jueves, 22 de enero de 2015
CAPITULO 118
Paula echó un vistazo a su reloj cuando el taxi la dejó al otro lado de la esquina de la casa. Las tres y veinte. ¡Genial!
Pedro era un tipo madrugador, así que en una o dos horas se habría levantado. A ella no le importaba perder sueño, pero prefería que fuera a causa del sexo o de un buen robo.
Lo único que había conseguido era pasarse una hora entre los arbustos de Central Park.
No es que no fuera capaz de cerrar los ojos si tenía la oportunidad. Sabía que haber visto a Martin no habían sido imaginaciones suyas. Él había estado allí, y aunque estaba al corriente de que ella le había visto, se había negado a mantener una reunión. Tenía que llamar a Sanchez. Y tenía que calcular cuánto quería contarle a Pedro, si es que acaso quería contarle algo.
Sería de gran ayuda que ella misma supiera algo. Una inexplicable observación y un mal presentimiento a duras penas constituían algo que cualquier persona en su sano juicio creería. Pese a todo, si...
—¡Deténgase ahí mismo!
Pau se quedó petrificada por un segundo. Un hombre se aproximaba hacia ella por la acera a medio correr. Podía ocuparse de un tipo, aunque la cosa negra que sostenía en una mano fuera una pistola. Pero ¿qué narices había hecho, despistándose de tal modo, que ni siquiera había reparado en nada hasta que tenía al hombre prácticamente encima?
El corazón comenzó a aporrearle, la tan añorada adrenalina a fluir por su organismo. Paula encogió un hombro, dejando que el bolso se le deslizara hasta la muñeca, donde agarró la correa. No era un arma demasiado efectiva, pero seguramente el tipo no se esperaría que fuera a tomar la iniciativa.
—¿Por qué no aflojas un poco, encanto? —dijo lánguidamente con un suave acento sureño—. Le darás un susto de muerte a cualquier chica si corres de ese modo.
—Póngase de rodillas, las manos detrás de la cabeza.
Había oído esa jerga en todos los episodios de COPS que había visto. El corazón se le cayó a los pies y comenzó a martillear con más fuerza cuando divisó el brillo de su placa.
—Vivo justo al doblar la esquina —dijo, avanzando
lentamente hacia la calle y más allá de Central Park—. En el número doce, con Pedro Alfonso.
—¡De rodillas!
Mierda. Todos sus músculos, su instinto, le decían a gritos que echara a correr. Pedro se arrodilló, haciendo caso omiso. No había hecho nada malo, se recordó a sí misma.
Puede que pasar una hora escondida en Central Park en plena madrugada fuera una locura, pero no era ilegal.
Seguramente.
—Las manos sobre la cabeza. Entrelace los dedos —repitió.
—Vale. Cálmese. Es tarde y estoy cansada.
El policía pulsó la radio que llevaba prendida a uno de losnhombros y dijo algo parecido a «la tengo», antes de colocarse detrás de ella y agarrarle las manos.
Era obvio que quienquiera que estuviera recibiendo esa llamada sabía a quién se refería con «la tengo», lo que significaba que la estaban buscando concretamente a ella.
Aquello no pintaba nada, pero que nada bien.
Escuchó el clic de las esposas al cerrarse alrededor de su muñeca izquierda, frío, duro, y demasiado restrictivo.
—Por Dios —farfulló, luchando contra el pánico que le producía la idea de que finalmente la hubieran pillado—, ¿quiere al menos decirme qué es lo que pasa? ¿Pedro se encuentra bien?
El poli le pasó el brazo derecho a la espalda, arrastrando el izquierdo hacia abajo al tirar de las esposas. Al cabo de un segundo, tenía ambas muñecas sujetas.
—Póngase en pie, señorita.
Por lo menos continuaba mostrándose relativamente educado. Paula se meció hacia atrás sobre los talones y luego enderezó las piernas, levantándose. Mientras que con una mano sujetaba la cadena de las esposas, con la otra le palpó piernas y brazos de arriba abajo, el cuello y alrededor de la cintura. No encontró el clip sujetapapeles que llevaba en el bolsillo delantero izquierdo de los pantalones, lo cual la sumió en un estado próximo a la tranquilidad. Con el clip podría quitarse las esposas en menos de lo que el policía tardaba en decir «MacGiver».
Más preocupante en ese momento era el hecho de que el poli no hubiera respondido a su pregunta.
—Por favor, dígame qué ha ocurrido —rogó, avanzando cuando él le propinó un suave empujón entre los omóplatos—. ¿Pedro está bien?
—Puede hablar con el detective Garcia sobre eso.
—¿De Homicidios? —preguntó, deseando con toda su alma que el tal Garcia no lo fuera.
—Antirrobo.
Gracias a Dios. Pedro no estaba muerto. Nadie había muerto, lo cual era una mejora con respecto a las sorpresas que habitualmente se le presentaban. El policía la instó nuevamente a moverse. Obviamente el tipo estaba acostumbrado a arrestar matones y borrachos; si así lo hubiera deseado, podía haberle dado con el talón en la entrepierna y desaparecido en la noche para entonces.
El destello de luces rojas y azules reflejándose en los árboles y edificios la recibió cuando se aproximaron a la esquina. ¡Quién iba a decirlo! Unos pasos más y se hubiera dado cuenta de que algo no iba bien, y o bien se hubiera esfumado o pasado por el callejón.
Contó cinco coches de policía, un furgón y un coche de incógnito con una sirena en la luna trasera. No había ambulancias ni camiones de bomberos, pero no cabía duda de que algo había pasado... y había sucedido en su casa, en casa de Pedro.
Un tipo guapo ataviado con un traje negro se encontró con ellos a pie de la escalinata principal.
—Usted debe ser Garcia —dijo.
—Y usted es la señorita Chaves, supongo —respondió, sus labios se curvaron en torno a un palillo inclinado. Un ex fumador, probablemente... no se encontraba aún suficientemente cómodo sin tener algo en la boca. Pero iba bien vestido para tratarse de un policía.
Durante un segundo sopesó la posibilidad de mostrarse simpática en lugar de beligerante. Con las esposas puestas y superada en número, la primera era la opción más lógica.
—Soy Paula Chaves. Le estrecharía la mano, pero la tengo ocupada.
El hombre esbozó una tensa media sonrisa.
—Le seguí la pista a uno de los robos de su padre hace ocho años. Un Andy Warhol que jamás fue recuperado. Me apuesto algo a que usted es aún más escurridiza que él.
¡Dios bendito! El robo del Andy Warhol no había sido obra de Martin; sino suya. La idea la dejó un tanto conmocionada.
—Yo no soy mi padre —dijo—. Y me gustaría mucho saber qué está pasando.
—Antes tengo que hacerle un par de preguntas.
—No. —Paula sacudió la cabeza—. No hasta que me diga si Pedro se encuentra bien.
—Alfonso está perfectamente. Está sentado en la cocina, posiblemente hablando por teléfono con su abogado.
¡Genial! Como si quisiera que Tomas Gonzales, alias Boy Scout, se enredara en lo que sea que fuera aquello.
Entonces asimiló lo que Garcia le acababa de decir:
—¿Por qué necesita Pedro un abogado?
—Eso tiene que preguntárselo a él. Bien, ¿dónde ha estado entre la medianoche y este momento ?
—Esto no parece llevar a nada bueno —respondió—. ¿Estoy arrestada?
Él se la quedó mirando durante un minuto.
—Sí.
—Entonces me gustaría que me leyera mis derechos. Y quisiera ver a Pedro Alfonso.
—No. Ruiz, léale sus derechos a la dama.
El policía que la había esposado sacó una pequeña tarjeta del bolsillo de la pechera. Mientras lo hacía, Paula alzó la vista hacia las ventanas de las casas de alrededor. La mitad de los vecinos la estaban mirando. Dos de ellos incluso llevaban cámaras. ¡Jodidamente maravilloso!
Inspiró profundamente.
—Tiene derecho a guardar silencio. Si renuncia a ése derech...
—¡PEDRO!
Garcia partió el palillo en dos al apretar los dientes.
—Métela en el coche. Nos encargaremos de esto en comisaría.
Paula afianzó el pie cuando Ruiz trató de conducirla al coche patrulla más próximo.
—Al menos dígame por qué me arrestan.
Mirando con expresión afligida las dos mitades del palillo que sujetaba en la mano, el detective las arrojó al suelo.
—Por robo mayor.
—¿Robo, de qué?
El policía que se encontraba en la entrada de la puerta abierta de la casa trastabilló hacia un lado. Pedro, con su batín azul y descalzo, bajó los escalones a toda prisa hacia ella.
—¡Paula!
—Métela en el maldito coche —farfulló Garcia, tomándola del codo libre y prácticamente levantándola en el aire cuando el otro policía abrió de golpe la puerta trasera del lado del pasajero—. No quiero que hablen.
¿También Pedro era sospechoso de algo?
—¿Qué mierdas pasa? —gritó Pau.
—Ha desaparecido un Hogarth —respondió Pedro cuando Garcia la dejó y se fue hacia él, empujándole hacia atrás, o intentándolo, porque Pedro le dijo algo en voz baja al detective, y éste se hizo a un lado bruscamente.
—Un minuto —dijo.
—Paula —murmuró Pedro, acercándose para inclinarse sobre la puerta abierta del vehículo—, no hagas nada precipitado. Te seguiré a comisaría y estarás libre para la hora del desayuno.
—¿Lo prometes? —Tragó aire, sabiendo lo infantil que sonaba, y necesitando que sus palabras la consolaran. Su mirada se cruzó con la de ella. —Te lo prometo. No huyas, Pau.
Resultaba evidente que Pedro conocía mejor sus habilidades que los policías.
—Vale —farfulló.
Podría haber huido; hubiera huido, salvo por una cosa: huir significaría no volver a ver a Pedro. Para evitar eso, permitiría incluso que le tomaran las huellas dactilares. Su padre se estaría revolviendo en su tumba... salvo que Martin no estaba muerto. Ella, por otra parte, podría estar tomando esa dirección.
CAPITULO 117
Miércoles, 3.01 a.m.
La bocina de un claxon resonó con fuerza en la calle.
Pedro parpadeó, despertando de mala gana de un sueño de pesca en alta mar en el que Paula figuraba como una sirena de pechos desnudos. La bocina sonó de nuevo y se dio la vuelta.
—Malditos yanquis —masculló.
Ninguna respuesta.
Abrió nuevamente un ojo, mirando al otro lado de la amplia cama hacia la mesilla de noche más allá. Al otro lado de la amplia cama vacía.
—¿Paula? —la llamó, incorporándose, y miró con los ojos entornados en dirección al oscuro baño principal. Ya espabilado por completo, se levantó desnudo de la cama y se puso su batín azul.
Paula había sido prácticamente un ave nocturna desde que la conocía, pero sus paseos a altas horas de la noche parecían aumentar cuando algo le preocupaba. A pesar de lo que había dicho durante y después de la subasta, y a pesar de que él hubiera fingido no notarlo, algo le preocupaba a su ladrona de guante blanco.
Atándose la bata, salió de la habitación para echar un rápido vistazo a su despacho y a continuación a la sala de estar de enfrente. Hum. Su siguiente ocurrencia fue que hubiera ido a tomarse un tentempié nocturno, y bajó descalzo la escalera hasta la planta baja. La cocina estaba a oscuras y en silencio al igual que el resto de la casa.
A menos que tuviera un motivo para escabullirse, Paula no se esforzaba demasiado por permanecer escondida en su propia casa. Frunciendo el ceño, con el corazón latiéndole con mayor celeridad pese a su resolución de no precipitarse en sacar conclusiones, se dirigió al cuarto de estar de la planta baja. No encontró nada, salvo los nuevos Hogarth, apoyados contra el respaldo de...
Había un embalaje apoyado contra el sillón. Un escalofrío le recorrió la espalda. Una vuelta rápida por la estancia se lo confirmó: sólo había un cuadro. De pronto la desaparición de Paula ya no era levemente exasperante. Faltaba Paula, faltaba un cuadro. Durante un mero segundo dudó de ella.
Pero, con la misma celeridad, expulsó la idea de su cabeza.
Puede que las dos cosas resultaran preocupantes, pero ella no se había llevado el Hogarth. Lo sabía en el fondo de su alma y de su corazón.
Maldiciendo, Pedro volvió a subir las escaleras a toda prisa para ponerse algo de ropa. Mientras rebuscaba en su vestidor, miró al espejo que había a su lado. El reflejo mostraba el pie de la cama del lado de Paula bajo las sábanas revueltas, sin la ordenada pila de ropa de emergencia que siempre guardaba allí.
Entró en el baño prácticamente dando saltos al tiempo que se subía a tirones un par de pantalones vaqueros. No había rastro, pero teniendo en cuenta que Pau no usaba pijama, no sabía bien qué esperaba encontrar, aparte de, quizá, una de sus extrañas notas pegada al espejo. Nada empañaba la superficie reflectante que llegaba hasta el techo.
—¡Joder, joder, joder!
Por una vez en su vida, no estaba seguro de qué demonios se suponía que debía hacer a continuación. Alguien le había robado. Tenía que llamar a la policía. Pero hasta que no supiera dónde estaba Paula y cuál podría ser su implicación, no podía realizar esa llamada.
Luego se percató de que ya lo había hecho. Cuando pasó apresuradamente por al lado de su mesita de noche, reparó en la parpadeante lucecita roja de su teléfono. La alarma silenciosa había saltado. Dado que no era frecuente que residiera en esa casa, la compañía de seguridad llamaría a Wilder a la planta baja para confirmar un fallo. ¡Maldita sea!
Pedro había bajado la mitad de las escaleras cuando comenzó a oír y ver el aullido de las sirenas y el reflejo de luces rojas y azules a través de las ventanas delanteras, que fueron aumentando en intensidad.
—Mierda.
—¡Señor! —Wilder se encontró con él en el vestíbulo, el mayordomo estaba despeinado y se había puesto una bata de cuadros sobre los pantalones negros del pijama y unas zapatillas a juego—. La alarma ha saltado. Se muestra una brecha en el perímetro, así que confirmé por teléfono que debía ser comunicado a la policía.
Al pensar en ello, se sintió aliviado durante un mero segundo. Seguramente Paula no había hecho saltar una alarma en toda su vida. A menos que lo hiciera a propósito.
Adiós al alivio.
—¿Dónde se originó la brecha?
—En la ventana del final del pasillo de la primera planta.
¡Joder!
—Atiende la puerta —le ordenó, subiendo las escaleras de dos en dos. ¡Maldita sea!, ¿dónde estaba Pau?
Mientras su mayordomo se encargaba de recibir a los cuatro policías en la puerta, Pedro se quitó la ropa y volvió a ponerse el pijama. Al tiempo que se desnudaba no dejaba de hacer cálculos mentales: cuánto sabía; cuánto debía contarles a ellos; había informado de la desaparición del cuadro, o se exponía a que le pillaran en una mentira más tarde. Sobre todo, ¿qué les diría cuando le preguntaran quién más había en la residencia y dónde demonios podría estar ella a las tres en punto de la madrugada?
Abrió de golpe la puerta del dormitorio al escuchar el sonido de pasos subiendo en grupo la escalera.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó.
—Se ha disparado la alarma, señor Alfonso —dijo amablemente uno de los agentes cuando llegaron arriba de las escaleras—. Hágase a un lado y nosotros nos aseguraremos de que no hay ningún intruso en su residencia.
Con las armas fuera, se dedicaron a mirar detrás de cada puerta y a despejar cada habitación de camino a la ventana del fondo del pasillo. Si no hallaban nada, suponía que podía mandarlos de vuelta y hacer el descubrimiento de la desaparición del cuadro una vez que hubiera localizado a Paula. La única pega era que, si otra persona le había robado, no quería perder tiempo en recuperar su propiedad.
—Mira eso —dijo uno de ellos—. Han empujado el marco y hay arañazos en el vidrio.
Era el mismo marco que Paula había quitado antes ese mismo día. Aunque también lo había reparado, porque él mismo había visto los resultados. Lanzó una mirada a Wilder. El mayordomo sabía que no debía ofrecer información de forma voluntaria, pero a juzgar por la expresión de su cara, estaba claramente preocupado.
—¿No ha oído nada? —preguntó el oficial con el nombre «Spanolli» prendido en la camisa, sacando una libreta del bolsillo.
—No hasta que escuché las sirenas —respondió Pedro.
—Necesitaré que revise rápidamente los objetos de valor, que compruebe si falta algo —dijo Spanolli, asintiendo.
—A juzgar por el aspecto de este sitio, no va a ser nada fácil —dijo uno de los otros, farfullando su conformidad después de ese comentario.
—Por supuesto que echaré un vistazo. —Pedro se encaminó hacia su despacho. Cuanto más pudiera posponer que descubrieran el cuadro que faltaba, de más tiempo dispondría para optar por una estrategia.
—¿Vive alguien más aquí con usted?
Inspiró lentamente. Si veían las noticias del corazón, ya sabrían la respuesta a eso.
—Sí.
—¿De quién se trata?
De pronto se encontró con otro problema, aunque insignificante en comparación con el primero. ¿Cómo describía a Paula? Novia parecía un término muy juvenil para que lo utilizase alguien pasados los treinta; amante parecía vacuo. Mi amada se acercaba más, aunque indudablemente era extraño y demasiado propio de El Señor de los anillos.
—Paula Chaves —dijo de mala gana, optando por la que era a un mismo tiempo la descripción más vaga y más precisa—. Vive conmigo.
Otra vez comenzaron los murmullos. O ignoraban que su trabajo actual era la seguridad, o sabían que el de su padre había sido el robo.
—¿Dónde se encuentra ella ahora, señor Alfonso?
Cuanta más información les proporcionara, más tendría que corroborar después.
—Dando una vuelta con el coche, imagino —se decantó por decir.
—A las tres de la madrugada.
—Deseaba ver Manhattan por la noche y yo tengo una reunión temprano. —Se encogió de hombros, dibujando una media sonrisa—. Se impacienta. —Haciendo un rápido inventario visual de su despacho, se volvió de nuevo hacia el agente Spanolli—. No falta nada que yo sepa.
—Estuvieron en el dormitorio, ¿no es así?
—Sí.
—Pasemos a la siguiente habitación. Y tómese su tiempo, señor Alfonso. No hay duda de que sus ventanas han sido abiertas con una palanqueta. Vienen de camino algunos agentes de la Unidad Antirrobo.
¡Magnífico! Más preguntas que no quería responder, y más que no podía contestar. Tenía que llamar a Tomas Gonzales, su abogado. Pero considerando que eran más de las tres de la madrugada, y a varios estados de distancia, y dadas las reservas que Tomas abrigaba sobre Paula, tenía que tener algo más consistente que un «no puedo encontrarla», acompañado por un «ha desaparecido un cuadro». Tomas tardaría menos de un segundo en establecer la conexión entre ambas; si aquello hubiera sucedido tres o cuatro meses antes, el mismo Pedro podría haber llegado a la misma conclusión.
Aparte del hecho fundamental de que confiaba en ella, si Paula había decidido finalmente tomarle el pelo e ir a por todas, no se hubiera llevado el Hogarth. En Palm Beach tenía un Picasso, dos Rembrandt, y un Gainsborough, entre más de media docena de otros cuadros. Y el grueso de su colección se encontraba en su casa de Devonshire, Inglaterra. El Hogarth era un nuevo hallazgo, naturalmente, pero no era lo más valioso de su colección. Además, él se lo hubiera regalado.
—¿ Señor Alfonso ?
Pedro se sobresaltó.
—La sala de estar es la siguiente.
No saber cómo comportarse no era algo que le sucediera con frecuencia. Andarse con rodeos de forma deliberada tampoco era su estilo, y sin embargo, en esos momentos, se enfrentaba a ambas cosas. Cuando llegaran abajo, tendría que reparar en que había desaparecido el cuadro. En lo alto de la escalera había otro hombre, vestido de negro, con un traje y una corbata sorprendentemente elegantes. Con su cabello oscuro cortado a la moda y unos bonitos zapatos, podría haberse tratado de un policía de uno de los episodios de Ley y Orden.
—¿Es usted Alfonso? —preguntó, con la boca ocupada por un palillo muy usado.
—Así es. ¿Y usted es?
—El detective Garcia. De Antirrobo. ¿Estaba dormido cuando sucedió? —El policía le dedicó un vistazo apreciativo a su batín.
—Hasta que escuché las sirenas —mintió Pedro como si tal cosa.
Garcia asintió.
—¿Falta alguna cosa de momento?
Spanolli dio un paso adelante.
—Por el momento, nada. Hemos comprobado el despacho y uno de los estudios.
Estudios, ¡americanos!
—Entraron por allí —prosiguió el oficial, señalando con su bolígrafo hacia la ventana de atrás—. Falta uno de los paneles y la han forzado con una palanqueta.
Tras asentir con la cabeza, Garcia pasó por delante de ambos y se asomó al dormitorio.
—¿ Dónde está su novia ?
Pedro se contuvo de fruncir el ceño. Seguía siendo el dueño de la situación, pero tendría que hacerlo desde la retaguardia. Y con cautela. Por lo visto el tal Garcia leía la sección de sociedad.
—Fuera. De visita turística.
—De acuerdo. —El detective se inclinó hacia un lado para murmurarle algo a uno de los agentes, que bajó corriendo al piso inferior—. Los chicos de mi equipo están abajo.
Spanolli, dile a Gina que tome las huellas del alféizar. Envía a Taylor a la salida de incendios a que tome las de allí. Quienquiera que haya entrado no ha sido Spiderman.
—Sí, señor. —Spanolli desapareció escalera abajo, después de chocar prácticamente los talones.
—¿Tiene un equipo entero de criminalística? —preguntó Pedro—. Esto no es un homicidio.
—No, es un robo. Tal vez. Pero usted es Pedro Alfonso, y paga un montón de impuestos. —Garcia se cambió el palillo al otro lado de la boca—. Esta noche asistieron a la subasta de Sotheby's, ¿no es así?
—¿Cómo sabe eso? —Probablemente hubiera sido más prudente no preguntarlo, pero tenía que saber quién era este tipo, y cuántos problemas podría causarle a Paula... y a él mismo.
—Salió en las noticias, justo después de los deportes.
Compró un par de cuadros y una escultura grande. ¡Joder!
—Sí, así es.
—¿Están aquí?
—Los cuadros están abajo, en la habitación principal.
—¿Ha comprobado si siguen ahí después de que subiéramos aquí?
—No. Comenzamos la inspección aquí arriba.
—Eso ha sido una estupidez, ¿no le parece? —insistió Garcia, dirigiéndose de nuevo hacia la escalera—. Es decir, si yo acabara de gastarme un par de millones, querría saber si estaban a salvo.
Pedro entrecerró los ojos.
—Yo no llamaría «estúpido» a alguien que paga tantos impuestos, detective —replicó pausadamente. Garcia tenía que recordar dónde se encontraba, y con quién estaba tratando. E igual de importante, quién era el que mandaba.
—Cierto. Lo lamento. —El detective se detuvo en el rellano para alzar la mirada hacia él—. Vayamos a comprobar sus cuadros, ¿le parece, señor Alfonso?
—Por supuesto.
Obviamente Garcia estaba hecho de una pasta diferente del resto de agentes que habían estado siguiendo a Pedro de un lado a otro. Y el detective ya albergaba sus sospechas.
Pedro ignoraba hasta qué punto. Tenía que averiguarlo, y rápido.
Pedro inspiró lentamente mientras descendía la escalera detrás de Garcia. En Florida, Paula había logrado ganarse el respeto e incluso la confianza de al menos un miembro del Departamento de Policía de Palm Beach. Aquí, en Manhattan, todo cuanto tenía la policía era el nombre y la reputación de su padre.
Y quizá algunos robos de guante blanco sin resolver. Martin Chaves, sin embargo, era a quien habían pillado y hallado culpable de robar un sinfín de caros objeto históricos y de arte, y quien había muerto en prisión. Podían especular acerca de Paula, pero, que Pedro supiera, ella jamás había dejado una sola pista. Y había pasado innumerables horas investigando, simplemente para cerciorarse de que nadie podía tenderle una trampa con una orden de arresto. Se había expuesto a una vida pública destacada por su causa, y no pensaba olvidar aquello.
—Procure no tocar nada, señor Alfonso —le advirtió el detective cuando entraron en la sala de la planta baja.
—Vivo aquí —repuso Pedro de forma tajante—. Yo esperaría encontrar aquí mis huellas, las de Paula, Wilder y las dos doncellas.
—Lo que sucede es que no quiero que borre las huellas de otro. De acuerdo, ¿dónde están los cuadros?
—Allí.
Los dos se dirigieron a la parte posterior del sillón, donde estaba apoyado un cajón acolchado y embalado en papel marrón que contenía el cuadro. La vista le sorprendió por segunda vez, aunque no estaba seguro de por qué. Tal vez había pensado que Paula reaparecería y volvería a dejar la pintura en su sitio.
—¿Cuántos cuadros se trajo a casa? —preguntó Garcia mientras le hacía señas a uno de los agentes que se encontraban en la entrada.
—Dos.
—Yo veo uno.
Pedro le lanzó una mirada.
—Ya entiendo por qué es usted detective.
—Sí. Soy todo un observador. ¿Cuánto vale?
—Eso depende de cuál se hayan llevado. Entre cinco y doce millones de dólares.
—Dólares americanos.
—Sí, dólares americanos.
Garcia se aclaró la garganta.
—Vale. Quiero algunas fotografías de la habitación, y quiero que saquen las huellas de todo. Entonces le echaremos una ojeada para ver cuál se han llevado —le indicó a Pedro que saliera de la estancia por delante de él—. Y necesito hablar de nuevo con usted.
—Me gustaría que esto se llevara de forma discreta —dijo Pedro, precediendo al detective por el pasillo hasta la silenciosa cocina—. Lo último que quiero es que la prensa divulgue que me han robado.
El detective se apoyó en el respaldo de una de las sillas de la cocina.
—Discúlpeme—¿Debería haberme desmayado? —preguntó Pedro con frialdad—. Han entrado en mi casa y hay una docena de policías vagando por los pasillos. Me han robado algo. No, no estoy sorprendido. Y dudo que usted fuera el único que se enterara por las noticias de esta noche que he realizado varias compras en Sotheby's.
—Mmm, hum. Así que todo Manhattan es sospechoso. ¿Qué hay de su novia?
No había tardado demasiado en llegar a eso.
—No sea absurdo.
—No está aquí, su cuadro ha desaparecido, y ella es una Chaves.
—Volverá, no tiene nada que ver con lo que era su padre, y yo le hubiera regalado el cuadro si ella lo hubiera querido.
Garcia se sacó el palillo, miró el extremo astillado y luego volvió a colocárselo entre los dientes.
—Me alegra que esté satisfecho, pero su opinión no me ayuda a rellenar el papeleo. Y en la comisaría tenemos un concurso donde ganamos puntos por encontrar criminales.
—Agradezco el sarcasmo —dijo Pedro—, pero prefiero que encuentre al «criminal» en cuestión, como usted lo llama, a que pierda el tiempo investigando a alguien que sé que es inocente.
—Mírelo desde mi punto de vista —respondió el detective—. Veo en las noticias que acaba de gastarse casi treinta millones de pavos. Luego recibo un aviso de que han allanado su casa. Después descubro que su novia, la hija de un célebre ladrón de guante blanco, ha desaparecido. Y pienso «ohoh, la chica se ha desvanecido la noche en que esos dos cuadros de Hobart...»
—Hogarth —le corrigió Richard, apretando los dientes.
—...de Hogarth llegan a casa. No puede ser bueno. Pero usted, que no es imbécil, no se ha molestado siquiera en comprobar el paradero de los cuadros hasta que prácticamente le he obligado a hacerlo. Eso no pinta bien, señor Alfonso. Como si tal vez ya supiera que había desaparecido y conociera la causa. Y me apuesto a que estaba asegurado, pero no parece en absoluto sorprendido, señor Alfonso.
—Entiendo. Pues dejemos esta conversación ahora mismo y llamaré a mi abogado. Detestaría que usted tuviera que repasar su teoría más de dos veces.
—Probablemente sea una buena idea. —Garcia se enderezó—. Utilice el teléfono de aquí. Y no vaya a ninguna parte de la casa hasta que hayamos terminado.
Pedro contempló cómo el detective salía por la puerta de la cocina. Antes de que pudiera sentir alivio por disponer de un momento a solas para pensar, entró otro agente y ocupó una silla junto a la mesa. Obviamente estaba allí para observar y escuchar. De no ser por Paula, Pedro se lo hubiera quitado de encima como si de una mosca se tratase.
Ése era el maldito quid de la cuestión. Hasta que supiera dónde estaba Paula y en qué medida podía estar involucrada, tenía las manos atadas. Y si no se andaba con mucho cuidadoso, bien podría acabar esposado. ¡Joder!
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