sábado, 24 de enero de 2015
CAPITULO 122
Pedro se dirigió de nuevo hacia la puerta de su despacho. Si Patricia tenía alguna cualidad positiva era que su sola presencia hacía que Paula se pusiera inmediatamente de su lado. Lo negativo era que Patricia sabía que Pau y él se encontraban en Manhattan. Con poco más de tres kilómetros de separación entre el apartamento de su ex y la casa urbana, Pedro debía preveer que nada bueno iba a salir de aquello.
El beso de Pedro dejó a Paula sin aliento; posesivo, excitado, todavía furioso... un poco de todo. Puede que él estuviera alerta y preparado para el combate, pero no era el único.
En cuanto al resto, sabía lo que diría Martin: que estaba tratando a Pedro como si fuera un objetivo, aceptando su riqueza y poder para que la sacara del lío mientras que ella hacía exactamente lo que le venía en gana. Ojalá eso fuera tan simple.
En cuanto Pedro cerró la puerta al salir, Paula se arrojó sobre la cama para coger el teléfono. Probó primero en su despacho de Palm Beach, mientras movía nerviosamente los hombros y esperaba.
Descolgaron el teléfono después de tres tonos.
—Chaves Secutiry —dijo con languidez una cálida voz masculina—. Estamos aquí para ayudarle.
—Oye, Andres —respondió, poniéndose unas sandalias de tiras—. Deberías añadir que estamos aquí para ayudarle «por el precio apropiado».
—Señorita Paula, primero los atraemos y luego les decimos el precio.
—Cierto. ¿Por casualidad no andará Sanchez por ahí?
—Sí que está. Aguarda, cielo.
El hilo musical de espera era un suave Dixieland; obviamente Andres había ganado alguna especie de concurso a Sanchez, que prefería la recopilación de canciones de Enya. Al cabo de un minuto, respondió el susodicho.
—¿Recibiste mi correo electrónico, cariño? —preguntó—. Quería que examinaras las cifras antes enviárselo a Locke. El...
—¿Puedes hablar? —le interrumpió.
Pau casi podía sentir cómo el hombre enarcaba las cejas.
—Espera, cerraré la puerta —silencio—. ¿Qué sucede?
—Necesito que cojas un avión y traigas tu culo a Manhattan —dijo, bajando la voz incluso con la puerta del dormitorio cerrada; el despacho estaba justo al lado.
—¿Por qué? Si Pedro y tú estáis peleados o lo que sea, no es asunto mí...
—Creo que... sé que anoche vi a Martin.
Aquello hizo que Sanchez cerrara la boca. De hecho, el silencio al otro lado del auricular era casi ensordecedor.
—Cariño —dijo, finalmente, con un tono de voz por lo general reservado para los inválidos o los locos—. Martin está muerto. Lo sabes tan bien como y...
—Estaba en Sotheby's, examinando el lugar —insistió, confirmando la realidad tanto para sí misma como para él—. Se mostraba muy interesado en un recién descubierto Hogarth que acabó comprando Pedro. Le pasé disimuladamente una nota para que se encontrara conmigo, y mientras anoche estaba ausente por la cita, alguien entró y mangó ese maldito trasto.
—Pero...
—¡Lo sé, Sanchez! Es una maldita locura. Pero está aquí. Y creo que me engañó para conseguir ese cuadro. —Paula ahuecó la mano delante del auricular—. Eres el único que puede ayudarme con esto. No puedo recurrir a nadie más y lo sabes.
Más silencio.
—¿Sabe Pedro algo de esto?
—No. Lo único que sabe es que anoche salí, que su alarma se disparó y la poli me detuvo a mí, ¡a mí!, por el robo. Me he pasado toda la maldita noche esposada. Y no pienso.... —Su voz se quebró, y se tomó un instante para recobrar la compostura. No tenía intenciones de derrumbarse por esto. No, no, no—. No pienso dejar que eso vuelva a suceder. Y tampoco voy a joder más mi vida, o la de Pedro, hasta que no sepa qué está ocurriendo.
—Tomaré el próximo vuelo —dijo.
—No quiero que Pedro sepa nada de esto. Aún no.
—Está bien. Telefonearé a Delroy. Me buscará un lugar donde quedarme. Te llamaré en cuanto llegue.
—Gracias, Sanchez. No sabía qué otra cosa hacer.
—Oye, cariño, para eso está la familia. Para acabar con los fantasmas y todo eso.
Pau se enjugó una lágrima de agradecimiento de la cara, sorprendida de verla allí.
—¿Qué vas a decirle a Andres?
—¿A Pies Rápidos? Solamente que voy a cogerme un largo fin de semana y que puede ponerse en contacto conmigo por teléfono.
Paula sonrió
—Pedro dice que Andres no es gay, ya lo sabes.
—El multimillonario está celoso porque Andres no está loquito por él. Me piro a casa a hacer las maletas y luego me pongo en marcha. Espérame allí.
—Claro. Gracias de nuevo.
Gracias no parecía un término adecuado, teniendo en cuenta que Walter Barstone era la única persona del mundo con quien podía contar para confirmar que el hombre al que había visto era en realidad Martin Chaves, y para que no le delatase a la pasma. Y fuera quien fuese quien hubiera robado el Hogarth, tanto si era Martin como si no, tenía que tomar medidas para recuperarlo.
Tan pronto colgó el teléfono comenzó a sentirse como una sucia y asquerosa traidora. Pedro se encontraba en la otra habitación, repasando un comunicado de prensa en el que declaraban la inocencia de ambos en todo esto. Y ahí estaba ella, sentada sin hacer nada, teniendo una idea muy aproximada de quién había llevado a cabo el trabajo, y reclutando ayuda en secreto para investigar a espaldas de Pedro.
Se dijo a sí misma que en cuanto supiera algo con seguridad le pondría al tanto, pero eso no era necesariamente cierto. Si su padre aparecía en escena, no sabía cómo iba a poder decírselo a Pedro sin arriesgarse a perderle. Puede que ella se hubiera retirado, pero todo apuntaba a que Martin no había hecho lo mismo. Y siendo un hombre rico como lo era, Pedro Alfonso no podía permitirse el lujo de tener a un ladrón en la familia.
El teléfono sonó de nuevo en su mano. Sobresaltada, estuvo a punto de arrojarlo al otro extremo de la habitación antes de recobrar de nuevo el control necesario sobre sus nervios para descolgar.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió una crispada voz masculina con acento británico—. John Stillwell deseo hablar con Pedro, lord Rawley.
—Espere —llevándose el teléfono consigo, se acercó hasta la puerta del despacho y llamó.
—Entra.
Paula abrió la puerta e hizo una reverencia.
—Lord Rawley, un tal John Stillwell desea hablar con usted, Su Real Magnificencia.
Pedro hizo una mueca al tiempo que la miraba.
—Malditos británicos —refunfuñó, tomando el teléfono cuando Pau se lo lanzó—. Debo de haberle dado el número de casa por error. Discúlpame.
Si Pedro había confundido su número de casa con el del despacho, era que estaba agotado. Y eso era culpa suya.
—No pasa nada —dijo en voz alta, tragándose su enfado con él, al menos por el momento—. Parece tener mucha prisa.
Se marchó de nuevo, cerrando la puerta al salir. Tras pasar todo un minuto a solas en el pasillo, se encaminó a la ventana trasera. Seguramente Pedro encontró sospechoso que el ladrón hubiera entrado del mismo modo en que lo había hecho ella previamente ese día, pero cualquier ladrón que se preciase habría evaluado la ubicación y tomado la misma decisión.
Gracias a Dios que al menos había tenido el sentido común de ponerse guantes al entrar. De lo contrario, seguramente se encontraría aún en aquella sala de interrogatorios con el detective Garcia.
Paula quitó de en medio la mesa baja del pasillo y se agachó delante de la ventana, cuidándose de no arrugarse el vestido. Sobre el suelo quedaban pegotes aún húmedos de la silicona que Wilder y ella habían empleado para reparar el marco que había roto. Marcas de arañazos recientes deslucían el vano donde los cables de la alarma habían sido intervenidos.
Hum. Cualquiera que fuese el instrumento que hubiera utilizado el ladrón era más largo que la lima de uñas que ella llevaba; a juzgar por la forma de los arañazos probablemente se trataba de una de esas antiguas cintas métricas enrollables de cobre. Aquellas cosas eran estupendas. Sin embargo, la herramienta en cuestión no era tan importante como el hecho de que el ladrón hubiera manipulado la alarma al entrar. Por tanto, ésta se había disparado al salir. Lo que le dejaba con la cuestión de si aquello había sido o no algo deliberado.
Si, tal como sospechaba, su padre era el ladrón, entonces no había modo alguno de que hubiera echo saltar una alarma tan simple y sencilla por accidente. Y si lo había hecho a propósito, tenía nuevos problemas.
—Cuidado con las huellas —dijo Pedro a su espalda cuando cruzó hasta el dormitorio para dejar el teléfono—. La policía ya las ha sacado, o como demonios se diga, pero puede que vuelvan.
—No estoy tocando nada —dijo sin moverse de su posición acuclillada—. Tan sólo estoy mirando.
—¿Ves algo interesante?
—Muchas cosas. Quienquiera que lo hiciera entró del mismo modo que yo. Exactamente del mismo modo.
—Pero tú no disparaste la alarma.
—No al entrar.
Pedro se detuvo en mitad del pasillo.
—Entonces saltó al salir. ¿A propósito?
Paula se puso en pie, limpiándose el polvo de las manos más para entretenerse que porque hubiera tocado algo.
—Él, ella o ellos, entraron, manipularon la alarma, recorrieron el pasillo y bajaron las escaleras, buscaron el cuadro adecuado, ya que doy por hecho que querían el nuevo Hogarth, regresaron arriba y salieron. Me apuesto algo a que lo de la alarma no fue un descuido.
—Lo cual significa que probablemente no pillé al culpable por un minuto, a lo sumo.
Un sudor frío empezó a brotar en su cuero cabelludo. Martin y Pedro; ¿qué se harían el uno al otro si llegaban a conocerse? No mucho, sospechó. Esperaba que eso no sucediera jamás.
—Voy a hacer algunas llamadas para que renueven la instalación de este lugar —dijo, pasando por su lado.
Pedro le puso una mano en el hombro.
—¿ Por qué no se llevaron ambos cuadros ?
Ella se encogió de hombros.
—Yo lo habría hecho. Me refiero a que, por Dios, estaba todo embalado y listo. Tal vez sólo tuvieran un comprador a la espera para uno de ellos y no querían almacenar el otro. O no contaban con un lugar para guardarlo.
—Cabría pensar que por una tarifa de cinco millones de dólares se puede alquilar un depósito de almacenaje en algún lugar.
Paula lo miró de reojo.
—Creía que me estabas reformando tú a mí, no que yo te estuviera convirtiendo en un ladrón de guante blanco.
Con una breve sonrisa, la sujetó con mayor firmeza del hombro y la atrajo para que se volviera hacia él.
—Como tú has dicho, a veces nuestros mundos no se diferencian tanto.
Se quedaron donde estaban durante un prolongado momento, separados por la distancia de un pie, con la mano de Pedro como única conexión entre los dos. Cualquier otro día de los últimos cinco meses, Pedro la hubiera besado.
Pero hoy la soltó cuando Ripton salió del despacho.
—¿ Listos ? —preguntó el abogado.
Tras respirar hondo, tomó a Pedro de la mano y se dirigieron abajo a la puerta principal. Y allí se quedaría mientras Abel leía una declaración que sabía era falsa, porque sí sabía algo acerca del robo y no estaban haciendo todo lo posible para cooperar con la policía.
Antaño eso habría sido algo bueno. Conocía las reglas de su padre, las que Martin le había inculcado durante su infancia. Protégete, proporciona información sólo cuando el otro ya lo haya descubierto, piensa primero en ti misma.
Aquí, con Pedro, había comenzado a pensar que no sólo podía prescindir de algunas reglas, sino que cierto número de ellas eran estúpidas y egoístas, y únicamente tenían cabida entre las sombras. Las sombras parecían cerrarse de nuevo a su alrededor, pero por el momento, podía arreglárselas con eso. Y el motivo por el que era así la tenía sujeta de la mano a pesar de que tampoco estaba siendo honesta con él.
Pedro no sólo sabía lo bastante sobre ella como para ponerla a la sombra durante una buena temporada, sino que si se veía forzada a huir, gracias a él no estaba segura de ser capaz de retomar su antigua vida. Pedro había hecho que viera lo que le gustaba de sí misma. Antes de conocer a Pedro, solamente había podido ser la auténtica y verdadera Paula Chaves en muy escasas y esporádicas ocasiones. Todavía pensaba como una ladrona; era consciente de ello. Pero ya no era así en todo momento.
Sentía que su vida se había... expandido. Pasaba menos tiempo mirando por encima de su hombro, y más dirigiendo la vista al frente. Aquello seguía siendo algo lo bastante nuevo como para parecer precioso y frágil.
¿Acaso el plan de Martin era obligarla a volver a su vida?
Teniendo en cuenta que le había creído muerto hasta la noche pasada, sus métodos no le parecían demasiado limpios. Pero Martin siempre había sido un tipo maquiavélico. Para él, sus beneficios siempre justificaban sus métodos.
Paula inspiró profundamente. En esos momentos, fuera cual fuese el resultado, no veía que pudiera ser si no malo. Malo para su libertad, malo para su salud y malo para su corazón.
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