domingo, 11 de enero de 2015

CAPITULO 81



Domingo, 8:40 a.m.



Pedro introdujo un dedo en su boca para chupar el sirope de frambuesa.


—Y deja de cambiar de tema.


—No estoy cambiando nada. Eres tú quien tiene que volar a Londres.


«¡A la mierda con eso!»


—Ya he dispuesto el traslado de Leedmont y de su junta directiva a Palm Beach. Puedo comprar Kingdom Fittings con la misma facilidad aquí que en Londres.


—Pe…


—Así que, volvamos a lo que decía. No me vengas con que no te molesta que Castillo haya venido a hacerte algunas preguntas —la interrumpió—. A mí sí que me molesta.


Paula parecía querer arrojarle la Coca Cola Light a la cara, pero en vez de eso apretó el tenedor con los dedos y se llevó otro bocado de tostada francesa a la boca.


—Y veintidós horas después sigue dale que te pego con lo mismo —farfulló con la boca llena.


—Sólo porque tú sigues sin responderme.


—¿Cuántas veces tengo que repetirte que ya soy mayorcita, Alfonso? Ayuda a tu ex. Haz una buena obra. Ve a Londres a tu reunión, o negocia aquí. Te avisaré si necesito ayuda con las amables preguntas del poli. —Le miró, agitando las pestañas—. A menos que Patricia y tú estéis planeando volver juntos o algo así. ¿Has elegido la porcelana?


—No seas tonta.


—Eh, que fuiste tú quien te casaste con ella. No yo.


Sí, así había sido. Y una vez amó a Patricia, aunque tal hecho tendía ahora a horrorizarle. Hoy en día podía ridiculizar la afición de Patricia por la ropa bonita, las uñas perfectas y por relacionarse con gente adecuada, pero esas mismas cualidades habían hecho de ella la elección perfecta como esposa… sobre todo para un hombre que se movía en círculos donde la arrogante fe en la perfección era tan común como los diamantes y las cuentas bancarias sobrecargadas.


—¿Pedro?


Él salió de sus cavilaciones.


—¿Mmm? Discúlpame. Me has hecho recordar.


—Bromeaba con lo de Patricia, ya lo sabes.


Por supuesto que sabía que Paula se preocupaba por él; no se hubiera quedado de no ser así. Jamás diría que le necesitaba, porque en algún momento de su vida había decidido que necesitar era equivalente a debilidad, y en su mundo sólo sobrevivían quienes eran autosuficientes. Pero al fin había sido capaz de reconocer que realmente quería tenerle cerca, y para alguien con su duro exterior, eso era algo valioso.


—Sé que estabas de broma. Pero yo no. Dije que la ayudaría, y le echaré un ojo. Nada más.


—Tal vez debieras decírselo a ella. Después de todo, ya en una ocasión halló el modo de meterse en tus pantalones.


—¡Qué bonito! —Tendió el brazo sobre la mesa y le tomó la mano con tenedor y todo—. No voy a marcharme de Palm Beach hasta saber que todo va bien con Castillo y contigo, y con todo este asunto de Kunz.


—Ya lo suponía. —Hizo una mueca, soltando su mano—. No pienso cruzarme de brazos a esperar que las cosas se calmen. Kunz me pidió ayuda, tanto si sabía algo concreto como si no. Le fallé.


—Pau…


—Lo hice. Y me fallé a mí misma. Joder, me refiero a que Kunz hubiera sido mi primer cliente de verdad. En cierto modo, todavía lo es.


La miró durante un momento, tratando de decidir el mejor modo de discutir con ella sin empeorar las cosas.


—Ya que la mitad del personal ha respondido de tu presencia aquí la noche pasada, no eres sospechosa por el momento. Pero si comienzas a hacer preguntas por ahí, eso podría cambiar. Tienes cierta reputación, aunque haya sido o no probada.


Le lanzó una fugaz sonrisa.


—No te preocupes por eso. Dudo que hable con nadie que fuera a la policía.


Eso le hizo detenerse. Cualquier cosa que dijera ahora, seguramente la animaría a implicarse más en ese juego en el que él no deseaba que tomase parte.


—Castillo dijo que te tendría al tanto de los hechos —dijo fríamente—. Si la fastidias con los sospechosos, los testigos o las pruebas, podrías comprometer la investigación, a Francisco, y la opinión que la policía tiene de ti.


—Sí, bueno, tú haz las cosas a tu manera, que yo las haré a la mía. —Tomó otro bocado de tostada francesa—. Después de todo, eres un boyante hombre de negocios, y yo soy una próspera ladrona. Creo que es más de mi estilo que del tuyo. A mí no me pillan.


—Salvo yo.


—Tal vez, pero estoy convencida de que dejé que me atraparas.


Pedro podía refutar eso, pero no le serviría de nada. Por el contrario, se terminó su taza de té.


—¿Qué tienes planeado para hoy?


—Me acercaré por el despacho y le echaré un vistazo a Sanchez. Creo que tenemos algunas solicitudes para el cargo de recepcionista.


—¿Y luego?



—Ah, he pensado en allanar un par de casas y puede que en darle salida a tu nuevo Rembrandt.


De modo que así era como pretendía jugar. Muy bien.


—No es un día normal y corriente. Me reservo el derecho de preocuparme por ti de cuando en cuando. Si piensas que eso muestra falta de confianza por mi parte, estás equivocada.


Pau se puso en pie, dejando la servilleta junto al plato y rodeando la mesa para colocarse detrás de él.


—Eso está bien. Ni siquiera has pestañeado cuando hablé del allanamiento. Tendré cuidado.


Pedro echó la cabeza hacia atrás para alzar la vista hacia ella.


—¿Lo prometes?


Con una leve sonrisa pasó las manos por ambos lados de su cara alzada antes de darle un cálido, suave y enloquecedor beso en la boca.


—Lo prometo —murmuró, y se marchó.


El aguzó el oído en busca de movimiento en el pasillo, pero a Pau era notoriamente complicado seguirle el rastro una vez adoptaba lo que ella calificaba como «modalidad sigilo». Incluso relajada, tenía tendencia a moverse de modo tan silencioso y discreto como… como nadie que hubiera conocido.


Y ahora había decido salir a cazar a un asesino. 


Consideraba aquello como hacer algo por alguien a quien había fallado, pero el punto de vista de Pedro era un tanto más cínico. Kunz había muerto, y ella pretendía plantarse justo en medio de algo peligroso y más que probablemente ilegal. Pedro exhaló, poniéndose en pie. El concepto que Pau tenía del peligro y el grado de preocupación de Pedro por ella aún no estaban al mismo nivel. Dios, ni siquiera se encontraban en el mismo hemisferio. Tenía que hacer algunas llamadas más de las que había previsto.


Paula pidió que el Bentley fuera llevado a la entrada principal, luego se colocó una banda elástica alrededor de la muñeca y se echó el pelo hacia atrás para recogérselo en una coleta mientras bajaba la escalinata delantera. No era ésa la imagen que deseaba llevar a Worth Avenue y a su oficina, pero primero tenía que pasarse por casa de Sanchez. 


Allí guardaba un par de prismáticos de reserva, junto con algo más de equipamiento pequeño necesario para estudiar a un blanco y prepararse para un robo. O, en este caso, para investigarlo, supuso.


Le había dicho a Pedro que se pasaría por su oficina, y lo haría. Sanchez había mencionado que esparciría sus tentáculos para ver si alguien de su círculo se había hecho con algún tesoro en los dos últimos días. Le vendría bien saber con exactitud qué había sido robado de la residencia de Kunz, pero haría cuanto pudiera.


Tenía algo de material en Solano Dorado, desde luego, pero sólo era para emergencias extremas, y no pondría a Pedro en peligro marchándose de la casa con ello en las presentes circunstancias. Puede que Castillo dijera que no era sospechosa, pero le había advertido que no era el único que estaba al corriente de que se encontraba en la ciudad, y sin duda alguna no era el único que conocía los rumores sobre su vida anterior. Lo último que quería era que el FBI o la Interpol llamaran a la puerta de Alfonso y encontraran su reluciente juego de ganzúas.


Abrió la puerta de la casa y a punto estuvo de chocarse con la persona que había ante ella, alzando el brazo para llamar. Retrocedió de modo instintivo y se hizo a un lado, evitando la colisión. Sólo entonces se percató de quién había ido de visita.


—Patricia —dijo, apretando el pomo de la puerta con los dedos—. Pedro no mencionó que fueras a venir hoy.


—No lo sabía —respondió la ex con una sonrisa forzada en el rostro—. Me arriesgué por si le pillaba en casa.


—¿Cómo has entrado?


—Todavía sé el código de la verja. —Patricia profirió una breve carcajada—. Si fuera tú, habría saltado por encima de la pared, supongo.


Estupendo. Todo el mundo sabía que solía contravenir la ley. De acuerdo, solía hacerla picadillo. Y hoy mismo iban a cambiar el maldito código de las verjas.


—Seguramente habrías disparado la alarma —respondió, asomándose de nuevo al interior de la casa—. «¡Reinaldo!»


—¿Puedo pasar? —dijo la ex, con un acento británico tan tenso como su culito de gimnasio.


—Dejaré que eso lo decida el mayordomo —respondió Pau, entregándole el control de la puerta a Reinaldo cuando éste apareció en el vestíbulo.


Pasando por al lado de Patricia, bajó los escalones a toda prisa y se subió al Bentley. Un Lexus negro le bloqueaba parcialmente la salida, pero lo rodeó, con suficiente proximidad como para, con un poco de suerte, molestar a la ex. No debería enfadarle que Patricia quisiera la ayuda de Pedro; él había dejado claro que no deseaba tener nada que ver con ella. Si pensaba en ello, probablemente lo que le sacaba de quicio era la sola idea de que Patricia hubiera acudido a Pedro en busca de ayuda. Patricia había jodido —literalmente— su oportunidad con Pedro ella solita. En semejantes circunstancias nada hubiera podido inducir a Paula a enfrentarse a él de nuevo, y mucho menos a suplicar su ayuda.


Pau tomó aliento. Ah, sí, qué fácil era decir que conservaría su independencia mientras recorría el anodino puente Palm Beach en un Bentley de camino a Worth Avenue y después de pasar la noche practicando sexo del bueno en una finca de cuarenta acres.


—Estupendo, Pau. Aférrate a tus principios y todo te irá bien. O estarás muerta.



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