viernes, 26 de diciembre de 2014
CAPITULO 34
Domingo, 11:54 a.m.
Donald Clark había sido cambiado al turno de día después del robo, y estaba sentado en su silla delante de los monitores de vídeo y del ordenador cuando Pedro hizo entrar a Paula en el cuarto de vigilancia.
—Señor Alfonso —dijo el guardia, poniéndose en pie. Su nuez se movió por encima de su corbata y llevaba el escaso pelo rubio engominado hacia atrás de un modo bastante desfavorecedor. Un aspirante a policía, decidió Pau de inmediato, que probablemente no se imaginaba por qué seguía fallando en la parte del perfil psicológico del examen de ingreso.
—Clark. A la señorita Chaves y a mí nos gustaría revisar las grabaciones del garaje, comprendidas entre las nueve de anoche y las diez de esta mañana.
—Y las del camino de entrada principal al mismo tiempo —añadió Paula.
Clark se sentó otra vez.
—Hum, de acuerdo. Las pondré en esas pantallas de allí. Me llevará un minuto.
—¿A qué hora comenzó tu turno esta mañana, Clark?
Continuó con el tema Paula, rozando ligeramente el brazo de Pedro con la mano al pasar por su lado.
Ella le embriagaba con sólo estar en la misma habitación. Y le había acusado a él de distraerla demasiado. Desde que se había colado en su despacho para pedirle ayuda, se había convertido en su obsesión. Había cancelado tres reuniones, cuatro conferencias y un vuelo a Miami para salir con ella. El coste de su negligencia podría ascender, potencialmente, a millones de dólares, pero le traía sin cuidado lo uno o lo otro. Parecía más importante que cuando Paula estaba cerca el corazón se le desbocaba, la sangre le hervía y la vida se tornaba más… viva. Le fascinaban los atisbos de la mujer inteligente y divertida que existía bajo la fría fachada profesional.
—Llegué a las seis —respondió Clark, con su mirada dirigida de su jefe a Paula—. Louie Mourson tenía el turno de noche. ¿Por qué?
—Por nada —contestó Pedro, siguiendo a Paula hasta los monitores del rincón.
La mirada que ella le dirigió decía lo contrario, pero no estaba dispuesto a acusar a nadie que trabajara para él sin una muy buena razón. Ella se agarró a su hombro, y se elevó de puntillas para llegar a su oreja.
—Estuvo aquí en ambas ocasiones —susurró—. No te apresures tanto en descartar una coincidencia.
—Contigo lo he hecho —respondió en voz baja.
Paula torció el gesto.
—Sí, bueno, tú también estabas aquí ambas veces.
El monitor se encendió y apareció una grabación del garaje tomada desde el rincón suroeste, desde la que se obtenía un ángulo de visión de las amplias puertas exteriores y de la más pequeña que conducía a la casa. A diferencia de las cámaras exteriores, ésta era fija en vez de rotar de un lado a otro.
Paula asintió con aprobación.
—Buen emplazamiento —dijo—, salvo que no tienes una cámara de refuerzo. Si descubren cómo esquivar ésta, ya están dentro.
—No todos somos expertos en electrónica y en el arte del latrocinio —farfulló, manteniendo la voz baja para que Clark no pudiera oírle.
—Cualquiera que pudiera llegar hasta aquí sin ser detectado sería un experto — replicó malhumoradamente.
—¿Puedes entrar y salir de ahí sin que nadie lo sepa?
—Ah, sí sabrían que había estado dentro, pero no hasta que hubiera robado esa monada de Bentley Continental GT de color azul y me hubiera marchado.
Así que le gustaba el Bentley. La próxima vez que fueran juntos a alguna parte, dejaría que condujera ella. Claro que, al parecer, no tenía carné de conducir, pero eso parecía la menor de sus preocupaciones.
—¿Podemos pasar rápidamente la cinta desde aquí? —preguntó él por encima del hombro.
—Sí. Utilice el teclado que hay debajo del escritorio. Está todo preparado, señor Alfonso.
El contador de la esquina de la pantalla marcaba las nueve menos tres minutos y el Mercedes todavía no había sido devuelto al garaje. Paula extrajo el teclado y pulsó una tecla, y la cinta comenzó a pasar a gran velocidad. Después de unos cuarenta y cinco minutos, apareció el coche, y ocupó su lugar entre los demás.
Paula rebobinó la cinta de nuevo para observar la entrada a velocidad normal. Ben Hinnock condujo el SLK hasta su plaza, bajó, limpió una mancha del parabrisas y salió por las amplias puertas, las cuales cerró tras de sí. A las once se
apagaron las luces programadas, lo que sumió el garaje en la penumbra.
—Menuda estupidez —dijo entre dientes, volviendo a pasar la cinta a mayor velocidad—. Como si los coches necesitaran oscuridad para poder dormir.
—¿Cómo puedes ver algo con la cinta si la pasas tan rápido?
—Tú limítate a observar el maletero. Es lo único que tenemos que ver, a menos que quieras sentarte aquí durante trece horas.
—De acuerdo. Pero ¿qué sugieres que hagamos sin hallamos algo, Paula?
—Si damos con algo, se lo mostraremos a Castillo, diremos que fue por eso por lo que miramos en mi bolsa y «¡Hey, fíjate lo que encontramos!».
Él enarcó una ceja.
—Das miedo.
Paula mantuvo la vista clavada en la pantalla, pero sus labios se curvaron nerviosamente en una fugaz sonrisa.
—También tú me asustas.
Pedro apoyó la cadera contra la mesa, y se acomodó para esperar una larga y cuidada vigilancia.
—Deberíamos haber desayunado antes. O al menos haber tomado un café.
—Un refresco. El café es para aficionados.
—¿He mencionado que eres muy rar…?
—¡Eh! —Paula congeló la imagen de inmediato—. ¿Has visto eso?
Pedro cambió el peso de pie.
—¿El qué? Nada se ha movido.
—No, eso no. El tiempo —rebobinó la cinta y acto seguido la pasó a velocidad normal. A las siete y quince la cinta parpadeó y saltó a las siete y diecinueve. La imagen no cambió en ningún otro aspecto—. Cuatro minutos.
—Eso es lo que sucedió en el cuarto de vigilancia la noche del robo. —La miró—. ¿Es fácil de hacer?
Paula se encogió de hombros.
—Si conoces el sistema, es muy fácil. Si estás seguro de que no se trata de nuestro amigo Clark —susurró, señalando—, entonces se hizo en algún punto entre aquí y allí, y de modo que no saltaran las alarmas.
—¿No se percataría Clark de que la pantalla estaba en blanco?
—La imagen de la cámara podría haber parecido normal, y que ésta no estuviera grabando. O la imagen podría estar congelada. —Se volvió sobre la silla—.Clark, ¿a qué hora hiciste tu descanso de la mañana?
El guardia se pasó una mano por la calva.
—Estuve en la cocina para tomar café a las siete y quince, pero sólo unos cinco minutos o así. Ya no suelo tomarme otro descanso hasta las nueve y media.
—Eres bastante consecuente, ¿verdad?
—Bueno, claro. Hans dice que me pegará un tiro si intento hacerme mi propio café aquí, y la mayoría de las mañanas no me tiene lista la primera cafetera hasta después de las siete.
—Hans se muestra muy protector en lo referente a la reputación de su café — apuntó Pedro con una leve sonrisa—. Una vez ganó un premio por eso.
—Pues es una lástima que yo no lo beba.
Ella volvió a pasar la cinta a mayor velocidad pero nada se movió hasta después de las diez en punto, cuando los dos entraron en el garaje, de la mano y en bata. Pedro vio como flirteaban a cámara rápida, reparando con una profunda oleada de satisfacción en el modo en que ella le miraba subrepticiamente cuando él no la veía. Castillo entró en escena cuando ambos se encontraban inclinados sobre el maletero y afortunadamente en el vídeo no aparecía imagen alguna de la tablilla.
Pau detuvo la reproducción.
—Solo por si acaso, también deberíamos mirar la cinta del camino de entrada — dijo—. Tal vez el desconocido pasó por allí al entrar o al salir.
—Salvo que no crees que quien fuera haya estado entrando y saliendo —le recordó—. Han estado aquí todo el tiempo.
—Cada vez me parece más que es alguien que conoce la rutina de la casa y que tiene buenos conocimientos del sistema de seguridad.
—Lo que no comprendo es lo de la bomba —dijo Pedro, tomándola de la mano cuando se levantó. Puede que aquello fuera ñoño, pero sentía la necesidad de tocarla cada pocos minutos; de cerciorarse de que aún seguía allí, y de mostrar a quien pudiera estar observando, incluido él mismo, que ella le pertenecía… tanto si Pau se daba cuenta de ello como si no.
—¿Podría desayunar algo? O ya sería una combinación de desayuno y comida, supongo —preguntó con un tono de voz exageradamente suplicante mientras regresaban al pasillo—. Pienso mejor cuando tengo el estómago lleno.
—En mi terraza —convino.
—No, en mi terraza —respondió—. Desde allí puedo ver el camino de acceso.
No podía culparla por ser paranoica. Estaría muerta de no haber sido buena en su oficio.
—Pediré a Hans que nos prepare algo y me pasaré por el despacho a ver si Gonzales ha enviado ya el fax.
Ella asintió y se habría dirigido escaleras arriba, salvo que Pedro la cogió de la muñeca y la hizo volverse de cara a él.
—¿Qué? —preguntó.
—Parece que no consigo saciarme de ti —murmuró, y una vez más le rozó la boca con la suya.
—Tú tampoco estás nada mal para ser un chico rico inglés —respondió algo falta de aliento—. ¿Te importa si me paso por tu cuarto a por mis cosas?
«Sus cosas… lo que incluía la tablilla falsa.»
—Paula…
—Pase lo que pase, no quiero que encuentren esa cosa en tus dependencias — dijo en un tono de voz que sorprendió a Pedro por su seriedad—. No haré nada con ella hasta que vengas.
Pedro sabía que era mejor no luchar una batalla que no podría ganar.
—De acuerdo. Te veré en unos minutos.
Ella sonrió un poquito.
—No voy a irme a ninguna parte. Somos socios, ¿recuerdas?
Él sí que lo recordaba; sólo esperaba que ella también.
Pedro había pasado por alto la principal complicación en todo aquel embrollo,meditó Paula mientras se dirigía a sus habitaciones privadas. Él mismo. Ella había hecho de su estilo de vida una excusa para no tener demasiadas citas, aunque debía reconocer que la mayoría de los hombres con los que se cruzaba parecían muy… aburridos. Dado que las actividades más excitantes de éstos era hacer pilates, no podían en forma alguna competir con el modo en que ella pasaba las noches. Pedro Alfonso sí podía hacerlo, y sobradamente. Y él la fascinaba. Hacía menos de una
semana que le conocía y ya se sentía adicta. ¿Cómo lograría marcharse cuando todo acabara?
—Señorita Chaves.
Paula se dio media vuelta, sobresaltada. El pretencioso asesor de adquisiciones italiano se acercó a ella, llevaba el ondulado cabello perfectamente peinado.
—¿Partino?
—Sí. Sólo quería darle la bienvenida a la compañía.
Ella frunció el ceño.
—Perdone, ¿cómo dice?
—He visto el periódico de esta mañana. Pedro la ha contratado para llevar la seguridad de su colección de arte.
—Ah, eso. Sí, únicamente hasta que solucionemos todo este embrollo.
—Hice algunas llamadas. Trabaja para Norton. Es usted una experta en arte y antigüedades.
Él hombre hacía que aquello casi sonara a acusación, de modo que ella sonrió.
«Es hora de ser encantadora.»
—No intento quitarle su trabajo ni nada por el estilo. Estoy aquí como encargada de la seguridad, y eso es todo. Y solamente de modo temporal.
Partino sonrió alegremente, aunque Pau no pudo evitar reparar en que la expresión no alcanzó sus oscuros ojos.
—Por supuesto. De todos modos, no tiene importancia.
—¿Y eso, por qué?
Su sonrisa se hizo más amplia.
—No es la primera empleada que intenta acostarse con el jefe, señorita Chaves. Ninguna de ellas sigue trabajando aquí.
Pau entrecerró los ojos.
—Creo que eso es más de mi incumbencia que de la suya.
Él asintió.
—Sí. Comprenda que debemos mirar por nuestros intereses.
—Oh, eso lo comprendo.
—Entonces, que tenga un buen día. —Hizo una reverencia y se volvió sobre sus talones.
Paula se sacudió de encima la leve sensación de repugnancia que el hombre bajito había dejado a su paso.
En cualquier caso, probablemente el tipo no se encontraba en su mejor momento. Un asesor de adquisiciones que permitía que fueran robados objetos de arte no podía sentirse muy seguro de la continuidad de su propio empleo.
Por otra parte, por lo que Pau sabía, aquélla era la primera vez que había desaparecido algo de la finca… un historial muy bueno, teniendo en cuenta la calidad del material que Pedro coleccionaba. Y Partino llevaba más de diez años
trabajando para Pedro. Lo que al italiano le ocurriera no era asunto suyo, aunque si hubiera sido ella quien se llevara la tablilla, suponía que sería culpa suya si le despedían. ¡Qué cosa tan rara!
Su habitación y la de Pedro estaban en alas opuestas de la casa, y Pau estaba sin aliento después de cargar con su mochila, el petate y su equipo por lo que le parecieron mil pasillos y galerías. ¡Qué horror! Iba a tener que ponerse las pilas con el gimnasio; aunque si Pedro y ella continuaban haciendo ejercicio como la noche pasada, bastaría para cumplir con su entrenamiento diario.
Sonrió mientras abría la puerta de la suite con el hombro y arrastraba el petate adentro. Si continuaban igual que la noche anterior, moriría en una semana. Pero menudo modo de palmarla.
La mochila tendría que seguir hecha hasta que Pedro llegara, pues seguía decidida a no tocar la tablilla sin su presencia. Pero tenía más ropa interior limpia y otras prendas en el petate y, por muy bonitas que fueran las cosas que le proporcionaba Pedro, se sentía más… independiente llevando las suyas.
Agarró nuevamente el pesado petate y lo arrastró hasta el dormitorio. En la entrada algo presionó contra su muslo y retrocedió instintivamente un par de centímetros.
Era demasiado tarde. La anilla de seguridad sujeta al extremo de un cable se desprendió, emitiendo un pequeño clic, de la granada sujeta con cinta adhesiva a la pared de la habitación. Jadeando, la agarró de golpe, asiendo el resorte contra la granada en el preciso instante en que éste comenzaba a saltar.
El movimiento le hizo perder el equilibrio, pero se las arregló para seguir apretando el resorte con los dedos mientras se estampaba contra el marco de la puerta y caía al suelo.
—Ay, Dios mío —dijo con voz áspera, sin tan siquiera atreverse a respirar. En el otro lado de la puerta se bamboleó otra granada, cuya anilla pendía por los pelos. Su
pierna, enredado en el cable, se movió bruscamente, y la anilla se deslizó otro milímetro—. ¡Pedro!
CAPITULO 33
En lo que a Pau respectaba, a medida que el rastro se iba complicando, parte de aquello también se volvía más simple.
No había hecho a Pedro partícipe de su nueva teoría, y no lo haría hasta que estuviera segura. Sin embargo, todos y cada uno de sus instintos le gritaban que quien había puesto en marcha la inesperada reaparición de la tablilla tenía fácil acceso a la propiedad… demasiado fácil para ser un intruso. Eso no explicaba la maldita bomba, pero no iba a pasar nada, ni a nadie, por alto.
Pau abrió la puerta del despacho de Pedro con un clip, haciendo que pareciera que tenía una llave por si pasaba alguna patrulla de seguridad y por su propia paz mental. Era más difícil de lo que esperaba colarse dentro, como si tuviera todo el derecho de estar allí y de revolver en sus archivos; lo cual resultaba extraño dado que acostumbraba a hacerlo sin permiso. Obviamente, Alfonso la estaba afectando.
Las fotos de la tablilla y un detallado historial de propiedad estaban en un archivo marcado con un número que supuso formaba parte del sistema referencial de su extensa colección de arte y antigüedades. La idea de estar ahí y rebuscar en él le hacía sentir como si estuviera cometiendo un robo después de haber dado su palabra de comportarse bien, de modo que tomo el expediente y dejó el despacho en favor de la relativa seguridad de la suite privada de Pedro.
Seguridad. Hasta la noche anterior no había comprendido lo extraño que se había vuelto para ella tal concepto. Parecía como si… como si nunca se hubiera sentido relajada y en paz, y a salvo. Y la segundad era un poderoso afrodisíaco… casi tan poderoso como el atractivo del propio Pedro Alfonso.
—Peligro, Will Robinson, peligro, peligro2 —farfulló, colocando la carpeta junto a la tablilla y rebuscando la ropa limpia en el fondo de su petate.
La situación se estaba volviendo extremadamente peligrosa, y no sólo porque estaba muriendo gente y porque la policía se paseara a voluntad por la propiedad.
No había sido en su propia seguridad en lo primero en lo que había pensado aquella mañana al ver el rostro de Pedro y seguir su mirada hasta la tablilla que sostenía en su mano. Había sido en que él no iba a creer que no había sido ella la responsable. Se suponía que debía preocuparse por ella antes que por nadie más. Ésa era la regla número uno. Cuidar de uno mismo.
Desobedeciendo la regla número uno por segunda vez aquella mañana, fue al baño de Pedro a tomar una ducha en vez de retomar su exhaustivo examen de la tablilla. Necesitaba pensar las cosas, y la ducha era estupenda para ello. Y además tampoco quería tocar la tablilla de nuevo sin la presencia de Pedro en la habitación.
Obviamente necesitaba su protección ahora más que nunca, pero por encima de eso, deseaba que confiara en ella, lo que era absurdo dadas las circunstancias… Dios, habría estado dispuesta a que la arrestaran hacía media hora.
Cuando salió del cuarto de baño tenía una lista de sospechosos, pero necesitaba que Pedro confirmara quién tenía acceso a la propiedad, y quién había estado en ella
tanto la noche del robo como la noche anterior y esa mañana. Y quería echarle una ojeada al periódico del día, únicamente para confirmar lo que Castillo había dicho, que su rostro había aparecido en portada junto con su nombre.
«¡Santo Dios!» Como si no tuviera ya suficiente de qué preocuparse.
De modo que no se dejaría tentar por la tablilla; salió a la terraza privada de Pedro y se sentó a la sombra de una sombrilla para que se le secara el pelo. Podía volver a la habitación que le había facilitado, pero entonces quienquiera que hubiera metido la tablilla en su petate no tendría dificultades para entrar en la suite de Pedro y recuperarla.
—¿Por qué sonríes?
Pau a punto estuvo de llevarse un susto de muerte cuando Pedro apareció en la terraza desde las escaleras de la tarima de la piscina.
—¡Dios mío¡ —jadeó, llevándose la mano al corazón.
—Lo siento —dijo, sus ojos denotaban cierta diversión—. Creía que tenías nervios de acero.
—Me parece que ése es Superman.
—Ah. Y tú eres Catwoman.
—Guay. ¿Dónde está el policía, Barman?
—Acabo de acompañarlo a su coche.
—¿Qué quería?
—Me enseñó algunas fotos de DeVore, quería saber si le reconocía. Quería hacerte las mismas preguntas a ti, pero hice mención de algunas palabras como «acoso» y «abogado», y accedió a posponerlo.
—¿Así que Etienne es oficialmente sospechoso?
—Sí. Voló a Miami tres días antes del robo y hallaron cable de cobre en la habitación de su hotel, el mismo material que fijaba la bomba a las paredes. Incluso con la prueba y su especie de confesión, Pau seguía sin poder creerse que el diestro y egocéntrico francés hubiera intentado matarla.
—¿Qué hay de la mujer que viste?
—Parece que podría haber tenido una alucinación.
—Eso parece.
—Lo único que necesitan es la tablilla, y me parece que se darían por satisfechos. —Se sentó frente a ella—. ¿Y por qué sonreías?
—Ah. Lo que sucede es que pensé tenía gracia que intentara robar la tablilla y que ahora esté sentada aquí afuera protegiéndola.
La mirada de Pedro se hizo más aguda.
—¿Protegiéndola? ¿Qué has averiguado?
—Lo que pasa es que no quería mirarla sin que estuvieras tú aquí —respondió, reparando en que ese día su aspecto era más el de un millonario que el de un deportista, ataviado con unos pantalones holgados color tostado y una camisa blanca con el cuello abierto y los puños remangados. Mocasines sin calcetines complementaban la imagen, aunque tenía la sensación de que utilizaba la ropa del mismo modo en que ella utilizaba personalidades—. Pero tengo un par de teorías.
En cuanto a ella, tenía que decidir si su imagen iba a ser la del ligue del tipo rico o la de su asistente de seguridad. A juzgar por el modo en que esa mañana la había recorrido con la mirada cuando vestía unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, con una camisa encima para ocultar los arañazos de metralla de su espalda, el atuendo del ligue funcionaba mucho mejor con él. Pero tenía que encontrar su
propio equilibrio.
—Cuéntame.
—Mi petate. Aparte de que esperaban que pareciera culpable, el único momento en que podrían haber llegado hasta él fue el lapso de tiempo desde que dejamos tu coche y entramos en el garaje esta mañana.
—Alguien ha vuelto a entrar en la finca. Ya lo suponía. Revisaremos la grabación en unos minutos.
—No estoy segura de que quien sea no haya estado aquí todo el tiempo —dijo lentamente, observando su expresión.
—Explícate.
Pedro no se mofaba, tan sólo exigía conocer su razonamiento. Aquello era un alivio, comprendió.
—Etienne no volvió y colocó la tablilla. Alguien lo hizo.
Un músculo de su mandíbula se contrajo.
—Piensas que es alguien de mi personal. Pero si hasta hace dos días ni siquiera los conocías. ¿Por qué incriminarte a ti?
—Y yo qué sé. Pero las únicas personas que estaban aquí en ambos acontecimientos fuimos tú y yo… y tal vez alguien que trabaja aquí.
Sus ojos se entrecerraron y se puso en pie para mirar por la veranda la extensión de su finca.
—Durante unas horas creía que podría librarme de tener que sospechar de nadie que no fuera DeVore. Pero tienes razón. La maldita tablilla jamás salió de la finca. ¡Mierda!
—Me gustaría echarle un vistazo más minucioso a la piedra y al expediente. Quizá descubramos que hay una historia que se nos ha pasado o… qué sé yo. O podemos sentarnos y esperar a que la policía se conforme con culparme a mí.
—No me gusta sentarme sin hacer nada, Y mucho menos cuando tú eres el objetivo. —Pedro abrió la puerta de la terraza y la hizo pasar a su suite. Se sentaron en el sillón y ella abrió el expediente.
—¿Ibas a vender o a donar la tablilla al Museo Británico? —preguntó, desplegando las fotos alrededor de la losa y concentrándose en el detallado destino de la tablilla desde que fuera desenterrada. Existían varios puntos en blanco por espacio de siglos, que ni siquiera se habían molestado en rellenar con conjeturas sobre el paradero de la piedra, entre sus apariciones más públicas.
—A donarla. ¿Supone eso alguna diferencia?
—No lo sé. Todo esto es tan… extraño. —Pasó otra página—. ¡Joder! Según esto, tu tablilla es una de las cosas que convencieron a Calven y a Schliemann sobre la ubicación de Troya. Por eso excavaron en Hisarlik en 1868.
Pedro sonrió.
—Ya lo sabía.
—Yo no. Tenía un horario apretado. No disponía de tiempo suficiente para realizar una investigación tan completa como me hubiera gustado. —Frunció el ceño y levantó la vista de la tablilla para coger otra de las fotos—. Jamás lo utilizaría para incriminar a alguien, no cuando yo ni siquiera era sospechosa. Es demasiado bonita para eso. Demasiado… —Su voz se fue apagando al tiempo que se quedaba mirando. Algo en la foto había captado su atención, y la acercó más a la tablilla—. ¡No me jodas!
—Eso no está bien —dijo Pedro un momento después, inclinándose a mirar sobre su hombro. Señaló la foto, luego uno de los símbolos de la tablilla—. En la foto estos grabados parecen prácticamente desgastados. En la tablilla ambos pueden verse.
—Todos los grabados son más profundos de lo que parecen en la foto —dijo más bien para sí, y tomó otra foto para cerciorarse de que el primer vistazo superficial a los grabados originales no era más que efecto de la luz o de la cámara—. ¡Joder! No me lo puedo creer. Es una…
—Es una falsificación —la interrumpió, cogiendo la tablilla y dándole la vuelta en sus manos.
Las ramificaciones dejaron a Pau claramente mareada.
—Tienes buen ojo para el detalle —dijo pausadamente, su cabeza repasó todo cuanto había averiguado hasta el momento sobre el robo.
—No estás sorprendida, ¿verdad, Paula? —preguntó, rozándole el muslo con el suyo.
—Como ya he dicho, me sorprendería más que alguien me endosara el original a mí sin un buen motivo. Pero la cuestión es: ¿se trata de una falsificación lo suficientemente buena como para ser donada al Museo Británico?
Él la miró fugazmente.
—Durante un tiempo, probablemente. Si tenemos en cuenta que tan sólo hay tres en el mundo, estarían alucinados de haberla conseguido. Y antes del robo, ni ellos ni yo habríamos tenido razones para sospechar nada. Aunque después de la exposición llevarían a cabo algunos exámenes. Por eso iba a donarla. —Pedro se irguió—. No estarás sugiriendo que le cuente a la policía que extravié temporalmente la tablilla y que luego siga adelante y done la falsificación.
Ella negó con la cabeza después de esbozar una sonrisa fugaz. «Como si Pedro fuera a hacerlo.»
—No. Pero me pregunto si alguien tenía eso en mente. La auténtica no está aquí, pero eso podría explicar por qué sí lo está la falsificación.
—¿Así que implicarte era simplemente conveniente? «Así, ¿he olvidado dar el cambiazo?» Eso nos lleva de nuevo a la cuestión de la bomba.
—Sí. ¿Y qué te parece esto? —respondió, revolviendo de nuevo entre las fotos— ¿Por qué hacer una buena falsificación si vas a acabar volándola por los aires?
—No tiene sentido —dijo pausadamente—. La compensación es la misma si el objeto es robado, perdido o destruido.
Pedro se puso en pie. Paula pensó que pretendía ponerse a pasear de un lado a otro, tal como hacía ella cuando trataba de descifrar un enigma particularmente complicado, pero, en cambio, fue hacia el teléfono y marcó. Ella se obligó a
permanecer inmóvil, confiando en que no hiciera algo que pudiera poner sus vidas, o su propia libertad, en peligro.
—¿Cata? Hola, soy Pedro. ¿Está Tomas?
Pau puso los ojos en blanco. Aun en el caso de que no albergara ninguna sospecha sobre él, debía admitir que le gustaba contrariar con Gonzales. Además de resultar divertido, podía enbrearle lo suficiente como para que cometiera algún error.
—Tomas. ¿Quién demonios se encarga de elaborar mis nóminas? No, no me refiero a la mía. Las nóminas de la propiedad. Necesito saber quién estaba aquí, digamos… las últimas tres semanas.
Paula se sentó en el borde y guardó de nuevo las fotos en su expediente.
—Además, ¿podrías comprobar los servicios externos que nos envían regularmente a la misma persona? —Hizo una pausa—. De acuerdo, Tomas, no, no necesito que lo traigas en persona. Envíamelo por fax. Pero lo necesito hoy, así que
tendrás que pasarte por el despacho. Y quiero también una lista del personal de servicio externo que suelen estar habitualmente asignados aquí. —Hizo nuevamente una pausa para escuchar, su postura pasó de ser atenta a agresiva—. No es asunto tuyo.
—Está hablando de mí, ¿verdad?
—Calla. —Le volvió la espalda, acercándose a la puerta de la terraza, teléfono en mano—. De acuerdo, de acuerdo, sí… ha sucedido algo más. Te quiero aquí mañana a las diez con un abogado, quizá Macón, alguien que se tome en serio la confidencialidad abogado-cliente.
Regresó al sillón tras colgar el teléfono de mala manera.
—No discutas —dijo, antes de que ella pudiera abrir la boca—. Creo que hay que estar preparado para cualquier contratiempo. Si Castillo, o quien sea, se hace con esto —y señaló la tablilla—, estarás metida en un buen lío. Falsa o no, no quiero que te pillen con ella.
—Posiblemente, era eso lo que pretendía quien me la endosó. ¿Quieres que la esconda en algún sitio?
—Yo me ocuparé.
—Pedro, con el debido respeto, eres un tipo listo, pero no tienes mis habilidades. Sé esconder cosas. Estoy más metida en esta mierda que tú, y no quiero que acabes en la cárcel porque yo te haya pedido ayuda.
—Es un poco tarde para eso, cielo —dijo, recogiéndole el cabello por detrás de los hombros—. Como decimos en Gran Bretaña, de perdidos, al río.
Dios, la hacía estremecerse con tan sólo el roce de su mano en su cabello. Siguió su impulso y se inclinó para besarle. Pedro le rodeó los hombros con un brazo, atrayéndola lentamente y profundizando la unión de sus bocas. Igual que antes, cuando comenzaba a tocarla de ese modo, su mente se cerró. Era demasiado tentador
abandonarse a él, dejar que todo se desvaneciera. Todo, a excepción del placer, el calor y Pedro Alfonso.
Funcionaría durante un tiempo, hasta que alguien decidiera
colocar en su bolso la pistola que había acabado con la vida de Etienne o alguna otra cosa.
Paula se echó hacia atrás, pero él la siguió, tumbándola de espaldas con la cabeza apoyada en el petate. Una mano caliente se deslizó por su camisa, tomando un pecho en ella.
—Pedro, para —protestó con un gemido de placer medio estrangulado.
—Te deseo —murmuró, hundiendo el rostro en su cuello.
—Dios mío —se estremeció, empujándole—. Nos hemos pasado toda la noche follando. Deja de distraerme —farfulló, zafándose de sus brazos.
—Me parece que eso es un cumplido.
—Quiero ver los vídeos de anoche y también los de esta mañana, Pedro.
—Más tarde.
—Quienquiera que sea, siempre va un paso por delante de nosotros —dijo, poniéndole la mano sobre su sensual boca cuando él se disponía a discutir con ella—. Quiero, al menos, ponerme a la par. Aunque sería estupendo sacarle ventaja, ¿no te parece?
Con una maldición, exhaló y se sentó erguido de nuevo.
—De acuerdo. Visionaremos el vídeo. —Echó un vistazo a la tablilla—. ¿Y dónde recomiendas que pongamos esto? ¿Debajo de la cama?
—Me parece que no.
Después de envolverla en la tela protectora, volcó la mochila, enrolló el bulto en una camisa y lo metió dentro.
—Hala, esto servirá hasta que la saquemos de tu habitación y la llevemos a un lugar seguro.
Pedro, sin embargo, revolvía con el pie la basura de su mochila. Se inclinó y cogió una placa base de ordenador rota.
—¿Y esto qué es?
—Parte de mi ordenador personal. Oí llegar a la policía y no quería que accedieran al sistema.
La miró fijamente, con una expresión parte lujuriosa, parte preocupada.
—Vamos a tener que pensar seriamente en otro tipo de trabajo para ti cuando todo esto termine —murmuró.
En ese momento, casi parecía una buena idea.
2 Expresión proveniente de la antigua y popular serie de los sesenta Perdidos en el espacio que se ha convertido en un latiguillo con el tiempo. (N. de la T.)
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