A pesar de sus sentimientos al respecto, era capaz de comprender la emoción e ilusión de Paula ante la expectativa de llevar a cabo un golpe, aunque se tratara de un robo en el que le habían obligado a participar. Él mismo la había acompañado durante algunos hurtos menores antes incluso de la última semana, todos por el bien de los buenos, y era lo más excitante que jamás había experimentado. La emoción, el desafío, formaban parte de su atractivo, al igual que el considerable dinero que Pau solía ganar.
No, ahora tenía otra cosa de qué preocuparse. Por mucho que se hubiera esforzado en ser paciente, en dejar que Pau se dedicara a su empresa a su ritmo y a su modo, había pensado que, cuanto mayor éxito tuviera, menos probable sería que se alejara de él y regresara a su antigua y excitante vida. Nunca se le había pasado por la cabeza que a Paula no le gustara absolutamente nada su nuevo trabajo.
¿A qué otra cosa podría dedicarse un ladrón de guante blanco retirado, que todavía estuviera en lo más alto?
Sentarse de brazos cruzados a hacer crucigramas no bastaba, y Paula no sería Paula si se conformara con eso.
¿Guardaespaldas? A Paula no le gustaban las armas, y Pedro no quería que se separase de él durante tanto tiempo. ¿Luchadora profesional de Wrestling?
Demasiada atención mediática y un pobre desafío intelectual, pero le hizo gracia que se le hubiera ocurrido aquello.
Cerró los ojos durante un momento. Los dos tenían que pensar. Ninguno sería feliz si ella continuaba con un trabajo que detestaba, sobre todo si únicamente se mantenía ocupada para tranquilizarle a él, o para permitirse tener un pie metido en su antiguo trabajo. Ni tampoco quería que los clientes de Pau la abandonaran porque su padre hubiera logrado vincularla con un robo. Dejar el negocio de la seguridad debería ser decisión de Paula, no de su recelosa clientela.
Apretando los dientes, Pedro se dirigió de nuevo a su reunión. Su primera tarea en todo esto sería cerciorarse de que Paula continuaba libre y viva después del martes.
Lo cual significaba que no podía involucrarse poniéndose en contacto con la INTERPOL, la policía o con ningún otro.
Se detuvo. ¿O sí? Girando sobre los talones, regresó a su despacho, cerró la puerta y se sentó a su mesa. Luego, inspirando profundamente, cogió el teléfono y marcó.
—Tomas Gonzales.
—Hola, Tomas.
—Hola, Pedro. Estoy en el partido de béisbol de Mateo. ¿Adivinas quién acaba de marcar un doble?
Pedro sonrió. Tomas adoraba su vida doméstica. Por un instante se permitió preguntarse si algún día se sentaría en las gradas y animaría a su propio hijo o hija. «El martes, Pedro, céntrate.»
—Diría que ha sido Mateo —respondió—. Felicítale de mi parte.
—Lo haré. —Tomas hizo una pausa—. ¿Qué sucede?
—¿Estás en nómina, verdad? Así que cualquier cosa que te cuente, en cualquier momento y lugar, se considera bajo secreto abogado-cliente, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué, han arrestado otra vez a Chaves?
—Aún no.
—¿Aún no? Eso no parece demasiado prometedor. Espera. Deja que me meta detrás de la barra de los aperitivos para que podamos hablar.
—No te pierdas el partido de Mateo.
—Todavía no ha vuelto a salir al campo. Espera. Está bien. ¿Qué sucede?
—Alguien va a robar el Museo Metropolitano de Arte el martes.
—¿Qué? ¿Te lo ha dicho ella? Llama a la poli, Pedro.
—Es una trampa de la INTERPOL. Paula está ayudando a... a un amigo suyo a tenderla. El problema es que ella no tiene ningún trato con las autoridades.
—Pues debería retirarse.
—No puede. Es complicado. Amenazan con matarnos a ambos si no coopera.
—¿Os amenaza la INTERPOL? Es una locura.
—La INTERPOL, no. Los otros ladrones. Solamente quería saber si podemos tomar algunas medidas para minimizar el peligro que corre.
—Soy abogado corporativo, Pedro. —Tomas pronunció entre dientes algunos improperios muy originales—. ¿Y qué hay del riesgo que corres tú? Puede que haya convencido al Departamento de Policía de Nueva York de que no robó el Hogarth, pero si la pillan en el museo, la cosa va a cambiar. Y tú te verás arrastrado al centro del huracán, por ser cómplice o por ser el pringado de turno que dejó que sucediera delante de sus propias narices.
Pedro se quedó sentado muy callado durante un momento, recordándose a sí mismo primero que Tomas no tenía la menor idea de que él había estado presente en el robo de los Hodges, y luego que el abogado miraba por él y que en realidad nadie había llamado pringado a nadie.
—Repito —dijo con lentitud—, ¿hay algo que podamos hacer para minimizar los riesgos?
—Déjame pensar. Fui al colegio con un par de tipos del Departamento de Estado. Veré qué puedo averiguar. Pero es domingo, así que no esperes un milagro.
—Llegados a este punto, Tomas, un milagro sería muy bien recibido.
—Te llamaré.
—Estaré esperando. —Y repasando algunas posibilidades por sí mismo.
***
Paula pagó al taxista y se bajó de un brinco del vehículo delante de la casa de la ciudad. Sanchez le había encontrado un divisor de tecnología punta y había conseguido tres ligeros alicates para cable a fin de que ella pudiera escoger el que más le gustara. Le había dado las gracias y se había marchado... y no le dijo ni una sola palabra acerca de la aparición pública por sorpresa de Pedro, ni de que hubiera solicitado una reunión con Martin, ni siquiera que Locke intentaba seguirla, tratando seguramente de recuperar su Picasso.
Ignoraba por qué no le había dicho nada. Desde que tenía uso de razón, siempre había podido hablar con Sanchez sobre cualquier cosa. Incluso había sido él quien había salido a comprarle su primera caja de tampones, aunque Pau había tenido la sensación de que de ahí no pasaba.
Pero cuando Pedro le dijo por qué quería encontrarse con Martin, y le dijo que era probable que éste no tuviera un plan de escape para ella... aquello le había resultado tan nuevo, que no había sabido cómo tomárselo. Siempre había cuidado de sí misma. No debería haber importado que tuviera que hacer lo mismo el martes. Si había una lección que Martin le hubiera repetido hasta la saciedad, era que todo el mundo miraba primero por uno mismo. Incluso Sanchez actuaba de ese modo hasta cierto punto, dado que había sido ella quien asumía los riesgos y él quien vendía los objetos obtenidos, y ambos habían amasado un buen montón de pasta al hacerlo.
Pero Pedro obraba de forma diferente. Le había visto conduciendo sus negocios, y podría transformarse sin previo aviso en un Gran Tiburón Blanco, haciendo trizas a cada oponente que tenía a mano. Pero también sacaba la cara por ella, y bien que la defendía, y lo había hecho en más de una ocasión. Normalmente la cosa acababa bien para los dos, o hasta el momento así había sido, pero eso parecía ser una cuestión de suerte, igual que todo lo demás.
Un coche estacionó detrás de ella cuando recogía su mochila y se encaminaba hacia la escalera principal. No miró, pero sí varió su forma de agarrar la pesada mochila.
Ésta le haría un buen chichón en la cabeza a cualquiera si resultaba necesario.
—Pau.
Le bastó con aquella sílaba para reconocer la voz. Veittsreig.
¡Para qué iba a molestarse en llamar para concertar una cita cuando podía acercarse en coche y echarle el guante! Era demasiado esperar poder dejarle una nota a Pedro. ¡Maldita sea!
Se dio media vuelta.
—¿Te has perdido?
Él sacudió la cabeza en el asiento delantero del pasajero del Ford Explorer negro. —Sube.
—Seguramente la poli esté vigilando la casa.
—Pues date prisa en subir.
Pau así lo hizo, adoptando una expresión enfadada.
—Ha sido una estupidez, ¿no te parece? —dijo, ocupando el asiento del medio cuando los otros dos hombres se movieron para hacerle un hueco.
—Tal vez quiera que la poli te vea con nosotros —respondió Nicholas—. Sólo para asegurarme de que estás comprometida con el proyecto al cien por cien.
—Ah, ¿con que ahora se trata de un proyecto? Creía que era un robo. Debería haber traído barritas de helado y limpiapipas en lugar de cortadores de vidrio.
—¿Quieres que te registre de nuevo en busca de micrófonos, Pau?
—No, ¿quiénes son tus amigos? Reconozco a Bono, por supuesto.
El tipo que tenía sentado a su lado con pelo largo y grasiento, nariz aguileña y gafas de sol frunció el ceño.
—Bono. Esa sí que es buena —bufó Nicholas—. Es Eric. El que está junto a la ventana es Dolph. Nuestro conductor es Wulf.
—¿Quién falta, aparte de Martin? Dijiste que haríamos siete partes.
—Correcto. Dos son para mí. A fin de cuentas, lo he organizado todo.
—Supongo que hasta el martes no sabré si te lo mereces o no. Nicholas se giró desde el asiento delantero para mirarla a la cara.
—No es de mí de quien habrá que preocuparse.
Otra vez con amenazas. En su oficio eran tan comunes como los alicates de corte.
—Si se trata de la gran reunión, ¿dónde está Martin?
—Vamos a reunimos con él. Decidí ahorrarte el taxi y que tuvieras que despistar a los polis que te siguen.
—Gracias, siempre que no te estén siguiendo a ti. Ya has aparecido cuatro veces por mi casa.
—¿Wulf? —preguntó Veittsreig.
—Nadie nos sigue —respondió el conductor con un acento más marcado que el de Veittsreig.
A pesar de la aparente seguridad de Wulf, el Explorer pasó la siguiente media hora dando vueltas por todo Manhattan.
Paula aplaudía la cautela, aunque la atención por los detalles no les auguraba nada bueno a Martin o a ella.
Cuando la INTERPOL fuera a por estos tipos, no les cabría duda de quién se había ido de la lengua. Si lo que Pedro había dicho acerca de su conversación con Martin era cierto, y no tenía motivos para creer lo contrario, tenía que idear un plan de fuga. Y que fuera bueno.
—¿Te has perdido? —preguntó finalmente—. Si no es así, me encantaría conocer el plan de acción antes del martes. Y los planos del sistema de alarma.
—Cinco minutos. Y dale tu mochila a Bono.
Bono, alias Eric, dijo algo en alemán sobre lo poco gracioso que era Veittsreig. Paula fingió no entender, y en su lugar arrojó la mochilla al regazo de Eric.
—No te cargues nada. Todo es nuevo.
Eric cogió el divisor.
—GPS —farfulló.
—Es un divisor de frecuencia electrónico, so lerdo —replicó Paula—. Sirve para desactivar partes de un sistema de alarma.
—¿Por qué es nuevo? ¿Es que no tenías uno, Chaves?
—Sí, lo tengo. Está en Palm Beach. Vine a Nueva York de vacaciones. Fuisteis vosotros los que montasteis todo esto. Yo solamente intento estar preparada.
Lo siguiente que Eric farfulló en alemán confirmó que el resto del material de la mochila era legal. Volvió a meterlo todo y se la devolvió.
—Gracias. ¿Significa que he aprobado? ¿He conseguido que me aceptéis en el club?
—Sí. Avanza hasta el almacén, Wulf.
Las pandas —o mejor dicho, bandas— de ladrones siempre alquilaban almacenes. Dado que trabajaba normalmente sola, Paula no estaba muy segura del porqué, a menos que todos hubieran visto las mismas películas y no desearan que las otras bandas de ladrones se rieran de ellos. Para ella resultaba altamente sospechoso que un grupo de tipos alquilara de repente un local y no lo llenara de material de almacenaje, pero ella era una infractora, no una representante de la ley.
Aparcaron delante de un anodino almacén a la orilla del río frente a Nueva Jersey. Dolph se apeó, introdujo un código de entrada —que Pau memorizó de inmediato—, en el teclado numérico de la puerta y a continuación empujó la puerta metálica hacia arriba. El Explorer pasó por debajo y Dolph bajó la puerta otra vez.
—Con que este es el cuartel general súper secreto —dijo Paula, apeándose del todoterreno—. Es... espacioso.
Martin rodeó un conjunto de cajas y se aproximó hasta ella.
—Chaves y Chaves, juntos de nuevo.
—Hola, Martin.
—Ya estabas harta de tu breve retiro, ¿verdad? Siempre dije que un verdadero campeón no puede retirarse en la cumbre. No lo lleva en la sangre. Tiene que seguir luchando hasta el final.
—Y ambos sabemos en qué lado de esa colina te encuentras tú, ¿eh, Martin? —Veittsreig rio entre dientes, dándole una palmada en la espalda a su padre—. Echemos un vistazo a esos planos, ¿quieres?
—Antes de empezar —dijo Paula, arrojando su mochila en otra omnipresente caja y reparando en que la furgoneta de UPS a sus espaldas ahora era negra y llevaba «SWAT» pintado encima del logotipo de la compañía de repartos—. Tengo una pregunta.
—¿Y de qué se trata?
—Supongo que lleváis semanas preparando esto. ¿Por qué me habéis incluido sólo tres días antes del golpe?
—En primer lugar —dijo Nicholas, lanzándole una cerveza—, no sabíamos que estarías en Nueva York en tan oportuno momento, pero dado que lo estás, tontos seríamos de no aprovecharlo. En segundo lugar, recibimos la solicitud del Stradivarius la semana pasada, y no podíamos decidir cómo ocuparnos junto con todo lo demás.
—Necesitas más personal.
—Personal femenino —dijo Dolph, clavando la mirada en la zona del pecho de su camiseta de tirantes.
¡Genial! Un tipo con las hormonas revolucionadas.
—Y en tercer lugar, algunos cacos, como nos llamas tú —prosiguió Nicholas—, no podrían ponerse al día y estar listos en tres días. Apuesto a que tú sí puedes.
—Eso demuestra que eres listo —dijo Paula, brindándole una sonrisa a Veittsreig—. ¿Pero qué tal se te da robar?
Nicholas desplegó los planos.
—Echa un vistazo y compruébalo.
Domingo, 1.40 p.m.
«Paula vio a Pedro sentado en la sala de conferencias de paredes de cristal en cuanto salió del ascensor y puso el pie en la planta cincuenta de Alfonso. Dejando la mochila en una butaca al pasar, mantuvo la mirada clavada en su objetivo.
Ataviada con unos vaqueros y una camiseta de tirantes, distaba mucho de presentar, siquiera, una imagen informal, pero hoy no estaba allí para mezclarse. De hecho, esperaba que Pedro se fijara bien en ella.
La mayoría de las personas de allí ya la conocían, al menos de vista, y nadie le impidió el paso. Cuando llegó a las puertas dobles de la sala de conferencias, las abrió de golpe.
—Hola, Pedro —dijo con su tono de voz más glacial.
Este se volvió hacia ella al tiempo que se ponía en pie.
—Paula, ¿qué... ?
—¿Podría hablar contigo un momentito, cariño? —le interrumpió, ignorando los murmullos de sorpresa de la otra docena de personas que había en la sala.
La mandíbula de Pedro se tensó.
—Por supuesto. ¿Podrías esperarme en mi despacho un momento?
Estaba claro que no podía gritarle en público. Asintiendo bruscamente, giró sobre los talones y se encaminó con paso decidido hacia su despacho. A mitad de camino, enganchó su mochila y se la llevó consigo.
Se pasó los siguientes cinco minutos echando chispas, paseándose igual que un basilisco de acá para allá y sintiendo la tentación de ponerse a romper cosas, si es que hubiera habido algo que romper. Teniendo en cuenta el lujo de todas sus casas, el despacho de Pedro le daba un nuevo significado al término «espartano». Por fin Pedro abrió la puerta y la cerró después de entrar.
—Como quizá hayas notado —espetó—, estaba ocupado.
—¡Vete a la mierda! ¿Qué cojones te crees que haces saliendo en la tele para que Martin viniera a verte? ¿Crees que puedes salir en antena para quedar con la gente?
—Contigo funcionó —dijo, su voz era grave y controlada.
—¿Así que se te ocurrió intentarlo de nuevo con Martin? Saliste a la calle para llamar específicamente su atención.
—Sí, así fue. Tú saliste en plena madrugada para reunirte con él.
—Es mi padre.
—Así es. Y quería hablar con él.
—¿Para qué, para poder pedirle permiso para cortejarme o lo que sea? ¡Cómo te atreves a meterte así en mi vida sin ni siquiera preguntarme primero! Por no mencionar que Nicholas y su banda podrían haber estado vigilando. ¿Qué demonios crees que pensarían si te vieran hablando con Martin?
Pedro se paseó hasta su mesa y desanduvo de nuevo el camino. A juzgar por la rectitud de su espalda, estaba igual de furioso que ella. Bien. Paula detestaba mantener una discusión ella sola.
—Dentro de tres días vas a robar un museo, ¿no? —preguntó, su refinado acento de Devonshire se hizo más marcado.
—Sí, eso voy a hacer. Y no necesito tu permiso para ello, y tampoco...
—¡Vete a la porra! Quería conocer al hombre que regresa a tu vida como si tal cosa después de tres años, sólo para meterte en sabe Dios qué —la interrumpió—. Me reservo el derecho de meterme en tu maldita vida porque me preocupa.
—Tú...
—No le pedí a tu padre que me contara secretos o me diera una perspectiva para comprender tu carácter, ni que me concediera permiso para estar contigo. Le pregunté por qué escogió este trabajo para hacer que volvieras al redil. Y no he recibido una respuesta que me parezca satisfactoria.
—Te parece satisfac...
—¿Le has preguntado si tiene un plan de fuga para ti después de que intervenga la INTERPOL? Porque me da la sensación de que no lo tiene. No tiene un plan, Paula. No va a actuar de forma desinteresada y heroica para cerciorarse de que se recompensa tu ayuda o que se proteja tu libertad.
Paula intentó atizarle, pero Pedro bloqueó el golpe con el antebrazo y la agarró de la muñeca.
—¡Suéltame! —gritó.
—Nunca —le respondió, gruñendo y con la voz entrecortada.
Con un grito se liberó y se abalanzó sobre él. Ambos cayeron por encima de la mesa y aterrizaron en el suelo delante de la ventana. En su cabeza no surgía nada coherente. Nada salvo una ardiente y negra cólera. Y entonces, de pronto comenzó a sollozar, y debajo de ella, Pedro la rodeó con sus brazos, abrazándola contra su pecho.
—No estoy teniendo una... crisis nerviosa —dijo entre sollozos.
—Lo sé.
—Estoy muy cabreada contigo.
—Lo sé.
—¿Por qué has hablado con él?
—Porque me tienes preocupado —aflojó levemente su abrazo, y comenzó a mecerla. Maldita sea, la estaba meciendo.
Paula se incorporó, sentándose sobre sus piernas.
—Déjalo ya. No soy ninguna niñita.
Pedro también se sentó, apoyando los brazos a la espalda para mantenerse erguido.
—¿He dicho yo que lo seas? —dijo y guardó silencio durante un instante—. Cuando mis padres murieron, Pau —prosiguió de pronto—, me encontraba en un internado a más de tres mil doscientos kilómetros de distancia. Fue muy... duro. Si mi padre apareciera de pronto y me obligara a... a volver al colegio mientras aún estuviera tratando de asimilar que en realidad no está muerto... ni siquiera puedo imaginarlo.
—No es eso —dijo, sorbiendo por la nariz y secándose los ojos con la mano. Odiaba llorar estúpidamente. No era algo que hiciera con frecuencia. Al parecer, tan sólo Pedro podía hacerla llorar.
—¿Pues qué es?
Pau se agarró las manos, retorciéndose los dedos.
—No quería que le conocieras —dijo finalmente, su voz le pareció débil y trémula incluso a sus propios oídos.
Pedro se movió, rodeándola con un brazo.
—Por dios, Pau. No eres como él, si eso es lo que crees.
Volviendo la vista, su mirada se encontró con los preocupados ojos azul oscuro de Pedro.
—Pero podría serlo. Odio atracar museos, y... y a pesar de eso estoy tan emocionada que apenas veo con claridad. Y sé que hay muchas posibilidades de que me pillen. Y te oculto cosas y salgo a hurtadillas por la noche para... para hacerlo, y mi negocio comienza a despegar, y cada vez que veo a uno de mis «clientes», pienso que puedo despojarle de todo salvo de su ropa interior sin que sepa qué le ha pasado. Y ahora Boyden Locke me está siguiendo, así que desconfía de mí, como seguramente también hacen el resto de mis clientes. Y tienen todo el derecho. Y me ha llamado Patty, que cree que le estoy tendiendo una trampa para fastidiarla de nuevo. Le dije que necesitaba un exorcismo, pero puede que sea yo quien lo necesite.
—¿Sales a hurtadillas por la noche?
—Para poder entrar de nuevo sin que me vean. —Se golpeó los muslos con los puños—. Soy un maldito desastre. ¿Por qué narices quieres estar conmigo?
Lentamente comenzó a enroscar los dedos en su cabello.
—Porque continúas entrando en mi casa —le susurró al oído—. Y porque me salvaste la vida cuando nos conocimos. Y porque pareces tener la costumbre de arriesgar tu vida para ayudar a otros.
Pau suspiró, tratando de recobrar de nuevo la compostura.
—De acuerdo, está bien. Soy estupenda. Estoy jodida, pero soy la caña.
—Exactamente. —Y depositó un beso en su cabeza, y acto seguido le alzó la barbilla y la besó suavemente en la boca.
Paula se apoyó en él, y Pedro cerró los ojos, aliviado.
También se encontraba sumamente alarmado, pero eso tendría que esperar hasta que dispusiera de un momento o dos para pensar. No era la primera pelea que tenían, pero sí la primera vez que Pau había estado cerca de golpearle. Y ni siquiera era eso lo que le preocupaba. Tras dejar escapar un último suspiro contra su boca, Paula se puso en pie y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. A pesar del moratón que ahora tendría en la cadera, Pedro rechazó su ayuda y se puso en pie por sí solo.
—Dame unos minutos y podremos irnos de aquí —dijo.
—No, estoy bien. Y tengo que encontrarme con Sanchez para recoger el resto de mi equipo.
—Creía que os habíais ido juntos de compras.
—Así era, hasta que los polis nos alcanzaron y tuve que chocar contra su coche, deshacerme del vehículo de alquiler y separarnos. —En sus labios floreció nerviosamente un asomo de sonrisa, parecida a la que solía lucir cuando creía estar siendo graciosa.
—Al menos el día no ha sido una completa pérdida de tiempo —dijo suavemente, pasándole un brazo por encima mientras se encaminaban hacia la puerta.
—Supongo que no. Lo más probable es que Veittsreig me llame antes de que llegues a casa. Si tengo que marcharme para reunirme con él cara a cara antes de que regreses, te dejaré una nota en la mesilla de noche.
Precisó de una buena dosis de su consumada fuerza de voluntad para dejar que saliera por la puerta de su despacho. Pero intentar impedírselo erigiría un muro entre ellos que ninguno de los dos podría traspasar.
—Por el amor de Dios, ten cuidado —le dijo, esperando no estar extralimitándose al darle consejos verbales—. Como tú misma dijiste, estos tipos son unos asesinos.
—Me pregunto cómo es el hombre que les contrató —farfulló sombríamente.
—Procuremos no averiguarlo.
Paula se volvió hacia él, posándole las manos sobre los hombros y poniéndose de puntillas para darle un suave beso en la boca. Tras acariciarle fugazmente la mejilla, salió en dirección a los ascensores.
Pedro se apoyó contra el marco de la puerta, se recolocó su desaliñada camisa y trató de ponerse derecha la chaqueta. Armani era una buena marca, pero no estaba hecha para los placajes al estilo del fútbol americano.
Paula se incorporó de nuevo al tráfico.
—Esto es un rollo —gruñó—. De haber sabido que iba a perpetrar un robo en Nueva York, me habría traído mi propio equipo.
—¿Me equivoco o estás revolucionada por este asunto?
—Venga ya, lo de la otra noche fue una cosita de nada.
Este es mi gran chute en cinco meses. No dejé el trabajo porque no me gustara.
Sanchez se cruzó de brazos.
—Entonces, ¿por qué lo dejaste? Porque si estoy trabajando en una maldita oficina y concertando consultas sin un buen motivo, me voy a mosquear como una mona.
—Lo dejé porque tuve una muy larga racha de buena suerte, y tarde o temprano se me iba a acabar. Y porque tres personas fueron asesinadas a causa de mi último golpe. —Y debido a ese golpe había conocido a alguien que, por primera vez, la tentaba más que la mezcla de peligro y adrenalina de su antigua vida.
Era obvio que Sanchez también conocía aquella parte, tanto si ella deseaba hablar de eso como si no, porque el ex perista dejó escapar un bufido al tiempo que arrojaba el equipo al asiento trasero.
—Dirígete hacia la Sesenta y tres. Conozco a un tipo que conoce a un tipo que podría proporcionarte un divisor electrónico de frecuencia.
Sonó su teléfono. Comprobó el número, con el ceño fruncido, pero lo único que pudo averiguar era que quienquiera que llamase lo hacía desde algún lugar de Manhattan.
—Hola —dijo, atendiendo la llamada.
—¿Es por eso por lo que me animaste a que saliera con Boyden Locke? —le dijo la voz de Patricia, su cabreo se evidenciaba en la perfecta dicción británica de su discurso—. ¿Porque sabías que ibas a robarle al día siguiente?
—¡Ay que joderse! No he tenido nada que ver con eso, Patricia. No todo gira en torno a ti.
—¿Por qué, porque tiene que girar en torno a ti?
—Oye, que me has llamado tú.
—Porque no voy a consentir que abusen de mí. Te ayudé y así es como me pagas mi caridad. Esto es aún peor que lo que me esperaba de ti.
—¿La ex? —murmuró Sanchez.
Pau asintió. El día menos pensado iba a hablar muy seriamente con Pedro acerca de cómo era posible que se hubiera casado con aquella mujer. Al fin y al cabo, era él quien había introducido a la ex en sus vidas. Ella jamás se habría casado con Patricia; pero claro, su tolerancia para las gilipolleces era menor que la de Pedro.
—Emparejarte con Boyden era mi forma de corresponder a tu caridad. El resto probablemente no sea más que tu habitual mala suerte. Tal vez necesites un exorcismo.
—Sólo para liberarme de tus garras.
Paula dejó escapar un bufido.
—No te quiero cerca de mis garras. Y en este momento estoy ocupad...
—Destruir mis oportunidades con dos hombres no te ha bastado, ¿verdad? ¡Tienes que tenderme una trampa para poder hundirme de nuevo!
—Fuiste tú quien le puso los cuernos al único hombre bueno de tu vida, luego te casaste con un asesino y saliste con otro. Cúlpales a ellos por cabrearme, y a ti misma por ser una ilusa. Yo no le he robado nada a Boyden Locke. Adiós. —Cerró cabreada la solapa del móvil—. Ya tengo el día completo.
—¿ De qué te culpa ? —preguntó Sanchez.
—Le insinué que era posible que le gustara a Boyden Locke, así que ahora piensa que fue porque le han robado, y que la estoy saboteando otra vez.
—Por eso no intento emparejar a nadie.
—Gracias por tu apoyo.
—Eh. Gira a la derecha si quieres esquivar esa edificación de allí.
Asintiendo, Paula puso el intermitente y viró a la derecha.
Un Lincoln azul realizó el mismo giro dos coches por detrás de ellos. Al igual que también media docena de taxis, y cuando se pasó al siguiente carril, no la siguió.
—Tienes que girar a la derecha en la próxima esquina —señaló Sanchez.
—Lo haré. Solamente actúo como si fuera una turista. —Esperó hasta que estuvieron a once metros del semáforo, luego se metió de golpe en el carril de la derecha y giró. Tras dar el intermitente y con algo más de velocidad, el Lincoln también dobló.
—¿Qué pasa? —preguntó su copiloto con la mirada clavada en el espejo retrovisor.
—Lo más seguro es que esté siendo paranoica. Pero si es uno de los hombres de Garcia, no quiero que me vea recogiendo un divisor de frecuencia. Y si es uno de los de Nicholas, no quiero que sepan que estás en el ajo.
—¿Los teníamos detrás en la última parada?
—No que yo sepa.
—Entonces no. Gira otra vez y a ver qué pasa.
Poniendo el intermitente y haciendo el cambio de carril, esta vez en el orden correcto, dobló nuevamente. El Lincoln hizo lo propio, colocándose justo detrás en esta ocasión. Era evidente que este tipo había estado fijándose en sus regates previos con los taxis, y no iba a dejar que se escapase dando un giro en el último minuto.
—Despístalos.
—Tú alquilaste el coche. Si nos metemos en una persecución, será a ti a quien localicen.
—Ya habrán comprobado la matrícula, cielo. —Esbozó una amplia sonrisa—. ¿De verdad crees que utilizaría mi verdadera identidad?
Paula exhaló de alivio.
—Al menos uno de los dos no ha perdido la forma. ¿A nombre de quién está alquilado el coche?
—A nombre de Antoine Washington. De Brooklyn.
—Ah, una de las viejas normas. Saca el equipo del asiento trasero, ¿quieres?
Alargando la mano, recogió el equipo de escalar, el bote de pintura negra y los cortadores industriales de vidrio, metiéndolo todo en la mochila que Pau había llevado para la ocasión. Luego se abrochó el cinturón de seguridad.
—¿Preparado? —preguntó Paula, sacando un trapo de su bolso y limpiando el volante, la palanca de cambios y la manilla de la puerta antes de dárselo a Sanchez para que hiciera lo mismo en su lado. Se puso sus guantes de piel y aferró de nuevo el volante.
—Preparado.
—Agárrate. —Pisó el acelerador, poniendo cierta distancia entre el Jeep y el Lincoln. Luego metió marcha atrás y pisó a fondo.
La parte trasera del Jeep se estrelló contra el Lincoln. Con un golpe seco, que pudo escuchar aun con las ventanillas subidas, saltaron los airbags del Lincoln. Poniéndose de nuevo en marcha, viró rápidamente a la derecha y luego a la izquierda, a punto de llevarse un taxi y un puesto de perritos calientes por delante. Aminoró la marcha en el siguiente giro a la izquierda, volviendo al límite de velocidad establecido por la ley.
—Hay un aparcamiento a la derecha —dijo Sanchez, comprobando el retrovisor lateral. Pau ya había echado un vistazo por el suyo. Nadie les seguía.
—Lo veo.
Bajó la rampa, sacó un ticket y aparcó el Jeep. Limpió las llaves del coche y las arrojó al asiento antes de bajarse y cerrar las puertas del coche utilizando el trapo, primero uno y luego otro. El coche seguramente habría desaparecido al cabo de diez minutos, pero eso sería beneficioso para ella.
—No creo que estés perdiendo la forma, cielo —dijo Sanchez, entregándole la mochila y precediendo el camino hasta las escaleras—. Ha sido estupendo.
—Gracias. Tan sólo espero que el tipo del Lincoln fuera un policía. —Cargándose la mochila al hombro, le siguió hasta la calle—. ¿ Qué te parece si dividimos el resto de la lista de la compra y me reúno contigo delante de la Torre Trump a las... ? —Echó un vistazo a su reloj—. ¿A las tres? Eso nos da otro par de horas.
Sanchez asintió.
—Iré a por el divisor electrónico y los alicates. Tú ve a por las gafas de infrarrojos y a por el termómetro.
—Y luego prepararemos el plan.
Dejó que Sanchez encontrase un taxi primero, a continuación anduvo otra manzana antes de parar uno.
Podía escuchar múltiples sirenas en la distancia, pero dado que nadie en la calle reaccionaba o miraba alrededor, tampoco ella lo hizo.
Cuando se acomodó en el asiento trasero del taxi, un Mercedes Benz alquilado pasó de largo por su lado a una velocidad superior a la permitida. Pudo ver brevemente un cabello negro y un par de gafas de sol RayBan. Boyden Locke. Toda una coincidencia, a menos que también él la hubiera estado siguiendo. ¿Sospechaba acaso que le había robado el Picasso?
—Siga a ese Mercedes —dijo, señalando.
—De acuerdo —el conductor arrancó—. ¿Es usted poli? —preguntó, chapurreando en inglés.
—Soy su esposa —respondió, adoptando una expresión herida y ofendida.
—No quiero disparos desde mi coche, señora.
—Tan sólo quiero saber a dónde va. Nada de disparos.
—Muy bien.
Locke dio la vuelta a la manzana, luego a la siguiente. Sí, la estaba buscando. Era demasiado bonito que le diera su apoyo invitándola a fiestas... aunque por entonces aún tenía su Picasso. Lo más probable era que Patty la hubiera traicionado. ¡Genial! El día menos pensado recibiría una llamada rechazando sus servicios. Si todo el asunto del robo tenía mayor repercusión en Palm Beach, Donner no sería el único que la llamaría desde allí. Tenía que preguntarle a Andres Pendleton para ver si alguien había cancelado sus citas con ella a causa de este embrollo. Maldito Martin y maldito Nicholas Veittsreig. Si no podía trabajar como consultora de seguridad, no sabía qué demonios haría para evitar volverse loca.
—Ya es suficiente —le dijo al conductor. En su lugar le pidió que la acercara al hipermercado de electrónica más próximo.
Lo más seguro era que Veittsreig y su banda tuvieran equipo de sobra, pero si iba a desempeñar el papel de una profesional, iría equipada adecuadamente. Era una cuestión de orgullo; al fin y al cabo, ella era Paula Chaves, la hija de Martin. La chica que había superado a su padre en el negocio y a la que éste guardaba rencor por ello desde entonces.
Pero, si tanto rencor le guardaba, ¿por qué lo había arreglado para que formara parte del golpe? ¿Pretendía que la pillara la INTERPOL, tal como parecía pensar Pedro?
Para ser sincera, lo ignoraba. Martin la manipulaba igual que hacía con los demás, pero, después de todo, era su padre.
Dentro de la tienda de electrónica pasó de largo los televisores, los teléfonos móviles, los iPods y las Xbox 360. Unicamente disponían de dos clases de prismáticos de caza con visión nocturna e infrarrojos, pero el más ligero parecía servir. Normalmente se decantaba por un equipo de menor calidad, prefiriendo depender de su destreza y no de una pieza de ingeniería con diminutas partes susceptibles de romperse, pero el Metropolitano contaba con tecnología punta. Tendría que amoldarse.
A medio camino del pasillo de los televisores escuchó el murmullo de una voz conocida, y se detuvo. Pedro, cuyo rostro aparecía multiplicado en alrededor de veinte aparatos, se encontraba en medio de una multitud, con el logotipo de Planet Hollywood por encima de su hombro derecho. Se acercó como un rayo al aparato de televisión más próximo y lo encendió.
—...artin, mi abogado, al mediodía. Imagino que vendrá a mi oficina.
La periodista preguntó algo acerca de la tal Chaves y luego sobre el matrimonio. Después del «sin comentarios» que respondió Pedro, Paula dejó de escuchar.
—Taimado hijo de perra —farfulló, apresurándose hacia la línea de cajas y pagando las gafas; no tenía ningún sentido que le echaran el guante por robar en una tienda mientras reunía material para un golpe de dos millones y medio de dólares.
Una vez fuera tomó otro taxi y se dirigió hacia Brookstone.
Seguramente tendrían termómetros meteorológicos digitales. Y después iría a la oficina de Pedro y averiguaría por qué demonios intentaba ponerse en contacto con su padre.
***
Pedro se paseó tranquilamente a lo largo de los ventanales que cubrían una de las paredes de la sala de conferencias. Joaquin Stillwell se encontraba a su espalda, en la mesa de conferencias, ejerciendo su paciencia británica y su mordaz cortesía, había hecho ciertos progresos con la Comisión de Fomento de Nueva York. Resultaba extraño mantenerse al margen durante una negociación, pero ya había tomado la decisión de que su vida con Paula no iba a discurrir del mismo modo que su matrimonio con Patricia Alfonso Wallis y cualquier otro apellido que hubiera añadido a los anteriores.
Había estado expandiendo sus negocios, convirtiendo la riqueza en un imperio, y había tenido mucho éxito. También había sido un fracasado. Y no era de los que tropezaban dos veces en la misma piedra. Y Pau... se negaba a perderla por pasar demasiado tiempo centrándose en metros cuadrados y márgenes de beneficios.
Sonó su teléfono.
—Alfonso —dijo después de descolgar.
—Señor —escuchó la voz de María—, en el vestíbulo hay un abogado, que dice llamarse señor Martin y desea verle. No figura en la list...
—Hágalo pasar.
Había venido. Desde el extremo más próximo de la sala de conferencias, Pedro tan sólo podía ver tres de los seis ascensores con los que contaba el edificio. Cuando pasaban veinticinco minutos de las doce, un hombre salió del ascensor del vestíbulo y se detuvo de camino a recepción para echar un vistazo a su alrededor.
Pedro le observó a través de las paredes de cristal de la sala de conferencias.
De constitución media, una cabeza más bajo que él, cabello castaño entrecano, con un bonito traje gris de aspecto muy caro y un bonito maletín; perfecto para amoldarse a una oficina exclusiva. Era un tipo a quien en cualquier otro momento, o más bien antes de conocer a Paula, hubiera olvidado después de echarle una ojeada.
Mezclarse era, también, la especialidad de Paula. Era una verdadera camaleona, y sólo cuando había llegado a conocerla mejor, había descubierto a la verdadera Paula: divertida, resuelta e incluso un poco compasiva.
Sin embargo, otra cosa que le había enseñado su propia vida, dedicada a evaluar personas y circunstancias, era a observar atentamente. Y de ese modo, reparó en los altos pómulos del hombre, sus dedos largos y el desenfado con el que se movía. Conocía esa forma de caminar, y era igual a la de Paula. Y por tanto, aquél era su padre: Martin Chaves. En carne y hueso.
Sin dirigir una sola palabra al grupo que discutía a su espalda, abrió la puerta de la sala de conferencias y se adentró en la zona de recepción.
—Señor Martin, supongo —dijo con voz grave. Los ojos castaños del hombre se volvieron para evaluarle.
—Mi cliente, supongo —replicó, imitando la inflexión de Pedro.
—En efecto. ¿Me acompaña a mi despacho?
—Usted primero.
—María, no me pases llamadas —dijo Pedro, precediendo el camino hasta su despacho. No se volvió para comprobar si Martin le seguía, pese a desear hacerlo.
Dentro del despacho, le indicó a Martin que tomara asiento y él ocupó la butaca de al lado. Podía sentarse tras su escritorio, supuso, pero se trataba de una reunión delicada.
Aquel hombre era el padre de la mujer a la que amaba, y probablemente también la mayor amenaza para su permanente bienestar. Comenzarían estando ambos en las mismas condiciones.
—Tal vez deba presentarme formalmente —dijo al cabo de un instante—. Soy Pedro Alfonso.
—Ya sé quién es. El inglés que se está tirando a mi hija.
—Si lo prefiere así. —Pedro inclinó la cabeza. La prueba había comenzado—. Desde mi punto de vista, es un poco más complejo.
—Debe de serlo, si es que le ha contado que no estoy muerto.
—He oído que en estos momentos trabaja con la INTERPOL. ¿Es eso lo que ha hecho durante los últimos tres años?
—Directo a la yugular, ¿no es cierto? ¿Es así como ha atrapado a Pau?
Pedro hizo caso omiso de la pulla por el momento.
—Tan sólo lo pregunto porque al menos durante los cinco últimos meses ha sabido dónde residía Paula exactamente, y nunca ha intentado siquiera ponerse en contacto con ella hasta hace tres días. Y unas horas después de eso, fue arrestada. Resulta un tanto sospechoso.
—¿Cree que le tendería una trampa a mi propia hija?
—Si lo creyera con seguridad, le dispararía ahora mismo. En caso de que no lo haya dejado bien claro, no me agrada usted.
—Por supuesto que no. Hiere su ego que esté dispuesta a dejar de revolcarse con usted para pasar tiempo conmigo, ¿no es cierto? Supongo que no es usted tan importante para ella como lo soy yo.
—Sin duda le causa usted más problemas que yo.
—Cierto. Como que he sido yo quien le ha hecho salir por la tele y que su fotografía salga publicada en los periódicos. Entienda una cosa, Alfonso: le he enseñado todo lo que sé a esa chica, y ha ganado millones haciendo exactamente aquello para lo que la crié. Usted no es más que un largo fin de semana para ella.
—No soy yo quien tuvo que hacer un trato con las autoridades para salir de prisión. Creo que tal vez ella le ha superado.
—Que le jodan, Alfonso.
Ah, con que había metido el dedo en la llaga.
—¿Por qué decidió involucrarla en esto, después de no molestarse en llamarla en tres años?
—¿Involucrarla, en qué? Es usted un paranoico, Alfonso.
Pedro esbozó su flemática sonrisa profesional.
—Si usted no lo sabe, no seré yo quien se lo diga. Pero me parece que, dada su... afiliación con la INTERPOL, cualquier contacto con Paulaa no puede ser bueno para ella. Máxime en circunstancias tan dudosas.
El ladrón se inclinó levemente hacia delante.
—Pau se cree que lo sabe todo. Pues no es así. Y educarla es mi trabajo. No el suyo.
—Podemos estar de acuerdo en discrepar en eso. Lo único que me preocupa es si quiere o no lo mejor para Paula. Resulta que creo que no. Y me pregunto si debería darle una paliza de muerte por ponerla en peligro. Chaves —Pedro no conseguía sentirse cómodo pensando en él como Martin—, se recostó al fin en la silla contraria.
—Tengo mis motivos para ponerme en contacto con ella.
—¿Y estos son?
—Si ella no se los ha contado, entonces no me los pregunte a mí —sonrió—. Quizá no estén tan unidos como se cree.
Pedro mantuvo su precario temperamento bajo control tan férreamente como le fue posible. Cuanta más información pudiera obtener de este hombre, mejor sería.
—¿Qué papel juega Paula en todo esto? —insistió—. Usted ha contactado con la INTERPOL para informarles de los tejemanejes, supongo, de modo que la está colocando en una situación directa de peligro.
Por primera vez el sereno semblante de Chaves denotó una leve irritación.
—Ella sabe perfectamente cuánto peligro corre. Sopesar el riesgo y la recompensa, y decidir si tomar parte o no forma parte del oficio. Me parece que ha decidido que quiere trabajar de nuevo con su padre.
—Aunque esté retirada.
El padre de Paula rio entre dientes.
—Claro. Igual de retirada que Michael Jordán, imagino.
Pedro tomó aire lentamente para serenarse, obligándose a relajar el puño en que se habían cerrado sus dedos.
—Y usted sabe esto porque ha estado muy unido a ella desde que tomó la decisión.
—Conozco a mi chica. ¿Para eso quería verme? ¿Para poder reprenderme por no involucrarme más en la vida de mi hija?
—No cuando sé la clase de problemas que su reaparición le ha causado.
—Quizá, como usted dice, deberíamos estar de acuerdo en discrepar, Alfonso. Usted lo llama problemas, y yo digo que a ella le encantan. Y está trabajando conmigo de nuevo porque sabe que su anciano padre todavía puede enseñarle algunas lecciones —se puso en pie y recogió su maletín—. Así que, si eso es todo, tengo otra cita pendiente.
—Cuando la INTERPOL intervenga para arrestar a Veittsreig y a su banda, ¿qué tiene usted pensado para Paula? —insistió Pedro, levantándose igualmente—. ¿O acaso eso ni siquiera se le ha pasado por la cabeza?
—Sé lo que tengo pensado para mí. Asumiré un nuevo nombre y me compraré una casa grande y bonita en el Mediterráneo. Parece que Paula ya tiene pensado lo mismo para ella. No el cambio de nombre, aunque supongo que está en ello. No creo que necesite mi ayuda a ese respecto.
Pedro dejó que el hombre se encaminara hasta la puerta.
—Su hija es una joven increíble —dijo cuando Chaves agarró el pomo—. Y no porque sea una ladrona. Y menos aún debido a cualquier influencia que usted haya podido ejercer en su vida.
—Claro. Leí las noticias. Se conocieron porque ella estaba robando en su casa. Así que, adelante, dígase a sí mismo lo que sea que necesite para poder dormir por las noches, Alfonso. Como ya le he dicho, conozco a mi chica. Es igualita a mí. Adiós, Alfonso. —Con una presta sonrisa, que ni por asomo poseía el encanto de la de su hija, Martin Chaves salió por la puerta y se dirigió a los ascensores.
Cuando Chaves desapareció, Pedro se fue hasta la ventana.
Suponía que lo que había deseado de Martin había sido una garantía de que alguien en la banda cuidara de Paula o, al menos, estuviera de su parte. Lo que había oído no le había tranquilizado en absoluto. Todo lo contrario, de hecho.
Trabajara para el bando que trabajase, la INTERPOL no tendría más aprecio a Paula del que le tenía el Departamento de Policía de Nueva York. Aún menos, seguramente. Y sin un trato como el que tenía Martin Chaves, probablemente aprovecharían la oportunidad para ponerla a la sombra durante treinta o cuarenta años.
Estaban solos, a menos, claro estaba, que a su reducido grupo se les ocurriera algo.
Más preocupante aún era que Martin parecía creer que le estaba enseñando a Paula algún tipo de lección.
Teniendo en cuenta las circunstancias, podría tratarse de varias lecciones: robar un museo; traicionar a tu banda y trabajar para la INTERPOL; o no confiar ni siquiera en tu padre cuando se trataba de asuntos de dinero. Cualquiera de ellas aterrorizaba a Pedro.
En cuanto a su padre, puede que Martin afirmara que Pau era igual que él, y puede que incluso lo creyera. Sin embargo, Pedro sabía que no era así, porque conocía a Paula Chaves. Y sabía que ella podía hacer lo correcto; aun a costa de su propio bienestar.
Y su bienestar estaba firme e irrevocablemente ligado a su corazón.