viernes, 16 de enero de 2015

CAPITULO 98





A las once y cuarenta y dos minutos Pedro se sentó en el borde de la cama para calzarse sus zapatillas de deporte. «Al norte del centro» era bastante vago, pero le daba un lugar por donde comenzar a buscar.


Ruben decía que se había llevado el Mustang, lo cual significaba que no se había dirigido a algún lugar particularmente elegante y discreto. Además, vestía pantalones cortos y una camiseta. Aquello dejaba aún gran cantidad de lugares para alguien con sus habilidades.


Haciendo un alto en su despacho, abrió el armario del fondo y sacó una pistola Glock de treinta milímetros que se guardó en el bolsillo de la chaqueta. Estuviera donde estuviese, iría preparado para sacarla. Para el común de los mortales, llegar doce minutos tarde era apenas algo digno de mención. Paula Chaves trabajaba en incrementos de un segundo y, en su trabajo, pasado o no, cualquiera de esos segundos podía matarla.


Ya la había llamado tres veces al móvil, pero volvió a marcar de nuevo mientras se dirigía a la planta baja. Un segundo después se escuchó el eco de la melodía de James Bond desde la cocina y la puerta del garaje.


El sonido cesó.


—Hola —respondió su voz en el teléfono—. Sólo llego diez minutos tarde.


Apareció en el vestíbulo por debajo de él todavía con el teléfono en la oreja. Pedro retiró el teléfono móvil cuando terminó de descender y un agudo alivio se apoderó de su pecho. Deseaba agarrarla, pero ella se ofendería por su falta de fe en sus habilidades.


—¿La canción de James Bond? —dijo, en cambio.


—Parecía apropiada. —Paula le miró de arriba abajo, deteniéndose justo delante de él—. ¿Vas a alguna parte?


—Ya no. Tendrías que cambiar mi tono.


—No. Tú eres James Bond. —Acercándose lentamente, le dio un suave y pausado beso en los labios—. Gracias por estar preparado para acudir en mi rescate.


—Sí, bueno, es lo que hago.


—Mmm, hum. Y resulta que yo estoy de humor para que me excites y me hagas estremecer. ¿Qué opinas de eso?


Él sonrió ampliamente, tomando su mano libre para dirigirse con ella de vuelta al dormitorio. Fuera lo que fuese en lo que había estado metida, había vuelto sana y salva.


—Estoy a tu disposición.



***


Pedro estaba abajo, terminado de desayunar y leyendo el Wall Street Journal, cuando llamó Laura Kunz. Después de intercambiar cortesías y charlar durante unos minutos, ella accedió a recibirle en su despacho aquella mañana. 


Naturalmente, ella era una mujer de negocios profesional. 


Pero, al mismo tiempo, permanecían en su memoria los comentarios de Paula sobre lo profundamente que había o no afectado a los hijos el asesinato del padre. Pau se había pasando las dos últimas noches dando vueltas en la cama, cosa que sabía porque en dos ocasiones había estado a punto de aplastarle la cabeza, e incluso se había levantado a ver la televisión por espacio de una hora antes del alba. 


Por lo que sabía, Pau seguía en la cama. Pero Laura, que había enterrado a su padre hacía dos días, estaba en pie a las siete y concertando reuniones de negocios.


—Como si nada —farfulló, bebiendo un sorbo de té. Quizá ella tuviera su modo particular de llorar la pérdida, pero para un observador ocasional aquello no pintaba nada bien. Y las apariencias lo eran todo en la sociedad de Palm Beach. Por otra parte, se estaba acostumbrando a fijarse en cosas que al resto de la sociedad le pasaban inadvertidas.


Su teléfono sonó de nuevo al tiempo que Paula entraba trastabillando en el comedor y se hacía con una magdalena de chocolate del aparador.


—Buenos días, cariño —dijo lánguidamente, mirando el número del identificador al coger el teléfono—. Es Sara.


Ella asintió, desplomándose en la silla junto a la de él y sonriendo sólo cuando apareció Reinaldo con un vaso de Coca Cola Light helada. Pedro reprimió una sonrisa cuando su secretaria en Londres le informó de la agenda laboral del día. Sin embargo, la hizo detenerse a la mitad.


—Llegan mañana —dijo, frunciendo el ceño—. El sábado. Para la reunión que tenemos el lunes.


—También yo tengo entendido eso, señor —respondió la eficiente voz de su secretaria—. Pero cuando me puse al habla con el despacho del señor Leedmont para confirmar los detalles del vuelo, me informaron de que el resto de la junta de Kingdom aterrizaría en Miami hoy a la una en punto, hora local. Y la reunión ha sido cambiada para el sábado a las diez de la mañana.


«¡Mierda!»


—¿Por qué no me han avisado?


Pedro apreció la incertidumbre de la mujer.


—Afirman haberlo hecho, señor, pero estoy completamente segura de que no hemos recibido nada. Comprobé tres veces el correo y todos mis mensajes de voz y…


—Te creo a ti antes que a ellos, Sara —interrumpió. Pedro sabía perfectamente que en la compra de una empresa, el contrato no era más que una mínima parte del proceso. El temple tenía igual o más peso—. Nos amoldaremos. ¿Has puesto a Ruben al corriente?


—Sí, he actualizado su agenda. Y he reservado media docena de habitaciones en el hotel Chesterfield, dado que es ahí donde se hospeda el señor Leedmont.


—Excelente. Gracias por los quebraderos de cabeza, Sara. Ten la bondad de enviarme por correo electrónico la última lista de asistentes y mándala también al despacho de Gonzales.


Colgó el teléfono y lo dejó con brusquedad sobre la mesa, maldiciendo entre dientes.


—¿Qué sucede? —preguntó Paula.


—Leedmont trama algo. Ha hecho que el resto de su junta directiva se desplace aquí un día antes y ha cambiado la reunión a mañana.


—Pero ¿no se trata de tu propia reunión?


—Por lo visto he sido informado del cambio de planes.


Ella dejó escapar un bufido.


—Seguro que es uno de esos problemas de realidad alternativa. ¡Sucede a todas horas en Star Trek!


Naturalmente, un cambio de planes no iba a desconcertarla.


—Mmm, hum.


—Por otra parte, puede que Leedmont sólo desee que puedan disfrutar del agradable tiempo de Florida.


—Tu otra teoría es mejor.


—Gracias. Pues fija de nuevo la reunión para la fecha original.


—No puedo. Eso significaría que soy mezquino y que no puedo manejarle. —Se preguntó fugazmente si ella sabía algo útil, pero se contuvo de preguntar. Había dicho que le avisaría si su trabajo afectaba al suyo. Pedro exhaló—. Debería cancelarlo todo. En vez de eso, podríamos irnos a pescar.


—¡Oh! ¡A pescar! —Sacudió la cabeza—. Te he metido tanto en mis líos y distraído cuando tienes tus propios asuntos de trabajo… Lo siento.


—Nadie me empuja a nada que yo no desee. Ni siquiera tú. A decir verdad, no tengo tanto interés en ello. Es una buena inversión, pero los repuestos plásticos de fontanería en realidad no…, ¿cómo lo decís los yanquis?, no son santo de mi devoción.


—Pues imponte por la fuerza y, para la próxima vez, busca algo que te interese más —declaró con semblante sorprendentemente serio—. ¿No te parece? Es decir, ¿qué haría Pedro Alfonso si de pronto dejara de gustarle su trabajo? El le tomó la mano.


—¿Se trata de mí o de ti?


Paula se encogió de hombros.


—No lo sé. Estás harto de una reunión que puede reportarte ocho millones de pavos, y yo tengo a tu rival y a un tipo muerto que no puede pagar como cliente. Tal vez deberíamos mudarnos a Detroit y vender piezas de coches.


Riendo, Pedro besó sus delicados dedos de ladrona.


—Eso sí que sería aburrido. Incluso teniéndote a ti como socia.


Ella dejó escapar un profundo suspiro.


—Supongo que tienes razón. Muy bien. Me voy a trabajar. ¿Qué tienes en tu nueva y mejorada agenda?


—Más vale que termine con las revisiones del contrato para que la oficina de Tomas pueda elaborar nuestra propuesta, y tengo que trabajar un poco en el proyecto de Patricia.


—Estupendo. Tan sólo recuerda que sugerí lo de las piezas de coches —asintió y se dispuso a levantarse, apurando de un trago su refresco al hacerlo.


Pedro la rodeó por la cintura con el brazo y la sentó de nuevo sobre su regazo.


—Salgamos a cenar esta noche. Tú eliges el lugar.


—Mañana tienes una reunión.


—Me las arreglaré. Quiero ir a cenar contigo.


—En fin, eso es mejor que ir a pescar. —Tomó su mejilla en la mano libre y le besó—. Tenemos una cita. ¿Puedes prestarme otra vez el Mustang? Sanchez todavía tiene el Bentley.


Estaba a punto de sugerir que Ruben la llevara a trabajar, pero éste tenía que acercarse a Miami a recoger a la junta directiva de Leedmont.


—Por supuesto. Pero no le hagas ningún arañazo.


—Nunca me has pedido eso con el Bentley.


—El Bentley es tuyo. No voy a entregar el coche de mis amores a nadie.


Ella se echó a reír. Le abrazó y le lamió la curva de la oreja.


—Qué pena que esté Reinaldo —susurró—. En estos momentos tendrías mucho más que suerte.


Se bajó de un brinco de su regazo y desapareció por el pasillo, todavía riéndose. Torciendo el gesto, Pedro simuló leer de nuevo el Journal hasta que pudiera levantarse sin ponerse en evidencia.


***


No había rastro del Bentley cuando Paula entró en el aparcamiento. Estacionó el Mustang, pero su mano quedó suspendida antes de terminar de apagar el motor. ¿Qué iba a hacer ella en el despacho? ¿Revisar solicitudes para recepcionista? Por lo que sabía, Sanchez ya había contratado a alguien. ¿Orquestar una campaña de publicidad? Oh, ésa sí que era buena. Quizá podría hallar un modo discreto de anunciar que su primer cliente potencial había sido asesinado el día antes de contratarla, y que de paso se hacía cargo de un caso de chantaje.


—¡Joder! —farfulló, sacando de malos modos la tarjeta de Daniel Kunz del bolsillo. Tenía que resolver todo aquello antes de que pudiera dedicarse a cosas mundanas como pedir sus propias tarjetas. Y ahí estaba aquella maldita palabra otra vez. «Mundano.»


Requirió cinco tonos hasta que se estableció la conexión.


—Más vale que sea importante —llegó la voz grave y furiosa de Daniel.


¡Oh, oh! Había olvidado que apenas eran las ocho en punto.


—Hola, Daniel. Soy yo. Pa…


—Hola —la interrumpió, su voz se hizo más aguda—. Dame un número y te llamaré en cinco minutos.


Paula le dio el número y colgó. Mmm. Nada de nombres por su parte. El nombre de «Paula» no era tan sospechoso, a menos que la otra persona a quien quería incluir en la conversación supiera quién era Paula. De modo que Daniel y Patricia se acostaban juntos. Y Daniel estaba ligando con ella al mismo tiempo.


—¡Menudo cerdo!


Se tomó esos cinco minutos para llamar a Castillo.


—¿Fuiste al velatorio? —preguntó Francisco en cuanto se inició la llamada.


—¿Tú no?


—Sí, claro. ¿Algo interesante?


—¿Cómo es que pude entrar en el despacho de Charles Kunz en Coronado House sin problemas? —le interrumpió—. ¿Te quedaste sin cinta amarilla?


—Oye, si hubiera dependido de mí, toda la casa estaría precintada. Pero no depende de mí, y la Oficina del Forense sacó todas las huellas y tomó todas las fotos que necesitaba. Así que, ¿para qué me llamas? ¿Para reírte de la distribución de mi cinta?


—Si alguien de la familia vende algo de Charles en estos momentos, ¿puede hacer eso?


—Técnicamente, no. Es una investigación de homicidio; y aunque no lo fuera, la aseguradora tiene los activos incautados. Hay muchas manos que quieren un trozo
del pastel. ¿Por qué?


No pensaba hacer referencia al BMW, sobre todo si eso ponía a Daniel sobre aviso de que estaba fisgando en sus cosas. Paula entornó los ojos.


—Tengo una corazonada. Te avisaré si resulta. Pero ¿de qué manos hablas?


—Pau, si sabes algo…


—Francisco, ¿qué manos?


—¡Por Dios! Me gustaba más cuando no me llamabas. Lo de siempre… una hermana y su familia, dos socios de negocios, y sus hijos.


—¿Dos socios de negocios?


—Sí. No se ha descartado a nadie pero… bueno, entre tú y yo, quieren que descongelen los activos de su empresa.
Puede que así fuera, pero tanto si apostaba por Daniel como si no, no iba a descartar a nadie.


—De acuerdo. Gracias.


—Paula. Espero que me cuentes cualquier cosa que sepas…


Paula colgó el teléfono. Ése era el problema: en su trabajo no existía demasiada diferencia entre saber y sospechar. Sin embargo, Francisco requería molestas cosas, como pruebas.


El Bentley se colocó a su lado.


—De acuerdo —dijo Sanchez mientras se apeaba del coche—. Ya entiendo por qué te gusta ir por ahí en uno de éstos.


—¡Ja! —se carcajeó—. Ya te lo he dicho. ¿Cómo vas a volver al cacharro–móvil después de esto?


—Puede que me busque algo —reconoció, asomando la cabeza por la ventanilla abierta del asiento del pasajero del Mustang—. Pero no será tan llamativo. Tal vez un Lexus.


—Es un comienzo —admitió—. Oye, sube aquí un minuto.


Él accedió, se montó en el Mustang y cerró la puerta. 


Después, subió manualmente el cristal de la ventanilla. Se conocía el juego. No tenía sentido dejar que alguien de los honrados negocios vecinos escuchara sus conversaciones privadas.


—¿Qué sucede ahora? No pienso volver a fingir que soy el mayordomo de Alfonso.


—Nada parecido. ¿Te ha llamado alguien en referencia al Giacometti?


—No. Ni por la escultura, ni por las pinturas.


¡Maldita sea! Tenía la esperanza de no haber espantado al ladrón. Al menos éste no le había visto la cara… pero tampoco ella había visto la suya.


—Vale. Si…


Su teléfono sonó de nuevo. Cinco minutos justos. El corazón de Paula palpitó con algo más de fuerza al responder. El acostumbrado subidón de adrenalina.


—¿Hola?


—Pau —respondió la voz de Daniel—. Pensé que era posible que llamases.


—Ah —contestó, insuflando timidez en su tono de voz—, ¿y eso por qué?


Él dejó escapar una risita.


—¿Rompió el inglés un maldito vaso cuando nos vio juntos?


—No, me parece que creyó la historia sobre el Giacometti. 
¿Tenías algo especial en mente o sólo querías saber si llamaría?


—Eso depende —respondió, todo impregnado de un sutil encanto—. ¿Qué te parecen los barcos?


Barcos. Los barcos significaban agua, que a su vez significaba aislamiento, tiburones, ahogamiento y ni la más mínima posibilidad de escapar. Ya era bastante malo que Pedro continuara intentado convencerla de hacerse a la mar para pescar.


—Prefiero los coches.


—Bueno, este barco te gustará. Reúnete conmigo en el embarcadero del club Sailfish, amarradero treinta y ocho, dentro de media hora.


—No vo…


—Vamos, Pau. Seré un perfecto caballero. Permíteme que te deslumbre con mi encanto y mi magnífico físico.


—De acuerdo. Dentro de media hora.


—¿Qué demonios ha sido eso? —exigió Sanchez cuando ella volvió a colgarse el móvil del cinturón.


—Sigo una corazonada. —En el club Sailfish. Qué interesante.


—¿Una corazonada sobre quién? —preguntó con claridad, la desaprobación escrita en su amplio rostro.


—Sobre Daniel Kunz —respondió. Ocultar secretos a Sanchez era contraproducente y potencialmente peligroso; si ella desaparecía, alguien tenía que saber dónde había ido.


—Vi su fotografía en el periódico de la mañana —dijo Sanchez, mirando por el cristal delantero—. No es nada feo.


—Ah, venga ya. No son más que negocios y lo sabes.


—Puede que yo lo sepa, pero me he dado cuenta de que has atendido aquí esa llamada, no en casa de Pedro.


—¿Por qué provocar olas cuando lo único que quiero es echar un vistazo bajo la superficie? Ahora, baja del coche. Tengo que ir al embarcadero.


El no se meneó.


—No me gusta esto, Paula. Deberías decírselo a Alfonso o a alguien.


—¿Por qué? ¿Qué más daría?


—Sí que tendría importancia.


En lo referente a su seguridad, se lo había contado a la persona indicada, pero sabía a qué se refería Sanchez. Para tratarse de un tipo que no había estado nunca casado, tenía buena mano para las relaciones.


—Está bien. Me pasaré por el despacho de Gonzales y se lo contaré —decidió. Luego si el abogado la delataba ante Pedro, al menos ya habría estado en el barco.


—De acuerdo. —Abrió la puerta de nuevo y bajó del Mustang—. Y por cierto, ¿es que no vamos a contratar a una recepcionista?


—Creía que tal vez… Sí. Limítate a hacer… lo que haces y yo me pondré de nuevo con ello en un par de días. Anoche gané diez de los grandes. Tan sólo tengo que llamar a Leedmont y recoger el cheque.


—Bueno, siempre y cuando ganemos pasta. Ni siquiera te mencionaré que diez de los grandes no es más que calderilla para ti.


—Gracias —dijo con sequedad.


—No dejes que te maten mientras trabajas para el tipo muerto. —Sacudiendo la cabeza, se marchó del garaje. 


Paula tomó aire, luego prosiguió, pero cruzó Worth Avenue hasta el edificio de vidrio y cromo donde se encontraba Gonzales, Rhodes & Chritchenson. No le sorprendió que el boy scout ya estuviera trabajando, pero sí que accediera a verla sin demora.


—¿Qué has hecho ahora? —preguntó, simulando relajarse tras su gran escritorio de caoba.


—Nada.


—De acuerdo. Es una visita social.


Resultaba tentador discutir con el abogado por principio, pero tenía únicamente veinticinco minutos para estar en el amarradero treinta y ocho.


—Voy a dar una vuelta en barco con Daniel Kunz —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho—. Sólo te lo digo por si me sucede algo, así Pedro no se preguntará dónde he desaparecido.


—«En barco con…» —repitió, enderezándose un poco—. ¿Porqué narices?


—Porque me ha invitado.


—Eso es una gilipoll…


—Creo que podría tener algo que ver con la muerte de su padre, o al menos con el robo. Así que cotillea sobre mí si lo crees necesario, pero sólo quería que alguien en quien Pedro confía… alguien en quien yo… confío, lo supiera.


—¡Vaya! Seguro que te ha dolido.


—Cierra el pico, Yale. ¿No tienes que trabajar en un contrato para Pedro? —Se apartó de la ventana y se dirigió de nuevo hacia la puerta—. La junta directiva viene con antelación, y esa reunión ahora es el sábado.


—Ya me ha llamado. No soy yo quien anda distraído —replicó.


Pedro está muy centrado. Si no lo estuviera, sería probablemente porque alguien no deja de cotillear sobre el paradero de su novia cuando investiga un asesinato—«¡Toma eso!»


—Tan sólo pienso en lo mejor para Pedro.


Ella le sacó la lengua.


—También yo. —Con eso, regresó nuevamente a la parte principal del bufete y a los ascensores.


De acuerdo, era en el bien de Pedro y en el suyo propio en lo que pensaba. Y tal vez, en ocasiones, eran cosas distintas. Pero esa mañana, habida cuenta del limitado tiempo con el que contaba para descifrarlo, hacer lo que mejor se le daba parecía la forma lógica de actuar. Aun cuando eso incluía a Daniel Kunz y un barco.





CAPITULO 97



—No voy a fingir que trabajo para Pedro Alfonso—declaró Sanchez, cruzándose de brazos.


—Es para ayudarme a mí, no a él —respondió Pau, aparcando el SLR plateado—. Vamos. Echaste por tierra mi vigilancia. Me lo debes.


—Deberías haberme dicho lo que hacías. No puedo creer que fueras a ver a Bobby LeBaron en vez de a mí.


—Estás retirado. Necesitaba a alguien en activo.


—Eso es. Estoy en activo.


—No, no lo estás. —Gracias a Dios que no sabía nada del allanamiento de Harkley. Esto ya era lo bastante malo—. Vamos, Sanchez, podemos discutir más tarde. Por cierto, alguien podría llamarte para vender un prototipo de Alberto Giacometti. Actúa como si estuvieras interesado.


El asintió.


—Podría estarlo, de hecho. ¿Quién, deliberadamente… ?


—Por última vez —le interrumpió—, si yo estoy retirada, tú estás retirado. Nada de trabajar con algún pringado que te lleve a la cárcel. Eres mi única familia, ¿recuerdas?


—Lo recuerdo. Claro que también recuerdo que me dijiste que me asociara con otro para lo de Venecia.


—Porque sabía que no podrías dar con nadie que pudiera realizar ese trabajo.


—Claro. Y es una verdadera lástima ver perder el coraje a la mejor ladrona del mundo.


Ella le miró con el ceño fruncido.


—No he perdido nada. Corta el rollo.


Dándole una palmadita en la rodilla, Sanchez le brindó una amplia sonrisa.


—Lo que tú digas, cariño. ¿Y el Giacometti?


—Está en la finca de Kunz. Pero con la investigación por homicidio en curso, la compañía aseguradora no suelta nada. Aunque la estatua no figura en el listado de la aseguradora.


—Estupendo.


—«Estás retirado.» Bueno, ¿vas a ayudarme con esto otro o no?


El suspiró.


—¿De qué se trata?


—Sólo hay que entrar en la oficina y darles este número de matrícula —dijo, entregándole el pedazo de papel—. Diles que Pedro tuvo un accidente y que quien conducía este coche es el único testigo. Necesitamos un nombre y un número de teléfono.


—¿Y tú no puedes hacerlo porque… ?


—Porque yo no trabajo para Pedro. La gente conoce mi cara.


Sanchez cerró de golpe la puerta del pasajero.


—Demasiada gente conoce tu cara. Volveré enseguida.


Ésa era la mejor forma y la más legal que se le ocurría de obtener información acerca del conductor del BMW. 


Pedro no iba a gustarle que fueran dando su nombre por ahí, pero tal como ella había dicho, sus métodos abarcaban cualquier cosa que pudiera hacerle ganar la apuesta. Claro que ya se había gastado doscientos veinte pavos para ganar una apuesta de cien dólares, pero nunca había sido cuestión de dinero.


Sanchez regresó justo cuando estaba a punto de empezar a morderse las uñas.


—¿Lo has conseguido? —preguntó cuando él volvió a sentarse pesadamente en el coche.


—Claro, pero no va a gustarte. —Le entregó un pedazo de papel pulcramente impreso.


—¿«Juan perez»? ¿Me tomas el pelo, no?


—Por lo visto el tipo tenía un carné de identidad falso. Pero he conseguido una dirección, además del número de teléfono.


Ella le echó un vistazo.


—Es el puerto deportivo. El club Sailfish.


—¿El qué?


—La dirección. Es probable que también el teléfono.


—Lo siento, cielo. Punto muerto.


Se guardó lentamente el papel en el bolsillo.


—No lo creo. Posiblemente sea alguien que conoce el club Sailfish. Yo no lo escogería como teléfono de referencia. ¿Tú sí?


—No. Pero eso es bastante débil.


—Lo sé. Pero algo es algo. Ahora tengo que descubrir qué hacer con ello.



***


Desperezándose, Paula echó un vistazo a su reloj. Eran casi las diez en punto de la noche. Durante dos días había pospuesto ir a Lantana Road, pero ya no podía retrasarlo por más tiempo. A su lado, en el mullido sillón, Pedro escribía en los márgenes de la propuesta revisada de Leedmont.


Paula sonrió. La mayoría de los magnates de negocios que conocía se involucraban activamente hasta cierto punto, pero Pedro había elevado aquello a una forma de arte. 


Con anterioridad le había dicho que disfrutaba con lo que hacía; pero ella lo hubiera sabido tan sólo por el modo en que trabajaba un contrato. Cambiar una o dos palabras podía alterar el curso de millones de dólares, y él se conocía cada truco del manual. Caramba, probablemente había sido él quien había escrito el manual.


Pedro alzó la vista hacia ella.


—¿Qué?


—Solamente pensaba que estarías muy mono con un par de esas gafas de leer de la abuelita.


—Mmm. ¿Vas a comerte el resto de las palomitas? Sólo pregunto porque has estado acaparando la fuente.


—No estás viendo la película, así que no puedes comer palomitas —respondió, indicando la enorme pantalla que había bajado de su hueco en el techo.


—Estoy viendo la película.


—Demuéstralo: ¿Cómo se llama el monstruo con alas?


Pedro dejó el papeleo a un lado.


—Ésa es una pregunta trampa. El monstruo alado de una cabeza es Rodan y el que tiene tres cabezas es Monster X.


Le entregó la fuente de las palomitas con una amplia sonrisa.


—Excelente. Tengo que hacer un recado. Volveré a las once y media.


Él se puso en pie cuando ella lo hizo.


—Iré contigo.


—No, no vendrás. No se trata de nada peligroso. Tan sólo tengo que emparejar una fotografía con una localización y, antes de que lo preguntes, debido a la iluminación y otras cosas, no puedo hacerlo durante el día.


—De acuerdo. —Sus ojos azules la estudiaron—. Pero dime al menos adonde vas.


Eso era justo. No le había hecho una sola pregunta sobre su viaje a la tienda de Bobby LeBaron.


—Un poco al norte del centro.


—A las once y media.


—Sí. —Aferró la parte delantera de su camisa con ambas manos y tiró para darle un beso—. Dime cómo acaba la película.


—Ya lo sabes.


—No es por mí. Es por ti. Es un juego de preguntas.


—Estupendo. Pau, ten cuidado —dijo, bajando las manos por sus hombros para tomar las suyas—. Me gustas enterita, tal y como estás.


—No te preocupes.


¡Uf! Que sólo iba a echar un vistazo, por el amor de Dios.


 Para ser una ladrona de éxito, necesitaba poseer una confianza absoluta en sí misma y una buena dosis de precaución… y la capacidad de dejar inmediatamente lo último de lado en favor de la total imprudencia. Quizá no fuera a robar nada esa noche, pero seguían vigentes las mismas reglas. Y estaba tan impaciente que le dolía físicamente.


Se dirigió al garaje. Sanchez tenía el Bentley pero, de todos modos, esta vez quería algo menos llamativo. Se detuvo justo en la puerta del garaje.


—Corriente. De acuerdo. —No en aquel garaje. Después de un momento abrió la puerta del porta llaves y tomó el juego del Mustang del 65. Aficionado o no a la sutil sofisticación, Pedro seguía siendo un hombre. Y a los hombres les encantaban los coches potentes.


Era de color rojo cereza con la matrícula personalizada PA 65, pero nada de eso importaba demasiado en aquel instante. Abrió bruscamente la puerta del garaje y bajó rugiendo el camino de entrada ¡Como la seda!


Las verjas se abrieron a su orden y se dirigió hacia el noroeste. Sería demasiado esperar que la prostituta y el fotógrafo estuvieran trabajando esa noche pero, a pesar de eso, podía investigar un poco.


Leedmont le había dicho que se había detenido en algún punto de Lantana Road. Eso suponía una buena sección de la ciudad, lo cual tenía lógica. Ningún tipo rico querría detenerse por diversión o para realizar una buena obra si pensaba que podrían atracarle o robarle el coche. Pero un jueves a las diez en punto de la noche la zona estaba bastante desierta.


Paula se metió en el aparcamiento de un McDonald's y sacó la foto que Leedmont le había dado. El hombre no había estado seguro de la localización exacta de la calle donde la chica se había echado encima de él, pues en aquel momento no lo creyó demasiado significativo.


A juzgar por el ángulo de la foto, el fotógrafo se encontraba en un tercer piso. Había varias tiendas de dos pisos en cuyos tejados podría haber aguardado y también un puñado de pisos y edificios de apartamentos.


Al menos sabía en qué dirección de la calle se dirigía Leedmont, lo cual reducía a la mitad el número de posibles ubicaciones. La posición del alumbrado de la calle las reducía todavía más. Sería más sencillo hacerlo desde arriba mirando hacia abajo, pero en aquel punto no estaba ansiosa por colarse en tantos lugares. Dos o tres, vale, pero no diez o doce.


Dio una veloz pasada de este a oeste, luego dio la vuelta para hacerlo de nuevo a menor velocidad. Su vista de ladrona le permitió eliminar un par de tejados por ser demasiado visibles y un puñado de apartamentos con macetas de flores y gatos posados en los alféizares. No era que las personas con flores y gatos no pudieran tomar fotos para chantajes, pero sin duda ocupaban la parte más baja de la lista.


Se detuvo de nuevo, esta vez en una gasolinera e hizo un bosquejo de la parte sur de la calle hasta una extensión de cuatro bloques, luego tachó las posiciones menos plausibles y las que obviamente no encajaban con la iluminación callejera de la fotografía.


—Seis —contó en voz alta. Dos apartamentos, un piso y tres tejados.


El próximo paso era conseguir los números de los apartamentos y ver qué se le ocurría en Internet para dar con los nombres que les correspondían. Pero antes de que sus dedos pudieran acometer la tarea, necesitaba hacer algo con los pies. Aparcó y subió hasta el edificio de apartamentos. Las puertas de cristal estaban cerradas y había un telefonillo a un lado. Sólo entrada permitida.


—De acuerdo.


Sacó un clip sujetapapeles y un imán del bolsillo de sus pantalones cortos. En doce segundos había abierto la puerta y entrado en el edificio.


Se paró en el tercer piso frente a la primera de las dos posibilidades. Llamó a la puerta y esbozó una sonrisa levemente torcida para la mirilla.


—¿Rob?—llamó—. ¿Robby?


La puerta sonó y se abrió. Un hombre moreno de aspecto cansado, que rondaba los treinta y cinco años, la miró fijamente.


—Aquí no vive ningún Robby —dijo.


—¿No? Estoy segura de que es el número de apartamento que me dio —profundizando la sonrisa, se apoyó contra el marco de la puerta.


Detrás del hombre en la televisión se veía una canción cantada por los teleñecos bailarines. Cuando se arriesgó a echar un vistazo en las profundidades de la estancia principal, una versión más bajita del hombre pasó tambaleándose por delante de la puerta.


—Pues sigue sin vivir aquí ningún Robby.


—De acuerdo. Siento haberle molestado. Le llamaré.


Retrocedió y el hombre cerró la puerta. Uno menos, quedaba otro más en ese edificio. Y luego estaban el apartamento y los tejados. Contó diez puertas, se detuvo y llamó de nuevo.


—¿Hola? ¿Robby?


Nada.


Paula esperó unos segundos, a continuación volvió a llamar.


—¿Rob? ¿Estás bien? Creía que habíamos quedado en vernos esta noche, bombón. —Aquello sonaba bastante inofensivo, decidió. Si uno se tropezaba con un chiflado o un acosador, nadie en su sano juicio abriría la puerta.


El apartamento estaba completamente en silencio al otro lado de la puerta. La ventana se veía oscura desde la calle, pero eso no significaba nada necesariamente. Con todo, no podía marcharse sin echar un vistazo dentro.


—De acuerdo, Robby —dijo en voz alta—. Espero que no estés desnudo porque voy a utilizar mi llave. —O un clip sujetapapeles.


Entró en la oscura habitación familiar y cerró rápidamente la puerta. Si había alguien al acecho, no quería que se viera su silueta a contraluz desde el pasillo. Durante largo rato se quedó inmóvil, escuchando, a continuación sacó un par de guantes de piel del bolso y se los puso.


A esas alturas de su carrera había desarrollado un don para palpar sus alrededores y su instinto le decía que no había nadie en la casa. Con las luces apagadas sorteó el sillón y la mesita de café, deteniéndose para ojear la pila de correo que había sobre ésta y reparando sutilmente en el nombre del destinatario, Al Sandretti, antes de encaminarse hasta la ventana.


Si aquélla hubiera sido su casa, habría puesto una docena de macetas con plantas, probablemente unos helechos y algunas orquídeas, en el ancho alféizar. Pero Al Sandretti lo había dejado vacío. Bueno, no del todo vacío, se percató cuando giró la manivela para abrir las persianas de madera algunos centímetros. La luz de la calle se filtró para revelar una cámara colocada en un extremo del alféizar.


En vez de cogerla, tocó las persianas con los dedos y miró hacia la calle. Una pausada emoción le recorrió los huesos. El ángulo encajaba a la perfección con la fotografía de Leedmont.


—¡Bingo! —susurró.


Paula cogió la cámara. Era de película de 35 milímetros en vez de digital y eso le sorprendió. Pero probablemente carecía de importancia la facilidad con la que el fotógrafo podría publicar fotografías digitales en Internet, si tan sólo le preocupaba conseguir un cheque. Por supuesto, el tipo podía tener fobia a la tecnología, pero los motivos para ello no venían al caso.


Lo único relevante en ese momento era que la película significaba un número finito de copias y un juego de negativos. Dejó la cámara y se dispuso a registrar.


Era un espacio bastante reducido y la búsqueda tan sólo le llevó unos minutos. Hiciera lo que hiciese el tipo para ganarse la vida durante el día, mantenía organizado el material para su trabajo nocturno. El armario archivero de dos cajones del dormitorio estaba cerrado, pero no tardó más que un segundo en abrirlo. Unos cincuenta archivos, pulcramente ordenados alfabéticamente, cada uno de ellos con un número diferente de fotografías y negativos, llenaban ambos cajones.


Obviamente el fotógrafo acudía a una tienda de revelado en una hora y hacía copias dobles o triples. Leedmont había estado en lo cierto: algunos de los archivos contenían anotaciones de tres, cuatro e incluso cinco pagos distintos. 


Por lo visto Al Sandretti se limitaba a enviar demandas regulares hasta que una víctima se cansaba de pagar. 


Ignoraba si la esposa de la víctima entraba o no en el juego después de eso.


Aunque no le suponía ningún problema que un tipo fuera estafado por engañar a su ser amado, al menos la mitad de las fotografías que veía fácilmente podrían haber sido un montaje como la de Leedmont. Y tanto si Sandretti llevaba a cabo sus amenazas como si no, sería prácticamente imposible para la víctima negar haber tonteado con una prostituta y que alguien le creyera.


Pau frunció los labios.


—¡Qué demonios! —decidió, y comenzó a vaciar todos los archivos en uno. Ahora ella era uno de los tipos buenos. Y, además, aquello era simplemente rastrero.


Concluido aquello, cerró de nuevo el cajón con llave, tomó la abultada carpeta que había sacado y se encaminó hacia la puerta. Pau dio un pequeño paso atrás, esbozando una sonrisa cuando salió del ascensor un alto y bronceado aspirante a Schwarzenegger.


—Hola, nena —farfulló, fijándose en su pecho al pasar por su lado.


—Hola —respondió tímidamente, desviándose a un lado hacia el ascensor para resguardar parcialmente la carpeta de la vista del hombre. A menos que todos sus instintos estuvieran equivocados, aquél era Al Sandretti. ¡Uy! ¿Quién iba a pensar que el Increíble Hulk era real?


Normalmente no se tropezaba con sus víctimas al salir de sus casas. El encuentro hizo que su adrenalina se disparara mientras corría de nuevo hacia el Mustang.


Todo el trabajo había resultado demasiado fácil. Había previsto tener que vigilar el apartado postal de correos y realizar algo más de trabajo detectivesco para encontrar el archivo de fotos en formato bmp o el negativo.


Dejó la carpeta en el asiento del pasajero a su lado y arrancó el coche. Leedmont iba a ponerse contento; y ella acababa de ganar diez de los grandes.


No estaba mal para una noche de trabajo, según su opinión.