miércoles, 14 de enero de 2015

CAPITULO 90




Antes de entrar en Antigüedades Gressin, Pau se tomó un momento para mirar a través del escaparate. Muebles; candelabros; vasijas; un caballito balancín del siglo XIX… objetos de decoración. Frunció el ceño, despejando su expresión antes de abrir la puerta y pasar adentro. Allí no habría ninguna pieza de la colección de joyas Gugenthal ni ningún Van Gogh u O'Keeffe digno de mención, aun cuando alguien hubiera tratado de venderlos en un establecimiento legal de antigüedades.


—Pau. —La voz de Sanchez llegó desde el rincón de la derecha al fondo de la tienda.


Divisó su frente ahuevada a través de un bosque de pantallas de lámparas con flecos y cruzó el revoltijo en dirección a él.


—Ya tenemos muebles de oficina —dijo en voz baja cuando llegó hasta él—. ¿O se trata de la próxima entrega?


—Qué graciosa. —Pasó el dedo por un pequeño joyero de madera de caoba—. ¿A que es bonito?


—Es muy bonito. ¿Qué… ?


Él abrió la tapa de golpe. Una enorme «G» labrada en pan de oro decoraba el interior de la tapa recubierta de terciopelo rojo.


—¿Gugenthal? —murmuró entre dientes—. Un poco chapucero, ¿no te parece?


—A eso me refiero, cielo —repuso el grandullón—. No está exactamente a la altura de las expectativas del resto de la colección… como si tal vez datase de justo antes de que los Gugenthal tuvieran que vender.


—Un pobre intento de retornar a los días de gloria. Si no puedes hacer que sea caro, haz que sea llamativo. —Cerró la tapa de nuevo, girando la caja con delicadeza en busca de cualquier marca—. Está hecho a mano —reconoció tras un momento, pasando un dedo sobre el emblema grabado de lo que parecía un diminuto pino—. Posiblemente en Bélgica. Podría proceder de la familia Gugenthal. Pero…


—Pregunté cuándo llegó. El propietario dijo que ayer.


—Espera. —Abrió la solapa del móvil y tecleó, al menos tan horrorizada como divertida de tener memorizado aquel número en particular—. ¿Francisco? Soy Pau. ¿Por casualidad no habrá algún joyero listado entre los objetos robados a Kunz?


—No —respondió el detective al cabo de un minuto—. ¿Por qué, has encontrado algo?


—Puede. Sobre todo me preguntaba cómo estaba de organizado el robo. ¿Cosas dispersas o cirugía láser?


Aquello no era del todo una mentira y pareció satisfacer a Castillo.


—Sobre todo dispersas, supongo. Es una buena comparación. ¿Te importa que lo utilice en mi próxima reunión?


—Tú mismo. Pero no me atribuyas ningún mérito por ello.


—Como si quisiera que alguien supiera que te conozco.


Ella colgó, volviéndose para echar un nuevo vistazo a la caja.


—No ha sido denunciado como robado.


—Eso no hace que sea más bonito.


Paula se frotó la sien.


—Muy bien, partiré desde esta perspectiva: es feo, está vacío, así que deshagámonos de él. Quiero decir que, siendo relativamente malo, diría que vale, ¿cuánto, quinientos o seiscientos pavos?


Sanchez asintió.


—Setecientos veinticinco con el margen de beneficio de la tienda.


—No es muy sentimental por parte de la familia… si es que procede de Coronado House. El patriarca puede que en realidad muriera en la habitación con ello, después de todo.


Su ex perista torció el gesto.


—No estoy seguro de esa parte. El tiempo es correcto, pero dijiste que Daniel era un tipo castaño y bronceado.


—Sí.


—El vendedor era rubio.


—¿Conseguiste un nombre?


—Pregunté, pero ya sabes lo especiales que son los comerciantes de antigüedades. «Un caballero rubio» fue lo único que pude sacarle.


Paula sonrió.


—Indícame la dirección de ese petimetre.


Sanchez señaló hacia la parte delantera de la tienda y luego se dirigió a la salida. Al menos alguien sabía y apreciaba su modo de trabajar lo suficiente como para concederle un poco de espacio.


Le gustaban las tiendas de antigüedades y no sólo porque en contadas ocasiones había podido adquirir un objeto bajo contrato de uno de los establecimientos más elitistas… y porque irrumpir en un negocio era más sencillo que hacerlo en una casa. Esa tienda en particular era de nivel medio y nunca antes la había explorado. Se preguntó fugazmente si era ahí donde las damas de la alta sociedad dejaban las cosas que mangaban en las fiestas.


Seguramente el propietario nunca había sido guapo, y ahora había adelgazado y perdido el trasero tal como tendían a hacer los hombres de edad madura. Ahora se había convertido prácticamente en la estereotipada figura de póster del sabiondo petimetre entrado en años. El pobre tipo llevaba incluso gafas de culo de botella.


—Hola —dijo, dedicándole una deslumbrante sonrisa cuando llegó al desordenado mostrador.


—Buenas tardes. ¿Es usted la joven interesada en el joyero de caoba del siglo XIX?


—De principios del XX, quiere decir —le corrigió—. Los clavos de las bisagras son de aluminio.


—Así que conoce los joyeros —reconoció el vendedor, dejando a un lado el periódico que había estado examinando concienzudamente—. Su compañero dijo que así era.


—Es una afición. Siempre le pido al señor Barstone que esté alerta. —Cambió el peso de pie, apoyando un codo sobre el mostrador y proporcionándole una visión de su sujetador rosa—. Es danés, ¿verdad? O más bien flamenco.


—De acuerdo con la firma del artesano, sí.


—¿Fue una pieza de subasta?


—El caballero que lo trajo dijo que había sido un regalo. Me había traído piezas con anterioridad y no tengo motivos para dudar de él.


—¿Cree que tenga algunas cajas más en su poder? ¿Flamencas, pero más antiguas?


—Puede tener acceso a algunas —dijo el vendedor a regañadientes.


Pau reconoció la indecisión y el motivo que se escondía tras ella. Le lanzó una sonrisa coqueta.


—Yo podría tener acceso a algunas cosas que le beneficiarían, si me echa una mano.


—Per… perdón, ¿cómo dice?


Se inclinó un poco más, cerciorándose de que él pudiera ver las copas de encaje rosa de la talla B.


—Ya sabe. Usted me rasca la espalda y yo le rascaré la suya.


—Ay, dios mío. —Buscando a tientas la Rolodex, asintió de modo tan enérgico que a Pau le preocupó que pudiera rompérsele una vértebra—. Le daré el número del señor Pendleton. Estoy seguro de que no le importará.


—Eso es estupendo —respondió, empleando toda su experiencia para lograr no inmutarse debido al nombre. 


Pendleton. ¿Andres Pendleton, el acompañante de Laura?


Dio de nuevo las gracias al comerciante de antigüedades y se encaminó a la calle, donde Sanchez estaba apoyado contra su Chevy y sorbía un refresco para llevar.


—¿Tenía yo razón? —preguntó.


—Eso parece. El vendedor era Andres Pendleton. Le vi hace una hora con Laura Kunz.


—Joder, qué bueno soy —declaró Sanchez, apurando su refresco y apartándose del coche—. Será mejor que regrese a la oficina. Tenemos de camino algunos armarios archiveros y una mesa de conferencias.


Ella se negó a picar el anzuelo y preguntar por la procedencia de dichos muebles.


—Te seguiré. Tengo algunas llamadas que hacer. —Tenía que encontrar un acompañante y quería saber por Leedmont en qué esquina había subido la chica a su coche, y dónde se habían detenido cuando ella cayó sobre su regazo. Mmm, algunas veces parecía que los buenos días de antaño eran más glamurosos que su nueva andadura.




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