miércoles, 14 de enero de 2015
CAPITULO 92
—Me estás diciendo que está mal que utilice una posible fuente de información sólo porque resulta que ésta tiene una historia con el tipo con el que me acuesto.
—Pau, lo único que te digo es que yo me quedo al margen.
—Sanchez no se molestó en disimular su sonrisa al tiempo que volvía a cotejar el mobiliario de oficina de una lista en una carpeta sujetapapeles. Una lista que no iba a mostrarle—. Estoy en Illinois, estoy muy lejos de todo ello.
—Se lo habría dicho si surgiera algo importante. Pero ella apenas vale la gasolina que gasté. —Por supuesto, Patricia seguía prácticamente a su merced siempre que tuviera la cinta de seguridad del robo del anillo. Pero cuanta más gente tuviera conocimiento de aquello, menos influencia tendría ella. Por tal motivo mantenía el pico cerrado sobre el trato con Patty—. En realidad, ni siquiera sé qué fue lo que Pedro vio en ella.
—Uf, me voy más lejos. Ahora estoy en Idaho. Y no me sigas.
Paula realizó un nuevo giro en la mullida silla verde de recepción. A pesar de las buenas noticias y de la posible pista del joyero Gugenthal, lo que principalmente ocupaba su mente era la estúpida discusión con Pedro. Por supuesto que le había cabreado que estuviera frecuentando a Patty… tanto si la mujer la estaba volviendo medio loca como si no.
Gracias a Dios que no le había ocultado lo de Leedmont.
—Sanchez, tú eres mi Yoda. Aconséjame.
—Hace tres meses te dije que era un error enrollarte con Pedro Alfonso. Después de eso todo es culpa tuya, cielo. Soy yo quien te organizó unas vacaciones pagadas en Venecia. —Examinó el número de serie de un armario archivero y lo cotejó en su carpeta.
—No vamos a encontrar a Jimmy Hoffa en uno de éstos, ¿verdad? —preguntó, dando un golpecito con los nudillos al archivero de metal.
—Si lo hacemos, tendrás que hacer tú las entrevistas para la televisión. —Sanchez tomó aire—. De acuerdo. Un pequeño consejo. Si te gusta Alfonso, y el que salgas con su ex mujer le molesta, no lo hagas.
—Jamás se pronunciaron palabras más sabias —manifestó una voz con acento sureño procedente de la puerta.
Paula dio la vuelta en la silla. Alto, atlético y rondando los cincuenta, Andres Pendleton entró por el vestíbulo.
—Señor Pendleton —dijo, poniéndose en pie.
Le tendió la mano y él la tomó, aunque en vez de estrechársela con un típico «encantado de conocerte», se llevó sus nudillos a los labios.
—Usted debe de ser Paula Chaves. Me sorprendió su llamada.
—¿Cómo es eso? —preguntó, retirando la mano.
—Las mujeres que tienen como acompañante a Pedro Alfonso normalmente no necesitan los servicios de otro caballero —respondió, saludando a Sanchez con la cabeza—. Andres Pedleton.
—Walter Barstone —respondió Sanchez, adelantándose un paso para tenderle la mano.
Andres no besó a Sanchez en los nudillos, lo que probablemente era algo bueno. Pau dio un rodeo hasta la puerta de recepción y la abrió, indicándole al señor Pendleton que le acompañara. Él así lo hizo, contemplando las paredes desnudas, la apagada pintura y la ecléctica colección de muebles.
—Este lugar perteneció a una compañía de seguros —comentó, siguiéndola hacia su despacho—. Se dice que no pudieron hacen frente al alquiler.
—Genial —gruñó Sanchez detrás de ellos.
Pendleton le dedicó una sonrisa de dientes perfectos.
—Personalmente, pensé que o bien atraían a la clientela equivocada o bien habían elegido la zona errónea de la ciudad para sus negocios. Con sus conexiones, dudo que tenga usted problema alguno.
¡Vaya! Todo el mundo sabía quién era y con quién se acostaba. Pau se preguntó qué más sabría el hombre.
—Hablando de conexiones —dijo, simulando su sosegado y firme estilo de conversación—. Resulta que esta tarde estuve en Antigüedades Gressin. Por casualidad no tendrá otros joyeros de origen flamenco disponibles, ¿verdad?
—Ah, qué sutil, señorita Chaves. Mis felicitaciones.
Ella sonrió.
—Llámeme Pau.
—Jamás me dirijo a una mujer por su nombre de pila —respondió—. Una dama se merece que la traten con más respeto. ¿Podría llamarla señorita Chaves?
—Claro. —Pedro raras veces la llamaba Pau, pero supuso que tan sólo era un alarde británico. Pero todo eso del respeto… era agradable—. ¿Joyeros?
Tomaron asiento en las sillas para invitados de su despacho, mientras Sanchez retomaba la tarea de cotejar el mobiliario. Pau podría jurar que el sillón de su escritorio había cambiado su estilo dos veces y de color en tres ocasiones.
—Joyeros —repitió Pendleton—. Sabe, una bonita selección de reproducciones de grandes maestros le conferiría a esto un refinado sentido de la elegancia.
Así que quería charlar sobre el tema. De acuerdo, podía hacerlo.
—Ya hay algún Monet en el pasillo común.
—Demasiado europeo —dijo con voz lánguida, pareciendo desdeñoso—. Algo más cercano a casa. O'Keeffe, tal vez.
—¿Vida en el desierto? Difícilmente la quintaesencia de Palm Beach.
El rió entre dientes.
—Diego Rivera, pues.
Pau le miró con la cabeza ladeada.
—¿Se trata de un concurso sobre arte? Rivera es sudamericano, pero en absoluto es un artista cumbre. ¿Por qué no me seduce con algunos nativos desnudos como Gauguin?
Asintiendo, él se acomodó en la silla y cruzó los tobillos.
—Laura Kunz me dio el joyero hace dos días y me pidió que me deshiciera de él por ella. Dijo que nunca le había gustado, y que con el fideicomiso inmovilizado por el momento, no le vendría mal el efectivo para pagar al personal extra para el velatorio.
Pau se tomó un momento para escudriñar su expresión y el tono de su voz.
—No lo aprobaba —dijo finalmente.
—Charles, algunos caballeros más y yo solíamos jugar al póquer la noche de los jueves cuando estaba en la ciudad.
—Le agradaba Charles.
—Sí, así es.
—También a mí —reconoció.
Pendleton asintió.
—Y a él le gustaban sus colecciones. Me ofrecí a prestarle a Laura algunos fondos. Ella no tenía motivo para deshacerse del joyero salvo por el hecho de que podía hacerlo. No considero que sea apropiado.
—Pero hoy fue a comer con ella.
Su blanca sonrisa volvió a aparecer.
—Uno debe ganarse la vida, señorita Paula. Y hay familias a las que no se enoja si se desea seguir formando parte del círculo social de Palm Beach.
—Cotillear conmigo, o con cualquiera, no parece una buena forma de seguir siendo popular —advirtió.
—No, es vital poseer información, y saber con quién se comparte es casi igual de importante. —Extendió una elegante mano para tocar a Pau en la rodilla—. Elijo compartirla con usted.
—¿Por qué?
—Nuestras ocupaciones no se diferencian tanto, querida. En gran medida, ambos… vivimos del esfuerzo de otras personas. O usted lo hacía, más bien. Debe avisarme de lo bien que le sienta tener una ocupación legal.
Pau se echó a reír.
—Si supiera de lo que habla, sin duda le mantendría al tanto.
—Muy justo, aunque le aseguro que soy la discreción en persona. ¿Alguna cosa más?
Ella dudó durante un mero segundo. Vivir gracias a su instinto nunca antes le había fallado, y tenía la sensación de que podía confiar en Andres Pendleton.
—¿Conoce a alguien que tiende trampas a tipos ricos o turistas con una prostituta y luego saca fotos para chantajearlos?
—He escuchado rumores acerca de una estafa burda con una mujer y fotografías. Y algo sobre un apartado postal.
«¡Bingo!»
—Tengo la sensación de que no fue algo puntual. ¿Ninguna pista de quién hay detrás de ello?
Andres rió entre dientes.
—Cariño, quienquiera que sea, no forma parte del círculo social de Palm Beach. He visto cosas así antes. El beau monde preferiría pagar unos dólares que reconocer al parásito llamando a la policía y denunciándolo.
—Muy bien. Gracias.
—Ha sido un placer. En realidad es emocionante investigar un asesinato y vandalismo. Me siento como en «CSI Miami».
Paula sonrió. El hombre parecía estar disfrutando verdaderamente de aquello, y sin duda había sido franco.
Una pregunta más no haría daño.
—¿Cree que sus hijos tuvieron algo que ver con el asesinato de Kunz?
Él arqueó ambas cejas.
—Independientemente de mi recién descubierta afición por las emociones, no me relacionaría de forma intencionada con asesinos. Entre usted y yo, son unos mocosos malcriados, pero ¿asesinos? No lo creo.
¡Mierda! Vuelta a empezar… aunque no pensaba eliminarlos sólo porque alguien se lo dijera.
—Gracias de nuevo, señor Pendleton.
—Llámeme Andres, por favor. Y manténgame informado en todos los aspectos, si es tan amable. Lo encuentro fascinante.
—Trato hecho.
Andres se puso en pie, ofreciéndole una elegante reverencia a la antigua usanza.
—Llámeme siempre que lo desee, por negocios o por placer. —Sonrió de nuevo; un caballero sureño hasta la médula—. Y por cierto, según mi experiencia, hay dos modos de hacer que un hombre olvide una discusión: la comida y el sexo.
Vaya, la cosa se ponía interesante.
—¿Cuántas compañeras femeninas están al corriente de su vasto conocimiento sobre los hombres?
Le guiñó un ojo y salió por la puerta.
—Tantas como saben que he venido aquí a hablar con usted.
—Lo tendré en cuenta —dijo, con un tono de voz lo bastante elevado como para que él la oyera. Andres Pendleton tenía razón: ambos tenían algunos secretos.
CAPITULO 91
Lunes, 2:40 p.m.
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte mirando por mi ventana? —preguntó Tomas Gonzales, levantado la vista del montón de papeles sobre su escritorio.
Pedro bajó de nuevo la mirada a la lista revisada de demandas de Leedmont.
—No me he quedado mirando —gruñó—. Estaba echando un vistazo.
—Has estado echando muchos vistazos.
—Chaves parece capaz de cuidarse sólita.
Podía, pero no se trataba precisamente tanto de lo que estaba haciendo como de con quién lo hacía. Patricia, Leedmont… no podía estar más implicada en su vida, y aun así continuaba protestando siempre que él le ofrecía consejo sobre sus asuntos.
—Sabía que no debería haberte llamado cuando Cata me telefoneó,
—Siempre debes llamarme. —Lo único que le faltaba era que su ex esposa y su amante actual salieran juntas por ahí sin que nadie le avisara de ello.
—Sí, bueno, pensé que era muy interesante. No sabía que te pondrías hecho un basilisco.
—Bien que lo sabías. De lo contrario habrías hecho que Cata me llamara para darme la noticia. Querías que Pau y yo discutiéramos.
—De acuerdo, puede que sí.
Pedro se tomó un momento para fulminar al abogado con la mirada.
—¿Y eso por qué?
—Chaves solía buscar puntos débiles en la seguridad. Se imagina que Patricia conoce todos los tuyos, de modo que está claro que quiere hacerse colega suya. Afróntalo, Pedro. No eres más que otra víctima.
—No soy una maldita víctima, Tomas —replicó—. Y si me repites esas opiniones a mí o a cualquiera, voy a dejar de fingir que te despido y a hacerlo de verdad.
—Entonces, ¿puedo simplemente decir que estás loco?
—Eso puedes decirlo. —En esos momentos estaría de acuerdo con tal afirmación—. Una vez —exhaló. Mantener su… frustración a raya iba a provocarle un ataque al corazón. Maldita sea, estaba acostumbrado a la acción.
Visto el problema, se solventa. Se hace desaparecer, o se le da la vuelta en beneficio propio. Que fuera otra persona quien le impusiera la dirección a seguir… eso era algo nuevo. Y era extremadamente difícil, aunque era importante que le concediera a ella su espacio.
—Bueno —prosiguió Tomas después de largo rato de silencio—, a juzgar por lo que has dicho, Chaves estaba utilizando a Patricia para ganar la apuesta. Dudo que las dos vayan a ir juntas de compras. Es probable que sólo fuera algo puntual.
Dios, eso esperaba. A veces deseaba que Paula fuera la clase de chica que sólo iba de compras. Pero si se hubieran conocido en Neiman Marcus, jamás hubiera llegado a conocer a la verdadera Paula Chaves. Ella jamás se hubiera ofrecido voluntariamente a revelarle a nadie sus secretos.
Tan sólo el hecho de que la hubiera pillado colándose en Solano Dorado y que los dos hubieran estado a punto de volar por los aires cinco minutos después de eso… aquélla era la única razón por la que había llegado a conocer a la verdadera Paula Chaves. Y daba gracias a Dios de que ambos hubieran sobrevivido a su primer encuentro, y por cada día que pasaba con ella desde entonces.
Pedro se obligó a centrar la atención de nuevo en el periódico que tenía delante.
—¿Me tienes ya preparada esa cláusula laboral?
—Debería salir de la impresora ahora mismo.
Pedro asintió.
—Me la llevaré y la revisaré esta noche. Si supera la inspección, se la enviaré a Leedmont. Sería agradable que estuviera de mi parte cuando el resto de la directiva lo vote.
—Tengo la impresión de que es más terco que sensato.
Y por tal motivo hubiera sido útil saber por qué Leedmont había contratado a Paula.
—No le necesito si consigo un voto unánime del resto de la junta. Simplemente lo haría todo más sencillo. Imagino que el mejor modo de proceder es presentar a la junta la nueva propuesta justo antes de que suban al avión. Eso les concedería unas pocas horas sin interrupciones para considerar su futuro sin que Leedmont les persuada para que rechacen mi oferta.
—Más te vale que hagas acopio de bebidas alcohólicas en el avión —dijo Tomas, siguiéndole hasta la impresora de su secretaria que se encontraba fuera de la puerta del despacho—. Lo necesitarán.
—Cabría esperar que así fuera.
Pedro esperó mientras Shelly guardaba el documento revisado en una carpeta, luego se encaminó hacia el aparcamiento y a su SLR. Antes de acomodarse para analizar las revisiones del contrato, iba a hacer caso de la sugerencia de Tomas y a tomarse una copa. Una copa muy larga.
CAPITULO 90
Antes de entrar en Antigüedades Gressin, Pau se tomó un momento para mirar a través del escaparate. Muebles; candelabros; vasijas; un caballito balancín del siglo XIX… objetos de decoración. Frunció el ceño, despejando su expresión antes de abrir la puerta y pasar adentro. Allí no habría ninguna pieza de la colección de joyas Gugenthal ni ningún Van Gogh u O'Keeffe digno de mención, aun cuando alguien hubiera tratado de venderlos en un establecimiento legal de antigüedades.
—Pau. —La voz de Sanchez llegó desde el rincón de la derecha al fondo de la tienda.
Divisó su frente ahuevada a través de un bosque de pantallas de lámparas con flecos y cruzó el revoltijo en dirección a él.
—Ya tenemos muebles de oficina —dijo en voz baja cuando llegó hasta él—. ¿O se trata de la próxima entrega?
—Qué graciosa. —Pasó el dedo por un pequeño joyero de madera de caoba—. ¿A que es bonito?
—Es muy bonito. ¿Qué… ?
Él abrió la tapa de golpe. Una enorme «G» labrada en pan de oro decoraba el interior de la tapa recubierta de terciopelo rojo.
—¿Gugenthal? —murmuró entre dientes—. Un poco chapucero, ¿no te parece?
—A eso me refiero, cielo —repuso el grandullón—. No está exactamente a la altura de las expectativas del resto de la colección… como si tal vez datase de justo antes de que los Gugenthal tuvieran que vender.
—Un pobre intento de retornar a los días de gloria. Si no puedes hacer que sea caro, haz que sea llamativo. —Cerró la tapa de nuevo, girando la caja con delicadeza en busca de cualquier marca—. Está hecho a mano —reconoció tras un momento, pasando un dedo sobre el emblema grabado de lo que parecía un diminuto pino—. Posiblemente en Bélgica. Podría proceder de la familia Gugenthal. Pero…
—Pregunté cuándo llegó. El propietario dijo que ayer.
—Espera. —Abrió la solapa del móvil y tecleó, al menos tan horrorizada como divertida de tener memorizado aquel número en particular—. ¿Francisco? Soy Pau. ¿Por casualidad no habrá algún joyero listado entre los objetos robados a Kunz?
—No —respondió el detective al cabo de un minuto—. ¿Por qué, has encontrado algo?
—Puede. Sobre todo me preguntaba cómo estaba de organizado el robo. ¿Cosas dispersas o cirugía láser?
Aquello no era del todo una mentira y pareció satisfacer a Castillo.
—Sobre todo dispersas, supongo. Es una buena comparación. ¿Te importa que lo utilice en mi próxima reunión?
—Tú mismo. Pero no me atribuyas ningún mérito por ello.
—Como si quisiera que alguien supiera que te conozco.
Ella colgó, volviéndose para echar un nuevo vistazo a la caja.
—No ha sido denunciado como robado.
—Eso no hace que sea más bonito.
Paula se frotó la sien.
—Muy bien, partiré desde esta perspectiva: es feo, está vacío, así que deshagámonos de él. Quiero decir que, siendo relativamente malo, diría que vale, ¿cuánto, quinientos o seiscientos pavos?
Sanchez asintió.
—Setecientos veinticinco con el margen de beneficio de la tienda.
—No es muy sentimental por parte de la familia… si es que procede de Coronado House. El patriarca puede que en realidad muriera en la habitación con ello, después de todo.
Su ex perista torció el gesto.
—No estoy seguro de esa parte. El tiempo es correcto, pero dijiste que Daniel era un tipo castaño y bronceado.
—Sí.
—El vendedor era rubio.
—¿Conseguiste un nombre?
—Pregunté, pero ya sabes lo especiales que son los comerciantes de antigüedades. «Un caballero rubio» fue lo único que pude sacarle.
Paula sonrió.
—Indícame la dirección de ese petimetre.
Sanchez señaló hacia la parte delantera de la tienda y luego se dirigió a la salida. Al menos alguien sabía y apreciaba su modo de trabajar lo suficiente como para concederle un poco de espacio.
Le gustaban las tiendas de antigüedades y no sólo porque en contadas ocasiones había podido adquirir un objeto bajo contrato de uno de los establecimientos más elitistas… y porque irrumpir en un negocio era más sencillo que hacerlo en una casa. Esa tienda en particular era de nivel medio y nunca antes la había explorado. Se preguntó fugazmente si era ahí donde las damas de la alta sociedad dejaban las cosas que mangaban en las fiestas.
Seguramente el propietario nunca había sido guapo, y ahora había adelgazado y perdido el trasero tal como tendían a hacer los hombres de edad madura. Ahora se había convertido prácticamente en la estereotipada figura de póster del sabiondo petimetre entrado en años. El pobre tipo llevaba incluso gafas de culo de botella.
—Hola —dijo, dedicándole una deslumbrante sonrisa cuando llegó al desordenado mostrador.
—Buenas tardes. ¿Es usted la joven interesada en el joyero de caoba del siglo XIX?
—De principios del XX, quiere decir —le corrigió—. Los clavos de las bisagras son de aluminio.
—Así que conoce los joyeros —reconoció el vendedor, dejando a un lado el periódico que había estado examinando concienzudamente—. Su compañero dijo que así era.
—Es una afición. Siempre le pido al señor Barstone que esté alerta. —Cambió el peso de pie, apoyando un codo sobre el mostrador y proporcionándole una visión de su sujetador rosa—. Es danés, ¿verdad? O más bien flamenco.
—De acuerdo con la firma del artesano, sí.
—¿Fue una pieza de subasta?
—El caballero que lo trajo dijo que había sido un regalo. Me había traído piezas con anterioridad y no tengo motivos para dudar de él.
—¿Cree que tenga algunas cajas más en su poder? ¿Flamencas, pero más antiguas?
—Puede tener acceso a algunas —dijo el vendedor a regañadientes.
Pau reconoció la indecisión y el motivo que se escondía tras ella. Le lanzó una sonrisa coqueta.
—Yo podría tener acceso a algunas cosas que le beneficiarían, si me echa una mano.
—Per… perdón, ¿cómo dice?
Se inclinó un poco más, cerciorándose de que él pudiera ver las copas de encaje rosa de la talla B.
—Ya sabe. Usted me rasca la espalda y yo le rascaré la suya.
—Ay, dios mío. —Buscando a tientas la Rolodex, asintió de modo tan enérgico que a Pau le preocupó que pudiera rompérsele una vértebra—. Le daré el número del señor Pendleton. Estoy seguro de que no le importará.
—Eso es estupendo —respondió, empleando toda su experiencia para lograr no inmutarse debido al nombre.
Pendleton. ¿Andres Pendleton, el acompañante de Laura?
Dio de nuevo las gracias al comerciante de antigüedades y se encaminó a la calle, donde Sanchez estaba apoyado contra su Chevy y sorbía un refresco para llevar.
—¿Tenía yo razón? —preguntó.
—Eso parece. El vendedor era Andres Pendleton. Le vi hace una hora con Laura Kunz.
—Joder, qué bueno soy —declaró Sanchez, apurando su refresco y apartándose del coche—. Será mejor que regrese a la oficina. Tenemos de camino algunos armarios archiveros y una mesa de conferencias.
Ella se negó a picar el anzuelo y preguntar por la procedencia de dichos muebles.
—Te seguiré. Tengo algunas llamadas que hacer. —Tenía que encontrar un acompañante y quería saber por Leedmont en qué esquina había subido la chica a su coche, y dónde se habían detenido cuando ella cayó sobre su regazo. Mmm, algunas veces parecía que los buenos días de antaño eran más glamurosos que su nueva andadura.
CAPITULO 89
Lunes, 12:53 p.m.
Pedro entregó la llave de su SLR al aparcacoches, Paula se aproximó hasta él desde la parte baja de la calle. Habría aparcado el Bentley al doblar la esquina; detestaba ceder sus llaves y la ubicación de su coche a otra persona.
Algo la preocupaba. Lo había apreciado en su voz por teléfono y ahora podía verlo en su semblante. Pedro tomó aire, avanzando los últimos pasos para encontrarse con ella.
—Estás estupenda —dijo, tomando sus manos y extendiendo sus brazos para verla mejor con su corto vestido amarillo y las sandalias que llevaba a juego.
Se había citado con alguien que esperaba esa clase de atuendo. Posiblemente podría sacar algunas conjeturas, pero significaría mucho más si ella se lo contaba. Siempre había sido un hombre paciente, pero desde que conocía a Paula, había aprendido a convertirlo en una forma de arte.
—Tú también —dijo, inclinándose para depositar un pequeño beso en sus labios mientras le alisaba las solapas de su chaqueta gris marengo.
—Eso no basta —respondió, tirando de ella y bajando la boca hasta la suya. El calor se extendió por su cuerpo ante el contacto, como siempre sucedía. Obsesión. Parecía que cuanto más refinados eran sus gustos, más primitivas eran sus necesidades. Y ella había copado el primer puesto de la lista desde que se habían conocido. Había dejado de intentar descifrarlo con lógica, porque obviamente la lógica nada tenía que ver con ello.
—De acuerdo, estás realmente estupendo —se corrigió, regalándole una sonrisa al tiempo que liberaba su boca y una de sus manos—. Invítame a unos tallarines chinos.
—No creo que sirvan tallarines chinos en el café L'Europe, pero veré qué puedo hacer. ¿Un perrito con chile, tal vez?
—Con Bratwurst.
—Si comes eso, no vendrás a casa.
El maitre les saludó con la cabeza cuando entraron en el restaurante. A pesar del pequeño gentío que aguardaba mesa en el restaurante, había una mesa reservada para ellos en el comedor principal, o debería haberla, dado que Pedro había llamado para hacer la reserva en cuanto había colgado el teléfono a Paula. Al cabo de un mero momento de disimulada búsqueda, apareció el camarero jefe para conducirlos por la fresca y poco iluminada estancia hasta un lugar frente a la enorme ventana principal.
—Gracias, Edward —dijo Pedro, estrechando la mano del camarero antes de retirar la silla a Paula.
—¿Cuánto le has dado? —murmuró Paula, tomando asiento.
El se sentó frente a ella.
—Eso es una torpeza. Mi gratitud se verá reflejada en la propina. —Apareció otro camarero y pidió un té helado para él y una Coca Cola Light para Paula.
Ella aguardó hasta que estuvieron de nuevo a solas, luego tamborileó los dedos sobre la cuchara.
—Ya has comido, ¿verdad?
—Tomé una manzana —reconoció, sin mencionar el pollo asado y el pan recién hecho, gracias a Dios que siempre llevaba caramelos de menta.
—Eres un buen tío.
El sonrió.
—No dejo de repetírtelo.
La sonrisa de Paula se unió a la de él, sus pensativos ojos verdes escudriñaron su rostro.
—¿Sabes qué es lo que quiero hacer ahora mismo?
Pedro se colocó la servilleta sobre el regazo. Debería haber pedido una mesa más resguardada.
—Cuéntamelo.
Paula cogió un palito de pan, lo examinó durante un momento, seguidamente lo lamió lentamente por entero.
—Mmm, qué salado —murmuró.
—Por Dios. Déjalo antes de que reviente la cremallera.
—Ah, entonces tendría que sentarme en tu regazo con mi corto vestido para proteger tu modestia. —Se inclinó hacia delante, mirándole con serenidad—. ¿Estás cómodo?
Él emitió un bufido, sin estar seguro de si ella se sentía de veras tan cachonda o si intentaba distraerle para que no le hiciera preguntas incómodas.
—No. Mi único consuelo es que después voy a ocuparme de que hagas todo lo que acabas de sugerir.
Paula se enderezó de nuevo y mordisqueó un pedazo de pan.
—Hasta entonces, ¿puedo compartir algo contigo?
Y allá iba ella, cambiando de nuevo de personaje.
—¿Se supone que ya soy capaz de pensar? —respondió, dividido entre la diversión y el resentimiento—. Has hecho que toda la sangre abandonara mi cerebro.
—Sigues siendo más listo que el cavernícola común. —Tomó otro bocado—. ¿Qué opinas de los hijos de Kunz?
Su cerebro comenzó a llenarse de nuevo, deshinchando su verga. Todo un profesional en ese instante.
—Eso depende.
—¿De qué?
—De si esto es relativo o no a la apuesta. Apuesta que tú propusiste, por cierto.
Paula le sacó la lengua e hizo un gesto burlesco.
—Pues muy bien. Siempre puedo colarme en su casa y averiguarlo yo sola. —Se recostó y se terminó el panecillo—. O puede que Laura necesite una nueva y mejor amiga. —Sonrió sin humor—. O puede que Daniel…
«¡Maldita sea!»
—¿Qué quieres saber?
—¿Conoces bien a Daniel?
—A Daniel. Mejor que a un simple conocido, no tan bien como a un amigo —respondió.
—¿Qué opinas de él? ¿Cómo es?
Pedro echó un vistazo alrededor, cerciorándose de que ningún otro comensal pudiera escuchar su conversación.
Uno no criticaba a sus colegas en público, sólo delante de compañía selecta que no le atribuyera a uno el rumor.
—Oficialmente, es el vicepresidente de Kunz Manufacturing Company. Extraoficialmente, dudo que haya entrado en la oficina salvo para echar un polvo con la última secretaria de su padre.
—No parece estúpido —comentó, desviando la mirada más allá de él y enderezándose—. No por lo que he visto, en cualquier caso.
No necesitó mirar para saber que el camarero se acercaba con sus bebidas. Paula pidió los fettuccini mientras que él pidió una ensalada con vinagreta. Tan pronto se marchó nuevamente el camarero, Paula empujó la cesta de colines hacia él.
—¿Ensalada de la casa? Espero que tu primer almuerzo fuera más sólido, porque vas a necesitar más energía para más tarde, querido.
Al menos esa mañana Pau no había corrido un peligro mortal en la misión para la que había necesitado llevar ese vestido amarillo tan sexy y sofisticado, o no hubiera estado tan excitada por él. Se preguntó si ella se daba cuenta de lo bien que podía calarla.
—Me las arreglaré —respondió, deseando que pudieran dejar a un lado la comida—, y no, Daniel no es estúpido. Lo que pasa es que es vago para los negocios.
—Todo el dinero procede del esfuerzo de papá, ¿verdad?
—Sí. Pero Charles y él siempre parecieron llevarse bien. Charles podría haberse sentido decepcionado por su falta de ambición, pero Daniel ha ganado algunos trofeos de tenis y regatas. Me parece que eso satisfacía a todos.
—Para haberlo calificado entre conocido y amigo, parece que conoces muy bien su carácter.
Él asintió.
—Soy observador.
—¿Qué me dices de la hija, Laura?
—Laura posee una agencia inmobiliaria —comentó, comenzando a preguntarse si se trataba de simple curiosidad por parte de Paula, o era algo más. Tal y como había dicho, había conseguido gran parte de su fortuna siendo observador—. Es la hija lista. Por lo que puedo decir, Charles parecía adorarla, incluso más que a Daniel.
—Probablemente porque ella se ganaba el dinero. ¿Y qué pasó con la madre?
—Murió de cáncer. Hace unos nueve años, creo.
—¿A quién le afecto más?
Paula no mostró compasión alguna, pero, claro, su madre la había expulsado de su vida cuando tenía cinco años.
—En realidad, lo ignoro. Daniel debía de estar todavía en el instituto. También Laura, o acababa de comenzar la universidad. Por entonces, no los conocía.
—Muy bien. —Los cubitos de hielo repicaron cuando ella meneó su vaso. Miró el refresco con el ceño fruncido—. ¿Alguna vez has estado en su casa?
—¿En Coronado? Una vez, en una fiesta del Cuatro de julio. Lo siento, pero no me fijé en la seguridad.
—No pasa nada. De todos modos, no sé lo que estoy buscando. Tengo los detalles en los planos.
—Así que «sí» se trata de la apuesta.
Paula esbozó una amplia sonrisa.
—Tal vez.
—Mmm, hum. Cambia de tema.
—De acuerdo. ¿Qué tal la mañana?
—Rechacé una oferta de venta de Leedmont y se la devolví a Tomas para que hiciera revisiones, y telefoneé a Sara a Londres para disponer que el resto de la junta directiva de Kingdom Fittings vuelen a Palm Beach a expensas mías.
—Pedro, no tienes que…
Él alzó una mano.
—Si yo no puedo hacerte sugerencias de trabajo, cariño, tampoco tú puedes hacérmelas a mí.
Sus ojos se entrecerraron.
—Hablando de lo cual, hay algo que posiblemente debería contarte.
—Pues cuéntamelo.
—No va a gustarte.
Pedro la miró fijamente.
—Eso nunca te ha impedido…
—¿Quién es ése? —le interrumpió, la mirada fija en algún punto más allá de su hombro.
En cierto modo contento de que el caos de sus diversos negocios le hubiera en parte preparado para la ágil mente de Paula, se movió para echar un fugaz vistazo a su espalda.
—¿Quién?
—El tipo que está con Laurs Kunz.
—¿Cómo sabes que ésa es Laurs? —Que él supiera, Paula nunca le había puesto la vista encima a la hija mayor de Kunz.
Ella le lanzó una mirada furibunda al tiempo que aparecía el camarero con su almuerzo. Mientras éste depositaba los platos sobre la mesa, Paula le tocó la mano y le sonrió.
—¿Podría ayudarme? —dijo con voz cantarina, toda ingenuos ojos verdes y descarada inocencia—. Quería expresarle mis condolencias a Laura Kunz, pero no recuerdo cómo se llama el hombre que está con ella.
El camarero, de hecho, se ruborizó.
—Yo… —Miró por encima del hombro—. Ah. Es Andres Pendleton. —El camarero se inclinó—. Es un acompañante.
—Oh, ¿de veras? —Paula enarcó una ceja—. Muchísimas gracias.
—No hay de qué, señorita Chaves.
Richard engulló su ensalada. Ignoraba por qué, pero había ocasiones, frecuentes ocasiones, en que sentía que de nuevo estaba en el colegio en lo que a Paula se refería.
Ojalá fuera tan simple, ojalá pudiera tatuarse su nombre sobre el corazón y saber que ella no estaba jugando.
Cambiar la naturaleza camaleónica de su carácter podría alterar la esencia de su persona… y no estaba seguro de querer eso.
—¿Ya te sientes mejor? —preguntó, al fin.
—Sin duda. Andres Pendleton no es nada feo.
Mientras simulaba tomar un sorbo de té helado, Pedro lanzó otro vistazo al gentío del restaurante. Alto, de cabello rubio que comenzaba a encanecer y un bronceado a lo George Hamilton, Pendleton poseía el apuesto aspecto atemporal de lo que era exactamente: un acompañante profesional. A ninguna mujer de Palm Beach le agradaba asistir sola a un evento social, de modo que los acompañantes como Pendleton estaban disponibles para realizar tareas de acompañamiento lo mismo de mujeres jóvenes que de cierta edad. Su presencia junto a Laura Kunz era un tanto sorprendente dado que, por lo que Pedro sabía, ella jamás había carecido de compañía, pero tal vez el hombre no era más que un amigo de la familia.
Paula sabía más de lo que admitía, pero aquél no era lugar para explorar tal hecho. Ambos sabían que, en lo concerniente a la apuesta, las cosas no podían continuar con los dos persiguiendo fines opuestos y con ella estirando los límites —o amenazando con hacerlo—, pero él había hecho sus deberes durante los tres últimos meses. Observar y escuchar frecuentemente le acarreaba más de una confrontación. La última vez que él había impuesto sus planes, ella se había marchado hacia el aeropuerto. Con el acuerdo con Kingdom Fittings pendiente, no disponía de tiempo para ir tras ella. «Con miel, Pedro, no con vinagre.»
Ella se detuvo y se llevó un bocado a la boca.
—No es tan guapo como tú, por supuesto.
—Gracias.
Con una risita bebió de su refresco.
—No es más que una aclaración. Y gracias por quedar conmigo para comer.
—Es un placer. —Sí, la miel era sin duda el modo de proceder.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿Crees que con el tiempo acabaremos matándonos el uno al otro?
Pedro sonrió de oreja a oreja.
—Probablemente.
Los dos volvieron a encender sus respetivos teléfonos móviles cuando se marcharon del restaurante. El de Paula sonó de inmediato, con el tono «gotas de lluvia» asignado a Sanchez.
—Hola —dijo por costumbre. Mezclarse era la clave, y el que la llamada proviniera del móvil de Sanchez no indicaba necesariamente que fuese él mismo quien llamara.
—Cariño, creo que he encontrado algo que podría interesarte. ¿Podemos encontrarnos en Antigüedades Gressin?
—Me encuentro a unos quince minutos de distancia. —Miró hacia Worth Avenue—. ¿Quién hay en la oficina?
—Un letrero que dice VUELVO EN CINCO MINUTOS —respondió su ex perista—. ¿Vienes?
—Enseguida voy.
Antes de que pudiera dirigirse calle abajo hasta donde había estacionado el Bentley, Pedro la asió del brazo.
—¿Qué ibas a contarme que no me agradaría?
Puede que fuera ella quien poseyera una memoria casi fotográfica, pero tampoco él se olvidaba nunca de nada.
¡Mierda! Tenía que hablarle de Leedmont, pero estaba muy segura de cómo reaccionaría él… y tenía que verse con Sanchez. Con todo, cuando más guardara silencio, peor sería cuando soltara la historia.
—Primero, una cosa. No conozco todos los detalles, pero suceda lo que suceda, tienes que fingir que no sabes nada.
—Eso es un poco vago.
Pau se cruzó de brazos.
—Lo digo en serio, Pedro. Estoy convencida de que no debería contarte nada de esto. Es cuestión de ética. De modo que tienes que prometérmelo.
Aquello no le gustaba; Pau podía verlo en su rostro. A las personas como Pedro no les agradaba que les dieran órdenes. Pero tampoco les gustaba quedarse al margen. Él asintió al cabo de un prolongado momento.
—Continuaré en la ignorancia, digas lo que digas. A menos que ponga en peligro tu integridad o la mía. Lo prometo.
Expulsando el aliento, Paula echó un último vistazo alrededor. No había nadie lo bastante cerca como para imaginarse de lo que estaban hablando, siempre y cuando no comenzaran a vociferar.
—Esta mañana he conseguido un encargo remunerado.
—No me sorprende.
—Gracias —respondió, de corazón—. En realidad, no es mi especialidad, pero el cliente no tenía a quién más recurrir y creo que le están jodiendo.
—De acuerdo.
—El cliente es Juan Leedmont.
Pedro parpadeó.
—El mismo Juan Leedmont con quien pugno por Kingdom Fittings.
—Sí.
—Comprendo. —Sus labios se tensaron, dio un par de pasos calle abajo y luego regresó hasta ella—. ¿Con qué objeto te ha contratado?
Paula sacudió la cabeza. Puede que la ética fuera un asunto complicado, pero ella sabía unas cuantas cosas al respecto.
—Eso queda entre él y yo.
—Pau…
—No, Pedro. Te lo he contado porque hacéis negocios juntos, y no quería que fueras dando palos de ciego. Pero no voy a ponerte al tanto de los detalles.
—Sabes que puedes confiar en que no traicione tus confidencias.
—Sé que puedo. Pero ése no es el tema. Si quieres pelear por esto, de acuerdo, pero preferiría no hacerlo.
—Joder —farfulló—. No espero que cotillees conmigo. Pero tampoco esperaba que tu primer cliente fuera alguien de cuya compañía intento tomar el mando. ¿Y si… ?
Ella le puso una mano sobre los labios.
—Si se presenta algún «y si», pensaré seriamente en hablar contigo.
—De acuerdo. —Con una leve sonrisa le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja—. Gracias por contármelo.
—Oye, lo estoy intentando.
¡Vaya! Teniendo en cuenta que había estado previendo una encarnizada discusión, no había ido nada mal. Durante todo ese tiempo él había tratado de inmiscuirse en sus asuntos y ahora era ella quien aterrizaba en mitad de los suyos. Pedro mantenía muy bien el equilibrio. Eso le gustaba a Pau. Tal vez estuviera aprendiendo, después de todo.
El teléfono de Pedro sonó por cuarta vez.
—Es Gonzales —dijo.
—Ésa es mi entrada para salir de escena. Tengo que reunirme con Sanchez.
Él la tomó nuevamente de la mano antes de que pudiera emprender el camino.
—Aguarda un minuto. Hay otra cena de beneficencia mañana. Si vamos, tengo que pedir las invitaciones —dijo, alzando el teléfono—. Tomas.
Mientras Pedroescuchaba al abogado, su mano se apretó alrededor de su muñeca. Ella levantó la vista de su reloj mientras él cerraba el móvil sin siquiera despedirse, su mirada prácticamente la estaba perforando.
—¿Y ahora, qué pasa? —preguntó, soltando su brazo y dando un sutil paso atrás.
—Es Catalina Gonzales. ¿Te acuerdas de Cata?
—Por supuesto. La esposa de Tomas. ¿Se encuentra bien?
—Te vio.
Ella frunció el ceño.
—Entonces debería haberme saludado.
—Conducías el Bentley. En realidad, estabas aparcada junto a la verja de Coronado House.
«¡Mierda!» Casi había olvidado aquella estupidez.
—No deseaba tener que explicártelo —dijo pausadamente, dando otro paso atrás. «Que no te pillen. Que nunca te pillen.» Aquélla era la principal de las tres lecciones sobre latrocinio que le había enseñado su padre.
—¿Qué diablos hacías con Patricia… y en Coronado House? Lo de antes no era sólo curiosidad, ¿no es así? Entraste.
Y ésa era la causa de que prefiriera tanto armonizar como el anonimato. Ahora la conocía demasiada gente.
—De acuerdo. Patricia conoce a Daniel, y yo quería hallar un modo de entrar en la casa que no pareciera del todo falso. Pero no funcionó, porque al parecer papá Kunz me investigó un poco y sus hijos están al corriente del legado Chaves. Me largué y te llamé para ir a comer. Punto y final.
—Así que utilizaste a mi ex esposa para obtener acceso ilegal a la casa.
—No hubo nada ilegal en ello.
—Y me mentiste acerca de que conocías a Daniel y a Laura.
Ella frunció el ceño.
—De acuerdo, mentí. Intento ganar la apuesta.
—Una apuesta que comienzo a lamentar haber aceptado. —Sus ojos azules continuaron fulminándola—. ¿Cómo sabías que Patricia conocía a Daniel?
—Los vi pasear juntos —mintió. El asunto del anillo y todo lo que le rodeaba seguía siendo un secreto entre Patty y ella. Le había dado su palabra al respecto y, con sus evidentes sospechas, no había modo de que confesara haberse colado en una casa, aunque hubiera sido para reponer un objeto en vez de para llevárselo.
—De modo que la llamaste, le pediste que te llevara a Coronado House y ella accedió —dijo con su grave voz tensa debido al sarcasmo.
—Así es. Me parece que sigue intentando formarse una opinión sobre nuestra relación. La tuya y la mía. Buscar pistas y esas cosas. De modo que yo la utilicé a ella y ella me utilizó a mí. Y todos contentos.
—Todos salvo yo, por lo visto. ¿No se te ha ocurrido que preferiría que no te compincharas con mi ex mujer o simplemente no te importa?
—Puede que no sólo se trate de ti —repuso cuando el aparcacoches llegó con el SLR plateado—. Por si no te acuerdas —prosiguió, mientras Pedro se subía al asiento del conductor—, tú no me preguntaste si aprobaba que ayudases a Patty con sus problemillas, pero yo no te monté una pataleta.
Paula le dejó en el SLR y comenzó a bajar la calle en dirección contraria hacia el Bentley. Maldita sea, nadie se le había metido tan dentro como él.
El SLR dio marcha atrás, asomándose a su visión lateral cuando él dobló la esquina, adaptándose a su paso.
—¡Paula!
—Estoy ocupada —espetó, incrementando su paso y sabiendo que ambos seguramente proyectaban la imagen de dos completos chiflados. Pero, maldita sea, había estado haciendo concesiones, tratando al menos de mantenerle al tanto de lo que investigaba, aunque no de cómo lo hacía.
El coche continuó retrocediendo marcha atrás a su lado.
—No voy a dejar de discutir sólo porque tú te alejes —dijo un momento después.
Ella se detuvo, inclinándose por la ventana abierta del pasajero.
—Bien —farfulló, mirándole a los ojos y retrocediendo de nuevo a continuación—. Pero más vale que tengas una buena razón para luchar. Patty no lo es. Te veré luego. Tengo que reunirme con Sanchez.
Paula continuó andando, fingiendo no escuchar mientras subía la ventanilla, cambiaba de marcha y el motor aceleraba cuando Pedro se incorporó de nuevo a la carretera. El coche valía sin duda el medio millón que había pagado por él el mes pasado. Pero de pronto la asaltó la preocupación de que llegara un momento en que Pedro no se molestase en discutir, en que se diera cuenta que cada vez que cedía, en realidad ganaba. O peor aún, en que decidiera que su supuesto estilo de vida no merecía el riesgo que suponía para él o para su compañía.
Pero, por Dios bendito, hasta el momento le encantaba jugar con fuego… siempre y cuando no bajase la vista. En cierto modo, aquello hacía que toda su vida resultara un subidón de adrenalina. Si se mareaba y caía, entonces sería culpa suya.
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