miércoles, 28 de enero de 2015

CAPITULO 136





—Ay, Dios mío —susurró Pedro sin poder evitarlo.


—Cierra el pico —canturreó, introduciendo ambos brazos y el torso dentro de la casa—. Puffy es la cosita de mamá, y los perritos no pueden ladrar con la boca llena de mantequilla de cacahuete.


Al cabo de medio minuto, estaba sentada en el suelo del pasillo con el pequinés en el regazo, lamiendo mantequilla de cacahuete de sus guantes. Verdaderamente asombroso.


—Entra, papá oso, y trae el tarro —dijo, rascando la panza del perro con la mano libre—. Y no digas nada.


Bueno, su método había funcionado hasta el momento. 


Atravesó la ventana sin hacer ruido y le tendió el tarro. Paula negó con la cabeza, levantándose de forma grácil con el perro acunado entre sus brazos. Antes de que pudiera objetar, alegando que uno de los hombres más ricos del mundo había quedado reducido a hacer de niñera de perros, Paula le untó mantequilla de cacahuete en la barbilla y le entregó a Puffy.


Paula le contempló durante un instante mientras Pedro se percataba de su papel en el robo y se reconciliaba con la idea de que el can le lamiera la barbilla. 


De no haberla acompañado, Pau habría tenido que cargar con el perro hasta el dormitorio y revolver las cosas de los Hodges con una sola mano.


Instándole a que se quedara en el pasillo y mantuviera ocupado a Puffy, Paula se escabulló al cuarto del cual había salido el perro. Perry y Jean Hodges estaban acostados en su cama de tamaño grande rodeada de volantes, durmiendo. Ambos se encontraban en uno de los lados de la cama, sus canosas cabezas compartían la misma almohada.


«¡Maldición, concéntrate!». Propinándose una patada mental en el culo, se deslizó con cuidado hacia la cómoda. 


Su mirada se demoró en la posición durmiente de sus víctimas, poniéndose sentimental al pensar que después de cuarenta y dos años de matrimonio continuaban acurrucados... Eso se debía a la maldita influencia de Pedro. Y era una de las razones por las que ya no podía seguir ganándose la vida de ese modo.


Cuando pasó al vestidor echó un vistazo al interior. Había una caja de seguridad al fondo, junto a los zapatos. Pero los Hodges habían abandonado tarde la fiesta de Boyden, justo antes de que lo hicieran Pedro y ella, y parecían cansados.


 Con suerte, demasiado cansados como para guardar dentro las joyas que la señora Hodges había llevado, sobre todo cuando ellos estaban en la misma habitación. De lo contrario, tendría que forzar la caja fuerte, y eso le llevaría más tiempo del que deseaba emplear.


Echó mano a la cómoda pequeña. ¡Bingo! Había un collar de diamantes, junto con un brazalete y pendientes a juego, al lado de una cartera de hombre y un par de alianzas de boda con incrustaciones de las mismas piedras. Al lado se encontraba otro collar; por lo visto ése no había dado la talla para lucirlo esa noche. Incluso después de la ojeada que le había dedicado al material durante la fiesta, no estaba del todo segura del valor. Pero se acercaría mucho.


Palpó las joyas sin hacer ruido. Las alianzas de boda superarían el valor estimado, y las tomó, mirándolas a la débil luz que entraba a través de las cortinas echadas. 


Paula exhaló lentamente y acto seguido dejó de nuevo las alianzas. ¡A la mierda! Más que desear las joyas, lo que Nicholas quería eran pruebas de que era una de los malos.


Cuando se dio la vuelta, Pedro estaba en el umbral, observándola. Llevaba a Puffy en brazos, el cual tenía la cabeza felizmente metida en el tarro de mantequilla de cacahuete. Pedro le brindó una sonrisa con lentitud.


¡Genial! No quería ni imaginar lo que había deducido del hecho de que hubiera dejado las alianzas, pero se guardaría las especulaciones para más tarde.


—Muévete —dijo sin articular sonido, regresando a la puerta.


Una vez estuvieron en el pasillo, Pau se guardó los diamantes en el bolsillo y cogió nuevamente a Puffy. Pedro salió por la ventana al descansillo, mientras ella dejaba el perro, el bote de mantequilla y le seguía. 


Volvió a cerrar la ventana desde fuera; no tenía sentido arriesgarse a que el perro saltara tras ellos y se cayera desde una altura de dos pisos.


Paula se colgó de nuevo la mochilla y siguió a Pedro hasta el descansillo inferior y de ahí por la cuerda hasta el callejón. Después de que él desatara la cuerda del contenedor, Pau tiró de ella con cuidado, haciéndola caer del descansillo donde la había lanzado hasta al suelo. Justo cuando terminó de enrollarla y guardarla en la mochilla, Pedro la empujó contra la pared de ladrillo y, antes de que pudiera reaccionar, se apoderó de su boca con un fuerte y ardiente beso.


—¿A qué ha venido eso? —preguntó, enderezándose la gorra de béisbol y fingiendo no haber estado a punto de tener un orgasmo allí mismo. Un subidón de adrenalina y Pedro; ¡Madre del amor hermoso!


—A que te quiero —le respondió entre susurros—. ¿Y ahora? ¿Le devolvemos el equipo a Dari... a tu amigo y luego volvemos al hotel a hurtadillas?


—Ese es el plan. —Le rozó la camisa cuando Pedro recorrió el callejón hacia la calle—. Y voy a arreglar esto.


Pedro la tomó de la mano.


—Y yo abasteceré a todas mis oficinas de las famosas galletas de la señora Hodges durante el próximo año. Vamos. Quiero lavarme las babas de Puffy de la cara.


Pau sonrió ampliamente.


—Vas a tener mucha suerte cuando lleguemos al hotel.


—Cuento con ello.





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