jueves, 22 de enero de 2015
CAPITULO 116
Ella se movió un poco en la cama, sentía la respiración de Pedro suave contra su mejilla. Problemas... Pedro y ella los tenían sin duda alguna, pero el sexo no era uno de ellos.
Nunca hasta ahora había tenido una relación que durara más de unas pocas semanas, pero aun así estaba segura de que ésta no podía ser típica. Cada vez que divisaba a Pedro deseaba lanzarse a su cuello, rodearle con brazos y piernas, deslizarse en su interior donde se sentía caliente, deseada y a salvo.
Por lo que mentirle y escabullirse furtivamente de la casa en mitad de la noche no podía ser nada bueno. Pero hasta que averiguase lo que sucedía con Martin, si es que se trataba de Martin y no de un fantasmagórico doble, que ahora estaría muy confuso con respecto a la nota de su bolsillo, no iba a contarle nada a nadie.
Moviéndose lenta y silenciosamente, Paula logró salir de debajo del brazo derecho de Pedro y se deslizó fuera de la cama. Por costumbre siempre guardaba un par de vaqueros, una camisa y unas buenas zapatillas debajo de la mesilla de noche o en el borde de la cama, y se los llevó al baño y se los puso en la oscuridad. En los viejos tiempos una escapada furtiva comenzaba cuando llegaba a la localización; ahora comenzaba en el cuarto de baño de casa. Toda una mejoría, Pau.
Una vez que había logrado llegar a la planta baja, desconectó la alarma y la conectó de nuevo, lo que le daba treinta segundos para salir por la puerta principal; una eternidad en el mundo de los ladrones. Bajó de dos en dos los cortos y angostos escalones de la casa urbana y giró en dirección norte para subir por la Quinta Avenida. Los taxis circulaban aun cuando eran cerca de las dos de la madrugada, buscando pasajeros demasiado borrachos como para conducir hasta sus casas o demasiado intranquilos como para coger el metro a esas horas.
Nada más agitar la mano uno de ellos cruzó la calle haciendo regates y se detuvo junto a la acera.
—A Central Park con la Sesenta y siete Este —dijo, evitando un desgarrón en el asiento tapizado en negro cuando se acomodó. No eran más que un par de manzanas; podría haber ido andando. Pero eso haría que se expusiera a ser vista durante más tiempo, y la dejaba demasiado desprotegida para su gusto. Había algunos instintos que no había olvidado.
El taxista giró la cabeza estirando el cuello para mirarla a través de la barrera de plexiglás.
—Espero que deje una buena propina por un viaje tan corto, señora —rugió con un marcado acento ucraniano.
—Eso dependerá de lo educado que sea —respondió Paula sin alzar la voz, poniendo una pincelada de Manhattan en su acento. Conocía el procedimiento: no demasiado amable, no demasiado irritada... sólo la conversación justa y necesaria para no ser recordada.
—De acuerdo. Es un placer, Su Alteza —dijo, lanzándole otra mirada por el retrovisor cuando de nuevo volvió la vista al trente.
—Eso está mejor.
El tráfico era tan ligero como podía serlo en Manhattan, y los bichos que se ocultaban de la luz del día habían salido a vagar por la calzada. Le gustaba Nueva York por la noche aún más de lo que le gustaba durante el día. La gente decente que se encontraba en la calle a esas horas era escasa, y si no estaban borrachos o colocados, estaban demasiado preocupados por sus propios pellejos como para echar un vistazo más allá de su reducido círculo personal de seguridad. Y el resto de la población nocturna tenía sus propios problemas, reales o imaginarios, y no se preocupaba por los de nadie a menos que vieran la posibilidad de sacar algún provecho. Paula se había asegurado de que no fuera beneficioso relacionarse con ella.
Pasados tres minutos el taxi se detuvo frente a Central Park.
—¿Le viene bien aquí, Su Alteza?
El taxímetro indicaba tres dólares con cincuenta, de modo que le entregó un billete de cinco y uno de un dólar.
—Perfecto.
El hombre rio entre dientes, satisfecho con la propina.
—¿Quiere que la espere?
—No. Estaré un rato.
Después de saludarla se incorporó de nuevo al ligero tráfico.
Paula no se movió de donde estaba durante un minuto. A pesar de que los senderos principales estaban iluminados por farolas, Central Park era un gran orbe oscuro. Un gran orbe oscuro con su padre en el medio.
Por primera vez desde que se había levantado de la cama, Paula se permitió pensar en por qué estaba a punto de dar un paseo por la zona este de Central Park en mitad de la noche. Se estremeció, no a causa del miedo, sino debido a los nervios. Era un lugar condenadamente bueno para ver un fantasma; tal vez, dadas las circunstancias, un punto de encuentro más concurrido hubiera sido mejor idea, después de todo. Esperó a que las luces del semáforo cambiaran de color, luego cruzó la Quinta Avenida.
Prepárate, Paula, se repitió a sí misma: su nueva consigna.
Tras echar un último vistazo a un lado y otro de la avenida, irguió los hombros y se adentró en el parque.
Había visto la estatua de bronce de Balto, el célebre perro de trineo, una o dos veces a lo largo de los años, sus flancos suavizados debido al roce de innumerables manos de niños. Incluso en la oscuridad le llevó menos de quince minutos rodear al perro y elegir su puesto entre la maleza de la zona sur del claro. Sin mirar su reloj sabía que llegaba unos diez minutos temprano, y se apoyó de lado contra el árbol más próximo a esperar.
De no ser por el débil sonido del tráfico frente a ella podría haberse encontrado en los bosques de Nueva Inglaterra.
No, gracias. Prefería la jungla urbana donde, aun huyendo, uno podía conseguir una hamburguesa sin tener que cazarla y matarla primero.
Un par de hombres cruzaron el sendero frente a ella, tan cerca que podría haber extendido el brazo y birlado la cartera al más cercano. A juzgar por el bulto a su espalda, también podría haberle limpiado una pistola, pero ése no era su estilo. Se preguntó brevemente si podría tratarse de un policía de incógnito, patrullando el parque. En cualquier caso, no tenía intención de arriesgarse a llamar su atención.
Su padre solía llamarla esnob porque sólo aceptaba trabajos en los que le interesaba el objeto a robar: un cuadro raro, una antigüedad, una antigua losa de piedra.
Pero incluso Martin tenía sus principios, y jamás le había visto llevar pistola. El siempre había dicho que las pistolas eran para los matones que no podían entrar y salir de un lugar sin ser vistos.
Se oyó repicar un par de campanas de iglesia, algo desacompasadas, pero con la nitidez suficiente como para que pudiera distinguir dos tañidos diferentes. Las dos en punto. La hora señalada.
Un par de conejos pasaron por su lado moviéndose de un lado a otro, meneando nerviosamente orejas y hocico al tiempo que alternaban entre arrojar «bolitas» de conejo y mirar al cielo en busca de buhos. Un ciclista a toda pastilla les hizo brincar a los arbustos. Paula permaneció en las profundas sombras del árbol, inmóvil.
Cuarenta minutos más tarde ya había esperado demasiado, visto otra media docena de personas, un chucho de aspecto raquítico y un gato, o una rata grande, pasar de largo la estatua de Balto, pero ni rastro de Martin Chaves. En los viejos tiempos habría esperado diez minutos más de la hora señalada y luego se habría dado el piro, imaginando que la cita se habría visto comprometida. Pero no le había visto desde hacía seis años. Y aun cuando no apareciera a tiempo, no lograba hacer acopio de valor para marcharse.
Quizá él tuviera tantas dudas como ella sobre este encuentro.
Exhaló una bocanada de aire, y ésta formó una nubecita de vaho en la fría humedad.
—¿Dónde narices estás, Martin? —farfulló, cambiando el peso de un pie a otro. Por el amor de Dios, también hacía seis años que él no la veía, y era su única hija.
Paula frunció el ceño. Si no había muerto tres años atrás, sin duda había estado en posición de seguirle la pista mucho antes de ahora. De modo que, ¿por qué no lo había hecho? ¿Dónde demonios había estado, y qué se traía entre manos? Mientras ella había continuado aún viajando por el lado oscuro se había enterado de casi todos los robos perpetrados, y nada le había recordado al trabajo de Martin Chaves. Pero, claro estaba, jamás había esperado encontrarse con tal cosa, y nunca había tratado de comparar nada de aquéllos con su conocido estilo personal.
Escuchó pasos por el camino, y de nuevo se quedó inmóvil.
El corazón le palpitaba con fuerza, aunque para entonces no estaba segura de si su estado de nervios era superior a su estado de cabreo. Pero el tipo que bajaba por el sendero era al menos quince centímetros más bajo que su padre.
Vestía un abrigo raído que se hundía sobre su escuálida figura, e incluso desde el fondo del claro podía oler el rancio tufo a alcohol. Cruzó por su lado, mascullando algo sobre Batman.
Cuando finalmente cedió y miró su reloj, eran cerca de las tres.
—¡Joder! —refunfuñó, saliendo furtivamente de los matorrales y volviendo al sendero. O bien no era Martin después de todo, o algo sucedía. Y según su experiencia, «algo» jamás eran buenas noticias.
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