viernes, 26 de diciembre de 2014
CAPITULO 33
En lo que a Pau respectaba, a medida que el rastro se iba complicando, parte de aquello también se volvía más simple.
No había hecho a Pedro partícipe de su nueva teoría, y no lo haría hasta que estuviera segura. Sin embargo, todos y cada uno de sus instintos le gritaban que quien había puesto en marcha la inesperada reaparición de la tablilla tenía fácil acceso a la propiedad… demasiado fácil para ser un intruso. Eso no explicaba la maldita bomba, pero no iba a pasar nada, ni a nadie, por alto.
Pau abrió la puerta del despacho de Pedro con un clip, haciendo que pareciera que tenía una llave por si pasaba alguna patrulla de seguridad y por su propia paz mental. Era más difícil de lo que esperaba colarse dentro, como si tuviera todo el derecho de estar allí y de revolver en sus archivos; lo cual resultaba extraño dado que acostumbraba a hacerlo sin permiso. Obviamente, Alfonso la estaba afectando.
Las fotos de la tablilla y un detallado historial de propiedad estaban en un archivo marcado con un número que supuso formaba parte del sistema referencial de su extensa colección de arte y antigüedades. La idea de estar ahí y rebuscar en él le hacía sentir como si estuviera cometiendo un robo después de haber dado su palabra de comportarse bien, de modo que tomo el expediente y dejó el despacho en favor de la relativa seguridad de la suite privada de Pedro.
Seguridad. Hasta la noche anterior no había comprendido lo extraño que se había vuelto para ella tal concepto. Parecía como si… como si nunca se hubiera sentido relajada y en paz, y a salvo. Y la segundad era un poderoso afrodisíaco… casi tan poderoso como el atractivo del propio Pedro Alfonso.
—Peligro, Will Robinson, peligro, peligro2 —farfulló, colocando la carpeta junto a la tablilla y rebuscando la ropa limpia en el fondo de su petate.
La situación se estaba volviendo extremadamente peligrosa, y no sólo porque estaba muriendo gente y porque la policía se paseara a voluntad por la propiedad.
No había sido en su propia seguridad en lo primero en lo que había pensado aquella mañana al ver el rostro de Pedro y seguir su mirada hasta la tablilla que sostenía en su mano. Había sido en que él no iba a creer que no había sido ella la responsable. Se suponía que debía preocuparse por ella antes que por nadie más. Ésa era la regla número uno. Cuidar de uno mismo.
Desobedeciendo la regla número uno por segunda vez aquella mañana, fue al baño de Pedro a tomar una ducha en vez de retomar su exhaustivo examen de la tablilla. Necesitaba pensar las cosas, y la ducha era estupenda para ello. Y además tampoco quería tocar la tablilla de nuevo sin la presencia de Pedro en la habitación.
Obviamente necesitaba su protección ahora más que nunca, pero por encima de eso, deseaba que confiara en ella, lo que era absurdo dadas las circunstancias… Dios, habría estado dispuesta a que la arrestaran hacía media hora.
Cuando salió del cuarto de baño tenía una lista de sospechosos, pero necesitaba que Pedro confirmara quién tenía acceso a la propiedad, y quién había estado en ella
tanto la noche del robo como la noche anterior y esa mañana. Y quería echarle una ojeada al periódico del día, únicamente para confirmar lo que Castillo había dicho, que su rostro había aparecido en portada junto con su nombre.
«¡Santo Dios!» Como si no tuviera ya suficiente de qué preocuparse.
De modo que no se dejaría tentar por la tablilla; salió a la terraza privada de Pedro y se sentó a la sombra de una sombrilla para que se le secara el pelo. Podía volver a la habitación que le había facilitado, pero entonces quienquiera que hubiera metido la tablilla en su petate no tendría dificultades para entrar en la suite de Pedro y recuperarla.
—¿Por qué sonríes?
Pau a punto estuvo de llevarse un susto de muerte cuando Pedro apareció en la terraza desde las escaleras de la tarima de la piscina.
—¡Dios mío¡ —jadeó, llevándose la mano al corazón.
—Lo siento —dijo, sus ojos denotaban cierta diversión—. Creía que tenías nervios de acero.
—Me parece que ése es Superman.
—Ah. Y tú eres Catwoman.
—Guay. ¿Dónde está el policía, Barman?
—Acabo de acompañarlo a su coche.
—¿Qué quería?
—Me enseñó algunas fotos de DeVore, quería saber si le reconocía. Quería hacerte las mismas preguntas a ti, pero hice mención de algunas palabras como «acoso» y «abogado», y accedió a posponerlo.
—¿Así que Etienne es oficialmente sospechoso?
—Sí. Voló a Miami tres días antes del robo y hallaron cable de cobre en la habitación de su hotel, el mismo material que fijaba la bomba a las paredes. Incluso con la prueba y su especie de confesión, Pau seguía sin poder creerse que el diestro y egocéntrico francés hubiera intentado matarla.
—¿Qué hay de la mujer que viste?
—Parece que podría haber tenido una alucinación.
—Eso parece.
—Lo único que necesitan es la tablilla, y me parece que se darían por satisfechos. —Se sentó frente a ella—. ¿Y por qué sonreías?
—Ah. Lo que sucede es que pensé tenía gracia que intentara robar la tablilla y que ahora esté sentada aquí afuera protegiéndola.
La mirada de Pedro se hizo más aguda.
—¿Protegiéndola? ¿Qué has averiguado?
—Lo que pasa es que no quería mirarla sin que estuvieras tú aquí —respondió, reparando en que ese día su aspecto era más el de un millonario que el de un deportista, ataviado con unos pantalones holgados color tostado y una camisa blanca con el cuello abierto y los puños remangados. Mocasines sin calcetines complementaban la imagen, aunque tenía la sensación de que utilizaba la ropa del mismo modo en que ella utilizaba personalidades—. Pero tengo un par de teorías.
En cuanto a ella, tenía que decidir si su imagen iba a ser la del ligue del tipo rico o la de su asistente de seguridad. A juzgar por el modo en que esa mañana la había recorrido con la mirada cuando vestía unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes, con una camisa encima para ocultar los arañazos de metralla de su espalda, el atuendo del ligue funcionaba mucho mejor con él. Pero tenía que encontrar su
propio equilibrio.
—Cuéntame.
—Mi petate. Aparte de que esperaban que pareciera culpable, el único momento en que podrían haber llegado hasta él fue el lapso de tiempo desde que dejamos tu coche y entramos en el garaje esta mañana.
—Alguien ha vuelto a entrar en la finca. Ya lo suponía. Revisaremos la grabación en unos minutos.
—No estoy segura de que quien sea no haya estado aquí todo el tiempo —dijo lentamente, observando su expresión.
—Explícate.
Pedro no se mofaba, tan sólo exigía conocer su razonamiento. Aquello era un alivio, comprendió.
—Etienne no volvió y colocó la tablilla. Alguien lo hizo.
Un músculo de su mandíbula se contrajo.
—Piensas que es alguien de mi personal. Pero si hasta hace dos días ni siquiera los conocías. ¿Por qué incriminarte a ti?
—Y yo qué sé. Pero las únicas personas que estaban aquí en ambos acontecimientos fuimos tú y yo… y tal vez alguien que trabaja aquí.
Sus ojos se entrecerraron y se puso en pie para mirar por la veranda la extensión de su finca.
—Durante unas horas creía que podría librarme de tener que sospechar de nadie que no fuera DeVore. Pero tienes razón. La maldita tablilla jamás salió de la finca. ¡Mierda!
—Me gustaría echarle un vistazo más minucioso a la piedra y al expediente. Quizá descubramos que hay una historia que se nos ha pasado o… qué sé yo. O podemos sentarnos y esperar a que la policía se conforme con culparme a mí.
—No me gusta sentarme sin hacer nada, Y mucho menos cuando tú eres el objetivo. —Pedro abrió la puerta de la terraza y la hizo pasar a su suite. Se sentaron en el sillón y ella abrió el expediente.
—¿Ibas a vender o a donar la tablilla al Museo Británico? —preguntó, desplegando las fotos alrededor de la losa y concentrándose en el detallado destino de la tablilla desde que fuera desenterrada. Existían varios puntos en blanco por espacio de siglos, que ni siquiera se habían molestado en rellenar con conjeturas sobre el paradero de la piedra, entre sus apariciones más públicas.
—A donarla. ¿Supone eso alguna diferencia?
—No lo sé. Todo esto es tan… extraño. —Pasó otra página—. ¡Joder! Según esto, tu tablilla es una de las cosas que convencieron a Calven y a Schliemann sobre la ubicación de Troya. Por eso excavaron en Hisarlik en 1868.
Pedro sonrió.
—Ya lo sabía.
—Yo no. Tenía un horario apretado. No disponía de tiempo suficiente para realizar una investigación tan completa como me hubiera gustado. —Frunció el ceño y levantó la vista de la tablilla para coger otra de las fotos—. Jamás lo utilizaría para incriminar a alguien, no cuando yo ni siquiera era sospechosa. Es demasiado bonita para eso. Demasiado… —Su voz se fue apagando al tiempo que se quedaba mirando. Algo en la foto había captado su atención, y la acercó más a la tablilla—. ¡No me jodas!
—Eso no está bien —dijo Pedro un momento después, inclinándose a mirar sobre su hombro. Señaló la foto, luego uno de los símbolos de la tablilla—. En la foto estos grabados parecen prácticamente desgastados. En la tablilla ambos pueden verse.
—Todos los grabados son más profundos de lo que parecen en la foto —dijo más bien para sí, y tomó otra foto para cerciorarse de que el primer vistazo superficial a los grabados originales no era más que efecto de la luz o de la cámara—. ¡Joder! No me lo puedo creer. Es una…
—Es una falsificación —la interrumpió, cogiendo la tablilla y dándole la vuelta en sus manos.
Las ramificaciones dejaron a Pau claramente mareada.
—Tienes buen ojo para el detalle —dijo pausadamente, su cabeza repasó todo cuanto había averiguado hasta el momento sobre el robo.
—No estás sorprendida, ¿verdad, Paula? —preguntó, rozándole el muslo con el suyo.
—Como ya he dicho, me sorprendería más que alguien me endosara el original a mí sin un buen motivo. Pero la cuestión es: ¿se trata de una falsificación lo suficientemente buena como para ser donada al Museo Británico?
Él la miró fugazmente.
—Durante un tiempo, probablemente. Si tenemos en cuenta que tan sólo hay tres en el mundo, estarían alucinados de haberla conseguido. Y antes del robo, ni ellos ni yo habríamos tenido razones para sospechar nada. Aunque después de la exposición llevarían a cabo algunos exámenes. Por eso iba a donarla. —Pedro se irguió—. No estarás sugiriendo que le cuente a la policía que extravié temporalmente la tablilla y que luego siga adelante y done la falsificación.
Ella negó con la cabeza después de esbozar una sonrisa fugaz. «Como si Pedro fuera a hacerlo.»
—No. Pero me pregunto si alguien tenía eso en mente. La auténtica no está aquí, pero eso podría explicar por qué sí lo está la falsificación.
—¿Así que implicarte era simplemente conveniente? «Así, ¿he olvidado dar el cambiazo?» Eso nos lleva de nuevo a la cuestión de la bomba.
—Sí. ¿Y qué te parece esto? —respondió, revolviendo de nuevo entre las fotos— ¿Por qué hacer una buena falsificación si vas a acabar volándola por los aires?
—No tiene sentido —dijo pausadamente—. La compensación es la misma si el objeto es robado, perdido o destruido.
Pedro se puso en pie. Paula pensó que pretendía ponerse a pasear de un lado a otro, tal como hacía ella cuando trataba de descifrar un enigma particularmente complicado, pero, en cambio, fue hacia el teléfono y marcó. Ella se obligó a
permanecer inmóvil, confiando en que no hiciera algo que pudiera poner sus vidas, o su propia libertad, en peligro.
—¿Cata? Hola, soy Pedro. ¿Está Tomas?
Pau puso los ojos en blanco. Aun en el caso de que no albergara ninguna sospecha sobre él, debía admitir que le gustaba contrariar con Gonzales. Además de resultar divertido, podía enbrearle lo suficiente como para que cometiera algún error.
—Tomas. ¿Quién demonios se encarga de elaborar mis nóminas? No, no me refiero a la mía. Las nóminas de la propiedad. Necesito saber quién estaba aquí, digamos… las últimas tres semanas.
Paula se sentó en el borde y guardó de nuevo las fotos en su expediente.
—Además, ¿podrías comprobar los servicios externos que nos envían regularmente a la misma persona? —Hizo una pausa—. De acuerdo, Tomas, no, no necesito que lo traigas en persona. Envíamelo por fax. Pero lo necesito hoy, así que
tendrás que pasarte por el despacho. Y quiero también una lista del personal de servicio externo que suelen estar habitualmente asignados aquí. —Hizo nuevamente una pausa para escuchar, su postura pasó de ser atenta a agresiva—. No es asunto tuyo.
—Está hablando de mí, ¿verdad?
—Calla. —Le volvió la espalda, acercándose a la puerta de la terraza, teléfono en mano—. De acuerdo, de acuerdo, sí… ha sucedido algo más. Te quiero aquí mañana a las diez con un abogado, quizá Macón, alguien que se tome en serio la confidencialidad abogado-cliente.
Regresó al sillón tras colgar el teléfono de mala manera.
—No discutas —dijo, antes de que ella pudiera abrir la boca—. Creo que hay que estar preparado para cualquier contratiempo. Si Castillo, o quien sea, se hace con esto —y señaló la tablilla—, estarás metida en un buen lío. Falsa o no, no quiero que te pillen con ella.
—Posiblemente, era eso lo que pretendía quien me la endosó. ¿Quieres que la esconda en algún sitio?
—Yo me ocuparé.
—Pedro, con el debido respeto, eres un tipo listo, pero no tienes mis habilidades. Sé esconder cosas. Estoy más metida en esta mierda que tú, y no quiero que acabes en la cárcel porque yo te haya pedido ayuda.
—Es un poco tarde para eso, cielo —dijo, recogiéndole el cabello por detrás de los hombros—. Como decimos en Gran Bretaña, de perdidos, al río.
Dios, la hacía estremecerse con tan sólo el roce de su mano en su cabello. Siguió su impulso y se inclinó para besarle. Pedro le rodeó los hombros con un brazo, atrayéndola lentamente y profundizando la unión de sus bocas. Igual que antes, cuando comenzaba a tocarla de ese modo, su mente se cerró. Era demasiado tentador
abandonarse a él, dejar que todo se desvaneciera. Todo, a excepción del placer, el calor y Pedro Alfonso.
Funcionaría durante un tiempo, hasta que alguien decidiera
colocar en su bolso la pistola que había acabado con la vida de Etienne o alguna otra cosa.
Paula se echó hacia atrás, pero él la siguió, tumbándola de espaldas con la cabeza apoyada en el petate. Una mano caliente se deslizó por su camisa, tomando un pecho en ella.
—Pedro, para —protestó con un gemido de placer medio estrangulado.
—Te deseo —murmuró, hundiendo el rostro en su cuello.
—Dios mío —se estremeció, empujándole—. Nos hemos pasado toda la noche follando. Deja de distraerme —farfulló, zafándose de sus brazos.
—Me parece que eso es un cumplido.
—Quiero ver los vídeos de anoche y también los de esta mañana, Pedro.
—Más tarde.
—Quienquiera que sea, siempre va un paso por delante de nosotros —dijo, poniéndole la mano sobre su sensual boca cuando él se disponía a discutir con ella—. Quiero, al menos, ponerme a la par. Aunque sería estupendo sacarle ventaja, ¿no te parece?
Con una maldición, exhaló y se sentó erguido de nuevo.
—De acuerdo. Visionaremos el vídeo. —Echó un vistazo a la tablilla—. ¿Y dónde recomiendas que pongamos esto? ¿Debajo de la cama?
—Me parece que no.
Después de envolverla en la tela protectora, volcó la mochila, enrolló el bulto en una camisa y lo metió dentro.
—Hala, esto servirá hasta que la saquemos de tu habitación y la llevemos a un lugar seguro.
Pedro, sin embargo, revolvía con el pie la basura de su mochila. Se inclinó y cogió una placa base de ordenador rota.
—¿Y esto qué es?
—Parte de mi ordenador personal. Oí llegar a la policía y no quería que accedieran al sistema.
La miró fijamente, con una expresión parte lujuriosa, parte preocupada.
—Vamos a tener que pensar seriamente en otro tipo de trabajo para ti cuando todo esto termine —murmuró.
En ese momento, casi parecía una buena idea.
2 Expresión proveniente de la antigua y popular serie de los sesenta Perdidos en el espacio que se ha convertido en un latiguillo con el tiempo. (N. de la T.)
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