sábado, 24 de enero de 2015
CAPITULO 124
Eran casi las nueve en punto cuando despertó a la mañana siguiente. Por Dios, un breve periodo de tiempo en el trullo la había dejado, sin duda, exhausta. No vería a Pedro por ninguna parte, pues él siempre se levantaba antes que ella.
Era lógico; los negocios de Pedro se iniciaban temprano, en tanto que su antigua vida raramente comenzaba hasta bien entrada la noche.
Tras desperezarse, se levantó y se fue al baño. Pedro le había dejado una nota pegada en el espejo, y Pau sonrió mientras la leía.
«He salido a comprar un hotel. ¿Me llamas para quedar a almorzar? Te quiero, Pedro.»
Sí, ése era su hombre, y ella también le quería. Tanto que algunas veces le daba miedo. No por que cualquiera arriesgaría su libertad y su futuro tal como acababa de hacerlo pasando cada día con él. Pero en otras ocasiones desearía darle un porrazo en la cabeza y decirle que dejara de intentar ser su conciencia. Al fin y al cabo, no era la única que había jugado con la ley en esa casa, aunque sus juegos hubieran sido de los más fáciles de descubrir y más sencillos de juzgar.
De acuerdo, puede que almorzara con él, sobre todo si eso hacía que sus sospechas no aumentaran. Pero la primera llamada del día se la hizo a otro.
Una vez que se hubo vestido y aplicado un poco de caro maquillaje, adecuado para ir de tiendas, agarró su móvil y marcó el número de Sanchez. Gracias a Dios que había sido capaz de convencerle para que se comprara uno; seguramente había decidido que era bastante seguro al ver que no la habían arrestado después de que Pedro le regalara el suyo.
—Hola —escuchó su voz.
—Hola, grandullón. ¿Cómo estás?
—Me parece que tengo Cheetos hasta en el culo después de pasar la noche en el maldito sillón de Delroy —repuso—. Me piro a un hotel.
—Que no sea el Manhattan —respondió. Eso sería genial; Sanchez hospedándose en el hotel que Pedro intentaba comprar.
—Hecho. ¿Cuándo quedamos?
Pau echó un vistazo al reloj más próximo.
—¿Qué te parece dentro de un media hora en la Avenida Amsterdam, en el vestíbulo de la Torre Trump?
—De acuerdo. ¿Soy un turista o un ejecutivo?
Pau lo pensó durante un segundo.
—Voy vestida para comprar en la Avenida Madison, así que serás un turista. Y utilizaremos las viejas señales.
—Martin conoce esas señales —dijo al cabo de un instante, su voz era más seria.
—Pero la poli no. Ya que no les gustó mucho tener que soltarme, puede que intenten vigilarme. El detective jefe trató de arrestar a Martin en una ocasión. No quiero que la cosa se complique más de lo que ya lo está.
Sanchez soltó un bufido.
—Claro, porque te basta con los problemas de costumbre.
Le lanzó un beso.
—Oye, ni siquiera mencionaré que antes de reformarte no solías tener esta clase de problemas.
—Exceptuando el último trabajito. Ya sabes, aquel en el que el guarda de seguridad voló por los aires y tuve que salvarle la vida al dueño de la casa.
—Hablando del rey de Roma, ¿qué tal le va a Alfonso?
—Sigue sin saber nada. Y haré que siga siendo así todo el tiempo que pueda. Será difícil para él si Martin sigue con vida.
—Si es que es así. Y no sería culpa tuya.
—No se trata de eso. Se trata de tenerme a su lado con Martin suelto por ahí. Si es que sigue vivo.
—Hablo en serio, Pau... el crimen es más simple.
—Sí, pero prefiero este arreglo para dormir.
—Aja. Nos vemos a las diez, cariño.
Todas sus cosas (llaves; espejo; un pequeño rollo de cinta americana; clips sujetapapeles; pintalabios; dinero en efectivo y tarjetas de crédito que había ido acumulando poco a poco) se encontraban en el bolso negro que había utilizado la noche anterior.
Sacó otro bolso del armario, examinando cada uno de los objetos antes de transferirlos y tiró el primero a la basura.
Puede que estuviera paranoica, pero después de lo sucedido la noche anterior no quería tenerlo cerca, por si acaso alguien pudiera utilizarlo para seguirle el rastro.
Jamás se le hubiera ocurrido que vivir honradamente resultara más caro que hacerlo al margen de la ley, pero tampoco había contado con vivir con un tipo que compraba hoteles para divertirse. El bolso negro era un Louis Vuitton de 440 dólares, que había comprado para una comida de beneficencia en Palm Beach dos meses atrás.
—Mierda —farfulló.
Tan pronto el taxi que le había pedido Wilder se apartó de la acera, Paula sacó el espejo de su nuevo bolso y comenzó a atusarse el pelo. O a fingir que lo hacía. Un par de segundos después de doblar la esquina, un Ford Taurus marrón giró tras ellos. Probablemente se tratara de una coincidencia, pero de todos modos no le quitó el ojo de encima.
Para cuando llegaron a la calle 59, el Taurus todavía les seguía a un coche de distancia del taxi. Mierda. Se inclinó hacia delante, dando un golpecito en el panel de plástico que separaba al conductor del compartimiento de pasajeros.
—Gire a la izquierda en la próxima calle de sentido único que pueda, y déjeme a la mitad —le indicó—. No aparque, tan sólo deténgase.
—¿Qué? —dijo el hombre, volviéndose parcialmente.
Pau se lo repitió en español y el taxista asintió.
—Okay, señorita.
—Bien. —Sacó un billete de veinte pavos del bolsillo y se lo entregó a través de la mampara.
El taxista hizo lo que le pidió, y dos minutos después Paula se apeaba del taxi y subía la calle en dirección contraria al tráfico. Por tentador que resultase saludar, hizo caso omiso del Taurus cuando pasó por su lado y aceleró. Estarían pidiendo refuerzos, así que en cuanto doblaran la esquina, Pau se detuvo y paró otro taxi que se dirigía en la misma dirección que el coche de la policía.
—A la Torre Trump —le dijo al conductor con turbante.
—Torre Trump. Sin problemas.
Que los polis intentaran seguir a un taxi en Nueva York una vez que le habían perdido de vista. ¡Ja! Pero su corazonada no se había equivocado; Garcia estaba haciendo que la siguieran. Eso no iba a facilitar las cosas.
Antes de que se mudara a Palm Beach, Florida, hacía años y de que limitase sus robos a algún trabajito esporádico interesante, había perpetrado quizá una docena de robos de primer nivel sólo en Nueva York, sin contar los trabajitos en Sotheby's y Christie's. No estaba segura de denominarlos como recuerdos felices, pero sin duda sí estimulantes.
Y había renunciado a ello por Pedro —bueno, no sólo por él, sino también por ella misma; por un futuro en el que no tuviera que estar mirando por encima del hombro a cada momento, esperando a que la atraparan—, pero con la forma en que los crímenes seguían sucediéndose a su alrededor, no parecía haber cambiado mucho. Nada, en realidad, salvo el hecho de que ya no sacaba provecho de las infracciones.
Sanchez llevaba un mapa, una cámara y un par de gafas de sol, rematado con una gorra de béisbol de los Detroit Tigers, que le cubría su negra y calva cabeza.
—Discúlpeme —dijo, acercándose a ella cuando Pau pasaba por su lado—. Estoy buscando la Torre Trump. ¿Puede echarme una mano?
—No, necesito las dos —respondió, enganchándose a su brazo y guiándole hacia la acera.
—Oye, creía que íbamos a utilizar el código —refunfuñó, bajándose las gafas de sol para fulminarle con la mirada por encima del borde.
—Y lo has hecho. Resulta que sé que me estaban siguiendo y que los he despistado. Vamos.
—¿Adonde vamos? —preguntó Sanchez, alargando la mano con que sujetaba el mapa y parando otro taxi.
—¿Por dónde empezarías si intentaras localizar a Martin? —replicó, acomodándose en el ajado asiento negro del taxi y deslizándose para que él pudiera sentarse a su lado.
—Era él quien me encontraba a mí. Suponiendo que no hayas comido marisco en mal estado y que esté realmente vivo, no creo que tenga ganas de responder a ninguno de los anuncios en código que pudiéramos publicar en el periódico.
—Espero de veras que comiese algo en mal estado, pero eso no explicaría quién se llevó el Hogarth. Y estoy de acuerdo; dadas las circunstancias, dudo que le haga gracia que le encuentren. Aunque solíamos pasar mucho tiempo en Nueva York antes de separarnos. Me llevó a sus lugares más frecuentados, pero no a todos.
Sanchez dejó escapar un suspiro.
—Te habría llevado a todos si yo le hubiera dejado. Una niña de diez años en Hannigan's, sacando propinas.
—Al bar Hannigan's —le dijo Paula al taxista—. En los muelles.
La indignación que impregnaba la voz de Sanchez le sorprendió un poco. Sabía que había vivido más tiempo con Sanchez que con Martin, pero nunca se le había ocurrido que el arreglo obedeciera a otros motivos que no fueran la conveniencia.
—Me sacaba un dinerillo llevando bebidas en el Hannigan's.
—Solías distraer a los demás ladrones y timadores mientras bebían y le hablaban a Martin de los trabajos para los que les habían contratado.
Paula enarcó una ceja.
—¿Competía con sus propios amigos, ofreciendo sus servicios a menor precio?
—Siempre que creía que podía salir impune.
—Nunca antes has hablado así de Martin —remarcó.
—Le pillaron justo cuando cumpliste los dieciocho, y murió tres años después. Imaginé que tenías tu propia forma de hacer las cosas y que no necesitabas escuchar toda la mierda que llevaba a cuestas.
—Sabía mucho sobre eso. Pero para serte sincera, me enseñó todo lo que sé sobre el oficio.
—Te enseñó la mecánica. Tú desarrollaste una conciencia y unos principios muy altos. —Miró por la ventana durante largo rato, luego se aclaró la garganta y se volvió de nuevo—. Quiero decir que yo... —echó un fugaz vistazo al taxista— ... redistribuía para docenas de ladrones. Tú fuiste la única que siempre se negó a robar en un museo.
Paula hizo una mueca.
—Sé que no era fácil trabajar conmigo.
—No te disculpes, cielo. Estaba... —se aclaró la garganta de nuevo—. Estaba orgulloso de ti. Y por muy pesado que sea la empresa de seguridad y tener relación con un multimillonario prepotente, sigo estando orgulloso de ti.
Durante un minuto Paula pugnó por no ceder ante las lágrimas. Dado que no creía poder hablar sin lloriquear, se inclinó y besó a Sanchez en la mejilla.
—Gracias —susurró.
—Sí, bueno, estaría igual de orgulloso de ti si decidieras dejar tu retiro y aceptar un par de esos trabajos europeos para los que me siguen llamando.
—Pregúntame de nuevo dentro de una semana —respondió Paulaa. Libre y sin preocupaciones en Cannes, o ser seguida y encarcelada por el Departamento de Policía de Nueva York. De no ser por Pedro, la decisión no habría sido tan complicada.
Sanchez la precedió hasta el Hannigan's. Catorce años después parecía más pequeño, sórdido y apestoso de lo que Paulaa recordaba, pero algunas de las caras, incluso a las once de la mañana, le resultaban familiares.
—¿Pero a quién tenemos aquí? Si son Sanchez y la pequeña Chaves —dijo a voces el camarero.
Un par de clientes salieron por la puerta trasera en respuesta, pero ninguno de ellos era Martin. De modo que algunos de sus antiguos compinches no querían que se les relacionasen con ella. Aquello era extraño, pero no tanto una sorpresa. Al fin y al cabo, ahora tenía contactos que eran abogados y policías.
—Estamos buscando a un viejo amigo —dijo Sanchez, aposentándose en uno de los taburetes. —¿De quién se trata?
—El lo sabrá si se entera, y tú lo sabrías si le vieras —intervino Paula—. Y si le ves, llámame —le entregó una tarjeta con el número de su teléfono móvil escrito en el reverso.
—Chaves Security. Maldición. ¿Es un timo o ahora estás en el bando de los buenos, pequeña Chaves?
—Aún no lo he decidido. Pero si me llamas con la información adecuada, tengo mucha pasta que lleva tu nombre.
—Seguro que sí. Te he visto en las noticias. Te vi ayer por la mañana, esposada. Me descojoné de la risa.
Paula se inclinó sobre la barra.
—¿Me viste, Louie? —murmuró—. ¿Y viste algo que te hiciera pensar que no pueda darte una buena tunda? —Solía vivir entre esta gente, aunque a casi ninguno le era posible estar a la altura de los trabajitos que ella había realizado. No era gente amable, en su mayoría. Recurrir a su antigua mentalidad de «cuidado con el número uno» era igual que ponerse una vieja y cómoda camisa.
El último bufido del camarero pareció un ruido estrangulado.
—Vamos, tienes que reconocer que no se ve a un Chaves esposado con frecuencia. No desde que cogieron a tu padre.
Aja.
—Y eso resultó gracioso, ¿por qué?
—Porque solía decir que jamás le atraparían. No había nadie más escurridizo que él. Y va y acaba muriéndose en el trullo. Resulta gracioso. Irónicamente gracioso, supongo.
Vale, nada de ja ja, qué divertido.
—Irónico. Claro. Pues no te olvides de llamarme si ves algo.
Al fondo del bar, donde las sombras parecían haber sido diseñadas para formar parte de la decoración, se escuchó el estrépito de una silla al ser retirada.
—Oye, Sanchez, me gusta tu cámara. ¿Ahora curras como paparazzi de la famosa Chaves?
—Willits —gruñó Sanchez, volviéndose hacia la voz—. ¿Por qué no te acercas y sonríes, y veremos si tu foto se revaloriza en la oficina de correos?
—Vamonos —farfulló Pau—. No saben nada de lo que necesitamos.
—Está bien —respondió Sanchez, indicándole la puerta con la mano. Le cubriría las espaldas, por si acaso—. Estaba pensando en ir a ver a Doffler.
Con un suspiro, Paula asintió.
—Odio a ese tipo.
CAPITULO 123
Miércoles, 9.18 p.m.
—Menuda mierda —dijo Paula, llevándose a la boca una buena porción de fideos chinos con los palillos y señalando hacia el televisor—. Ni siquiera ponen la parte donde Ripton dice que queremos que nos devuelvan el cuadro.
Pedro, que estaba sentado a su lado en el sillón, le birló a Paula otro poco de su pollo con setas. En cualquier otro momento le hubiera preguntado por qué se había molestado en pedir ternera con brócoli si en realidad iba a zamparse su cena, pero en esos instantes resultaba agradable que él —que ambos—, se sintieran lo bastante cómodos como para compartir.
—Es un noticiario sobre celebridades —comentó, señalando con sus propios palillos—. Les preocupa poco quién lo hiciera, siempre que sigamos hablando sobre ello.
—Pero si no hemos hablado sobre el tema.
—Sin embargo, hemos aparecido en público. En ocasiones, ése es el único requisito.
—Entonces, ¿por qué nos dejamos ver?
—Porque el noticiario es secundario. Intentamos impresionar a la policía.
—Es una nueva humillación.
—Una humillación inevitable.
Pau echó un vistazo al reloj de pared del rincón. Eran pasadas las nueve. Sanchez ya debería estar en Nueva York y apoltronado en el sillón de Delroy. Escabullirse a hurtadillas por segunda noche consecutiva no parecía nada inteligente, pero necesitaba verle cara a cara.
—Me sorprende que no te haya llamado Walter —dijo Pedro de pronto, haciendo que se preguntase si acaso no podía leer la mente—. Han tenido que emitirlo en Palm Beach.
—Sanchez ve Jeopardy y Wheel.
—Entonces, ¿no le has llamado?
—Le llamé mientras estabas reunido con Ripton. Cree que soy idiota y que debería huir a París.
—¿De veras? —Pedro se inclinó hacia delante y se sirvió otra porción de Chow mein en su plato—. ¿Y tú le respondiste que...?
—París en primavera no es divertido si vas solo —sonrió brevemente—. ¿Va todo esto a perjudicar la compra del hotel? Pedro se encogió de hombros.
—Me han robado. Eso afecta a mi imagen. Produce la impresión de que se pueden aprovechar de mí. En este momento imagino que Matsuo Hoshido seguramente se lo está pasando en grande, subiendo su precio en uno o dos millones y agregando algunas condiciones más que no me serán favorables.
Paula exhaló una bocanada de aire.
—Conozco a algunas personas en la ciudad —dijo pausadamente—. Puedo preguntar por ahí. —Quedarse allí sentada sólo haría que se volviera loca, y necesitaba una excusa para abandonar la casa. Y tampoco sería ninguna mentira.
—Claro. Es una idea genial. Vete a que te vean con conocidos ladrones de arte o peristas.
—¿Quién dice que dejaré que me vean, listillo? —Dejó su plato sobre la mesa de café—. En mi opinión, necesitas que te devuelvan el cuadro. Yo necesito lo mismo. Cómo lo conseguimos es algo secundario.
—Ya no sé cómo decirlo, Paula, pero a Garcia no le impresionaste ni encandilaste. Eso...
—Eso no lo sé.
—Eso hace que sea peligroso —prosiguió Pedro, como si ella no le hubiera interrumpido—. Este no mirará para otro lado como hace Francisco Castillo. Y preferiría exponerme a un juicio basado únicamente en especulaciones y rumores, que en fotos o grabaciones donde aparezcas charlando con delincuentes.
Incluso la palabra juicio hacía que se apoderara de ella un sudor frío. Durante largo rato miró el perfil de Pedro mientras éste comía, al parecer parcialmente atento a Ley y orden. Sabía cómo hacerla saltar, y Pau no albergaba dudas de que estaba intentado asustarla para que no hiciera nada.
—Francisco no mira para otro lado. Comprende que tengo mi i forma de hacer las cosas.
—Entiende que le has ayudado a resolver dos asesinatos —replicó Pedro.
—Podría encandilar a Garcia si quisiera. Dadas las circunstancias, no le veo sentido.
—Mmm, hum.
—¿Qué significa eso?
Pedro la miró mientras sorbía ruidosamente un fideo Chow mein.
—¿Que qué significa eso?
—¿Qué quieres decir con «mmmhum»? Te conquisté a ti, tío. Puedo conquistar a cualquiera.
«¡Chúpate esa!»
Paula se llevó el recipiente de arroz vacío a la cocina. Wilder recogería el desorden, pero aún se sentía incómoda con que otros barrieran por donde ella pisaba. Amas de llaves y mayordomos no tenían nada de malo, pero detestaba dejar un rastro a su paso sobre sus idas y venidas para que otros lo limpiaran.
Cuando había recogido tanto como le fue posible, considerando que Pedro estaba todavía comiendo, se puso en pie.
—Me voy a acostar. Y mañana me iré otra vez de compras mientras estás reunido. Tu calendario social tiene tiritando mi guardarropa. —Se detuvo en la puerta, porque no podía dejar una discusión sin conocer exactamente la
posición de Pedro al respecto—. Si es que continuamos siendo socialmente activos. Juntos, me refiero.
El plato de Pedro resonó sobre la mesa. Con esa rapidez de deportista que le caracterizaba, se levantó y cruzó la estancia, deteniéndose delante de ella. Antes de que Pau pudiera tomar aire para responder a lo que fuera que estuviera a punto de decir, Pedro la asió de los brazos y la atrajo bruscamente contra su cuerpo. Su boca se apoderó de la suya, caliente e insistente, y con un leve sabor a wonton rellenos de queso fundido.
Pedro saturó sus sentidos; siempre lo hacía, por hastiada que se sintiera y por mucho que supiera sobre necesidad y codicia, y por muchas medidas que la gente tomara para proteger sus propios intereses. Al parecer —no, obviamente—, él la consideraba uno de sus intereses.
Paula gimió, enredando los dedos en su negro cabello ondulado cuando él le plantó las manos en el trasero y la atrajo contra sus caderas. Dios, ¿podría renunciar a aquello?
—No hemos terminado —le murmuró entre un beso y otro—. Y a pesar de lo que yo pueda creer que sea mejor, sé que quieres obtener algunas respuestas. Tan sólo prométeme que serás discreta y que no harás nada para alentar las sospechas de Garcia.
Con suerte, Garcia no tendría ni idea de qué se traía entre manos.
—Te lo prometo, Pedro.
Sus manos ascendieron por debajo de la camiseta de Paula.
—Pues sigamos con esto arriba, ¿te parece?
—¡Caray, sí!
Pau esperaba que al final comprendiera por qué no podía quedarse cruzada de brazos sin hacer nada. Parecía que su antigua vida estaba surgiendo para ahogarla, y no podía dejarlo estar... por el bien de los dos. Pedro confiaba en ella, pero no confiaba en su antigua vida. Y en ese momento, tampoco ella lo hacía.
CAPITULO 122
Pedro se dirigió de nuevo hacia la puerta de su despacho. Si Patricia tenía alguna cualidad positiva era que su sola presencia hacía que Paula se pusiera inmediatamente de su lado. Lo negativo era que Patricia sabía que Pau y él se encontraban en Manhattan. Con poco más de tres kilómetros de separación entre el apartamento de su ex y la casa urbana, Pedro debía preveer que nada bueno iba a salir de aquello.
El beso de Pedro dejó a Paula sin aliento; posesivo, excitado, todavía furioso... un poco de todo. Puede que él estuviera alerta y preparado para el combate, pero no era el único.
En cuanto al resto, sabía lo que diría Martin: que estaba tratando a Pedro como si fuera un objetivo, aceptando su riqueza y poder para que la sacara del lío mientras que ella hacía exactamente lo que le venía en gana. Ojalá eso fuera tan simple.
En cuanto Pedro cerró la puerta al salir, Paula se arrojó sobre la cama para coger el teléfono. Probó primero en su despacho de Palm Beach, mientras movía nerviosamente los hombros y esperaba.
Descolgaron el teléfono después de tres tonos.
—Chaves Secutiry —dijo con languidez una cálida voz masculina—. Estamos aquí para ayudarle.
—Oye, Andres —respondió, poniéndose unas sandalias de tiras—. Deberías añadir que estamos aquí para ayudarle «por el precio apropiado».
—Señorita Paula, primero los atraemos y luego les decimos el precio.
—Cierto. ¿Por casualidad no andará Sanchez por ahí?
—Sí que está. Aguarda, cielo.
El hilo musical de espera era un suave Dixieland; obviamente Andres había ganado alguna especie de concurso a Sanchez, que prefería la recopilación de canciones de Enya. Al cabo de un minuto, respondió el susodicho.
—¿Recibiste mi correo electrónico, cariño? —preguntó—. Quería que examinaras las cifras antes enviárselo a Locke. El...
—¿Puedes hablar? —le interrumpió.
Pau casi podía sentir cómo el hombre enarcaba las cejas.
—Espera, cerraré la puerta —silencio—. ¿Qué sucede?
—Necesito que cojas un avión y traigas tu culo a Manhattan —dijo, bajando la voz incluso con la puerta del dormitorio cerrada; el despacho estaba justo al lado.
—¿Por qué? Si Pedro y tú estáis peleados o lo que sea, no es asunto mí...
—Creo que... sé que anoche vi a Martin.
Aquello hizo que Sanchez cerrara la boca. De hecho, el silencio al otro lado del auricular era casi ensordecedor.
—Cariño —dijo, finalmente, con un tono de voz por lo general reservado para los inválidos o los locos—. Martin está muerto. Lo sabes tan bien como y...
—Estaba en Sotheby's, examinando el lugar —insistió, confirmando la realidad tanto para sí misma como para él—. Se mostraba muy interesado en un recién descubierto Hogarth que acabó comprando Pedro. Le pasé disimuladamente una nota para que se encontrara conmigo, y mientras anoche estaba ausente por la cita, alguien entró y mangó ese maldito trasto.
—Pero...
—¡Lo sé, Sanchez! Es una maldita locura. Pero está aquí. Y creo que me engañó para conseguir ese cuadro. —Paula ahuecó la mano delante del auricular—. Eres el único que puede ayudarme con esto. No puedo recurrir a nadie más y lo sabes.
Más silencio.
—¿Sabe Pedro algo de esto?
—No. Lo único que sabe es que anoche salí, que su alarma se disparó y la poli me detuvo a mí, ¡a mí!, por el robo. Me he pasado toda la maldita noche esposada. Y no pienso.... —Su voz se quebró, y se tomó un instante para recobrar la compostura. No tenía intenciones de derrumbarse por esto. No, no, no—. No pienso dejar que eso vuelva a suceder. Y tampoco voy a joder más mi vida, o la de Pedro, hasta que no sepa qué está ocurriendo.
—Tomaré el próximo vuelo —dijo.
—No quiero que Pedro sepa nada de esto. Aún no.
—Está bien. Telefonearé a Delroy. Me buscará un lugar donde quedarme. Te llamaré en cuanto llegue.
—Gracias, Sanchez. No sabía qué otra cosa hacer.
—Oye, cariño, para eso está la familia. Para acabar con los fantasmas y todo eso.
Pau se enjugó una lágrima de agradecimiento de la cara, sorprendida de verla allí.
—¿Qué vas a decirle a Andres?
—¿A Pies Rápidos? Solamente que voy a cogerme un largo fin de semana y que puede ponerse en contacto conmigo por teléfono.
Paula sonrió
—Pedro dice que Andres no es gay, ya lo sabes.
—El multimillonario está celoso porque Andres no está loquito por él. Me piro a casa a hacer las maletas y luego me pongo en marcha. Espérame allí.
—Claro. Gracias de nuevo.
Gracias no parecía un término adecuado, teniendo en cuenta que Walter Barstone era la única persona del mundo con quien podía contar para confirmar que el hombre al que había visto era en realidad Martin Chaves, y para que no le delatase a la pasma. Y fuera quien fuese quien hubiera robado el Hogarth, tanto si era Martin como si no, tenía que tomar medidas para recuperarlo.
Tan pronto colgó el teléfono comenzó a sentirse como una sucia y asquerosa traidora. Pedro se encontraba en la otra habitación, repasando un comunicado de prensa en el que declaraban la inocencia de ambos en todo esto. Y ahí estaba ella, sentada sin hacer nada, teniendo una idea muy aproximada de quién había llevado a cabo el trabajo, y reclutando ayuda en secreto para investigar a espaldas de Pedro.
Se dijo a sí misma que en cuanto supiera algo con seguridad le pondría al tanto, pero eso no era necesariamente cierto. Si su padre aparecía en escena, no sabía cómo iba a poder decírselo a Pedro sin arriesgarse a perderle. Puede que ella se hubiera retirado, pero todo apuntaba a que Martin no había hecho lo mismo. Y siendo un hombre rico como lo era, Pedro Alfonso no podía permitirse el lujo de tener a un ladrón en la familia.
El teléfono sonó de nuevo en su mano. Sobresaltada, estuvo a punto de arrojarlo al otro extremo de la habitación antes de recobrar de nuevo el control necesario sobre sus nervios para descolgar.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió una crispada voz masculina con acento británico—. John Stillwell deseo hablar con Pedro, lord Rawley.
—Espere —llevándose el teléfono consigo, se acercó hasta la puerta del despacho y llamó.
—Entra.
Paula abrió la puerta e hizo una reverencia.
—Lord Rawley, un tal John Stillwell desea hablar con usted, Su Real Magnificencia.
Pedro hizo una mueca al tiempo que la miraba.
—Malditos británicos —refunfuñó, tomando el teléfono cuando Pau se lo lanzó—. Debo de haberle dado el número de casa por error. Discúlpame.
Si Pedro había confundido su número de casa con el del despacho, era que estaba agotado. Y eso era culpa suya.
—No pasa nada —dijo en voz alta, tragándose su enfado con él, al menos por el momento—. Parece tener mucha prisa.
Se marchó de nuevo, cerrando la puerta al salir. Tras pasar todo un minuto a solas en el pasillo, se encaminó a la ventana trasera. Seguramente Pedro encontró sospechoso que el ladrón hubiera entrado del mismo modo en que lo había hecho ella previamente ese día, pero cualquier ladrón que se preciase habría evaluado la ubicación y tomado la misma decisión.
Gracias a Dios que al menos había tenido el sentido común de ponerse guantes al entrar. De lo contrario, seguramente se encontraría aún en aquella sala de interrogatorios con el detective Garcia.
Paula quitó de en medio la mesa baja del pasillo y se agachó delante de la ventana, cuidándose de no arrugarse el vestido. Sobre el suelo quedaban pegotes aún húmedos de la silicona que Wilder y ella habían empleado para reparar el marco que había roto. Marcas de arañazos recientes deslucían el vano donde los cables de la alarma habían sido intervenidos.
Hum. Cualquiera que fuese el instrumento que hubiera utilizado el ladrón era más largo que la lima de uñas que ella llevaba; a juzgar por la forma de los arañazos probablemente se trataba de una de esas antiguas cintas métricas enrollables de cobre. Aquellas cosas eran estupendas. Sin embargo, la herramienta en cuestión no era tan importante como el hecho de que el ladrón hubiera manipulado la alarma al entrar. Por tanto, ésta se había disparado al salir. Lo que le dejaba con la cuestión de si aquello había sido o no algo deliberado.
Si, tal como sospechaba, su padre era el ladrón, entonces no había modo alguno de que hubiera echo saltar una alarma tan simple y sencilla por accidente. Y si lo había hecho a propósito, tenía nuevos problemas.
—Cuidado con las huellas —dijo Pedro a su espalda cuando cruzó hasta el dormitorio para dejar el teléfono—. La policía ya las ha sacado, o como demonios se diga, pero puede que vuelvan.
—No estoy tocando nada —dijo sin moverse de su posición acuclillada—. Tan sólo estoy mirando.
—¿Ves algo interesante?
—Muchas cosas. Quienquiera que lo hiciera entró del mismo modo que yo. Exactamente del mismo modo.
—Pero tú no disparaste la alarma.
—No al entrar.
Pedro se detuvo en mitad del pasillo.
—Entonces saltó al salir. ¿A propósito?
Paula se puso en pie, limpiándose el polvo de las manos más para entretenerse que porque hubiera tocado algo.
—Él, ella o ellos, entraron, manipularon la alarma, recorrieron el pasillo y bajaron las escaleras, buscaron el cuadro adecuado, ya que doy por hecho que querían el nuevo Hogarth, regresaron arriba y salieron. Me apuesto algo a que lo de la alarma no fue un descuido.
—Lo cual significa que probablemente no pillé al culpable por un minuto, a lo sumo.
Un sudor frío empezó a brotar en su cuero cabelludo. Martin y Pedro; ¿qué se harían el uno al otro si llegaban a conocerse? No mucho, sospechó. Esperaba que eso no sucediera jamás.
—Voy a hacer algunas llamadas para que renueven la instalación de este lugar —dijo, pasando por su lado.
Pedro le puso una mano en el hombro.
—¿ Por qué no se llevaron ambos cuadros ?
Ella se encogió de hombros.
—Yo lo habría hecho. Me refiero a que, por Dios, estaba todo embalado y listo. Tal vez sólo tuvieran un comprador a la espera para uno de ellos y no querían almacenar el otro. O no contaban con un lugar para guardarlo.
—Cabría pensar que por una tarifa de cinco millones de dólares se puede alquilar un depósito de almacenaje en algún lugar.
Paula lo miró de reojo.
—Creía que me estabas reformando tú a mí, no que yo te estuviera convirtiendo en un ladrón de guante blanco.
Con una breve sonrisa, la sujetó con mayor firmeza del hombro y la atrajo para que se volviera hacia él.
—Como tú has dicho, a veces nuestros mundos no se diferencian tanto.
Se quedaron donde estaban durante un prolongado momento, separados por la distancia de un pie, con la mano de Pedro como única conexión entre los dos. Cualquier otro día de los últimos cinco meses, Pedro la hubiera besado.
Pero hoy la soltó cuando Ripton salió del despacho.
—¿ Listos ? —preguntó el abogado.
Tras respirar hondo, tomó a Pedro de la mano y se dirigieron abajo a la puerta principal. Y allí se quedaría mientras Abel leía una declaración que sabía era falsa, porque sí sabía algo acerca del robo y no estaban haciendo todo lo posible para cooperar con la policía.
Antaño eso habría sido algo bueno. Conocía las reglas de su padre, las que Martin le había inculcado durante su infancia. Protégete, proporciona información sólo cuando el otro ya lo haya descubierto, piensa primero en ti misma.
Aquí, con Pedro, había comenzado a pensar que no sólo podía prescindir de algunas reglas, sino que cierto número de ellas eran estúpidas y egoístas, y únicamente tenían cabida entre las sombras. Las sombras parecían cerrarse de nuevo a su alrededor, pero por el momento, podía arreglárselas con eso. Y el motivo por el que era así la tenía sujeta de la mano a pesar de que tampoco estaba siendo honesta con él.
Pedro no sólo sabía lo bastante sobre ella como para ponerla a la sombra durante una buena temporada, sino que si se veía forzada a huir, gracias a él no estaba segura de ser capaz de retomar su antigua vida. Pedro había hecho que viera lo que le gustaba de sí misma. Antes de conocer a Pedro, solamente había podido ser la auténtica y verdadera Paula Chaves en muy escasas y esporádicas ocasiones. Todavía pensaba como una ladrona; era consciente de ello. Pero ya no era así en todo momento.
Sentía que su vida se había... expandido. Pasaba menos tiempo mirando por encima de su hombro, y más dirigiendo la vista al frente. Aquello seguía siendo algo lo bastante nuevo como para parecer precioso y frágil.
¿Acaso el plan de Martin era obligarla a volver a su vida?
Teniendo en cuenta que le había creído muerto hasta la noche pasada, sus métodos no le parecían demasiado limpios. Pero Martin siempre había sido un tipo maquiavélico. Para él, sus beneficios siempre justificaban sus métodos.
Paula inspiró profundamente. En esos momentos, fuera cual fuese el resultado, no veía que pudiera ser si no malo. Malo para su libertad, malo para su salud y malo para su corazón.
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