domingo, 11 de enero de 2015

CAPITULO 80



Sábado, 10:15 a.m.


Patricia Alfonso–Wallis se colocó las gafas de sol y se hundió en el asiento del conductor de su Lexus negro de alquiler mientras un nuevo modelo de Bentley Continental GT pasaba a toda velocidad por Ocean Boulevard. No cabía duda de que a Chaves le traía sin cuidado la ley. Pero Patricia ya sabía eso de la puta ladrona. Consideró el seguirla, pero tenía mejores cosa de qué ocuparse. Se dirigirían a Solano Dorado, y ella tenía una cita en un spa dentro de cuarenta minutos. Si la cancelaba con menos de una hora de antelación, le cobrarían igualmente la sesión, y en esos momentos necesitaba economizar. Con un suspiro de irritación, Patricia se apartó del bordillo y se dirigió de nuevo hacia el norte, a lo largo del boulevard hacia el hotel Breakers.


Ver a Paula Chaves con Pedro resultaba espantoso. Una semana o dos deberían haber bastando para que él se sacase a la golfa de dentro, y, sin embargo, seguían juntos tres meses después. Por el amor de Dios, prácticamente se le caía la baba por ella. Siempre le había considerado terrible y absolutamente inflexible y, sin embargo, ahí estaba él, sentado en el asiento del pasajero mientras que esa maldita mujer conducía su precioso Bentley.


Pensaban que no tenía conocimiento de lo que había estado tramando Ricardo, robando obras de arte de esta y aquella propiedad de Pedro por toda Europa. Bueno, puede que no estuviera al tanto entonces, pero se había enterado de algunas cosas, sobre todo después del arresto. Ricardo se había encargado de que alguien contratase a Chaves para perpetrar un robo. Durante semanas había buscado el modo de demostrarlo sin contar con la palabra de Ricardo y conseguir que arrestaran a la zorra, pero no había sacado nada en claro.


Patricia se miró en el espejo retrovisor cuando se detuvo en una señal de tráfico. Lo malo de Florida, aun en invierno, era que el brillante sol hacía que se le formasen arrugas en los rabillos de los ojos. Menos mal que el hotel contaba con un spa. Sobre todo con la cena que tenía esa misma noche. 


Más cuando Daniel seguía empeñado en asistir, aun a pesar de la muerte de su padre. Era por caridad, después de todo, y uno de los predilectos de Charles.


Menuda suerte que Daniel hubiera estado al fondo de la habitación cuando tropezó con Pedro y Chaves en el club Everglades. Pedro hubiera estado menos dispuesto a ayudarla si supiera que se veía con alguien. Patricia sonrió. No es que no fuera a dejar a Daniel en el caso de que Pedro volviera a fijarse en ella una vez más.


Al fin y al cabo, era humana. Había sucumbido a un momento de debilidad y caído en brazos de otro hombre. 


Sucedía en ocasiones… y con el estilo de vida de Pedro y ella, había tenido demasiadas tentaciones. Se había disculpado repetidamente, ofrecido a ver a un consejero matrimonial, pero él no había querido saber nada de eso. De modo que había hecho lo necesario para demostrar que no iba acostándose con hombres como norma general. Se había casado con Ricardo Wallis. En cuanto al matrimonio, bueno, Ricardo había estado más obsesionado con Pedro que ella.


De modo que ahora estaba sin marido, apenas tenía dinero y solamente contaba con un novio y un plan en ciernes… y su ex marido seguía siendo el hombre más rico, guapo y encantador sobre la faz de la tierra. Y allí estaba Paula Chaves, conduciendo su Bentley nuevecito, durmiendo en una mansión de treinta habitaciones, compartiendo la cama con su ex esposo y, al parecer, capaz de vivir la vida tan al margen de la legalidad como le placía.


Paula. Que nombre más estúpido. Pero, a pesar del nombre, la tipeja tenía a Pedro. A juzgar por lo que Patricia había podido determinar, se habían conocido la noche de la explosión en Solano Dorado, cuando ella había ido a robarle. ¿Acaso aquello era lo que ahora le excitaba? 


¡Cielos! Debía de haber sido una crisis prematura de los cuarenta, ya que sólo tenía treinta y cuatro. Bueno, si lo que le excitaba a Pedro era el poco respeto que Paula tenía por las convenciones legales, entonces podría jugar al mismo juego. Se pasó la lengua por el carmín de larga duración color rubí mientras se le aceleraba el corazón. También ella se excitaba con sólo pensar en eso, y en Pedro.



***


Cuando el Bentley tomó la última curva de la calle frente a Solano Dorado, Paula pisó el freno. Un Ford Taurus de 1997 bloqueaba las verjas de entrada. Apoyado contra el parachoques trasero, un enjuto hispano con un poblado bigote canoso comía pipas de girasol.


—¿Qué demonios? —Pedro se agarró al salpicadero cuando se detuvieron en seco.


—Dime que has invitado a Francisco Castillo a comer —dijo, observando mientras el detective de policía se enderezaba y les saludaba con la mano.


—No.


El pecho se le encogió.


—Así que el poli de homicidios se ha acercado simplemente a saludar. Podría ser eso, ¿verdad?


—¿Lo averiguamos, cariño? —dijo Pedro con voz mucho más serena que la suya.


No quería averiguar nada semejante. Dios, si seis meses atrás hubiera visto a un policía ante su puerta, habría dado media vuelta y echado a correr sin volver la vista atrás, tanto si había hecho un trabajito como si no. Lo único que ahora le impedía dar un giro de ciento ochenta grados era que conocía a Francisco, sabía que era un policía honesto e inteligente. Si hubiera mantenido su reunión con Charles Kunz, Castillo hubiera sido el policía con quien le hubiera recomendado hablar.


—Vamos —farfulló con los dientes apretados, indicando a  Francisco que volviera a subir a su coche.


Con una risilla, Pedro alargó el brazo para apretar el botón de la verja, y se situó detrás del Taurus mientras subían el camino de entrada hasta la puerta de la casa. Sabía que a Pedro le agradaba Francisco Castillo; Dios santo, debía reconocerle al policía la ayuda para salvar su vida. Eso era una auténtica exageración, dado que lo único que Francisco había hecho era realizar una llamada a larga distancia a la policía de Londres para que echasen bajo la puerta y arrestasen a un sospechoso… no era más que una coincidencia que a Pedro y a ella casi les hubieran dado una paliza de muerte detrás de esa misma puerta.


—Buenos días, Francisco —dijo Pedro, bajando del Bentley tan pronto como ella hubo aparcado.


Paula permaneció sentada en su sitio durante un momento. 


Sanchez le había dicho en diversas ocasiones que tenía un radar para los problemas y la mala cabeza de zambullirse en ellos. La sola aparición de Francisco significaba que algo sucedía, y teniendo en cuenta que el día anterior había conocido a un hombre que había muerto la noche pasada, tenía más que una ligera sospecha de a qué se debía su visita. «¡Maldición!»


—Paula, ¿no vas a bajar del coche? —gritó Pedro.


«No.» Con un suspiro de irritación, abrió la puerta del coche salió con presteza.


—Hola, Francisco —dijo, acercándose para estrechar la mano del policía de homicidios.


—Pau. Tienes un aspecto estupendo.


—Sí, bueno, no te ofendas, pero me sentía mejor antes de verte.


Castillo se rió entre dientes.


—No lo dudo. Sabes por qué estoy aquí, ¿no?


—¿Por qué no nos lo cuentas, Francisco? —dijo Pedro, su mano tomó la de Pau.


No estaba seguro de si el gesto fue de apoyo o para evitar que saliera huyendo, pero el contacto le produjo cierto consuelo… a menos que tuviera que echar a correr y él tratara de detenerla. No pensaba ir a la cárcel. Por nada del mundo.


—Charles Kunz. Llevo el caso.


—Sí, hemos oído en las noticias que ha sido asesinado. Espero que no pienses que Paula tiene algo que ver con ello. —Pedro se acercó un paso a ella—. Estuvo conmigo toda la noche.


—Pienso que probablemente dirías cualquier cosa para protegerla, Pedro, pero en realidad sólo vengo para hacerle a Paula un par de preguntas sobre su encuentro de ayer con Kunz. Su secretaria me dijo que tenía una cita contigo.


—Yo…


—¿Necesitamos un abogado, Francisco? —la interrumpió.


—No, todavía no.


—Pero soy una de esas «personas de interés», ¿verdad? —Paula insistía en la transparencia en lo que a policía y esposas se refería.


—No si tu coartada se confirma. Existe un motivo por el que yo mismo me presté a preguntarte. —El detective adoptó una expresión irónica—. De hecho, me alivió descubrir que Kunz se había encontrado contigo, Paula. Tienes buen instinto y pensé que podrías haberte percatado de si algo le preocupaba.


De acuerdo, no se sentía aliviada, pero al menos Castillo parecía dispuesto a creerla. Tal vez conocer a un policía tenía un lado positivo.


—En este momento iba a comer algo —comentó—. ¿Tienes hambre?


—Claro. ¿Sigue haciendo tu chef esos sándwiches de pepinillo?


—Esté seguro de que sí.


Pedro hizo una seña a Francisco para que se dirigiera a la puerta de entrada y se puso a su lado, Paula iba justo detrás de ellos. Cuando escuchó las noticias acerca de Kunz no había pensado más que en el suceso en sí mismo y en cómo éste le hacía sentir, y en si hubiera podido o no hacer algo para evitarlo. Se estaba volviendo demasiado condescendiente. De otro modo, ver a un poli ante su puerta nunca la habría sobresaltado tanto. Dios bendito, jamás hubiera quedado delante de su puerta para que la encontrara un policía. Había cometido un error, y la circunstancia actual era pura suerte. Y ella no operaba según la suerte.


—¿Estás bien? —le susurró Pedro cuando cruzó la puerta. 


Pau asintió.


—Debería haber considerado con más detenimiento los hechos.


—La mayoría de los ciudadanos normales no esperarían ver a un policía ante su puerta.


—No soy una ciudadana normal, Pedro.


Él la besó en la mejilla.


—Y todos los días doy gracias a Dios por eso.


¡Vaya! Lo que había dicho sí que era algo ridículamente bonito. Tan sólo deseaba disponer de tiempo para meditar un poco sobre ello. Pero debía estar alerta en presencia de la policía. Incluso con aquellos que podrían estar dispuestos a creerla inocente.


Pedro llamó a la cocina para pedir el almuerzo, y luego los tres se dirigieron a la zona de la piscina. Paula tomó asiento en la mesa de la terraza que daba al camino de entrada delantero, aunque ya era un poco tarde para comenzar a prestar atención.


—¿Qué necesitas? —preguntó cuando ya no pudo soportar escuchar por más tiempo la trivial conversación entre los dos hombres.


—¿Por qué quería verte Kunz? —inquirió Castillo, sacando su sempiterna libreta y un bolígrafo.


—Estoy poniendo en marcha una empresa de seguridad —respondió.


Él levantó la vista hacia ella.


—Lo sé. De hecho, el Departamento de Policía de Palm Beach al completo lo sabe. Es probable que también el FBI y la Interpol. Chaves Security.


—¿Y cuál es la opinión generalizada? —medió Pedro.


—Bueno, todos están interesados. Esperando a ver en qué termina todo.


Pau cruzó los tobillos.


—¿Y eso qué significa?


—No estoy seguro. Si hay una oleada de robos donde haya estado trabajando, seguramente va a…


—No lo habrá —interrumpió—. La idea es evitarlo.


—De acuerdo —consultó nuevamente su libreta—. De modo que, ¿pidió Kunz verte o fuiste tú quién lo solicitó?


—¿«Solicitar»? —repitió, enarcando una ceja.


—Vamos, Paula, únicamente busco tu opinión sobre esto. Si fuera otro quien tuviera un encuentro de cinco minutos con un tipo en una fiesta, probablemente enviaría a Barney Fife a investigar. Pero tú te fijas en las cosas.


Fijarse en las cosas le había salvado la vida en más de una ocasión. Y suponía que estaba en deuda con Castillo.


—Fue él quien pidió verme.


—¿Por algo en concreto?


—En realidad, no. Me envió entradas para la fiesta del club Everglades. Por lo que sé, fue solo. Su hijo, Daniel, estaba allí, pero no estaban juntos cuando aparecí. Kunz estaba bebiendo vodka. Demasiado, creo. Quería hablar de trabajo, pero tenía que desahogarse. Dijo que algunos conocidos suyos habían mostrado últimamente mucho interés en su dinero e influencia. Por nuestra conversación deduzco que estaba pensando seriamente en contratar a un guardaespaldas. Le sugerí que hablase con la policía. Debía de ser algo grave, porque al final accedió. Se suponía que debíamos encontrarnos hoy a las dos para hablar de los detalles.


Castillo tomaba nota, alzando la mirada únicamente cuando ella haría una pausa.


—¿Te contó algo más específico?


Paula negó con la cabeza.


—No. —Su expresión distante le fastidió y lanzó una mirada a Pedro—. Estaba preocupado. No se trataba simplemente de la indefinible paranoia típica de la gente de dinero. Estaba verdaderamente preocupado.


—¿Creía que su vida corría peligro?


—Ya sabes, no habló nada de proteger sus pertenencias. Fue más sobre tomar medidas preventivas en general. De modo que sí, creo que sospechaba que alguien quería matarle.


—De acuerdo. ¿Algo más?


Tomó aire, esperando que no comenzara a preguntarle sobre sus fuentes.


—Esta mañana le eché un vistazo a sus planos, para prepararme para nuestra cita.


—¿Y bien?


—Contaba con un sistema de seguridad, pero tenía más agujeros que un queso emmental.


—Un trabajo bastante sencillo para un ladrón, ¿no?


Ella dudó. Eso era lo que la tenía preocupada, que sus ex compañeros supusieran que se había convertido en una soplona. Su vida no valdría nada si tal cosa sucedía.


—No si quien entró conocía el sistema de la casa. Por supuesto que podría haber sido pura suerte. ¿Estaba apagada la alarma? —preguntó, a pesar de que ya conocía la respuesta. Pero escuchar otra versión aparte de la versión depurada de Gonzales podría resultar útil.


—No. Nadie se dio cuenta de que algo sucedía hasta que su hija fue a buscarle para ver por qué se había saltado el desayuno.


—¿Cuántas personas viven allí?


Consultó sus notas de nuevo.


—Ocho, incluyendo al hijo y a la hija.


—Con tanta gente merodeando por allí, es posible que cualquiera con una linterna y una par de tenazas pudiera haberlo hecho.


—Entonces, ¿piensas que fue algo aleatorio? —preguntó Pedro serenamente.


Ahí estaba él, tratando de convencerla de que no había desoído su instinto y dejado caer la pelota. Si Castillo no hubiera estado allí, seguramente le hubiera bajado la cremallera de los pantalones a Pedro en ese preciso momento. Dios, cuánto le gustaba tenerle cerca en algunas ocasiones. A pesar de que le hiciera tener pensamientos y discusiones que prefería no considerar.


—No, en realidad, no. El detective levantó la cabeza.


—¿Porqué no?


—Kunz es igual que Pedro —respondió—. Acostumbrado a estar al mando, a que la gente le escuche. Seguro de sí mismo, un poco arrogante. Ah, no me mires así —dijo cuando Pedro frunció el ceño—. Para ti, es un cumplido. —Tomó aire, retomando el tema que tenían entre manos—. Creo que me hubiera contado algo más si no nos hubiera interrumpido el aviso para la cena. Tras la cena, todo se volvió demasiado… caótico. —Y había permitido que su atención se centrara en Pedro en vez de en el trabajo. 


Llegaron los sándwiches y los refrescos, y Castillo comenzó a comer. Pedro hizo lo mismo, algo lógico, teniendo en cuenta que seguramente no había comido mucho durante el desayuno con su ex. Paula no tenía demasiado apetito, ni siquiera tratándose de sándwiches de pepinillo y mayonesa.


—Coincido en que pensar en un guardaespaldas viene a significar que temes por ti mismo, no por tu dinero. De modo que estás segura sobre esto, ¿verdad? —continuó Francisco después de que hubiera desaparecido medio bocadillo.


—Estoy segura de que ésa fue mi impresión.


Castillo masticó y tragó.


—No es mucho con que dirigir una investigación, Paula.


—Ése no es mi problema.


—Lo sé. Es el mío. —El detective suspiró sonoramente.


—Por si significa algo, Pedro no hubiera accedido a hablar con la policía sin reflexionar seriamente. Kunz tampoco lo habría hecho a la ligera.


Maldita sea, había tenido la sensación de que él necesitaba su ayuda. Por norma no era una samaritana ni de lejos, pero la había buscado por un motivo. Y, a propósito o no, le había fallado.


—Muy bien. —Castillo dio otro bocado al sándwich, ayudándose a tragar con media lata de Coca Cola Light—. ¿Alguna cosa más? ¿Impresiones generales?


—Me agradaba. —Durante un momento escrutó el honesto y competente rostro del detective. Gracias a Dios que él había sido el detective asignado para investigar la explosión en Solano Dorado tres mesas atrás. De haber sido otro policía, éste podría no haberle dado la oportunidad de limpiar su nombre, y puede que ella no hubiera sido capaz de quedarse el tiempo suficiente como para comunicarse con Pedro Alfonso—. ¿Puedes… me avisarás si descubres algo?


—Creo que puedo arreglarlo —consultó su reloj—. Mierda, Tengo que pasarme por el juzgado de instrucción—. Se puso en pie, echando mano al último cuarto de sándwich—. Gracias por el almuerzo.


—Cuando quieras, Francisco. Te acompaño a la puerta. —Pedro también se levantó, deteniéndose a darle un beso a Paula en la cabeza—. Espérame aquí, cariño.


—No esperes que tu sándwich esté aquí cuando vuelvas —dijo automáticamente, acomodándose para mirar más allá de la piscina.


Si ése era el mundo de la legalidad, no le gustaba. 


Paula tomó un pequeño sorbo de su refresco. Había evitado delatar a nadie, pero mientras Castillo sintiera que eran colegas, continuaría sonsacándole información. Y en cuanto conociera a sus potenciales víctimas —clientes— en persona, iba, por lo visto, a sentirse… responsable de ellos y de su seguridad. ¡Menuda mierda!


Aunque, tal vez, no debía desentenderse de todo aquello. 


Era demasiado tarde para salvar a Kunz, pero no lo era para ayudar a descubrir lo que le había sucedido. Quizá fuera eso lo que Charles Kunz había querido de ella en realidad: asegurarse de que alguien supiera que algo sucedía. Y puede que descubrir de qué se trataba.





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