viernes, 2 de enero de 2015
CAPITULO 52
Había estado cerca. La lanza romana había sufrido las consecuencias, pero por suerte eran bastante comunes.
Probablemente, debería haber dejado que se marchara;
le había puesto en el buen camino para seguir con la investigación y, en un sentido estricto, necesitaba su cooperación para pasarle la información a la policía. Salvo que no quería hacer partícipe a Castillo de todo por el momento; no hasta que tuviera pruebas suficientes que proporcionaran respuestas, al menos para sí mismo. Por eso, necesitaba a Paula Chaves.
Pero aparte de todo eso, no quería que se marchara.
Durante el último día más o menos, había sentido que estaba siendo ella misma —Pau Chaves, ingeniosa,
divertida, asombrosamente inteligente y absolutamente voluble de humor y pensamiento— y que él estaba metido en algo que no podía controlar. Estaba acostumbrado a tenerlo todo bajo control, a saber qué esperar de la gente.
Ella le volvía loco… y le encantaba y odiaba esa sensación a partes iguales.
—Te diré qué vamos a hacer —dijo—. Me explicarás lo que son y yo te ayudaré a secarlas.
—Y todo lo que contiene mi mochila —insistió mientras avanzaba por el sendero de gotas que él había dejado escalera arriba.
—Tú estás bastante mojada —señaló, llevado de nuevo por la lujuria.
—Sí, eso parece —murmuró, regalándole una sonrisa ladina.
Pedro se puso duro.
—Voy a estropear otro par de braguitas —le susurró cuando llegaron a su habitación.
—Llama primero al doctor Troust —dijo, colocándole las manos en su empapada camisa para mantenerle a distancia—. No quiero que me achaquen esas acusaciones.
—De acuerdo. ¿Por casualidad no tendrás su número de teléfono?
Pau se lo dio, y él llamó mientras ella se metía en el baño.
El doctor Troust se sintió sorprendido a la par que halagado por la llamada, y aceptó pasar por allí a primera hora de la mañana. Dejándose llevar por un impulso, le preguntó lo que pensaba de su empleada, Paula.
—¿Paula Martinez? —le preguntó el encargado del museo—. Es maravillosa. La chica más lista que haya conocido. Es capaz de fijarse incluso en aquellas cosas que incluso a mí se me escapan, y eso que yo estoy doctorado en esto. ¿La conoce?
No cabía duda de que Irving Troust no leía el Post.
—Es una amiga… —Pedro alzó la vista en el momento en que Paula salía del cuarto de baño, completamente desnuda— mía. Entonces, ¿le veré mañana a las nueve? Gracias, doctor Trust. —Y colgó el teléfono antes de que el hombre pudiera responder—. Hola…
—¿Va a venir? —preguntó.
—¿Hum? Ah, sí. Lo siento, mi cerebro está de vacaciones —respondió mientras se quitaba la camisa mojada por la cabeza.
Tal vez no pudiera poseer su mente, pero sí que podía hacerlo con su cuerpo.
Estrenaron la ducha, luego el suelo en mitad de la suite.
Paulaa se colocó a horcajadas sobre él, montándolo y dándole una nueva apreciación de su buen tono muscular y su control. Cuando estuvieron saciados ella se derrumbó encima de él, y así se quedaron durante largo rato, escuchando respirar al otro. Pedro podía sentir el latido de su corazón contra su pecho.
—¿Pedro?
—¿Hum?
—Gracias.
No sonreír hubiera simplemente acabado con él.
—De nada. Gracias a ti.
Ella le propinó un golpe con el puño en el hombro, con el rostro aún enterrado en su cuello.
—No por eso… aunque eres bastante bueno en la cama para ser un chico rico.
—¿«Bastante» bueno?
Pedro sintió su profunda y relajada risita.
—Ya estás bastante fuera de control. No quería inflar más tu ego. —Le mordisqueó la oreja—. Ya es bastante grande.
No iban a salir nunca de aquella habitación.
—¿Pues por qué me das las gracias?
—Por querer que me quede. Por pedirme que me quede. No creo que nadie haya hecho eso antes.
Más conmovido de lo que podía expresar, Pedro la rodeo con los brazos.
—¿Si me ofrezco a responder una de tus preguntas acerca de mi sórdido pasado, puedo hacerte yo otra sobre el tuyo?
—¿Qué pregunta?
—Son dos, en realidad. La primera: ¿En el museo te conocen como Pau Martinez?
—Mierda. Sí, lo olvidé. «Chaves» es un apellido bastante infame en museos y otros lugares donde la gente guarda sus objetos de valor. —Le dio un beso en la barbilla—. ¿Siguiente pregunta?
Por lo visto había relajado las reglas para las preguntas personales. Pero ya pensaría en el significado de aquello mas tarde.
—Está bien, vamos a por la segunda. ¿Estabais unidos tu padre y tú?
Los músculos de su espalda se tensaron y ella levantó la cabeza para mirarle, su cabello caoba le enmarcaba la cara.
—No puedo responderte mientras estoy desnuda —dijo, levantándose lentamente de encima de él—. Así que, si de verdad quieres saberlo, tenemos que dejar esto y vestirnos.
—Eres mala —dijo, pero se sentó a su lado—. De verdad quiero saberlo.
Ella desapareció dentro del cuarto de baño mientras él se colocaba una toalla y prácticamente echaba a correr hacia su propio cuarto para hacerse con unos vaqueros secos y una camiseta. ¡Maldita sea!, algunas veces esa casa era demasiado grande.
Deseaba volver antes de que Pau cambiara de parecer.
Ninguna mujer le había hecho sentirse así, ni siquiera Patricia. Por primera vez se preguntó si su ex mujer se había sentido… abrumada por Rizardo Wallis del mismo modo en que se había sentido él cuando Paula había irrumpido en su vida como una explosión, literalmente, Y se preguntó qué hubiera sucedido de haber conocido a Pau Chaves| mientras todavía estaba casado con Patricia.
Ella salió del dormitorio justo cuando él entraba de nuevo en la sala de estar.
—Guau —dijo, aminorando el paso.
Paula se había puesto un ligero vestido de verano hasta los tobillos de color azul violáceo. Descalza y con el pelo todavía mojado cayendo en rizos sueltos sobre sus hombros, parecía una sensual encarnación del decadente pecado.
Pau le miró, ladeando la cabeza.
—¿Podemos al menos ver la última parte de El hijo de Godzilla? —preguntó.
—¿Quieres decir que te has perdido al monstruo verde por mí? —inquirió, complacido.
—Hiciste que me cabreara.
—Hice que te corrieras. Repetidas veces.
—Mmm —rio entre dientes—. Si ésa es tu forma de disculparte, supongo que no me importa cabrearme con frecuencia.
Apretó el botón del mando a distancia y la televisión se conectó. A continuación, se acomodó en el sillón junto a ella, la tomó de la mano, y la levantó para mirar sus dedos largos y delicados con sus bien cuidadas uñas cortas. Nada de garras largas y pintadas para Paula; entorpecían su trabajo.
—Tienes manos de artista.
—Mi madre tocaba el piano —dijo, recostándose contra su hombro—. O eso decía mi padre. Nos echó cuando yo tenía cuatro años.
—¿Os echó?
—En realidad, creo que echó a Martin, y que no puso ninguna objeción cuando éste decidió llevarme con él. —Dejó de hablar cuando Godzilla entró a la carga al
rescate de su hijo—. En cuanto a lo de estar unidos, me enseñó todo lo que sé sobre robar. Para que así pudiera ser su socia. También a él le gustaban mis dedos largos. Son buenos para mangar carteras. —Y los flexionó.
—Debiste sentirte destrozada cuando le arrestaron.
Ella se encogió de hombros.
—No me pilló por sorpresa. A medida que envejecía, se volvía… menos exigente. Creo que sus habilidades estaban mermando un poco, así que lo compensaba yendo detrás de cualquier cosa que no estuviera clavada al suelo. —
Paula apretó los dedos de Pedro, luego aflojó de nuevo—. Nunca le he contado esto a nadie. Ni siquiera a Sanchez.
—Y yo no se lo contaré a nadie.
—Lo sé. —Se hundió un poco más en los almohadones del sillón—. El último año que estuvo trabajando, él y yo… no colaboramos demasiado juntos. Ambos recurríamos a Sanchez porque confiábamos en él, pero yo no quería entrar en ningún sitio con él. Y creo que eso le enfadaba, como si yo me creyera mejor que él. Y creo que estaba un poco celoso porque yo podía aceptar trabajos que él ya no podía, y no aceptaba los que él sí podía llevar a cabo.
—¿Nunca has intentado encontrar a tu madre?
—Ella nos echó. ¿Por qué iba a querer conocer a alguien así?
«¿Amargura?» Eso parecía, aunque podía simplemente tratarse del pragmatismo de Paula.
—Has dicho que sólo tenías cuatro años. Tal vez tu padre no te contara toda la historia.
—Tampoco Sanchez ha dicho nada distinto. —Se acurrucó contra él, y le besó en el cuello—. Y ahora tú. ¿Qué sórdido detalle me gustaría saber?
Dios. Jamás podría dejar que supiera lo… satisfecho que se sentía cuando ella realizaba el primer movimiento. O lo aturdido que le dejaba su contacto.
—No voy a darte pistas —refunfuñó—. Ah, mira. Godzilla ha pisado a alguien.
—De eso nada. Casi nunca pisa a nadie —rio por lo bajo—. Ya lo tengo. ¿Has hecho alguna vez algo ilegal? Me refiero a antes de conocerme.
Comprendía el motivo de la pregunta; Paula quería hacer que ambos estuvieran al mismo nivel. Confianza. Ella se la había demostrado, y ahora era su turno.
—Una vez. He estado al borde de la legalidad en unas pocas ocasiones, pero nada que pueda ser demostrado.
—Cuéntame.
—Podrías mandarme a la cárcel durante una larga temporada por esto — refunfuñó.
—Tonterías. Gonzales te salvaría. Además, lo mismo digo.
Pedro suspiró, y fingió estar enfado para ocultar su incertidumbre. Aquél era su lema: Nunca dejes que nadie piense que no estás seguro de algo, a pesar de cómo
puedas sentirte. Jamás había sido tan difícil estar a la altura de eso como lo era con Pau.
—No fui demasiado… honrado en mi trato con Ricardo y Patricia. Justo después de pillarles juntos, antes del divorcio, decidí que quería ajustar cuentas. Ricardo y yo
estábamos en el mismo negocio, y yo sabía que se arriesgaba al adquirir una compañía informática con base en Nueva York —dijo pausadamente.
»Tan pronto como regresé a Estados Unidos, cultivé la amistad del director de la firma contable que llevaba los libros de esta compañía. Durante cinco meses fingí que éramos buenos amigos, le regalé cualquier tontería que pensara que conseguiría granjearme su confianza, y luego, una noche, me contó de forma confidencial que sir
Ricardo Wallis, el propietario de la empresa, iba a… «perder el apetito» creo que lo llamó, porque las cifras que iban a entregarle ese viernes eran horribles.»
—Información privilegiada, ¿verdad? Compraste la empresa por debajo de su precio cuando cayeron las acciones.
—Lo hice. Y luego la fraccioné y la vendí por partes.
—¿Hizo que te sintieras mejor?
—En realidad, no. Ricardo perdió hasta la camisa, por supuesto. El inconveniente fue que setenta personas inocentes perdieron su empleo porque yo quería que él y
Patricia supieran que lo que un juez decidiera en un tribual no era suficiente para mí, fuera lo que fuese.
—Casi siento lástima por él. ¿Le dejaste algo?
—Estoy seguro de que aún es capaz de ganarse la vida. Bien sabe Dios que pude habérselo quitado todo de haber querido. Supongo que herirle una vez bastó para quitármelo de dentro.
—Dejaste las cosas claras —comentó.
—Exactamente. De cualquier modo, si le hubiera dejado en la miseria, estaría pagando una pensión alimenticia mayor, de modo que bien está lo que bien acaba.
Ella asintió, luego se apartó bruscamente de él y se enderezó.
—Muy bien, se acabó la película. Ayúdame a secar mi equipo.
—Pero ¿quién ha ganado?
—Godzilla. Siempre gana.
CAPITULO 51
Sabía que aquello iba a acabar pasando. ¡Mierda, mierda, mierda! Pedro Alfonso se creía que podía controlarlo todo, incluida a ella. De haberse quedado más tiempo, le habría puesto una camisa de fuerza. Nadie utilizaba sus habilidades para luego criticarla por ello. Como si él no se excitara con lo que ella hacía joder, si no hubiera sido una ladrona, seguramente no la habría mirado dos veces.
Hipócrita.
Estúpido hipócrita.
—¡Hipócrita! —le gritó a la casa.
Él arremetió contra ella desde uno de los laterales. Antes de poder hacer nada que no fuera lanzar el petate hacia atrás, ambos cayeron en la piscina.
El agua fría hizo que la recorriera una sacudida. Apenas tenía aire, y su primer pensamiento fue salir a la superficie.
Cuando emergió, resollando, su segunda idea fue matar a Pedro Alfonso.
—¡Qué te jodan! —gritó, dándole un puñetazo.
Él lo esquivó, agarrándole los brazos a la espalda.
—¡Para, Paula!
—¡Suéltame!
Pedro la sumergió. Ella salió de nuevo a la superficie, tosiendo. ¡Oh, hasta ahí habíamos llegado! Pau respiró hondo y se sumergió por cuenta propia. Arqueando
la espalda, le arrastró hacia delante, desequilibrándolo, luego empujó hacia arriba desde debajo de él. Él emergió y se zambulló de nuevo, de cabeza. Los brazos de Paula
quedaron libres y se puso a dar patadas hasta el borde de la piscina.
Paula enganchó la mochila con un pie, pero su pesado estuche con un lado rígido se había deslizado hasta el fondo. Quizá pudiera sacarlo con la red de la piscina. Por furiosa que estuviera, no tenía intención de marcharse sin sus cosas.
—Paula, vuelve a entrar en la piscina —gruñó Pedro, agarrándola del pie mientras ella se encaramaba al borde.
—¿Cuántos dientes quieres perder? —le preguntó mientras se agarraba con fuerza con los brazos a las duras baldosas.
—Entra en la piscina —repitió, dando un rápido tirón.
Ella volvió a introducirse en ella, con la mano bien cerrada en un puño para zurrarle en la mandíbula. Antes de que pudiera conectar, la atrajo contra su cuerpo y la besó.
La boca caliente de Pedro sobre sus fríos labios resultaba sorprendentemente excitante, y ella se demoró contra él durante un instante antes de apartarse de un
empujón.
—No voy a besarte —espetó, retrocediendo nuevamente hacia el borde—. Estoy cabreada y me largo.
—Lo siento.
Ella le miró, ceñuda.
—¡Me has arrojado a la piscina!
—Con ello he conseguido que te detuvieras, ¿no? —Retrocedió un poco, manteniéndose a flote—. Me pareció que necesitábamos templarnos un poco.
—Gilipollas.
—Sí, señora. —Se sacudió el cabello oscuro de los ojos—. Tenías razón. Me disgusta lo que haces, pero si nos conocemos, es debido a eso. Lo siento.
Ella respiró hondo.
—Soy una ladrona, Pedro. Me criaron para serlo y, francamente, me encanta el reto que supone. Fingir que tengo un empleo de verdad no va a cambiar lo que hago.
Esto —y señaló con su mano a ambos—, es absurdo.
Pedro nadó hasta ella.
—¿Te gusta estar aquí? —preguntó, agarrándose al borde de la piscina junto a su cabeza. La expresión de sus ojos, con las pestañas llenas de gotas, era grave—. Dejando a un lado lo de los explosivos, por supuesto.
—Claro que me gusta esto. Tienes una casa preciosa.
—¿Y te gusta estar conmigo? —Ahora su voz sonaba más suave. Una fría mano acunó su mejilla, y Paula se apoyó en ella sin pensar.
—No estás mal —dijo de modo esquivo.
—Tampoco tú estás mal —respondió—. Quédate. Solucionaremos el resto después.
—Pedro…
Él sacudió la cabeza.
—De todos modos, no puedes irte antes de que hayamos descifrado todo este lío del robo. No solucionarlo te volvería loca, y lo sabes.
Pedro se inclinó de nuevo, y se detuvo cuando su boca se quedó a escasos centímetros de la de ella. Pau podía sentir la atracción entre ambos. Sus manos en su cuerpo, su peso sobre ella, la profunda satisfacción en sus ojos cuando se corría dentro de ella… se moría por él. Y eso la asustaba.
Tenía razón en lo que había dicho. No podía ser una ladrona y estar con él. No sabía cómo dejar de serlo, y no estaba preparada para renunciar a lo segundo. Las paredes se le echaban encina. Pau cerró los ojos. ¡Mierda! Podía posponer el tomar una decisión por hoy… durante una semana. Eso era justo. Podía hacerlo.
—¿Paula?
Lentamente, sintiendo su aliento sobre su piel, puso fin a la distancia que los separaba y le besó.
Pedro la estrechó entre sus brazos al tiempo que le mordisqueaba el labio inferior.
—Tomaré esto como un sí —murmuró, besándola de nuevo.
Sin embargo, cuando deslizó una mano por la parte trasera de sus pantalones cortos, ella abrió súbitamente los ojos.
—Las cámaras.
Él frunció el ceño.
—Mierda. Odio la vigilancia.
—Yo también —susurró, decidiendo que era justo presionarle un poco.
—Dejemos el tema —respondió, su ceño se hizo más marcado—. Me disculpo.
—También lanzaste mi maletín en el lado que cubre —le acusó Paula.
—Yo lo cogeré. —Pedro se dio la vuelta y empezó a nadar, zambulléndose para recuperar el pesado maletín. Durante un momento Pau se preguntó si sería capaz de sacarlo, pero se las arregló para ascender a la superficie de la pared del fondo—. Dios, cómo pesa —resolló.
Pau salió de la piscina, y se acercó para ayudarle a sacar la maleta y, seguidamente, para echarle una mano para salir del agua.
—Te está bien empleado —dijo, desapasionadamente—, por tirarme a la piscina. El doctor Klemm dijo que nada de bañarme durante diez días.
—Ah, y a él si le haces caso —dijo Pedro, cogiendo su petate y su empapada mochila y cargándolas él mismo hasta su habitación.
—Me cae bien. —El maletín parecía pesar dos veces más que antes, cuando se lo hubo cargado al hombro—. Colega, ahora tendré que secar todo este material. Espero que no se haya estropeado nada.
Pedro se preguntó si ella esperaba que dijera que reemplazaría todo lo que el agua hubiera estropeado. Lo haría… siempre y cuando los artículos fueran personales, y no sierras o navajas o lo que fuera que usara para entrar en las casas.
CAPITULO 50
Lunes, 8:03 a.m.
Decidieron comenzar por el Picasso, porque resultaba conveniente y porque Pau no había sido capaz de sacárselo de la cabeza desde que le había puesto la vista encima. Ni siquiera le gustaba especialmente Picasso; le parecía que algo no funcionaba bien en una persona que seccionaba a una mujer de ese modo, independientemente de cuál fuera el supuesto mensaje que quería lanzar.
—Me es imposible hacerlo con el cuadro colgado en la pared —se quejó, casi tocándolo con la nariz—. ¿Podemos bajarlo?
—Llamaré a Clark y le pediré que desactive la alarma —dijo Pedro, apartándose del pasamanos donde había estado apoyado detrás de Paula.
Bajó la mitad del tramo de escaleras y entró en el estudio, donde ella le oyó brevemente al teléfono.
—Muy bien —dijo, saliendo para mostrarle los pulgares levantados.
—Esto es casi como hacer trampa —refunfuñó, levantando el pie de la pintura de la pared y desenganchando el par de cables que lo conectaban a la alarma. Repitió la operación con la parte superior, luego alzó el objeto de sus sujeciones.
—¿Demasiado fácil? —preguntó Pedro, tomándolo de sus manos—. Creo que lo mejor será que lo llevemos a la biblioteca. Allí hay mejor luz.
Pedro había decidido que estaba totalmente satisfecho de acatar su evaluación de las obras de arte. Ella no se hubiera sentido cómoda reconociéndolo, pero el nivel de confianza que él depositaba en ella y en sus habilidades la sorprendía y complacía. Aunque era una sensación muy extraña. Lo que él le había pedido que hiciera era completamente legal y entretenido.
Había sacado provecho a sus habilidades en empleos en museos, pero eso había sido en gran medida para pasar el tiempo entre un robo y otro. Hasta ahora había creído que robar era lo único que sabía hacer, y lo único con lo que verdaderamente disfrutaba. Su padre le había enseñado a robar carteras en Río, cuando tenía cinco años. Mientras crecía las clases habían ocupado tanto sus días como sus noches; siempre que podía se peleaba con las matemáticas, la historia y la lengua durante el día, y las noches las dedicaba a allanar moradas.
—¿Pedro? —preguntó, siguiéndole a la biblioteca.
—¿Sí?
—¿Siempre has querido dedicarte a esto?
Él la miró mientras dejaba el cuadro sobre la mesa de trabajo.
—¿A comprobar si mi Picasso de cuatro millones y medio de dólares es una falsificación? No.
—No, me refiero a lo que haces. Comprar compañías y propiedades para venderlas después.
—No expresamente. Me licencié en empresariales en la universidad —dijo, sentándose frente a ella—. Simplemente todo pareció… encajar. Por suerte, es algo que me gusta.
—Si no fuera así, no se te daría tan bien como se te da. —Pau encendió la luz de la mesa y la dirigió sobre la pintura.
—Un cumplido… que no devolveré —dijo con una leve sonrisa, mirándola a los ojos—, salvo para decir que eres una mujer extraordinaria.
—Gracias. —Abrieron el expediente con sus fotografías, pero Paula no creía que fuera a necesitarlas—. Es demasiado pulcro —dijo un momento después, y agachó de nuevo la cabeza para apoyar la barbilla sobre la mesa a fin de poder mirar la superficie de la pintura—. No se aprecia ninguna superposición.
—Como si alguien supiera lo que estaba pintando antes de comenzar —señaló Pedro, sacando una foto y examinándola antes de tornar su atención de nuevo al lienzo.
—Es más rápido; no hay que dejar secar una capa antes de dar la siguiente. La gente no comprende que en ocasiones los artistas cambian de opinión en mitad del proceso creativo. —Se enderezó, dirigiéndole una mirada—. ¿Es éste el mismo marco con el que lo compraste?
—Estoy seguro de que sí —dijo, habiendo examinado la foto de nuevo para hacer una comparativa.
—Démosle la vuelta un momento —dijo—, pero que la superficie no toque la mesa, por si acaso estamos equivocados. Reinaldo es un poco liberal con la cera para
los muebles.
En efecto, dos pequeñas hendiduras marcaban la esquina superior interna del marco. Para Pau aquello era prueba evidente de que alguien había utilizado una herramienta para levantar cuidadosamente la pintura original de su marco y reemplazarla por esa otra. Le señaló las marcas a Pedro, y él comenzó a maldecir.
Volvió a colocar con cuidado la pintura boca arriba otra vez, cogió la foto que tenía Pedro para cerciorarse de que estaba en lo cierto. Era una falsificación muy buena
—probablemente valía ya lo suyo por sí sola—, lo suficiente como para engañar a alguien que no tenía motivo para sospechar que no se trataba del original.
—Vender una falsificación es más complicado que limitarse a suplantar algo que ya tiene propietario —dijo, casi para sí misma—. Cuando estás comprando, se es suspicaz por naturaleza, y de un cuadro de este valor se espera que se haya hecho examinar por alguien que sepa lo que hace. Las falsificaciones e imitaciones logran dar el pego en ocasiones; algunas son incluso mejores que la obra real del artista.Pero después de que la pintura haya pasado el examen y de llevar un tiempo colgada en la pared, ¿quién va a notar si un día parece un poquito más brillante, más nítida o más chapucera?
—¿Intentas hacerme sentir mejor? —preguntó con voz grave y los ojos grises cargados de ira.
—Sólo digo que es un modo muy inteligente de hacer negocios.
—No son negocios —espetó—. Es un maldito robo.
Tenía todo el derecho de estar enfadado. Si cada dossier de la mesa equivalía a una falsificación colocada en lugar de un original, le habían estafado millones. Para alguien con su arrogancia y su ego, aquello tenía que escocer.
—Deberías hacer que un experto echase un vistazo a esto
—dijo serenamente—. Yo he entrado pensando que se trataba de una falsificación. Busco algo que lo justifique.
Pedro se puso en pie de golpe, haciendo que se sobresaltara.
—Voy a llamar a Tomas. Sabrá de alguien que nos sea útil.
—De hecho, pensaba en mi jefe en el museo, el doctor Irving Troust. Está capacitado y tiene buen instinto para este tipo de cosas.
—Le conozco —dijo Pedro, paseándose hasta la pared y volviendo de nuevo—. ¿Y dónde piensa que has estado esta última semana?
—Visitando a una prima en California.
—Hum. ¿Y si ha leído el periódico?
Pau se puso roja. ¡Joder! Si había leído el periódico, habría visto la foto en la que aparecía cenando con uno de los ciudadanos más destacados a nivel mundial.
—¡Mierda! —dijo en voz alta.
—Bueno, al menos tienes algo a lo que volver en caso de que te despidan del museo. Todo ese submundo criminal, ¿no?
—Eh. No te cabrees conmigo, chico rico. Que yo no intentaba engañarte.
Él la fulminó con la mirada durante un instante.
—No, tú intentabas robarme.
—Y he intentado compensarte por eso.
—Tengo la sensación —espetó, pasándose los dedos por el pelo—, de que voy a pensar en ti cada vez que alguien que conozca diga que le han robado.
—Eso es un problema tuyo, ¿verdad?
—¿Cómo lo haces? ¿Entras sin más y te llevas algo?
Paula frunció el ceño.
—Es lo que hago. Déjalo ya. Cabréate con Dante, no conmigo. Yo no te he traicionado.
—Todavía no.
Ella se levantó.
—¿Así que, de eso se trata? Te prometí que no te robaría nada.
—Preferiría que me prometieras que no robarás a nadie.
Pau se le quedó mirando durante un momento, mientras se le encogían las entrañas.
—A la mierda con esto. No vas a decirme lo que debo hacer. Soy lo que soy. Acostúmbrate.
Él se paseaba de un lado a otro, deteniéndose tan sólo para replicarle bruscamente.
—¿Y si elijo no hacerlo?
Sacudiendo la cabeza, dio medio vuelta.
—Entonces acostúmbrate a esto —dijo, encaminándose hacia la puerta con paso enérgico.
—¿Adónde demonios crees que vas? —gritó, retirando la silla y lanzándose tras ella.
Paula cerró la puerta de golpe cuando él embistió contra ésta, e introdujo una de las lanzas romanas entre el pomo y el marco de la puerta.
—¡Voy a llamar a un taxi! ¡Y si abres la puerta, romperás una de tus estúpidas lanzas de antes de Cristo!
—¡Pau!
Subió las escaleras de dos en dos agarrándose al pasamanos, corrió hasta su habitación y marcó el número de información, luego hizo que pasaran su llamada a una compañía de taxis. Alfonso podía pagar la tarifa adicional que suponía la conexión automática. Hecho lo cual, metió apresuradamente sus cosas en la mochila, agarró su petate, su maletín y su bolso.
—Joder, no tienes más que mierda, Pau —gruñó, abriendo la puerta de la terraza de una patada y arrastrando sus cosas por los escalones que conducían a la piscina.
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