con Castillo y contigo, y con todo este asunto de Kunz.
—Ya lo suponía. —Hizo una mueca, soltando su mano—. No pienso cruzarme de brazos a esperar que las cosas se calmen. Kunz me pidió ayuda, tanto si sabía algo concreto como si no. Le fallé.
—Pau…
—Lo hice. Y me fallé a mí misma. Joder, me refiero a que Kunz hubiera sido mi primer cliente de verdad. En cierto modo, todavía lo es.
La miró durante un momento, tratando de decidir el mejor modo de discutir con ella sin empeorar las cosas.
—Ya que la mitad del personal ha respondido de tu presencia aquí la noche pasada, no eres sospechosa por el momento. Pero si comienzas a hacer preguntas por ahí, eso podría cambiar. Tienes cierta reputación, aunque haya sido o no probada.
Le lanzó una fugaz sonrisa.
—No te preocupes por eso. Dudo que hable con nadie que fuera a la policía.
Eso le hizo detenerse. Cualquier cosa que dijera ahora, seguramente la animaría a implicarse más en ese juego en el que él no deseaba que tomase parte.
—Castillo dijo que te tendría al tanto de los hechos —dijo fríamente—. Si la fastidias con los sospechosos, los testigos o las pruebas, podrías comprometer la investigación, a Francisco, y la opinión que la policía tiene de ti.
—Sí, bueno, tú haz las cosas a tu manera, que yo las haré a la mía. —Tomó otro bocado de tostada francesa—. Después de todo, eres un boyante hombre de negocios, y yo soy una próspera ladrona. Creo que es más de mi estilo que del tuyo. A mí no me pillan.
—Salvo yo.
—Tal vez, pero estoy convencida de que dejé que me atraparas.
Pedro podía refutar eso, pero no le serviría de nada. Por el contrario, se terminó su taza de té.
—¿Qué tienes planeado para hoy?
—Me acercaré por el despacho y le echaré un vistazo a Sanchez. Creo que tenemos algunas solicitudes para el cargo de recepcionista.
—¿Y luego?
—Ah, he pensado en allanar un par de casas y puede que en darle salida a tu nuevo Rembrandt.
De modo que así era como pretendía jugar. Muy bien.
—No es un día normal y corriente. Me reservo el derecho de preocuparme por ti de cuando en cuando. Si piensas que eso muestra falta de confianza por mi parte, estás equivocada.
Pau se puso en pie, dejando la servilleta junto al plato y rodeando la mesa para colocarse detrás de él.
—Eso está bien. Ni siquiera has pestañeado cuando hablé del allanamiento. Tendré cuidado.
Pedro echó la cabeza hacia atrás para alzar la vista hacia ella.
—¿Lo prometes?
Con una leve sonrisa pasó las manos por ambos lados de su cara alzada antes de darle un cálido, suave y enloquecedor beso en la boca.
—Lo prometo —murmuró, y se marchó.
El aguzó el oído en busca de movimiento en el pasillo, pero a Pau era notoriamente complicado seguirle el rastro una vez adoptaba lo que ella calificaba como «modalidad sigilo». Incluso relajada, tenía tendencia a moverse de modo tan silencioso y discreto como… como nadie que hubiera conocido.
Y ahora había decido salir a cazar a un asesino.
Consideraba aquello como hacer algo por alguien a quien había fallado, pero el punto de vista de Pedro era un tanto más cínico. Kunz había muerto, y ella pretendía plantarse justo en medio de algo peligroso y más que probablemente ilegal. Pedro exhaló, poniéndose en pie. El concepto que Pau tenía del peligro y el grado de preocupación de Pedro por ella aún no estaban al mismo nivel. Dios, ni siquiera se encontraban en el mismo hemisferio. Tenía que hacer algunas llamadas más de las que había previsto.
Paula pidió que el Bentley fuera llevado a la entrada principal, luego se colocó una banda elástica alrededor de la muñeca y se echó el pelo hacia atrás para recogérselo en una coleta mientras bajaba la escalinata delantera. No era ésa la imagen que deseaba llevar a Worth Avenue y a su oficina, pero primero tenía que pasarse por casa de Sanchez.
Allí guardaba un par de prismáticos de reserva, junto con algo más de equipamiento pequeño necesario para estudiar a un blanco y prepararse para un robo. O, en este caso, para investigarlo, supuso.
Le había dicho a Pedro que se pasaría por su oficina, y lo haría. Sanchez había mencionado que esparciría sus tentáculos para ver si alguien de su círculo se había hecho con algún tesoro en los dos últimos días. Le vendría bien saber con exactitud qué había sido robado de la residencia de Kunz, pero haría cuanto pudiera.
Tenía algo de material en Solano Dorado, desde luego, pero sólo era para emergencias extremas, y no pondría a Pedro en peligro marchándose de la casa con ello en las presentes circunstancias. Puede que Castillo dijera que no era sospechosa, pero le había advertido que no era el único que estaba al corriente de que se encontraba en la ciudad, y sin duda alguna no era el único que conocía los rumores sobre su vida anterior. Lo último que quería era que el FBI o la Interpol llamaran a la puerta de Alfonso y encontraran su reluciente juego de ganzúas.
Abrió la puerta de la casa y a punto estuvo de chocarse con la persona que había ante ella, alzando el brazo para llamar. Retrocedió de modo instintivo y se hizo a un lado, evitando la colisión. Sólo entonces se percató de quién había ido de visita.
—Patricia —dijo, apretando el pomo de la puerta con los dedos—. Pedro no mencionó que fueras a venir hoy.
—No lo sabía —respondió la ex con una sonrisa forzada en el rostro—. Me arriesgué por si le pillaba en casa.
—¿Cómo has entrado?
—Todavía sé el código de la verja. —Patricia profirió una breve carcajada—. Si fuera tú, habría saltado por encima de la pared, supongo.
Estupendo. Todo el mundo sabía que solía contravenir la ley. De acuerdo, solía hacerla picadillo. Y hoy mismo iban a cambiar el maldito código de las verjas.
—Seguramente habrías disparado la alarma —respondió, asomándose de nuevo al interior de la casa—. «¡Reinaldo!»
—¿Puedo pasar? —dijo la ex, con un acento británico tan tenso como su culito de gimnasio.
—Dejaré que eso lo decida el mayordomo —respondió Pau, entregándole el control de la puerta a Reinaldo cuando éste apareció en el vestíbulo.
Pasando por al lado de Patricia, bajó los escalones a toda prisa y se subió al Bentley. Un Lexus negro le bloqueaba parcialmente la salida, pero lo rodeó, con suficiente proximidad como para, con un poco de suerte, molestar a la ex. No debería enfadarle que Patricia quisiera la ayuda de Pedro; él había dejado claro que no deseaba tener nada que ver con ella. Si pensaba en ello, probablemente lo que le sacaba de quicio era la sola idea de que Patricia hubiera acudido a Pedro en busca de ayuda. Patricia había jodido —literalmente— su oportunidad con Pedro ella solita. En semejantes circunstancias nada hubiera podido inducir a Paula a enfrentarse a él de nuevo, y mucho menos a suplicar su ayuda.
Pau tomó aliento. Ah, sí, qué fácil era decir que conservaría su independencia mientras recorría el anodino puente Palm Beach en un Bentley de camino a Worth Avenue y después de pasar la noche practicando sexo del bueno en una finca de cuarenta acres.
—Estupendo, Pau. Aférrate a tus principios y todo te irá bien. O estarás muerta.
CAPITULO 80
Sábado, 10:15 a.m.
Patricia Alfonso–Wallis se colocó las gafas de sol y se hundió en el asiento del conductor de su Lexus negro de alquiler mientras un nuevo modelo de Bentley Continental GT pasaba a toda velocidad por Ocean Boulevard. No cabía duda de que a Chaves le traía sin cuidado la ley. Pero Patricia ya sabía eso de la puta ladrona. Consideró el seguirla, pero tenía mejores cosa de qué ocuparse. Se dirigirían a Solano Dorado, y ella tenía una cita en un spa dentro de cuarenta minutos. Si la cancelaba con menos de una hora de antelación, le cobrarían igualmente la sesión, y en esos momentos necesitaba economizar. Con un suspiro de irritación, Patricia se apartó del bordillo y se dirigió de nuevo hacia el norte, a lo largo del boulevard hacia el hotel Breakers.
Ver a Paula Chaves con Pedro resultaba espantoso. Una semana o dos deberían haber bastando para que él se sacase a la golfa de dentro, y, sin embargo, seguían juntos tres meses después. Por el amor de Dios, prácticamente se le caía la baba por ella. Siempre le había considerado terrible y absolutamente inflexible y, sin embargo, ahí estaba él, sentado en el asiento del pasajero mientras que esa maldita mujer conducía su precioso Bentley.
Pensaban que no tenía conocimiento de lo que había estado tramando Ricardo, robando obras de arte de esta y aquella propiedad de Pedro por toda Europa. Bueno, puede que no estuviera al tanto entonces, pero se había enterado de algunas cosas, sobre todo después del arresto. Ricardo se había encargado de que alguien contratase a Chaves para perpetrar un robo. Durante semanas había buscado el modo de demostrarlo sin contar con la palabra de Ricardo y conseguir que arrestaran a la zorra, pero no había sacado nada en claro.
Patricia se miró en el espejo retrovisor cuando se detuvo en una señal de tráfico. Lo malo de Florida, aun en invierno, era que el brillante sol hacía que se le formasen arrugas en los rabillos de los ojos. Menos mal que el hotel contaba con un spa. Sobre todo con la cena que tenía esa misma noche.
Más cuando Daniel seguía empeñado en asistir, aun a pesar de la muerte de su padre. Era por caridad, después de todo, y uno de los predilectos de Charles.
Menuda suerte que Daniel hubiera estado al fondo de la habitación cuando tropezó con Pedro y Chaves en el club Everglades. Pedro hubiera estado menos dispuesto a ayudarla si supiera que se veía con alguien. Patricia sonrió. No es que no fuera a dejar a Daniel en el caso de que Pedro volviera a fijarse en ella una vez más.
Al fin y al cabo, era humana. Había sucumbido a un momento de debilidad y caído en brazos de otro hombre.
Sucedía en ocasiones… y con el estilo de vida de Pedro y ella, había tenido demasiadas tentaciones. Se había disculpado repetidamente, ofrecido a ver a un consejero matrimonial, pero él no había querido saber nada de eso. De modo que había hecho lo necesario para demostrar que no iba acostándose con hombres como norma general. Se había casado con Ricardo Wallis. En cuanto al matrimonio, bueno, Ricardo había estado más obsesionado con Pedro que ella.
De modo que ahora estaba sin marido, apenas tenía dinero y solamente contaba con un novio y un plan en ciernes… y su ex marido seguía siendo el hombre más rico, guapo y encantador sobre la faz de la tierra. Y allí estaba Paula Chaves, conduciendo su Bentley nuevecito, durmiendo en una mansión de treinta habitaciones, compartiendo la cama con su ex esposo y, al parecer, capaz de vivir la vida tan al margen de la legalidad como le placía.
Paula. Que nombre más estúpido. Pero, a pesar del nombre, la tipeja tenía a Pedro. A juzgar por lo que Patricia había podido determinar, se habían conocido la noche de la explosión en Solano Dorado, cuando ella había ido a robarle. ¿Acaso aquello era lo que ahora le excitaba?
¡Cielos! Debía de haber sido una crisis prematura de los cuarenta, ya que sólo tenía treinta y cuatro. Bueno, si lo que le excitaba a Pedro era el poco respeto que Paula tenía por las convenciones legales, entonces podría jugar al mismo juego. Se pasó la lengua por el carmín de larga duración color rubí mientras se le aceleraba el corazón. También ella se excitaba con sólo pensar en eso, y en Pedro.
***
—¿Qué demonios? —Pedro se agarró al salpicadero cuando se detuvieron en seco.
—Dime que has invitado a Francisco Castillo a comer —dijo, observando mientras el detective de policía se enderezaba y les saludaba con la mano.
—No.
El pecho se le encogió.
—Así que el poli de homicidios se ha acercado simplemente a saludar. Podría ser eso, ¿verdad?
—¿Lo averiguamos, cariño? —dijo Pedro con voz mucho más serena que la suya.
No quería averiguar nada semejante. Dios, si seis meses atrás hubiera visto a un policía ante su puerta, habría dado media vuelta y echado a correr sin volver la vista atrás, tanto si había hecho un trabajito como si no. Lo único que ahora le impedía dar un giro de ciento ochenta grados era que conocía a Francisco, sabía que era un policía honesto e inteligente. Si hubiera mantenido su reunión con Charles Kunz, Castillo hubiera sido el policía con quien le hubiera recomendado hablar.
—Vamos —farfulló con los dientes apretados, indicando a Francisco que volviera a subir a su coche.
Con una risilla, Pedro alargó el brazo para apretar el botón de la verja, y se situó detrás del Taurus mientras subían el camino de entrada hasta la puerta de la casa. Sabía que a Pedro le agradaba Francisco Castillo; Dios santo, debía reconocerle al policía la ayuda para salvar su vida. Eso era una auténtica exageración, dado que lo único que Francisco había hecho era realizar una llamada a larga distancia a la policía de Londres para que echasen bajo la puerta y arrestasen a un sospechoso… no era más que una coincidencia que a Pedro y a ella casi les hubieran dado una paliza de muerte detrás de esa misma puerta.
—Buenos días, Francisco —dijo Pedro, bajando del Bentley tan pronto como ella hubo aparcado.
Paula permaneció sentada en su sitio durante un momento.
Sanchez le había dicho en diversas ocasiones que tenía un radar para los problemas y la mala cabeza de zambullirse en ellos. La sola aparición de Francisco significaba que algo sucedía, y teniendo en cuenta que el día anterior había conocido a un hombre que había muerto la noche pasada, tenía más que una ligera sospecha de a qué se debía su visita. «¡Maldición!»
—Paula, ¿no vas a bajar del coche? —gritó Pedro.
«No.» Con un suspiro de irritación, abrió la puerta del coche salió con presteza.
—Hola, Francisco —dijo, acercándose para estrechar la mano del policía de homicidios.
—Pau. Tienes un aspecto estupendo.
—Sí, bueno, no te ofendas, pero me sentía mejor antes de verte.
Castillo se rió entre dientes.
—No lo dudo. Sabes por qué estoy aquí, ¿no?
—¿Por qué no nos lo cuentas, Francisco? —dijo Pedro, su mano tomó la de Pau.
No estaba seguro de si el gesto fue de apoyo o para evitar que saliera huyendo, pero el contacto le produjo cierto consuelo… a menos que tuviera que echar a correr y él tratara de detenerla. No pensaba ir a la cárcel. Por nada del mundo.
—Charles Kunz. Llevo el caso.
—Sí, hemos oído en las noticias que ha sido asesinado. Espero que no pienses que Paula tiene algo que ver con ello. —Pedro se acercó un paso a ella—. Estuvo conmigo toda la noche.
—Pienso que probablemente dirías cualquier cosa para protegerla, Pedro, pero en realidad sólo vengo para hacerle a Paula un par de preguntas sobre su encuentro de ayer con Kunz. Su secretaria me dijo que tenía una cita contigo.
—Yo…
—¿Necesitamos un abogado, Francisco? —la interrumpió.
—No, todavía no.
—Pero soy una de esas «personas de interés», ¿verdad? —Paula insistía en la transparencia en lo que a policía y esposas se refería.
—No si tu coartada se confirma. Existe un motivo por el que yo mismo me presté a preguntarte. —El detective adoptó una expresión irónica—. De hecho, me alivió descubrir que Kunz se había encontrado contigo, Paula. Tienes buen instinto y pensé que podrías haberte percatado de si algo le preocupaba.
De acuerdo, no se sentía aliviada, pero al menos Castillo parecía dispuesto a creerla. Tal vez conocer a un policía tenía un lado positivo.
—En este momento iba a comer algo —comentó—. ¿Tienes hambre?
—Claro. ¿Sigue haciendo tu chef esos sándwiches de pepinillo?
—Esté seguro de que sí.
Pedro hizo una seña a Francisco para que se dirigiera a la puerta de entrada y se puso a su lado, Paula iba justo detrás de ellos. Cuando escuchó las noticias acerca de Kunz no había pensado más que en el suceso en sí mismo y en cómo éste le hacía sentir, y en si hubiera podido o no hacer algo para evitarlo. Se estaba volviendo demasiado condescendiente. De otro modo, ver a un poli ante su puerta nunca la habría sobresaltado tanto. Dios bendito, jamás hubiera quedado delante de su puerta para que la encontrara un policía. Había cometido un error, y la circunstancia actual era pura suerte. Y ella no operaba según la suerte.
—¿Estás bien? —le susurró Pedro cuando cruzó la puerta.
Pau asintió.
—Debería haber considerado con más detenimiento los hechos.
—La mayoría de los ciudadanos normales no esperarían ver a un policía ante su puerta.
—No soy una ciudadana normal, Pedro.
Él la besó en la mejilla.
—Y todos los días doy gracias a Dios por eso.
¡Vaya! Lo que había dicho sí que era algo ridículamente bonito. Tan sólo deseaba disponer de tiempo para meditar un poco sobre ello. Pero debía estar alerta en presencia de la policía. Incluso con aquellos que podrían estar dispuestos a creerla inocente.
Pedro llamó a la cocina para pedir el almuerzo, y luego los tres se dirigieron a la zona de la piscina. Paula tomó asiento en la mesa de la terraza que daba al camino de entrada delantero, aunque ya era un poco tarde para comenzar a prestar atención.
—¿Qué necesitas? —preguntó cuando ya no pudo soportar escuchar por más tiempo la trivial conversación entre los dos hombres.
—¿Por qué quería verte Kunz? —inquirió Castillo, sacando su sempiterna libreta y un bolígrafo.
—Estoy poniendo en marcha una empresa de seguridad —respondió.
Él levantó la vista hacia ella.
—Lo sé. De hecho, el Departamento de Policía de Palm Beach al completo lo sabe. Es probable que también el FBI y la Interpol. Chaves Security.
—¿Y cuál es la opinión generalizada? —medió Pedro.
—Bueno, todos están interesados. Esperando a ver en qué termina todo.
Pau cruzó los tobillos.
—¿Y eso qué significa?
—No estoy seguro. Si hay una oleada de robos donde haya estado trabajando, seguramente va a…
—No lo habrá —interrumpió—. La idea es evitarlo.
—De acuerdo —consultó nuevamente su libreta—. De modo que, ¿pidió Kunz verte o fuiste tú quién lo solicitó?
—¿«Solicitar»? —repitió, enarcando una ceja.
—Vamos, Paula, únicamente busco tu opinión sobre esto. Si fuera otro quien tuviera un encuentro de cinco minutos con un tipo en una fiesta, probablemente enviaría a Barney Fife a investigar. Pero tú te fijas en las cosas.
Fijarse en las cosas le había salvado la vida en más de una ocasión. Y suponía que estaba en deuda con Castillo.
—Fue él quien pidió verme.
—¿Por algo en concreto?
—En realidad, no. Me envió entradas para la fiesta del club Everglades. Por lo que sé, fue solo. Su hijo, Daniel, estaba allí, pero no estaban juntos cuando aparecí. Kunz estaba bebiendo vodka. Demasiado, creo. Quería hablar de trabajo, pero tenía que desahogarse. Dijo que algunos conocidos suyos habían mostrado últimamente mucho interés en su dinero e influencia. Por nuestra conversación deduzco que estaba pensando seriamente en contratar a un guardaespaldas. Le sugerí que hablase con la policía. Debía de ser algo grave, porque al final accedió. Se suponía que debíamos encontrarnos hoy a las dos para hablar de los detalles.
Castillo tomaba nota, alzando la mirada únicamente cuando ella haría una pausa.
—¿Te contó algo más específico?
Paula negó con la cabeza.
—No. —Su expresión distante le fastidió y lanzó una mirada a Pedro—. Estaba preocupado. No se trataba simplemente de la indefinible paranoia típica de la gente de dinero. Estaba verdaderamente preocupado.
—¿Creía que su vida corría peligro?
—Ya sabes, no habló nada de proteger sus pertenencias. Fue más sobre tomar medidas preventivas en general. De modo que sí, creo que sospechaba que alguien quería matarle.
—De acuerdo. ¿Algo más?
Tomó aire, esperando que no comenzara a preguntarle sobre sus fuentes.
—Esta mañana le eché un vistazo a sus planos, para prepararme para nuestra cita.
—¿Y bien?
—Contaba con un sistema de seguridad, pero tenía más agujeros que un queso emmental.
—Un trabajo bastante sencillo para un ladrón, ¿no?
Ella dudó. Eso era lo que la tenía preocupada, que sus ex compañeros supusieran que se había convertido en una soplona. Su vida no valdría nada si tal cosa sucedía.
—No si quien entró conocía el sistema de la casa. Por supuesto que podría haber sido pura suerte. ¿Estaba apagada la alarma? —preguntó, a pesar de que ya conocía la respuesta. Pero escuchar otra versión aparte de la versión depurada de Gonzales podría resultar útil.
—No. Nadie se dio cuenta de que algo sucedía hasta que su hija fue a buscarle para ver por qué se había saltado el desayuno.
—¿Cuántas personas viven allí?
Consultó sus notas de nuevo.
—Ocho, incluyendo al hijo y a la hija.
—Con tanta gente merodeando por allí, es posible que cualquiera con una linterna y una par de tenazas pudiera haberlo hecho.
—Entonces, ¿piensas que fue algo aleatorio? —preguntó Pedro serenamente.
Ahí estaba él, tratando de convencerla de que no había desoído su instinto y dejado caer la pelota. Si Castillo no hubiera estado allí, seguramente le hubiera bajado la cremallera de los pantalones a Pedro en ese preciso momento. Dios, cuánto le gustaba tenerle cerca en algunas ocasiones. A pesar de que le hiciera tener pensamientos y discusiones que prefería no considerar.
—No, en realidad, no. El detective levantó la cabeza.
—¿Porqué no?
—Kunz es igual que Pedro —respondió—. Acostumbrado a estar al mando, a que la gente le escuche. Seguro de sí mismo, un poco arrogante. Ah, no me mires así —dijo cuando Pedro frunció el ceño—. Para ti, es un cumplido. —Tomó aire, retomando el tema que tenían entre manos—. Creo que me hubiera contado algo más si no nos hubiera interrumpido el aviso para la cena. Tras la cena, todo se volvió demasiado… caótico. —Y había permitido que su atención se centrara en Pedro en vez de en el trabajo.
Llegaron los sándwiches y los refrescos, y Castillo comenzó a comer. Pedro hizo lo mismo, algo lógico, teniendo en cuenta que seguramente no había comido mucho durante el desayuno con su ex. Paula no tenía demasiado apetito, ni siquiera tratándose de sándwiches de pepinillo y mayonesa.
—Coincido en que pensar en un guardaespaldas viene a significar que temes por ti mismo, no por tu dinero. De modo que estás segura sobre esto, ¿verdad? —continuó Francisco después de que hubiera desaparecido medio bocadillo.
—Estoy segura de que ésa fue mi impresión.
Castillo masticó y tragó.
—No es mucho con que dirigir una investigación, Paula.
—Ése no es mi problema.
—Lo sé. Es el mío. —El detective suspiró sonoramente.
—Por si significa algo, Pedro no hubiera accedido a hablar con la policía sin reflexionar seriamente. Kunz tampoco lo habría hecho a la ligera.
Maldita sea, había tenido la sensación de que él necesitaba su ayuda. Por norma no era una samaritana ni de lejos, pero la había buscado por un motivo. Y, a propósito o no, le había fallado.
—Muy bien. —Castillo dio otro bocado al sándwich, ayudándose a tragar con media lata de Coca Cola Light—. ¿Alguna cosa más? ¿Impresiones generales?
—Me agradaba. —Durante un momento escrutó el honesto y competente rostro del detective. Gracias a Dios que él había sido el detective asignado para investigar la explosión en Solano Dorado tres mesas atrás. De haber sido otro policía, éste podría no haberle dado la oportunidad de limpiar su nombre, y puede que ella no hubiera sido capaz de quedarse el tiempo suficiente como para comunicarse con Pedro Alfonso—. ¿Puedes… me avisarás si descubres algo?
—Creo que puedo arreglarlo —consultó su reloj—. Mierda, Tengo que pasarme por el juzgado de instrucción—. Se puso en pie, echando mano al último cuarto de sándwich—. Gracias por el almuerzo.
—Cuando quieras, Francisco. Te acompaño a la puerta. —Pedro también se levantó, deteniéndose a darle un beso a Paula en la cabeza—. Espérame aquí, cariño.
—No esperes que tu sándwich esté aquí cuando vuelvas —dijo automáticamente, acomodándose para mirar más allá de la piscina.
Si ése era el mundo de la legalidad, no le gustaba.
Paula tomó un pequeño sorbo de su refresco. Había evitado delatar a nadie, pero mientras Castillo sintiera que eran colegas, continuaría sonsacándole información. Y en cuanto conociera a sus potenciales víctimas —clientes— en persona, iba, por lo visto, a sentirse… responsable de ellos y de su seguridad. ¡Menuda mierda!
Aunque, tal vez, no debía desentenderse de todo aquello.
Era demasiado tarde para salvar a Kunz, pero no lo era para ayudar a descubrir lo que le había sucedido. Quizá fuera eso lo que Charles Kunz había querido de ella en realidad: asegurarse de que alguien supiera que algo sucedía. Y puede que descubrir de qué se trataba.
CAPITULO 79
Cuando Tomas cruzó de nuevo la puerta, Pedro se puso en pie con demasiada brusquedad. No tenía intención de dejar que un mal comienzo echara por tierra su mejor oportunidad de reformarse… y de continuar siendo honrada.
—¿Qué tienes?
—La hija de Kunz lo encontró en el suelo de su despacho con un agujero de bala en el pecho. Llamó a la policía y ésta sigue peinando el lugar. Está claro que ha desaparecido un montón de pasta, y un juego de joyas de rubíes… y todo cuanto tenía en la caja fuerte de su despacho. Y creen que alguna obra de arte.
Pedro no pudo evitar lanzar una mirada a Paula. Aparte del agujero de bala, aquello se asemejaba a algo que ella pudiera haber llevado a cabo en su vida anterior.
—¿Tenía algún maldito sistema de alarma? —preguntó, descubriendo que estaba al menos tan enfadado con Kunz como con su asesino. El hombre podría haber tomado algunas medidas para proteger su propiedad y su persona.
—Sí —respondió Paula..
Tomas asintió igualmente.
—Los samaritanos se están lanzando al cuello los unos a los otros afirmando que la alarma posiblemente no debía de estar activada. Yo no esperaría que dijeran nada diferente. «Mierda, no funcionó» seguramente no resultaría beneficioso para su negocio. —Volvió a posar la mirada en Paula—. Puede que también tú quieras tener eso presente.
Ella entrecerró sus ojos verdes.
—Hum, con un consejo como ése, no es de extrañar que tengas tanto éxito. Gracias, Yale.
—Al menos mi primer cliente no fue asesinado —replicó, señalando a Pedro.
—Lo cual es gracias a Paula —señaló Pedro—, teniendo en cuenta que me salvó la vida. Y Kunz no firmó ningún acuerdo con ella, de modo que no es, no era, su primer cliente.
—Sí, lo era —interrumpió Paula—. ¡Bien por nosotros!, me alegra que Pedro siga respirando, pero…
—Gracias —dijo secamente el aludido, sin tomarse de modo personal su sarcasmo.
—Pero ¿podemos ser un poco más constructivos? ¿Tiene algún sospechoso la policía?
Tomas se aclaró la garganta.
—Mi hombre dice que continúan tomando declaración a la familia y al personal. Pero ¿por qué habría de preocuparnos? El tipo está muerto, pero has dicho que no existe ningún documento que vincule a Chaves con él. Está limpia —hizo una pausa—. ¿No es así?
—Sí, está limpia. —Pedro jamás admitiría que había estado preocupado por un solo instante—. Es por curiosidad —prosiguió—. Me estoy refiriendo a que el día después de interesarse por aumentar la seguridad, aparece muerto. Es un poco extraño, ¿no te parece?
—¿Quieres que yo les pase dicha información a la policía en tu lugar? —preguntó Tomas, situándose de nuevo tras su escritorio.
Paula sacudió la cabeza.
—Su secretaria sabe que contactó conmigo. Nos concertó una cita, y me envió las invitaciones para el baile del club Everglades.
—Entonces, la policía se pondrá en contacto contigo si es necesario —respondió el abogado, encogiéndose de hombros—. ¿Hay algo más que quieras que haga?
—No. —Paula hizo una mueca—. Supongo que debo darte las gracias.
—Claro, no te pongas sensiblera. —Tomas tendió la mano para estrechar la de Pedro, pero se conformó con dirigir a Paula una inclinación de cabeza. Era evidente que el abogado recordaba aún el día en que se conocieron, cuando le arrojó a la piscina de Solano Dorado después de que la agarrara del brazo con demasiado énfasis.
Ella no se demoró en salir por la puerta y dirigirse hacia el ascensor con un alivio que ni siquiera sus considerables habilidades pudieron disimular. El único lugar que parecía más reticente a visitar que el despacho de un abogado era una comisaría de policía.
—¿Sirve de algo? —preguntó Pedro cuando se cerraron las puertas del ascensor.
—Supongo que sí. —Le sostuvo la mirada durante largo rato—. ¿Alguna vez has tenido la sensación de que, a pesar de que todo parezca perfecto, todo está a punto de irse a la mierda?
—A menudo —respondió, recordando que todavía no le había hablado de su consentimiento en ayudar a Patricia. Si se enteraba antes de que él pudiera confesar, el delgado lazo de confianza entre ellos bien podría quedar deshecho.
Lentamente alargó el brazo para tocarle la mejilla, continuando la caricia con un suave beso. Podría soportar un sinfín de cosas, pero no eso. —¿Preparada para el primer ataque? Paula cerró los ojos por un instante mientras respiraba hondo.
—Muy bien. Dispara.
Durante un solo momento consideró qué quería contarle primero: que Patricia deseaba mudarse a Palm Beach, o que le había pedido ayuda para hacerlo.
—Patricia se está divorciando de Rizardo —comenzó,
decidiendo empezar con la menos explosiva de las noticias y seguir desde ahí.
Ella asimiló aquello durante uno o dos segundos. —Eso es bueno. Entonces, es verdad que ignoraba que Ricardo te estaba robando.
—Eso ya lo pensabas antes.
—Lo sé, pero esto lo demuestra. Tiene ciertos principios morales, después de todo.
Pedro resopló.
—No los suficientes como para impedirle tirarse a Ricardomientras estaba casada conmigo, pero los suficientes como para distanciarse de él en cuanto fue arrestado.
—Yo no dije que tuviera claras sus prioridades —respondió Paula, saliendo primero del ascensor cuando se abrieron las puertas—. Pero, si piensas en ello, es probable que Ricardo se haya vuelto realmente impopular. No quiere que la echen de su círculo social de amistades… ¿Cómo lo llamaste, la pandilla de Patty?
—Ese término no es para el consumo público. Y hablando de la posible exclusión de Patricia —dijo, lanzando una mirada a su perfil y preguntándose cómo iba a tomarse aquello—, quiere establecerse en otro lugar que no sea Londres.
Paula se detuvo, sus recelosos ojos verdes chispeaban cuando se dio la vuelta para mirarle.
—¿En dónde? —preguntó sin más.
—Está pensando en…
—Aquí —le interrumpió, cruzando los brazos sobre sus erguidos pechos—. En Palm Beach.
Ya no tenía sentido suavizarlo.
—Sí, aquí. En Palm Beach.
—Quiere que vuelvas. —Le sostuvo la mirada una media docena de segundos antes de apartarla, acelerando el paso por el vestíbulo y saliendo al cálido aire de enero en la parte oriental de Florida.
Pedro la siguió, una docena de negativas y refutaciones luchaban por ganar la posición.
—No es así.
—Oh, buena respuesta. Demuéstralo.
—Necesita a alguien que se ocupe de los trámites y soy el único que se le ocurrió para hacerlo. Yo paso tiempo aquí. De ahí, Palm Beach.
—Necesita…
—Y —la interrumpió, excitado por la discusión—… y se siente cómoda entre el tipo de sociedad de aquí. Una docena de su pandilla de amigas posee casa de invierno en la zona. No me la imagino mudándose a Dirt, Nebraska. ¿Y tú?
Paula se subió al Bentley estacionado en la acera y por un momento dudó antes de abrirle la puerta del pasajero.
—No, pero sí me la imagino en París, Venecia, Milán o Nueva York —repuso—. Pero, como has dicho, tú estás justamente aquí. Y, eh, don Desmentido, si su pandilla está en la ciudad, ¿por qué te recluta a ti para que te ocupes?
Pedro apenas tuvo tiempo de cerrar la puerta antes de que se apartara bruscamente del bordillo.
—Estás celosa.
—Eres un gilipollas.
—Brillante respuesta, Paula. Me has intimidado. ¿Adonde vamos?
—De vuelta a Solano Dorado. Necesito pensar. —Cambió de marcha cuando dejaron Worth Avenue, volando a lo largo de la playa a velocidad de vértigo—. ¡Por Dios, Pedro, qué ciego estás! —Estalló al fin—. Viene aquí a jugar a la damisela en apuros y tú te lo tragas todo.
—Ella no…
—«Oh, Pedro, necesito tu ayuda» —la imitó, simulando sorprendentemente bien el suave y refinado acento británico de Patricia, mucho más teniendo en cuenta que ambas mujeres apenas habían intercambiado un total de cinco palabras—. «He abandonado a Ricardo y deseo tanto comenzar de nuevo, pero no sé cómo hacerlo sola. Eres tan grande y fuerte, y tienes tanto éxito, ¿es que no estás dispuesto a ayudarme?» —Paula le miró de reojo—. ¿Fue algo parecido? «¡Dios santo!»
—Tal vez —dijo con evasivas—. Pero…
—¿Lo ves? Quiere que vuelvas con ella.
—Bueno, no puede tenerme. Ya estoy ocupado. Pero me pidió ayuda y soy en parte el motivo de que se encuentre en esta tesitura.
—No, fue ella misma la que se abrió de piernas y después tú diste el siguiente paso.
—Aun así…
—No puedes resistirte a ponerte tu brillante armadura, ¿verdad? —dijo con más calma, exhalando—. Y si yo lo sé, también ella lo sabe.
—Francamente, Paula, me parece que esto tiene más que ver con que Patricia está desvalida que con que esté actuado para obtener mi ayuda. Dudo que pueda encontrar un supermercado ella sola, mucho menos el pasillo de la pasta de dientes.
—Pero no es pasta de dientes lo que busca.
Cuando se detuvieron en un semáforo, Pedro se acercó y tomó el rostro de Paula en su mano, besando apasionadamente su sorprendida boca.
—No te preocupes por esto. No tendrás que tratar con ella.
—Puede que yo no, pero tú sí. Y ten presente que tiene una página web de abonados donde da consejos sobre cómo evitar que te jodan en un divorcio.
—¿De veras?
—Sí. Interesante información. En serio, tienes que pasar más tiempo navegando por la red.
—Mierda. —Antes de que Paula pudiera concluir su expresión arrogante con más comentarios, tomó aliento—. Me ocuparé de que cerrar la página sea una condición para obtener mi ayuda.
—Estupendo. De todos modos, no necesitará la página, porque estará ocupada jodiéndote en persona.
—Nadie me jode, Paula. Jamás.
—Todavía, chico listo. Todavía.
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