viernes, 2 de enero de 2015
CAPITULO 50
Lunes, 8:03 a.m.
Decidieron comenzar por el Picasso, porque resultaba conveniente y porque Pau no había sido capaz de sacárselo de la cabeza desde que le había puesto la vista encima. Ni siquiera le gustaba especialmente Picasso; le parecía que algo no funcionaba bien en una persona que seccionaba a una mujer de ese modo, independientemente de cuál fuera el supuesto mensaje que quería lanzar.
—Me es imposible hacerlo con el cuadro colgado en la pared —se quejó, casi tocándolo con la nariz—. ¿Podemos bajarlo?
—Llamaré a Clark y le pediré que desactive la alarma —dijo Pedro, apartándose del pasamanos donde había estado apoyado detrás de Paula.
Bajó la mitad del tramo de escaleras y entró en el estudio, donde ella le oyó brevemente al teléfono.
—Muy bien —dijo, saliendo para mostrarle los pulgares levantados.
—Esto es casi como hacer trampa —refunfuñó, levantando el pie de la pintura de la pared y desenganchando el par de cables que lo conectaban a la alarma. Repitió la operación con la parte superior, luego alzó el objeto de sus sujeciones.
—¿Demasiado fácil? —preguntó Pedro, tomándolo de sus manos—. Creo que lo mejor será que lo llevemos a la biblioteca. Allí hay mejor luz.
Pedro había decidido que estaba totalmente satisfecho de acatar su evaluación de las obras de arte. Ella no se hubiera sentido cómoda reconociéndolo, pero el nivel de confianza que él depositaba en ella y en sus habilidades la sorprendía y complacía. Aunque era una sensación muy extraña. Lo que él le había pedido que hiciera era completamente legal y entretenido.
Había sacado provecho a sus habilidades en empleos en museos, pero eso había sido en gran medida para pasar el tiempo entre un robo y otro. Hasta ahora había creído que robar era lo único que sabía hacer, y lo único con lo que verdaderamente disfrutaba. Su padre le había enseñado a robar carteras en Río, cuando tenía cinco años. Mientras crecía las clases habían ocupado tanto sus días como sus noches; siempre que podía se peleaba con las matemáticas, la historia y la lengua durante el día, y las noches las dedicaba a allanar moradas.
—¿Pedro? —preguntó, siguiéndole a la biblioteca.
—¿Sí?
—¿Siempre has querido dedicarte a esto?
Él la miró mientras dejaba el cuadro sobre la mesa de trabajo.
—¿A comprobar si mi Picasso de cuatro millones y medio de dólares es una falsificación? No.
—No, me refiero a lo que haces. Comprar compañías y propiedades para venderlas después.
—No expresamente. Me licencié en empresariales en la universidad —dijo, sentándose frente a ella—. Simplemente todo pareció… encajar. Por suerte, es algo que me gusta.
—Si no fuera así, no se te daría tan bien como se te da. —Pau encendió la luz de la mesa y la dirigió sobre la pintura.
—Un cumplido… que no devolveré —dijo con una leve sonrisa, mirándola a los ojos—, salvo para decir que eres una mujer extraordinaria.
—Gracias. —Abrieron el expediente con sus fotografías, pero Paula no creía que fuera a necesitarlas—. Es demasiado pulcro —dijo un momento después, y agachó de nuevo la cabeza para apoyar la barbilla sobre la mesa a fin de poder mirar la superficie de la pintura—. No se aprecia ninguna superposición.
—Como si alguien supiera lo que estaba pintando antes de comenzar —señaló Pedro, sacando una foto y examinándola antes de tornar su atención de nuevo al lienzo.
—Es más rápido; no hay que dejar secar una capa antes de dar la siguiente. La gente no comprende que en ocasiones los artistas cambian de opinión en mitad del proceso creativo. —Se enderezó, dirigiéndole una mirada—. ¿Es éste el mismo marco con el que lo compraste?
—Estoy seguro de que sí —dijo, habiendo examinado la foto de nuevo para hacer una comparativa.
—Démosle la vuelta un momento —dijo—, pero que la superficie no toque la mesa, por si acaso estamos equivocados. Reinaldo es un poco liberal con la cera para
los muebles.
En efecto, dos pequeñas hendiduras marcaban la esquina superior interna del marco. Para Pau aquello era prueba evidente de que alguien había utilizado una herramienta para levantar cuidadosamente la pintura original de su marco y reemplazarla por esa otra. Le señaló las marcas a Pedro, y él comenzó a maldecir.
Volvió a colocar con cuidado la pintura boca arriba otra vez, cogió la foto que tenía Pedro para cerciorarse de que estaba en lo cierto. Era una falsificación muy buena
—probablemente valía ya lo suyo por sí sola—, lo suficiente como para engañar a alguien que no tenía motivo para sospechar que no se trataba del original.
—Vender una falsificación es más complicado que limitarse a suplantar algo que ya tiene propietario —dijo, casi para sí misma—. Cuando estás comprando, se es suspicaz por naturaleza, y de un cuadro de este valor se espera que se haya hecho examinar por alguien que sepa lo que hace. Las falsificaciones e imitaciones logran dar el pego en ocasiones; algunas son incluso mejores que la obra real del artista.Pero después de que la pintura haya pasado el examen y de llevar un tiempo colgada en la pared, ¿quién va a notar si un día parece un poquito más brillante, más nítida o más chapucera?
—¿Intentas hacerme sentir mejor? —preguntó con voz grave y los ojos grises cargados de ira.
—Sólo digo que es un modo muy inteligente de hacer negocios.
—No son negocios —espetó—. Es un maldito robo.
Tenía todo el derecho de estar enfadado. Si cada dossier de la mesa equivalía a una falsificación colocada en lugar de un original, le habían estafado millones. Para alguien con su arrogancia y su ego, aquello tenía que escocer.
—Deberías hacer que un experto echase un vistazo a esto
—dijo serenamente—. Yo he entrado pensando que se trataba de una falsificación. Busco algo que lo justifique.
Pedro se puso en pie de golpe, haciendo que se sobresaltara.
—Voy a llamar a Tomas. Sabrá de alguien que nos sea útil.
—De hecho, pensaba en mi jefe en el museo, el doctor Irving Troust. Está capacitado y tiene buen instinto para este tipo de cosas.
—Le conozco —dijo Pedro, paseándose hasta la pared y volviendo de nuevo—. ¿Y dónde piensa que has estado esta última semana?
—Visitando a una prima en California.
—Hum. ¿Y si ha leído el periódico?
Pau se puso roja. ¡Joder! Si había leído el periódico, habría visto la foto en la que aparecía cenando con uno de los ciudadanos más destacados a nivel mundial.
—¡Mierda! —dijo en voz alta.
—Bueno, al menos tienes algo a lo que volver en caso de que te despidan del museo. Todo ese submundo criminal, ¿no?
—Eh. No te cabrees conmigo, chico rico. Que yo no intentaba engañarte.
Él la fulminó con la mirada durante un instante.
—No, tú intentabas robarme.
—Y he intentado compensarte por eso.
—Tengo la sensación —espetó, pasándose los dedos por el pelo—, de que voy a pensar en ti cada vez que alguien que conozca diga que le han robado.
—Eso es un problema tuyo, ¿verdad?
—¿Cómo lo haces? ¿Entras sin más y te llevas algo?
Paula frunció el ceño.
—Es lo que hago. Déjalo ya. Cabréate con Dante, no conmigo. Yo no te he traicionado.
—Todavía no.
Ella se levantó.
—¿Así que, de eso se trata? Te prometí que no te robaría nada.
—Preferiría que me prometieras que no robarás a nadie.
Pau se le quedó mirando durante un momento, mientras se le encogían las entrañas.
—A la mierda con esto. No vas a decirme lo que debo hacer. Soy lo que soy. Acostúmbrate.
Él se paseaba de un lado a otro, deteniéndose tan sólo para replicarle bruscamente.
—¿Y si elijo no hacerlo?
Sacudiendo la cabeza, dio medio vuelta.
—Entonces acostúmbrate a esto —dijo, encaminándose hacia la puerta con paso enérgico.
—¿Adónde demonios crees que vas? —gritó, retirando la silla y lanzándose tras ella.
Paula cerró la puerta de golpe cuando él embistió contra ésta, e introdujo una de las lanzas romanas entre el pomo y el marco de la puerta.
—¡Voy a llamar a un taxi! ¡Y si abres la puerta, romperás una de tus estúpidas lanzas de antes de Cristo!
—¡Pau!
Subió las escaleras de dos en dos agarrándose al pasamanos, corrió hasta su habitación y marcó el número de información, luego hizo que pasaran su llamada a una compañía de taxis. Alfonso podía pagar la tarifa adicional que suponía la conexión automática. Hecho lo cual, metió apresuradamente sus cosas en la mochila, agarró su petate, su maletín y su bolso.
—Joder, no tienes más que mierda, Pau —gruñó, abriendo la puerta de la terraza de una patada y arrastrando sus cosas por los escalones que conducían a la piscina.
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