Sábado, 1.09 a.m.
Era obvio que su presencia en el trabajo de Paula estaba causando más complicaciones de las que había previsto.
Pedro se detuvo a su lado ante el mostrador principal del hotel Manhattan y entregó una de sus tarjetas de crédito.
—Sí, la mejor que tengan.
—La suite Skyline en el piso treinta y cinco, mil cien dólares la noche —dijo el empleado.
O bien el tipo ignoraba con quién estaba hablando o bien no sabía que el hotel estaba en venta. Pedro asintió:
—Perfecto. Estamos cansados y nos gustaría subir ya.
—Sí, señor... Alfonso. —La expresión del empleado se tensó al leer el nombre en la tarjeta de platino—. Oh. La... uh, la cocina está cerrada, pero si necesitan cualquier cosa, estaremos encantados de...
—Quisiéramos que no nos molestasen. Ni llamadas de teléfono, ni interrupciones —intervino Pedro—. Y nosotros mismos subiremos nuestras maletas.
—Sí. Por supuesto. —Con los dedos un tanto temblorosos, el empleado les entregó un par de pases—. A las siete se servirá un desayuno de bienvenida en el Park Café. La...
—Leeremos el folleto —intervino Paula, enganchando los pases y cogiendo su bolsa de viaje al mismo tiempo.
Ambos guardaron silencio durante el ascenso al piso treinta y cinco. Sabía que Pau preferiría hacer aquello ella sola, del mismo modo que sabía que la situación había escapado por completo de su control. Acompañarla parecía el único modo de tener, al menos, cierta idea de lo que estaba sucediendo.
Se detuvieron junto a la puerta de su suite y Pau introdujo la llave en la ranura y abrió.
—Mantenla abierta —farfulló, tomando la bolsa de Pedro y arrojándola junto con la suya sobre la cama. Regresó a la puerta y tomó el cartel de «no molestar», colgándolo en el pomo exterior—. Vamos.
—¿Por qué dejar la puerta abierta? —preguntó cuando se pusieron en marcha hacia el ascensor de servicio.
—Porque algunos hoteles controlan cuántas veces se abre la puerta de sus suites más importantes. Por lo que a ellos respecta, estamos dentro.
—¿Y qué pasa con las cámaras?
—Sólo hay en los ascensores. No en los de servicio. A los clientes de estas plantas les gusta tener intimidad.
—Así que lo has hecho antes.
—No con un compañero —dijo de manera escueta, entrando en el ascensor cuando se abrió y pulsando el botón del sótano.
Una vez allí, salieron a la calle por la salida de servicio.
Caminaron una manzana y a continuación tomaron un taxi.
Todo aquel subterfugio podría haber sido innecesario de haber ido sola, pues se hubiera limitado a salir por la ventana posterior de su casa urbana y a desaparecer, pero había insistido en que como mínimo él tuviera una coartada comprobable. De ahí el viaje al hotel. Con la policía y la banda de Veittsreig probablemente siguiéndolos hasta allí, Pedro se había sentido como si hubiera estado encabezando un desfile.
Delroy vivía a poca distancia de la calle 133, en un edificio de apartamentos que tenía aspecto de haber pasado tiempos mejores. Cuando se apearon del taxi, Pedro se acercó lentamente a Paula. Por furioso que hubiera estado durante toda esa expedición, no iba a permitir que nada le sucediera.
—Deja de agobiarme —farfulló, encaminándose directamente a la sexta puerta a la izquierda en el primer piso. Llamó tres veces, esperó, y llamó dos más.
La puerta se abrió y Walter le miró fijamente desde el otro lado.
—Pau, estás chiflada —gruñó, haciéndose a un lado para que pudieran entrar—. No puedes traer a un novato a un «habitado».
—¿Qué es eso? —preguntó Pedro, parándose cuando un segundo hombre muy grande entró en la pequeña sala de estar.
—Quiere decir un allanamiento cuando los residentes están en casa —explicó Paula, pasando por su lado para detenerse delante del gigantesco hombre—. Hola, Dario —dijo y le abrazó—. Supongo que no habrás traído alguno de esos muffins de tres tipos de chocolate.
El grandullón esbozó una amplia sonrisa.
—Sabes que lo habría hecho de haber sabido que venías, chata.
Walter la miró con el ceño fruncido. —Esas cosas te matarán.
—Así que este es tu hombre, ¿eh? —prosiguió Dario, lanzándole a Pedro una mirada apreciativa.
Pedro tenía la desacostumbrada sensación de estar siendo evaluado. Mantuvo una expresión neutra.
—Soy Pedro —dijo, tendiéndole la mano.
—Claro. Lo siento —intervino Paula—. DarioBarstone, Pedro Alfonso. Pedro, te presento a Dario, el hermano pequeño de Sanchez.
Se estrecharon la mano mientras Walter desaparecía en una habitación adyacente. Apareció de nuevo al cabo de un momento con dos mochilas negras.
—No sabía qué necesitas exactamente, así que he metido lo normal, además de lo que me pediste cuando me llamaste.
Asintiendo, Paula tomó las dos mochilas, las levantó y le lanzó una a Pedro. Este la atrapó, sorprendido por su peso.
—Gracias, Sanchez —dijo—. Si todo sale como debe, volveremos dentro de cuarenta minutos.
Walter fruncía el ceño.
—¿Estáis peleados? Porque eso no es bueno cuando estás a punto de...
—No te metas en esto —le interrumpió Paula—. Tan sólo tenemos un desacuerdo filosófico. Estaremos bien.
Walter levantó las manos.
—Está bien. No es asunto mío. Nos vemos dentro de cuarenta minutos.
***
—Paula, el...
—No utilices nombres —dijo en voz baja, retrocediendo cuando él le abrió la puerta del taxi para que subiera—. Si alguien escucha, estamos...
—Lo pillo —respondió, disimulando su propio acento mientras tomaba asiento.
—De acuerdo.
Pidió que el taxi les dejara a dos manzanas de su destino.
Llegados a ese punto, Pedro llevaba veintiuna horas sin dormir, pero le parecieron muchas más cuando vio el perfil tenso e inflexible de Paula. Sí, estaba cabreada, pero no era la única. Desde la mañana del día anterior a él le había caído mucho encima.
Pau se habría marchado. Había decidido que proteger a su pequeña familia era más importante que estar con él. El hecho de que él fuera parte de esa familia no le suponía gran consuelo. Sin embargo, por furioso que estuviese con ella por tomar esa decisión, lo estaba aún más consigo mismo por no dejarle otra alternativa.
Para ser un hombre de negocios, había cometido un error fatídico. Veittsreig le había dejado dos opciones a Paula: la muerte para ella y para sus seres queridos, o cooperar. Y en lugar de idear una tercera alternativa o llegar a un acuerdo aceptable, había metido la zarpa y básicamente ordenado a Pau que pusiera en peligro a su recién redescubierto padre y a él mismo.
—Imbécil —masculló, levantando su mochila prestada.
—Guárdate tus comentarios para ti —replicó Paula, calándose su gorra de béisbol sobre los ojos en tanto que alzaba la vista hacia el conjunto de ventanas a oscuras de la izquierda. Continuaron andando; no cabía duda que pretendía meterse en la entrada de un callejón antes que correr el riesgo de que el tráfico que rodaba por la calle 46 Oeste los viera.
—Hablaba de mí —dijo Pedro.
—Fuiste tú quien quiso venir. Vuelve al hotel si no puedes con esto.
—No es eso lo que... —Pedro exhaló. Tenía que recobrar la compostura, entrar en el juego, antes de que los pillaran o acabaran con ellos—. Estás segura de que todos creen que seguimos en el Manhattan.
—Sí.
Supuso que si Pau deseaba actuar esa noche como una profesional, probablemente eso sería lo mejor. Una tregua hubiera sido más fácil para ella, pero de no haber sido una ladrona, nada de esto hubiera sucedido.
Se detuvieron ante la entrada de un callejón como si estuvieran esperando la oportunidad de cruzar imprudentemente la calle. En cuanto el tráfico se despejó, Paula dio media vuelta y se adentró en el callejón, precediendo a Pedro.
—¿ Cómo sabes qué casa es... ?
—Shh —respondió en un murmullo quedo—. Estoy contando ventanas.
Por supuesto, así era. Con Paula centrada en el edificio, Pedro enfocó su atención en el callejón. Hacia el fondo pudo distinguir un par de figuras junto a un contenedor de basura. O bien se estaban colocando o, a juzgar por los débiles sonidos que hacían, mantenían relaciones sexuales. Fuera lo que fuese, al menos parecían no prestar atención a nada de lo que les rodeaba.
—Está bien. —Se detuvo y abrió su mochila prestada—. ¿Vas a entrar o a esperar aquí?
—Voy a entrar.
—Ponte los guantes. —Se volvió finalmente hacia él, la primera vez en más de una hora que le había mirado a la cara—. Y prométeme que harás exactamente lo que te diga.
—Ya he hecho esto antes contigo —dijo, combatiendo su irritación porque le diera órdenes. Sacó sus guantes de la mochila que llevaba.
—Sí, pero esta gente está en casa, y son inocentes. Lo que vamos... lo que voy a hacer es algo malo. —Desenrolló la cuerda que Walter le había proporcionado y ató un extremo alrededor de un pesado hueso de plástico para perros.
—¿Recuperará esta gente sus cosas cuando todo acabe?
—Ese es mi plan. Pero puede que no sea el de mis amigos.
—Muy bien. Lidiaré con mi propia conciencia cuando sea el momento. —La observó durante un momento, preguntándose si ella hacía lo mismo—. ¿Para qué es el juguete canino?
—Es de plástico, así que hará menos ruido cuando choque contra la salida de incendios. —Paula le lanzó de nuevo una ojeada—. No puedes entrar a medias. Tienes que estar comprometido.
—Estoy comprometido contigo.
Se acercó para darle un rápido beso en la boca por sorpresa. —Arreglaré todo esto. Para todos.
¡Dios! Así era su Pau, cargando con los pecados de todo el mundo sobre sus propios hombros. Y él que había creído que había optado por el robo con demasiado ímpetu, por elegir un curso de acción que le permitía hacer algo con lo que disfrutaba. Paula había superado sobradamente aquel punto... y él tenía que alcanzarla a menos que deseara quedarse relegado. Permanentemente.
Meneó la cuerda hacia delante y hacia atrás, lanzándola acto seguido hacia el descansillo inferior de la salida de incendios. El mordedor canino pasó por encima del enrejado y se elevó hasta topar con la parte inferior del descansillo con un ruido sordo. Paula soltó lentamente más cuerda hasta que Pedro pudo agarrar el hueso de goma en el lado opuesto, desatar la cuerda y atarla alrededor de la ruedecilla de otro contenedor de basura. Enderezándose, miró a Paula y asintió.
Saltó para agarrar el extremo opuesto de la cuerda y ascender hasta el rellano. La salida de metal emitió algún que otro chirrido de protesta, pero los sonidos se volvieron prácticamente indetectables entre los motores y los cláxones de la calle.
Se quedó agachada sin moverse del sitio durante un segundo antes de indicarle por señas que se reuniera con ella. Rogando rápidamente no ponerse en ridículo o hacer que les pillaran, comenzó a trepar por la cuerda.
Para cuando llegó al descansillo su aprecio por la capacidad atlética de Pau, y por lo mucho que estaba dispuesta a arriesgar al dejar que le acompañara, había cambiado. El no era ni mucho menos torpe, pero Paula se movía con tal seguridad, destreza y elegancia... No tenía rival en su mundo, al igual que le sucedía a él en el suyo.
—¿Estás bien? —le dijo si articular palabra, ayudándole a pasar al otro lado del enrejado.
Pedro asintió, negándose a frotarse los músculos doloridos de la parte superior de los brazos. Con Paula llevando la delantera, subieron por las escalerillas de la salida de incendios hasta el descansillo superior. Para sorpresa de Pedro, la ventana estaba abierta unos centímetros.
Paula metió la mano, retirando las cortinas a un lado.
Durante un momento miró el oscuro pasillo que se extendía más allá, volviendo a agazaparse a continuación. En la cara lucía una distraída sonrisa torcida, y seguramente ni siquiera era consciente de su expresión.
El propio Pedro tuvo dificultades reprimiendo la sonrisa. Pese a saber que se disponían a robar a dos ancianos inocentes, y a pesar de la furia que sentía porque Paula tuviera un pasado que hacía posible que la coaccionaran para hacer aquello, podía ver la atracción. Podía sentir la adrenalina impregnando sus músculos, anticipando la lucha de ingenio, la sangre fría y la suerte.
—¿A qué esperas? —susurró Pedro.
Lanzándole una mirada torva, Pau señaló hacia la ventana de arriba. Cuando miró, Pedro distinguió vagamente un pasador de madera, introducido diagonalmente entre la zona superior de la parte móvil de la ventana y la parte interna de arriba del alféizar.
Se acercó a su oído.
—Barato, pero efectivo —murmuró, su aliento cálido sobre su mejilla. Hurgando en su mochila, sacó un cortador de vidrio y cinta adhesiva.Rápidamente trazó un pequeño círculo de cinta dividido por la tablilla, y acto seguido le indicó que le pasara la ventosa que él portaba—. Sujétala encima de esto —le advirtió —. No empujes hacia dentro o estamos jodidos.
Tanto si le había encomendado una tarea simbólica para evitar que se sintiera excluido, no tenía la menor intención de joderla. Situó en silencio la ventosa en el centro del círculo, se preparó y la posó.
Paula se apoyó contra la pared y comenzó a trazar un círculo en medio de la cinta del tamaño de una mano.
Aparte del sordo ruido de arañazos, el cortador no emitió más sonido. Cuando Paula terminó, Pedro sintió que el vidrio cedía. Evitar que se moviera requirió mayor esfuerzo de lo que esperaba, pero apretó los dientes y se mantuvo inmóvil. Pedro Alfonso no iba a consentir que le arrestaran en la salida de incendios de nadie.
Paula volvió a echar un vistazo a través de las cortinas y se enderezó a continuación.
—Empuja, lentamente y sin torcerte.
Sofocando la irritación que le producía pasar por el jardín de infancia de los ladrones, Pedro empujó. En cuanto el cristal se soltó, Paula introdujo la mano por el agujero y agarró el pasador. Con la otra mano bajó la ventana levemente. El pasador se soltó, Pau giró la muñeca y lo sacó a través de la abertura.
—Estupendo.
Brindándole a Pedro su impredecible sonrisa, dejó el palo a un lado y sacó un tarro de mantequilla de cacahuete de la mochila. Mientras Pedro observaba con acusada curiosidad, Pau se untó el dedo y lo sacudió, haciendo caer el mejunje sobre el suelo en el interior. Repitió aquello cinco veces, salpicando el pasillo con mantequilla de cacahuete. Sólo entonces subió la ventana.
Parecían que hubieran estado una eternidad en el rellano, pero cuando Pedro miró el reloj, habían pasado únicamente tres minutos. Sin embargo, cuando se puso en pie para pasar por encima del alféizar, Pau hizo que se echara hacia atrás.
—Espera un minuto.
Inmediatamente después de su susurro, se escuchó un agudo tintineo en el interior. Se quedaron inmóviles, parcialmente ocultos por las cortinas, mientras un pequinés salía trotando al pasillo desde un cuarto lateral. Tras olfatear rápidamente unas pocas veces, Puffy se dedicó a lamer la mantequilla de cacahuete.
—Hola, Puffy, pero qué cosita tan buena eres —canturreó Paula entre susurros.
El perro ladeó la cabeza y gimoteó.
Pedro miró fijamente a Paula cuando apoyó la barbilla sobre el alféizar y continuó diciéndole monadas al perro.
Lentamente introdujo una mano enguantada, cuyos dedos estaban embadurnados de mantequilla, en el pasillo.
—Ay que bueno es Puffy. ¿Está rica la mantequilla? Ñam, ñam, pequeño Puffy.
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