miércoles, 28 de enero de 2015
CAPITULO 138
—¿Desde cuándo hablas con la policía? —preguntó, su acento alemán era más marcado esa noche. Estaba irritado o nervioso, pues; ninguna de dichas emociones le proporcionaba nada bueno.
—Desde que me arrestaron y aún me consideran sospechosa —replicó—. ¿Es que se te ha olvidado cómo se llama a la puerta?
—Parece que tienes a la poli vigilando la casa —encogió sus anchos hombros—. Además, voy donde me viene en gana.
—Y coges lo que te place, por lo visto. ¿Por qué el Picasso y por qué Locke? ¿Sabías que me había reunido con él a principios de semana? Sabías que anoche asistí a la fiesta en su casa.
—¿Llevas un micrófono, Paula? ¿Es por eso por lo que vino la policía?
—Que te den. ¿De verdad crees que me apetecía que estuviera aquí esta noche?
Nicholas sacudió la cabeza. Lentamente sacó una pistola de la espalda, donde había estado oculta bajo su liviana chaqueta.
—Pero tengo que asegurarme. Levanta. Aparta las manos de los lados.
¡Genial!
—No es un buen modo de comenzar nuestra asociación —espetó, quejándose—. Si te propasas, te castro.
El se acercó, y con la mano izquierda le palpó las piernas de arriba abajo, alrededor de la cintura y ambos brazos, y acto seguido descendió por la parte delantera de su sujetador.
Antes de terminar le apretó el pecho izquierdo.
—¿Satisfecho, don Avariento?
—Creía que ibas a castrarme.
—Después de que ganemos un pastón. Puedo ser paciente. —También estaba muy, pero que muy agradecida de que su caballero andante no hubiese estado por allí para ver eso—. ¿Por qué Locke?
—¿Dónde está mi regalo?
Frunciendo el ceño sacó la bolsa de fieltro del sofá y se la tiró a la cabeza. Él la atrapó con la mano desocupada. Tiró de las cuerdas para abrirla y echó un vistazo dentro, seguidamente vació el contenido sobre los cojines.
—Muy bonito. ¿Las elegiste anoche en la fiesta?
—¿Llevas un micro? ¿Por qué Locke?
—Llevábamos un par de días merodeando, vigilando. Mi comprador necesitaba un Picasso, y tú conocías a Locke, que tenía uno. Así que pensé, ¡oye!, cuanto mayor sea tu implicación, más probable es que sigas conmigo en esto.
—Dios, me siento halagada. ¿Quién es el comprador?
—Como si fuera a darte la posibilidad de excluirme del trato. Él es asunto mío. Tú ocúpate de los tuyos.
Él. Un tipo, en solitario. Eso reducía la lista... muy, muy poco.
—Estás en plan posesivo, ¿eh?
—No llevas pistola —dijo al tiempo que guardaba su propia arma.
—Las pistolas son para los chorizos incapaces de entrar y salir limpiamente de un lugar. Y cabrean a la gente. Él la miró, ladeando su rubia cabeza. —¿Estás cabreada?
Tan cerca como lo tenía, si se sentaba de nuevo, quedaría a la altura de su entrepierna. No era buena idea, dado el modo en que él la había estado mirando. Permaneció de pie.
—Me pregunto si te crees atractivo o si en realidad tienes algo que me interese... como un plan.
Durante un momento la miró de arriba abajo una vez más, mientras que Paula procuraba que no se le pusiera la carne de gallina. Era guapo, suponía, pero Pedro pertenecía a una categoría que distaba tanto de la de este tipo —de la mayoría de los hombres—, que incluso si rompieran, no estaba segura de que volviera a desear salir con alguien, mucho menos a acostarse con algún otro hombre.
Finalmente Nicholas se sentó en el brazo del sofá.
—En cuanto te lo diga, estarás en esto al cien por cien. Si se te ocurre siquiera parpadear, estás acabada.
Paula no tuvo que fingir que fruncía el ceño.
—Creía que ya estaba dentro. De ahí el maldito robo de los diamantes.
Él sonrió.
—Bueno, sí, pero quiero cerciorarme de que lo entiendes. O estás dentro, o estás muerta. Y por si te sirve de algo, dado tu talento y tu reputación, hemos acordado repartirlo en partes iguales.
—¿También ha accedido mi padre a eso?
—También tu padre.
Su padre raras veces compartía los méritos o los beneficios, así que tenía que estar trabajando para los buenos. —¿De cuánto hablamos?
—Supongo que nuestra parte después del reparto será de dos millones y medio por cabeza. Ahí no va incluido el Hogarth, el Picasso ni las joyas. Eso entra dentro de un trato diferente. .. y no estás incluida.
De todos modos, los diamantes tan sólo le habrían reportado cinco cifras.
—¿Euros o dólares americanos?
—Bonitos y viejos dólares americanos.
Haciendo unos cálculos rápidos, totalizó el montante correspondiente a los ladrones, y luego el neto total probable del golpe.
—¿Ciento setenta y cinco millones? ¿Qué tienes planeado, atracar el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos?
—¿Estás dentro?
—¿Me garantizas mi parte?
Nicholas rio entre dientes.
—No hay garantías en la vida, Paula. Ya lo sabes. Si el trabajo sale bien y nadie intenta nada, pues tendrás tu parte.
—Entonces estoy dentro. —En el fondo, lamentaba no haber tenido que debatirse consigo misma por las repercusiones morales y materiales antes de aceptar tomar parte en un robo.
Aunque, en gran medida, se moría de ganas de saber cuál era el golpe, y ya estaba expectante por participar. Lo de la noche anterior había sido demasiado fácil, y en gran parte había servido para recordarle lo mucho que echaba de menos el subidón.
—¿Cuál es el trabajo?
—Deja que te recuerde que si la poli, la INTERPOL, el FBI o quien sea se entera de esto, mataré a tu padre, a tu novio y a cualquier persona a quien conozcas.
—Espera un maldito minuto —replicó, combatiendo los contradictorios accesos de pánico y de adrenalina—. Dijiste que estaba en esto o estaba muerta. Pero otras seis personas además de quienquiera que te contratase saben de esto, y seguramente con mayor detalle que yo. No soy una soplona. Los demás son problema tuyo.
Él asintió lentamente.
—Muy justo.
—¿Y bien? ¿Cuál es el maldito trabajo?
—Un Stradivarius, la Virgen con el niño de Bellini, Venus y Adonis de Tiziano, Vista de Toledo de El Greco, y Washington cruzando el Defalcare de Leutze. ¿Qué te parece para cinco minutos de trabajo?
Paula se quedó completamente helada.
—¿Vas a atracar el Metropolitano?
Con otra sonrisa, Nicholas se puso en pie y se encaminó hacia la puerta.
—Me pondré en contacto contigo para informarte de los detalles dentro de un par de horas, en cuanto pueda corroborar que se trata de los diamantes de los Hodges, y que no te aprovechaste de la mala obra de algún otro. Y una corrección, Paula: Vamos a robar el Museo Metropolitano de Arte. El martes.
CAPITULO 137
Sábado, 7.42 p.m.
Paula había colocado los diamantes de la señora Hodges en una bolsa de terciopelo, poniendo el mismo cuidado que hubiera empleado con cualquier pieza que le hubieran encomendado robar.
A medida que avanzaba el día, dejó la bolsa y su teléfono móvil en mitad de la mesa de café de la planta baja, disponiendo así de libertad para pasearse de un lado a otro.
No se había establecido una hora concreta para la llamada de teléfono o la reunión, pero si la realización del golpe estaba tan próxima como había insinuado Veittsreig, no tardaría en ponerse en contacto con ella. Tenía un maldito regalo para él, y ya había pasado tiempo más que suficiente viendo la tele para estar segura de que el robo de los Hodges había salido en las noticias. Varias veces. Ahora se la conocía como el «bandido de la mantequilla de cacahuete».
Al menos no habían mencionado que hubiera más de una persona implicada, y por lo menos tenía coartada; ocupar esa habitación en el Manhattan había sido una idea brillante por parte de Pedro. Además, tenía la virtud añadida de resultar algo lógico, teniendo en cuenta que él era el tipo que intentaba comprar el hotel.
Gracias a Dios que Pedro no había cancelado su cena con Matsuo Hoshido. Aunque según transcurrían las horas sin recibir una llamada de Veittsreig, más ganas había tenido de hacerlo; no había ocultado tal cosa. Pero tenían que continuar dando la misma imagen profesional que de costumbre, y tanto si los buenos, como los malos, o ambos, vigilaban la casa, el equipo AlfonsoChaves no podía permitirse el lujo de hacer nada que pareciera sospechoso.
Y, además, era menos probable que Nicholas llamase si Pedro andaba por allí.
Inquieta, cambió de canal para ver de nuevo las noticias.
Parecía que al menos el tiempo primaveral iba a mantenerse durante los próximos cinco días. En realidad prefería realizar su trabajo ilícito con lluvia o viento, pero no cuando trabajaba con desconocidos en lo que probablemente era una trampa... si no por parte de ellos, sí por parte de la INTERPOL.
Wilder apareció en la puerta abierta de la sala de estar.
—Vilseau está preparando espaguetis, como pidió, señorita Pau. ¿Quiere que le traiga una CocaCola Light fría?
Pedro había provisto todas sus casas con su bebida preferida, con un suministro que debía estar siempre frío.
—Sería estupendo, Wilder. Gracias.
—Es un placer.
Cuando el mayordomo dejó la habitación, algo en la televisión captó su atención, y se volvió para ver a uno de los guapos y omnipresentes reporteros, en este caso a Bill Nemoski, hablando desde algún barrio residencial...
—... el tercer robo en una semana y el segundo perpetrado en las últimas veinticuatro horas, en lo que la policía espera sinceramente que no se trate del comienzo de una serie de robos en exclusivos barrios residenciales.
Paula tomó asiento mientras pasaban el material grabado previamente.
—Al parecer, el tercer robo de la semana tuvo lugar en algún momento entre las diez de la mañana y el mediodía de hoy, cuando el ama de llaves del señor Locke estaba ausente comprando. —Un escalofrío la recorrió cuando en la pantalla apareció la casa de Boyden Locke, muy parecida a la de Pedro, ubicada en una tranquila calle; tranquila, claro estaba, salvo por las brillantes sirenas de los coches patrulla y las hordas de vecinos curiosos. Ninguno había estado presente en la fiesta de la noche pasada »Ha desaparecido el Picasso que Boyden Locke compró el pasado año en una subasta, por un valor declarado que ronda los quince millones de dólares. La policía está investigando varías pistas, pero todavía no tiene un sospechoso. Según recordarán, la novia de Pedro Alfonso que vive con él, Paula Chaves, fue detenida hace muy poco tiempo por las autoridades después del robo sufrido por Alfonso, pero cuando hablé con los detectives, ninguno confirmó o negó que ella siga siendo la principal sospechosa.
—¡Joder, joder, joder, joder, joder! —dijo Pau entre dientes.
El descabellado plan de escape de doce pasos de Pedro y Sanchez comenzaba a parecerle bien. Ahora, en lugar de un robo aislado, el golpe de los Hodges era uno de tres. Y Pau estaba vinculada personalmente con los otros dos.
El teléfono fijo al final de la mesa sonó, y Paula dio un brinco de casi treinta centímetros. No era el móvil, por lo que no se trataba de Veittsreig... y tenía que serenarse.
—¿Hola? —dijo tras coger el aparato inalámbrico.
—Resulta que me pongo a ver las noticias de Nueva York por la parabólica —escuchó la grave y lánguida voz tejana de Tomas Gonzales—, ¿y qué es lo que veo? Pues algo sobre una oleada de robos de arte y sobre Paula Chaves.
—¡Vaya, pero si es Yale! —exclamó, deseando tener uno de esos silbatos de defensa personal de la policía para tocarlo por teléfono—. ¡El chismoso Boy scout más célebre del mundo! ¿No deberías estar dando una cabezadita después de haber cenado tu leche con galletas ?
—Haz chistes mientras puedas, delincuente juvenil. ¿Dónde está Pedro?
—Dios mío, ¿quieres decir que no te ha contado que cenaba con Matsuo Hoshido para hablar de trabajo? Hum. Puede que no seas tan imprescindible para sus negocios, después de todo.
—Me lo dijo. Lo olvidé debido a la emoción de verte involucrada una vez más en actividades delictivas. Creías que ya estaría acostumbrado, ¿verdad?
Sonó el timbre, oyó cómo Wilder abría la puerta, y a continuación el inconfundible acento de State Island del detective Garcia. Se le secó la boca.
—Vamos, Chaves, robar...
—Gonzales —le interrumpió en un susurro acerado—, tengo a la policía en la puerta. Voy a dejar el teléfono descolgado. Si la cosa se complica, llama a Abel Ripton. Si se pone realmente fea, llama a Pedro.
—Muéstrate serena, Chaves —respondió, su voz de pronto había adquirido un tono profesional.
Se lanzó a por la bolsa de terciopelo y la metió debajo de uno de los cojines justo cuando Garcia apareció en la puerta, con Wilde rondándole furiosamente. Tomando aire, Paulaa dejó el aparato de teléfono boca arriba en la horquilla de manera despreocupada y se puso en pie.
Habida cuenta de la gravedad del embrollo en que se había metido, nadie iba a esposarla de nuevo.
—Detective —dijo sosegadamente—, espero que le acompañe su amiga, la señora Orden de registro.
—Le pedí que esperara mientras yo comprobaba si usted podía atenderle, señorita Paula.
—No pasa nada, Wilder.
—Técnicamente ésta sigue siendo la escena de un delito —dijo Garcia, colocándose un palillo entre los dientes y arrugando una bolsa de papel que sujetaba en la otra mano—. ¿Acaso necesito una orden para hablar con usted?
—Supongo que eso depende de qué venga a decirme.
—Resulta curioso, señorita Chaves. Hoy hemos tenido otro robo.
—Dos, según las noticias. ¡Vaya! Supongo que eso significa que tiene el trabajo asegurado. ¡Bien hecho! —Mientras hablaba, juraría que podía escuchar a Gonzales al teléfono gritándole que no se fuera de la lengua, pero conocía a los tipos como Garcia; eran tiburones, olisqueando el agua en busca de cualquier señal de debilidad o de sangre. Por tanto, no mostraría ninguna.
—En realidad preferiría ser vigilante de aparcamiento —dijo sarcásticamente.
—Estoy segura de que Pedro podría arreglarlo. ¿Y bien? ¿Desea algo o se limita a ir casa por casa mostrándose amenazador?
—¿Qué le parece si me cuenta dónde estaba a las diez en punto de esta mañana?
—Estaba pagando y marchándome del hotel Manhattan con Pedro Alfonso, lo cual supongo ya sabrá el tipo que tiene siguiéndome.
—Sí, eso resulta un tanto curioso —dijo, sin molestarse en negar que tenía gente vigilándola—. ¿Por qué pasaron la noche en un hotel?
Paula dejó escapar un bufido.
—Está de coña, ¿no? Gracias a usted, todo el mundo que ve las noticias sabe que estamos en Nueva York. Y todos quieren una entrevista con Pedro o conmigo. Así que desaparecimos por una noche.
—Por lo que he oído, Alfonso está comprando el Manhattan.
—Está en ello. ¿Por qué, es que quiere que le haga descuento?
—¿Adonde fueron después de dejar el hotel? —insistió, en lugar de dejar que ella se fuera por las ramas.
Era bueno. Cada célula de su ser se rebelaba en contra de contarle cualquier cosa a un poli, aunque fuera en beneficio propio. Pese a todo, dado que al parecer estaba en mitad de todo aquel embrollo, cuanto más inocente la creyeran, mucho mejor.
—Vine aquí. Creo que estoy incubando un resfriado —dijo de forma concisa, tosiendo para darle un mayor efecto.
—¿Algún testigo?
—Solamente sus hombres, el multimillonario y el personal de la casa —exhaló—. Como ya he dicho, Garcia, el ladrón era mi padre, no yo.
—Suponiendo que esas personas puedan corroborar su paradero de hoy, tengo otra pregunta que hacerle.
Paula simuló mirar la hora en el reloj.
—Que sea rápido. El tiempo corre.
—¿Es que le cobran por palabra? —apartándose del marco de la puerta, avanzó por la habitación.
Paula retrocedió un paso más, negándose a desviar la mirada en dirección a los diamantes. ¡Joder! Había más de cuatrocientos mil dólares en piedras robadas a metro y medio del policía a cargo de los robos de altos vuelos.
—No le he pedido que entrara en la habitación. Quédese donde está, Garcia.
Él se detuvo.
—Tome —dijo, dejando la bolsa de papel en el brazo del sofá y retrocediendo de nuevo.
—¿De verdad creer que voy a tomar posesión de una bolsa sin saber qué contiene? Tenga un poco de fe en mí.
—Por Dios —farfulló, acercándose otra vez. Con exagerada cautela tomó la bolsa, metió la mano dentro y sacó una lata de CocaCola Light. Guardándose la bolsa vacía en el bolsillo, volvió a dejar el refresco sobre el brazo del sofá—. Es un refresco.
—Ya lo veo.
—En la comisaría se quedó con las ganas de uno. Así que se lo traigo ahora. Es una maldita muestra de paz, ¿de acuerdo?
Paula emitió un bufido. No pudo remediarlo.
—Me esposó, me tomó las huellas y me metió en un cuartucho con barrotes en la ventana.
—De ahí la ofrenda de paz.
—¿A qué viene la ofrenda de paz? —inquirió, preguntándose si Gonzales estaba gritando o descojonándose mientras escuchaba desde su pintoresca casa en Palm Beach con su agradable familia perfecta, de los cuales ninguno había sido esposado.
—Su... uh, Alfonso me llamó ayer por la mañana. Ya la habíamos descartado para entonces, pero él... sugirió enérgicamente que usted podría tener algunas ideas si yo desistía. Y llamé al policía de Palm Beach. Él responde por usted.
Paula enarcó una ceja, dejando por el momento a un lado la idea de que la noche pasada había demostrado que Francisco Castillo era un mentiroso.
—¿Pedro le dijo eso?
—Bueno, empleó términos malsonantes y mencionó que pasaría el resto de mi carrera en los tribunales.
¡Su héroe! Ojalá hubiera escuchado esa conversación. —¿Está frío?
—¿El qué?
—El refresco. ¿Está frío?
—Seguramente no. Hace una hora que lo compré. Venía para acá, pero tuve que pasarme por casa de Locke para ponerme al día.
—¿Y qué es lo que desea saber?
—¿Puedo sentarme?
—No. Tal vez podría si me hubiera traído un paquete de seis latas.
El detective se apoyó de medio lado contra la estantería mientras Paula apagaba el televisor y se sentaba en la mesita de café para poder mirarle a la cara. Wilder apareció de nuevo con expresión contrita y un refresco helado, pero con un ademán le indicó que se marchara. Mientras Garcia y ella se medían el uno al otro, Paula alargó la mano y tomó el teléfono. ¿Vale?
—¡Por Dios bendito, Chaves!, ¿es ésta tu idea de... ?
—Hablaremos más tarde. Adiós.
—¿Quién era? —preguntó Garcia cuando Paula colgó.
—Pepito Grillo. Adelante, Garcia. Tengo mejores cosas que hacer que quedarme mirándole toda la noche. —Para empezar, tenía que recibir una llamada, y de ningún modo deseaba que Veittsreig llamara mientras el poli estuviera allí.
Naturalmente, si había alguien de la banda vigilando la casa, ya estaba de mierda hasta el cuello. Estando vigilada por los buenos y por los malos, le sorprendía un poco que no se hubieran topado unos con otros. Claro está, los malos sabían que los buenos estaban allí, por lo que supuso que eso les proporcionaba cierta ventaja.
—A la señora Hodges le han sustraído un montón en joyas de diamantes y Boyden Locke ha perdido hoy un Picasso.
—Estoy enterada de todo eso por las noticias.
—Hace unos días realizó una consulta de seguridad para Locke. Y anoche asistió a su fiesta.
«Ohoh.»
—¿Ya estamos otra vez con el interrogatorio? Si es así, vuelvo a llamar a Pepito Grillo. —Por mucho que detestara admitirlo, se sabía el número de Gonzales. Desconocía el de Abel Ripton, algo que tenía intención de remediar en cuanto Garcia se largara.
—Por mucho que me gustase arrastrarla de nuevo y llevarla a comisaría, si la arrestara, tendría que arrestar a Trump, al alcalde y a la mitad de los miembros del ayuntamiento.
—Es una mierda estar en su lugar. Y todavía no me ha hecho su pregunta.
—En casa de Locke alguien manipuló la alarma utilizando un cable de cobre y algo de cinta americana. Forzaron la ventana con una palanca y pasaron de largo al menos otros tres cuadros para llegar al Picasso. ¿Por qué?
—¿Por qué se llevaron únicamente el Picasso?
—Sí.
—Mi teoría es que el ladrón se mueve rápido y viaja ligero, y que tenía una lista de la compra.
—No se ha dejado nada al azar ni en la entrada ni en el robo.
—Lo dudo. Un lapso de tiempo reducido y un robo a plena luz del día significa que el ladrón lo tenía todo muy bien calculado.
—Cree que la misma persona robó a Locke y a Alfonso.
Paula se encogió de hombros. No había nada que pudiera demostrar, no es que fuera a contárselo si contara con pruebas, pero si podía ganarse un punto o dos con el Departamento de Policía de Nueva York, probaría.
—Desactivar la alarma de la ventana y utilizar una palanca no es que sea precisamente difícil. Puede tratarse de tipos distintos. Pero en ambas casas el ladrón desestimó otros objetos de valor y se llevó un cuadro.
—Y ese ladrón no fue usted.
—Y el ladrón no fui yo —espetó, su cuerpo y su mente comenzaban a recordarle que habían sido dos largos días.
—Porque usted parece comprender muy bien todo esto —prosiguió como si ella no hubiera abierto la boca.
—Se acabó, voy a llamar a Pepito Grillo. —Preguntándose acerca de las maravillas de la ironía, volvió a coger el teléfono. Confiar en Tomas Gonzales para que le sacara las castañas del fuego... el mundo se estaba volviendo del revés.
—Tan sólo digo —la interrumpió Garcia mientras ella esperaba el tono—, que un civil normal no sabría las cosas que usted sabe.
—Yo no soy una civil normal. ¿Llamo?
—Podría esposarla antes de que marcara el primer dígito.
—Lo dudo.
—¿Qué me dice de la casa de los Hodges?
—¿Qué pasó? He oído que al ladrón le llaman el «Bandido de la mantequilla de cacahuete». ¿Es que se comió un sandwich mientras estaba dentro?
—No, se ganó al chucho con esa cosa. No tocó la alarma, sino que practicó un agujero en la ventana y entró a través de la salida de incendios, igual que en los otros dos robos.
Paula asintió.
—Tiene sentido. ¿ Cree que se trata del tipo del Picasso ?
—No lo sé. También había otro material en esa casa. Una escultura Remington y un par de cuadros de Georgia O'Keeffe.
Así que los Hodges eran farts del Oeste. Eso significaba que probablemente tendrían una escopeta muy cerca. Gracias a Dios por la mantequilla de cacahuete.
—Si pudiera decirme...
Y el teléfono que tenía junto a su cadera sonó en ese preciso instante. La melodía normal, no uno de los tonos personalizados que había asignado a la familia y los amigos.
¡Mierda!
—¿No va a responder?
Cogió el móvil al tiempo que le fulminaba con la mirada y descolgó. —Hola.
—Tienes a un poli en tu casa, justo cuando espero mi regalo —oyó la voz de Nicholas Veittsreig—. ¿Te importa explicármelo?
—Hola, cielo —respondió, esbozando una cálida sonrisa—. Jamás adivinarías con quién estoy charlando ahora mismo.
—¿Qué cojone...?
—No. Es el detective Garcia. Quiere saber dónde estaba esta mañana cuando birlaron el Picasso de Locke.
—¿Y qué le estás contando, Paula? Te advertí de las consecuencias si no cooperabas conmi...
—Digamos que intento ser simpática, pero comienzo a aburrirme. ¿Por qué no me llamas dentro de cinco minutos?
—¿Por qué no me paso a verte dentro de cinco? Si el poli continua allí, es hombre muerto.
—Gracias, cariño. Adiós. —Colgó y dejó el móvil, conservando la expresión serena a pesar del martilleo de su corazón. No le gustaba Garcia, pero de ningún modo deseaba que le mataran—. ¿Algo más, detective?
—No en estos momentos. Pero si desaparece alguna otra obra de arte o unos diamantes, volveré con una orden de registro y unas esposas. Puede que entonces me responda a algunas preguntas.
—La próxima vez que quiera mi ayuda, pídala antes de empezar a proferir amenazas. Por el momento, largúese de mi casa. Garcia se irguió.
—De la casa del ricachón, quiere decir.
No, en realidad se sentía bastante territorial desde que a algunos les había dado por irrumpir en ella de manera ilegal.
—La compartimos. Buenas noches.
Garcia tiró el palillo a la chimenea apagada.
—No salga de la ciudad, señorita Chaves, o volveré a sospechar.
En cuanto se cerró la puerta principal, Paula echó la llave y bajó corriendo hasta la cocina. El mayordomo y el cocinero estaban viendo un partido de béisbol de pretemporada en la televisión que había allí.
—Chicos, necesito que os quedéis aquí abajo durante un ratito —dijo, mientras Wilder se ponía en pie.
—¿Sucede algo?
—Aún no. Vosotros quedaos aquí abajo. ¿Tenéis un móvil? El mayordomo frunció el ceño. —No, señorita Pau. El...
Le lanzó el suyo.
—Si escucháis algo parecido a disparos o gritos, encerraos en la despensa y llamad a la policía. Y echad la llave a esta puerta ya —prosiguió, señalando a su espalda—. No abráis hasta que me oigáis a mí, a Alfonso o a alguien que sepáis que es policía. ¿Lo entendéis?
—Sí, señora. Pero...
Cerrando la puerta al salir, subió a toda prisa las escaleras que conducían hasta la parte principal de la casa. El ama de llaves se había marchado hacía horas y Ruben acompañaba a Pedro, así que el único problema surgiría si Pedro llegaba pronto a casa. Su hogar.
Haciendo a un lado el repentino impulso doméstico, Paula examinó el dobladillo de su camisa para cerciorarse de que el cable de cobre que había introducido continuaba allí. Un clip y una goma elástica yacían en un bolsillo de los pantalones, mientras que una tira de cinta americana se adhería al interior de una de las perneras. Si le echaban el guante, dispondría de una buena posibilidad de escapar.
Pero si Veittsreig la perseguía con una pistola... Echó una mirada a los diversos objetos que había en la salita principal. Una máscara en bronce de Apolo, un trozo de roca con el diente de un dinosaurio sobresaliendo de ella, el atizador de la chimenea, y otros varios chismes de distintos tamaños y valores. Una buena selección de munición, en realidad, aunque muy cara. Y además de eso, si acababa muerta, al menos Pedro y Sanchez sabrían a quién culpar.
A su espalda escuchó pasos bajando las escaleras.
Nicholas había vuelto a entrar a través de la maldita ventana.
—Por aquí—dijo en voz alta, sentándose nuevamente en la mesita de café. Esta ocupaba una posición muy céntrica, por lo que podría moverse en cualquier dirección.
Veittsreig apareció en el umbral de la puerta.
CAPITULO 136
—Ay, Dios mío —susurró Pedro sin poder evitarlo.
—Cierra el pico —canturreó, introduciendo ambos brazos y el torso dentro de la casa—. Puffy es la cosita de mamá, y los perritos no pueden ladrar con la boca llena de mantequilla de cacahuete.
Al cabo de medio minuto, estaba sentada en el suelo del pasillo con el pequinés en el regazo, lamiendo mantequilla de cacahuete de sus guantes. Verdaderamente asombroso.
—Entra, papá oso, y trae el tarro —dijo, rascando la panza del perro con la mano libre—. Y no digas nada.
Bueno, su método había funcionado hasta el momento.
Atravesó la ventana sin hacer ruido y le tendió el tarro. Paula negó con la cabeza, levantándose de forma grácil con el perro acunado entre sus brazos. Antes de que pudiera objetar, alegando que uno de los hombres más ricos del mundo había quedado reducido a hacer de niñera de perros, Paula le untó mantequilla de cacahuete en la barbilla y le entregó a Puffy.
Paula le contempló durante un instante mientras Pedro se percataba de su papel en el robo y se reconciliaba con la idea de que el can le lamiera la barbilla.
De no haberla acompañado, Pau habría tenido que cargar con el perro hasta el dormitorio y revolver las cosas de los Hodges con una sola mano.
Instándole a que se quedara en el pasillo y mantuviera ocupado a Puffy, Paula se escabulló al cuarto del cual había salido el perro. Perry y Jean Hodges estaban acostados en su cama de tamaño grande rodeada de volantes, durmiendo. Ambos se encontraban en uno de los lados de la cama, sus canosas cabezas compartían la misma almohada.
«¡Maldición, concéntrate!». Propinándose una patada mental en el culo, se deslizó con cuidado hacia la cómoda.
Su mirada se demoró en la posición durmiente de sus víctimas, poniéndose sentimental al pensar que después de cuarenta y dos años de matrimonio continuaban acurrucados... Eso se debía a la maldita influencia de Pedro. Y era una de las razones por las que ya no podía seguir ganándose la vida de ese modo.
Cuando pasó al vestidor echó un vistazo al interior. Había una caja de seguridad al fondo, junto a los zapatos. Pero los Hodges habían abandonado tarde la fiesta de Boyden, justo antes de que lo hicieran Pedro y ella, y parecían cansados.
Con suerte, demasiado cansados como para guardar dentro las joyas que la señora Hodges había llevado, sobre todo cuando ellos estaban en la misma habitación. De lo contrario, tendría que forzar la caja fuerte, y eso le llevaría más tiempo del que deseaba emplear.
Echó mano a la cómoda pequeña. ¡Bingo! Había un collar de diamantes, junto con un brazalete y pendientes a juego, al lado de una cartera de hombre y un par de alianzas de boda con incrustaciones de las mismas piedras. Al lado se encontraba otro collar; por lo visto ése no había dado la talla para lucirlo esa noche. Incluso después de la ojeada que le había dedicado al material durante la fiesta, no estaba del todo segura del valor. Pero se acercaría mucho.
Palpó las joyas sin hacer ruido. Las alianzas de boda superarían el valor estimado, y las tomó, mirándolas a la débil luz que entraba a través de las cortinas echadas.
Paula exhaló lentamente y acto seguido dejó de nuevo las alianzas. ¡A la mierda! Más que desear las joyas, lo que Nicholas quería eran pruebas de que era una de los malos.
Cuando se dio la vuelta, Pedro estaba en el umbral, observándola. Llevaba a Puffy en brazos, el cual tenía la cabeza felizmente metida en el tarro de mantequilla de cacahuete. Pedro le brindó una sonrisa con lentitud.
¡Genial! No quería ni imaginar lo que había deducido del hecho de que hubiera dejado las alianzas, pero se guardaría las especulaciones para más tarde.
—Muévete —dijo sin articular sonido, regresando a la puerta.
Una vez estuvieron en el pasillo, Pau se guardó los diamantes en el bolsillo y cogió nuevamente a Puffy. Pedro salió por la ventana al descansillo, mientras ella dejaba el perro, el bote de mantequilla y le seguía.
Volvió a cerrar la ventana desde fuera; no tenía sentido arriesgarse a que el perro saltara tras ellos y se cayera desde una altura de dos pisos.
Paula se colgó de nuevo la mochilla y siguió a Pedro hasta el descansillo inferior y de ahí por la cuerda hasta el callejón. Después de que él desatara la cuerda del contenedor, Pau tiró de ella con cuidado, haciéndola caer del descansillo donde la había lanzado hasta al suelo. Justo cuando terminó de enrollarla y guardarla en la mochilla, Pedro la empujó contra la pared de ladrillo y, antes de que pudiera reaccionar, se apoderó de su boca con un fuerte y ardiente beso.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó, enderezándose la gorra de béisbol y fingiendo no haber estado a punto de tener un orgasmo allí mismo. Un subidón de adrenalina y Pedro; ¡Madre del amor hermoso!
—A que te quiero —le respondió entre susurros—. ¿Y ahora? ¿Le devolvemos el equipo a Dari... a tu amigo y luego volvemos al hotel a hurtadillas?
—Ese es el plan. —Le rozó la camisa cuando Pedro recorrió el callejón hacia la calle—. Y voy a arreglar esto.
Pedro la tomó de la mano.
—Y yo abasteceré a todas mis oficinas de las famosas galletas de la señora Hodges durante el próximo año. Vamos. Quiero lavarme las babas de Puffy de la cara.
Pau sonrió ampliamente.
—Vas a tener mucha suerte cuando lleguemos al hotel.
—Cuento con ello.
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