jueves, 22 de enero de 2015

CAPITULO 118




Paula echó un vistazo a su reloj cuando el taxi la dejó al otro lado de la esquina de la casa. Las tres y veinte. ¡Genial! 


Pedro era un tipo madrugador, así que en una o dos horas se habría levantado. A ella no le importaba perder sueño, pero prefería que fuera a causa del sexo o de un buen robo. 


Lo único que había conseguido era pasarse una hora entre los arbustos de Central Park.


No es que no fuera capaz de cerrar los ojos si tenía la oportunidad. Sabía que haber visto a Martin no habían sido imaginaciones suyas. Él había estado allí, y aunque estaba al corriente de que ella le había visto, se había negado a mantener una reunión. Tenía que llamar a Sanchez. Y tenía que calcular cuánto quería contarle a Pedro, si es que acaso quería contarle algo.


Sería de gran ayuda que ella misma supiera algo. Una inexplicable observación y un mal presentimiento a duras penas constituían algo que cualquier persona en su sano juicio creería. Pese a todo, si...


—¡Deténgase ahí mismo!


Pau se quedó petrificada por un segundo. Un hombre se aproximaba hacia ella por la acera a medio correr. Podía ocuparse de un tipo, aunque la cosa negra que sostenía en una mano fuera una pistola. Pero ¿qué narices había hecho, despistándose de tal modo, que ni siquiera había reparado en nada hasta que tenía al hombre prácticamente encima?


El corazón comenzó a aporrearle, la tan añorada adrenalina a fluir por su organismo. Paula encogió un hombro, dejando que el bolso se le deslizara hasta la muñeca, donde agarró la correa. No era un arma demasiado efectiva, pero seguramente el tipo no se esperaría que fuera a tomar la iniciativa.


—¿Por qué no aflojas un poco, encanto? —dijo lánguidamente con un suave acento sureño—. Le darás un susto de muerte a cualquier chica si corres de ese modo.


—Póngase de rodillas, las manos detrás de la cabeza.


Había oído esa jerga en todos los episodios de COPS que había visto. El corazón se le cayó a los pies y comenzó a martillear con más fuerza cuando divisó el brillo de su placa.


—Vivo justo al doblar la esquina —dijo, avanzando 
lentamente hacia la calle y más allá de Central Park—. En el número doce, con Pedro Alfonso.


—¡De rodillas!


Mierda. Todos sus músculos, su instinto, le decían a gritos que echara a correr. Pedro se arrodilló, haciendo caso omiso. No había hecho nada malo, se recordó a sí misma. 


Puede que pasar una hora escondida en Central Park en plena madrugada fuera una locura, pero no era ilegal. 


Seguramente.


—Las manos sobre la cabeza. Entrelace los dedos —repitió.


—Vale. Cálmese. Es tarde y estoy cansada.


El policía pulsó la radio que llevaba prendida a uno de losnhombros y dijo algo parecido a «la tengo», antes de colocarse detrás de ella y agarrarle las manos.


Era obvio que quienquiera que estuviera recibiendo esa llamada sabía a quién se refería con «la tengo», lo que significaba que la estaban buscando concretamente a ella. 


Aquello no pintaba nada, pero que nada bien.


Escuchó el clic de las esposas al cerrarse alrededor de su muñeca izquierda, frío, duro, y demasiado restrictivo.


—Por Dios —farfulló, luchando contra el pánico que le producía la idea de que finalmente la hubieran pillado—, ¿quiere al menos decirme qué es lo que pasa? ¿Pedro se encuentra bien?


El poli le pasó el brazo derecho a la espalda, arrastrando el izquierdo hacia abajo al tirar de las esposas. Al cabo de un segundo, tenía ambas muñecas sujetas.


—Póngase en pie, señorita.


Por lo menos continuaba mostrándose relativamente educado. Paula se meció hacia atrás sobre los talones y luego enderezó las piernas, levantándose. Mientras que con una mano sujetaba la cadena de las esposas, con la otra le palpó piernas y brazos de arriba abajo, el cuello y alrededor de la cintura. No encontró el clip sujetapapeles que llevaba en el bolsillo delantero izquierdo de los pantalones, lo cual la sumió en un estado próximo a la tranquilidad. Con el clip podría quitarse las esposas en menos de lo que el policía tardaba en decir «MacGiver».


Más preocupante en ese momento era el hecho de que el poli no hubiera respondido a su pregunta.


—Por favor, dígame qué ha ocurrido —rogó, avanzando cuando él le propinó un suave empujón entre los omóplatos—. ¿Pedro está bien?


—Puede hablar con el detective Garcia sobre eso.


—¿De Homicidios? —preguntó, deseando con toda su alma que el tal Garcia no lo fuera.


—Antirrobo.


Gracias a Dios. Pedro no estaba muerto. Nadie había muerto, lo cual era una mejora con respecto a las sorpresas que habitualmente se le presentaban. El policía la instó nuevamente a moverse. Obviamente el tipo estaba acostumbrado a arrestar matones y borrachos; si así lo hubiera deseado, podía haberle dado con el talón en la entrepierna y desaparecido en la noche para entonces.


El destello de luces rojas y azules reflejándose en los árboles y edificios la recibió cuando se aproximaron a la esquina. ¡Quién iba a decirlo! Unos pasos más y se hubiera dado cuenta de que algo no iba bien, y o bien se hubiera esfumado o pasado por el callejón.


Contó cinco coches de policía, un furgón y un coche de incógnito con una sirena en la luna trasera. No había ambulancias ni camiones de bomberos, pero no cabía duda de que algo había pasado... y había sucedido en su casa, en casa de Pedro.


Un tipo guapo ataviado con un traje negro se encontró con ellos a pie de la escalinata principal.


—Usted debe ser Garcia —dijo.


—Y usted es la señorita Chaves, supongo —respondió, sus labios se curvaron en torno a un palillo inclinado. Un ex fumador, probablemente... no se encontraba aún suficientemente cómodo sin tener algo en la boca. Pero iba bien vestido para tratarse de un policía.


Durante un segundo sopesó la posibilidad de mostrarse simpática en lugar de beligerante. Con las esposas puestas y superada en número, la primera era la opción más lógica.


—Soy Paula Chaves. Le estrecharía la mano, pero la tengo ocupada.


El hombre esbozó una tensa media sonrisa.


—Le seguí la pista a uno de los robos de su padre hace ocho años. Un Andy Warhol que jamás fue recuperado. Me apuesto algo a que usted es aún más escurridiza que él.


¡Dios bendito! El robo del Andy Warhol no había sido obra de Martin; sino suya. La idea la dejó un tanto conmocionada.


—Yo no soy mi padre —dijo—. Y me gustaría mucho saber qué está pasando.


—Antes tengo que hacerle un par de preguntas.


—No. —Paula sacudió la cabeza—. No hasta que me diga si Pedro se encuentra bien.


—Alfonso está perfectamente. Está sentado en la cocina, posiblemente hablando por teléfono con su abogado.


¡Genial! Como si quisiera que Tomas Gonzales, alias Boy Scout, se enredara en lo que sea que fuera aquello. 


Entonces asimiló lo que Garcia le acababa de decir:


—¿Por qué necesita Pedro un abogado?


—Eso tiene que preguntárselo a él. Bien, ¿dónde ha estado entre la medianoche y este momento ?


—Esto no parece llevar a nada bueno —respondió—. ¿Estoy arrestada?


Él se la quedó mirando durante un minuto.


—Sí.


—Entonces me gustaría que me leyera mis derechos. Y quisiera ver a Pedro Alfonso.


—No. Ruiz, léale sus derechos a la dama.


El policía que la había esposado sacó una pequeña tarjeta del bolsillo de la pechera. Mientras lo hacía, Paula alzó la vista hacia las ventanas de las casas de alrededor. La mitad de los vecinos la estaban mirando. Dos de ellos incluso llevaban cámaras. ¡Jodidamente maravilloso!


Inspiró profundamente.


—Tiene derecho a guardar silencio. Si renuncia a ése derech...


—¡PEDRO!


Garcia partió el palillo en dos al apretar los dientes.


—Métela en el coche. Nos encargaremos de esto en comisaría.


Paula afianzó el pie cuando Ruiz trató de conducirla al coche patrulla más próximo.


—Al menos dígame por qué me arrestan.


Mirando con expresión afligida las dos mitades del palillo que sujetaba en la mano, el detective las arrojó al suelo.


—Por robo mayor.


—¿Robo, de qué?


El policía que se encontraba en la entrada de la puerta abierta de la casa trastabilló hacia un lado. Pedro, con su batín azul y descalzo, bajó los escalones a toda prisa hacia ella.


—¡Paula!


—Métela en el maldito coche —farfulló Garcia, tomándola del codo libre y prácticamente levantándola en el aire cuando el otro policía abrió de golpe la puerta trasera del lado del pasajero—. No quiero que hablen.


¿También Pedro era sospechoso de algo?


—¿Qué mierdas pasa? —gritó Pau.


—Ha desaparecido un Hogarth —respondió Pedro cuando Garcia la dejó y se fue hacia él, empujándole hacia atrás, o intentándolo, porque Pedro le dijo algo en voz baja al detective, y éste se hizo a un lado bruscamente.


—Un minuto —dijo.


—Paula —murmuró Pedro, acercándose para inclinarse sobre la puerta abierta del vehículo—, no hagas nada precipitado. Te seguiré a comisaría y estarás libre para la hora del desayuno.


—¿Lo prometes? —Tragó aire, sabiendo lo infantil que sonaba, y necesitando que sus palabras la consolaran. Su mirada se cruzó con la de ella. —Te lo prometo. No huyas, Pau.


Resultaba evidente que Pedro conocía mejor sus habilidades que los policías.


—Vale —farfulló.


Podría haber huido; hubiera huido, salvo por una cosa: huir significaría no volver a ver a Pedro. Para evitar eso, permitiría incluso que le tomaran las huellas dactilares. Su padre se estaría revolviendo en su tumba... salvo que Martin no estaba muerto. Ella, por otra parte, podría estar tomando esa dirección.



1 comentario:

  1. Ayyyyyyyyyyy, Dios mío qué va a pasar ahora!!!!!!!!!!!! Quién robó el cuadro?????? Cada vez más enganchada con esta historia

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