martes, 20 de enero de 2015

CAPITULO 110




Jueves, 8:40 a.m.


Paula entró en el aparcamiento subterráneo y dejó el Bentley. Por pronto que fuera, aún sentía dolorida la parte trasera; ni siquiera había estado en su maldita oficina desde hacía cinco días.


Se aproximó hasta el ascensor y recorrió el pasillo, sacando las llaves mientras andaba. Dentro de la oficina todo parecía tranquilo y ordenado, todos los muebles, ahora de un elegante color verde bosque, donde debían estar, todos los archivos vados colocados en armarios y preparados para recibir información del cliente. Pero frunció el ceño al llegar al mostrador de recepción. De repente Sanchez y ella tenían doble ranura para el correo, una señalizada como «correspondencia» y la otra señalada como «mensajes». En su segunda ranura había media docena de mensajes telefónicos tomados con letra clara; nombre detallado, hora de la llamada, número de teléfono al que devolver la llamada y mensaje. Y todos querían concertar una cita concerniente a sus servicios.


Con los mensajes en la mano, cruzó la puerta lateral hacia la zona de despachos, trazando el círculo del fondo. No había nadie. Sanchez se había tomado el día libre y, teniendo en cuenta que acababa de salir de la cárcel la tarde anterior, no pensaba discutírselo. El le había dado un cachete en el culo, pero dado que también la había abrazado, sabía que su pequeño mundo turbio continuaba intacto.


Unas latas de Coca Cola Light todavía estaban alineadas en la puerta de la pequeña nevera de la sala de descanso, así que tomó una y abrió la lengüeta. Al volverse divisó la reproducción de Gauguin que colgaba en el pasillo opuesto.


—Hola —llegó la voz de Pedro proveniente de recepción—. ¿Podría atenderme?


Con una amplia sonrisa se dirigió al mostrador.


—Pensé que tenías una reunión con Gonzales.


—Me estoy tomando un descanso —respondió, inclinándose sobre el teléfono para besarla. Estiró el brazo que llevaba a la espalda y extendió un billete nuevecito.


—Cien dólares. Me preguntaba si pagarías la apuesta. —Lo tomó, comprobando la elasticidad del billete de Benjamín Franklin—. Con esto voy a comprarme algo de ropa interior nueva.


—Insolente. —Estiró el otro brazo hacia delante. Había una bonita planta de Asparagus setaceus en una maceta posada en su mano.


—¿Qué es esto? —preguntó, tomándola de él.


Pedro se encogió de brazos.


—Me olvidé de hacerte un regalo de bienvenida a la oficina. Y sé que te gustan las plantas, así que, aquí tienes. —Pedro se balanceó sobre los talones, con aspecto de estar ridículamente satisfecho consigo mismo—. La elegí yo mismo.


Sintiendo que unas inesperadas lágrimas se amontonaban en sus ojos, Paula dejó la maceta sobre el armario archivero más cercano.


—Ven aquí, amor —dijo, inclinándose por encima del mostrador para agarrarle de las solapas.


Le besó, deleitándose con su calor y su presencia y su contacto mientras él tomaba su rostro entre ambas manos y le devolvía el beso. Sabía cuál era el regalo que más le gustaría, y había salido a comprarlo para ella.


Pedro deslizó los brazos hasta rodearle la cintura y la levantó, arrastrándola por encima del mostrador hasta el otro lado de recepción donde se encontraba él. Se apoyó en él, fundiéndose de buen grado en su profundo abrazo.


—¿Así que estás de acuerdo con mi pequeña maniobra? —preguntó con voz no demasiado firme—. Hace dos semanas me presionabas con aquello del conglomerado mundial.


Él la miró fijamente durante un prolongado momento.


—No hay garantías de que deje de presionar, pero me parece bien todo lo que quieras hacer, Paula… siempre que yo forme parte de tu vida y que no te involucres en cosas que podrían llevarte a la cárcel.


Paula alzó la mano y trazó su delgado mentón con las yemas de los dedos.


—Te quiero, Pedro Alfonso —murmuró. El techo no se desplomó, no cayó ningún relámpago y su padre no apareció por arte de magia desde el más allá para reprenderla. De hecho, decirlo no le dolió en absoluto. En realidad parecía… cálido, reconfortante.


El sonrió.


—Te quiero, Paula Chaves.


Aquello parecía incluso mejor.


La puerta de la oficina se abrió de nuevo.


—Bueno, mira a quién tenemos aquí —dijo Andres Pendleton, entrando parsimoniosamente en recepción.


Paula inhaló una bocanada de aire.


—¿Eres tú el hada de la oficina?


El apuesto hombre rubio sonrió abiertamente.


—Perdón, ¿cómo dices?


—¿El hada que colgó el cuadro y tomó todos los mensajes?


—Ah, sí, bueno, entonces soy el hada de la oficina. Culpable de los cargos.


Pedro se aclaró la garganta.


—¿Y usted es?


—Lo siento —medió Paula—. Pedro Alfonso, te presento a Andres Pendleton. Andres, éste es Pedro.


Ambos hombres se estrecharon la mano.


—¿Es tuyo ese Barracuda que hay aparcado en la puerta? —preguntó Andres.


Pedro asintió.


—Es una nueva adquisición. Mi Mustang del sesenta y cinco fue recientemente declarado siniestro total.


—Es llamativo. Yo tengo un Cadillac El Dorado del sesenta y dos. Tardé un año, pero reconstruí el motor yo mismo.


Inclinándose lentamente mientras Andres arreglaba el desorden que había formado en el mostrador de recepción, los labios de Pedro rozaron la oreja de Pau.


—No es gay —susurró, luego se irguió de nuevo—. Le echaste una mano a Paula —dijo—. Gracias.


—Es un placer. Admiro su coraje.


—Coraje. Esa soy yo, ¡sí, señor! —Paula sacó los mensaje del bolsillo de su chaqueta. «Pedro estaba equivocado con respeto a Andres. Seguramente.»—. Oye, ¿son auténticos?


Andres asintió.


—Puedes estar segura —dijo con voz lánguida—. Prácticamente han echado tu puerta abajo.


Pedro tomó la mano libre de Paula, y cogió su maletín con la otra.


—Paula, ¿podríamos pasar a tu despacho un momento?


Sin esperar respuesta, comenzó a arrastrarla hacia la puerta del pasillo. Ella no se resistió, pero volvió la vista hacia el acompañante.


—¿Quieres un empleo de verdad? —le preguntó.


—Señorita Paula, me contrataste hace tres días —respondió Andres—. Lo que sucede es que no tuve oportunidad de contártelo.


—Guay.


Pedro cerró el pestillo de la puerta en cuanto estuvieron en s despacho.


—¿Le contratas?


—Le has oído; ya lo he hecho.


—Paula…


—Ven aquí y bésame —le ordenó, acercándose a correr la cortinas. No tenía sentido hacer que Gonzales se emocionara tan temprana hora de la mañana.


Pedro se reunió con ella junto a la ventana, besándola suavemente en los labios. Le gustaba que Pedro no montara un pollo por lo que ella había dicho. Después de todo, no es que hubiera aceptado casarse con él.


Justo cuando estaba a punto de derretirse, Pedro retrocedió un poco.


—Por cierto —susurró—. Pensé que podría gustarte echarle un vistazo a esto.


Ella sonrió.


—Ya lo he visto.


—No, esto no. —Se llevó la mano a la chaqueta y sacó un periódico doblado—. Me refiero a esto.


Paula lo cogió con el ceño fruncido, y desplegó el Palm Beach Post del día anterior. En la parte superior de la sección se leía: «Ecos de sociedad». Debajo de aquello, el titular PELEA A PUÑETAZOS EN EL CAMPO DE POLO le saltó a los ojos, con una enorme fotografía en blanco y negro de ella misma y Laura manos a la obra en el barro. Patricia aparecía detrás de ellas, o, más bien, su trasero, mientras escapaba reptando del peligro.


—Genial —farfulló.


—Lee la parte que he subrayado —le indicó, señalándole el párrafo con la punta del dedo—. En voz alta.


Paula se aclaró la garganta.


—«Cuando se le preguntó si Alfonso y ella habían fijado una fecha después de su viaje a los juzgados, la respuesta de Chaves fue rotunda: No. Todavía…» —Su voz se fue apagando poco a poco.


—Termina.


«¡Joder!»


—«Todavía intento descubrir cómo hace trampas al Intellect.» —dijo, eludiendo más preguntas.


—¿Trampas? —repitió, volviendo a coger el periódico.


—Bueno, sí. Trampas.


—Aja. —Apartándose, recogió su maletín—. Siéntate.


Frunciendo el ceño, hizo lo que le pedía, hundiéndose en la silla tras su mesa.


—¿Qué estás haciendo?


Pedro sacó un tablero de Intellect y un saquito con letras del maletín y los dejó sobre la superficie.


—No se denomina hacer trampas cuando simplemente soy mejor que tú en este juego. Todos los ingleses lo somos. Y voy a demostrarlo, yanqui.


Ella sonrió de oreja a oreja, cogiendo su Coca Cola Light y tomando un trago.


—Ah, esto es la guerra, inglés. ¡Vamos, valiente!




CAPITULO 109




Lunes, 2:57 p.m.


Pedro estaba a un paso de marcar un tanto cuando escuchó el disparo. Dando la vuelta de golpe, miró hacia la mesa de Paula. Estaba vacía. El corazón le dio un vuelco. 


Espoleando a Tim en los costados, se dirigió hacia el margen del campo.


—¡Cuidado, Pedro! —gritó Bob Neggers, uno de sus contrincantes.


Giró bruscamente la cabeza a un lado justo a tiempo para recibir el golpe de un mazo en el hombro en lugar de en la nuca. Aquello le desequilibró, y se agarró a la perilla de la silla para evitar caer al suelo. Cuando se enderezó, maldiciendo, Daniel se encontraba en la banda del campo y se dirigía a los establos.


Pedro hizo que Tim cargara tras ellos. Los espectadores echaron a correr y los paparazzi se dispersaron cuando Daniel pasó al galope por entre ellos con Pedro pisándole los talones.


—¡Paula!


Paula se arrojó a un lado y rodó bajo el oscilante mazo al tiempo que Pedro gritaba para advertirla. Pedro dispuso de un fugaz momento surrealista para reparar en que ella mostraba un aspecto elegante incluso ataviada con un vestido cubierto de barro. Daniel tiró de su caballo para hacerle girar y volvió a por ella. La policía gritó, apuntando las pistolas hacia Kunz, pero con la prensa grabando por todas partes, no era probable que fueran a disparar.


Lo que significaba que era responsabilidad suya.


—Me parece que no —gruñó Pedro cuando Daniel y su montura giraron para ir en persecución de Paula. Hizo que Tim saliera en tropel a por el otro caballo y jinete. El mazo osciló una vez más hacia su cabeza, pero esta vez lo vio venir y se agachó.


Pedro espoleó de nuevo a Tim, impidiéndole a Daniel que persiguiera a Paula. No obstante, no cabía duda de que empujar y bloquear no iba a ser suficiente.


Agitó su propio mazo, impactando a Daniel en el muslo. El mango de madera grujió y se astilló. Enfadado, lo arrojó al suelo y saltó. Golpeó a Daniel en las costillas, y ambos se estrellaron contra el suelo. Mientras Daniel se ponía en pie, Pedro arremetió de nuevo y le golpeó con fuerza en el pecho, lanzándolos a los dos otra vez al suelo.


Pedro le arrebató el mazo de la mano a Daniel, luego se encontró agarrado por hombros y brazos y siendo arrastrado hacia atrás. Luchó por soltarse, furioso.


—¡Pedro!


La cara de Castillo apareció enfocada delante de él. Con otra maldición, Pedro se aplacó, encogiendo los hombros para sacudirse de encima lo que parecía la mitad del Cuerpo de Policía de Palm Beach.


—¡De acuerdo! ¡Está bien!


—Nosotros nos ocuparemos —prosiguió Francisco, mirándole aún con recelo.


Pedro no podía dedicarle más tiempo. En cambio, dio media vuelta y estuvo a punto de chocar con Paula que se aproximaba. Gracias a Dios.


—¿Te encuentras bien? —preguntó, agarrándola de los brazos y atrayéndola hacia él.


—Estoy bien. Qué bonita cabalgada, Tex. —Alzó el brazo y acarició su mejilla con el dedo—. Pero te has hecho un corte.


—Casi se me mete una piedra en el ojo —dijo, incapaz todavía de apartar la mirada de ella, de estar seguro de que no la habían aporreado o pisoteado—. Tú también te has hecho un corte.


Paula echó un vistazo a su brazo.


—No es más que un rasguño.


«¡Dios bendito!»


—¿Conseguiste lo que necesitabas?


—Tenemos los rubíes —dijo Castillo, reuniéndose con ellos desde atrás—. Y un intento de asesinato por parte de Laura Kunz, además de un asalto de Daniel Kunz. Y con eso basta para empezar. ¿Dónde está la cinta?


Uno de sus oficiales cogió el bolso de Paula, que parecía haber sido pisoteado por uno de los caballos. 


Independientemente del tipo de evidencia que pudiera contener la grabadora, esa noche Tim tendría ración extra de avena.


—Simplemente, genial —masculló Castillo, vertiendo los restos de su dispositivo en una bolsa—. ¿Planeaste tú esto?


—Sólo ha sido suerte —respondió Paula, claramente aliviada—. Y, oye, si ésa no es el arma utilizada para matar a Charles, hay otra detrás del último cajón del escritorio de Daniel en Coronado House. También hay algo de cocaína.


—¿Y eso lo sabes, porque… ?


—Oh, estaba en la cinta. Lo siento.


—Seguro que sí. —El detective le entregó el bolso—. ¿Tienes idea de lo caras que son esas cosas?


—Cóbramelo —respondió Paula—. Después de que saques a mi amigo de la cárcel.


—Llevará un día o dos, pero creo que lo arreglaremos. —Echó un vistazo en derredor—. Será mejor que saque a los Kunz de aquí antes de que la prensa eche a perder mi caso.


Los paparazzi los rodearon.


—Yo tampoco estoy de humor —dijo Pedro, tomando a Paula de la mano—. ¿Qué te parece si vamos a darle algunas de esas manzanas a Tim?


—¡No! —aulló Castillo.


Pedro estaba bromeando, Francisco. Relájate —dijo Paula, y se volvió hacia Pedro—. Y sí, vayámonos de aquí de una vez.


Su tosco «sin comentarios», junto con las miradas airadas que estaba repartiendo, parecieron intimidar a los medios por segunda vez aquel día, y en cuanto Pedro hubo entregado a Tim a un mozo, Paula y él se fueron a toda prisa al aparcamiento y subieron a la limusina que les estaba esperando. Les siguieron, por supuesto, pero le preocupaba más que no le oyeran que el que no le vieran.


—¿Estás segura de que te encuentras bien? —repitió.


—Estoy bien. De verdad. Es decir, uf, la primera vez que hicimos algo semejante, acabé con el cráneo fracturado, y la segunda vez una furgoneta trató de atropellarme. Un poco de barro y una estampida de caballos no es nada.


—Y el rasguño de bala.


—Bueno, escuece, pero…


Su cabeza desapareció de la vista de Pedro, seguida por el resto de su cuerpo.


—¿Cómo te atreves? —chilló Patricia, todavía tirando del pelo a Paula.


Paula se retorció, agarrándose del pelo para liberarlo de Patricia. Había perdido cabello hacía tres meses, peleando con el futuro ex marido de Patty, y le había dolido como mil demonios. No iba a tolerarlo de nuevo.


—Para —le ordenó.


A juzgar por el rostro enrojecido, Patricia no iba aceptar ninguna orden.


—¡Me empujaste al barro! ¡Y me dejaste allí y te llevaste todo el mérito!


—¿Y dónde estabas tú cuando Laura intentó dispararnos? Oh, claro, estabas a salvo detrás del establo. Y no hay de qué.


—¡Tú… !


Paula apartó de un manotazo el dedo con el que Patricia le apuntaba.


—Tócame otra vez y nadie en Palm Beach querrá tenerte cerca para otra cosa que no sea limpiar sus aseos. —Tomó aire—. Todavía te queda el reconocimiento por descubrir que Daniel estaba relacionado con el robo y el asesinato. Una promesa es una promesa


—Yo… más te vale. Y quiero la cinta de vídeo.


—De ninguna manera, Patty. No soy imbécil. —Paula la rodeó, reuniéndose con Pedro—. Larguémonos de aquí.


—¿De verdad vas a concederle el mérito?


Ella se encogió de hombros.


—Un poco. Cuanto menos tenga que testificar, mejor.


—De acuerdo —respondió, luego se aclaró la garganta, cosa nada típica en él—. Parece que me he quedado sin agente inmobiliario.


Paula le lanzó una mirada furiosa a Laura por encima del hombro, que no dejaba de protestar mientras Castillo le hacía subir a la parte trasera de un coche de policía.


—¿Y qué? —le animó.


—Y se me ocurrió que podría buscar otro. Digamos, en Nueva York.


—Nueva York es bonito. —Se limpió el barro del brazo y lo arrojó al suelo—.No pasamos demasiado tiempo allí, ¿verdad?


—No, así es.


—Mejor todavía, guapetón.


Pedro sonrió, recorriendo con la mirada toda su longitud cubierta de barro y demorándose durante un momento en su pecho.


—Estás muy atractivo, por cierto.


Genial. Obviamente parecía salida de un concurso de camisetas mojadas.


—Si tú no te quitas ese uniforme, yo me quedaré como estoy.


—¿Puedo regarte con la manguera?


Paula se apretó contra su costado, asegurándose de que se pusiera perdido de barro.


—Haremos turnos. Así que, al fin has actuado como un caballero de brillante armadura de verdad —apuntó—. Con caballo y todo.


Pedro se echó a reír.


—Soy realmente genial, ¿verdad?



CAPITULO 108




Lunes, 1:08 p.m.


—Probablemente deberías dejar de juguetear con eso —sugirió Pedro.


Paula volvió a engancharse la grabadora al cinturón. Lo sabía todo acerca de la vigilancia en vídeo, pero tenía que ponerse al día con el seguimiento en audio. De hecho, cuando Castillo le entregó un localizador, tuvo que preguntarle cómo funcionaba.


—Es sencillo —comentó, mirándolo de nuevo.


Él lanzó el casco de polo dentro de la bolsa de deportes.


—Sí, es muy sencillo. No lo apagues accidentalmente.


—Me estoy familiarizando con ello. Pero casi desearía que se asemejara más a una grabadora. —Desenganchándolo otra vez, lo abrió para ver la mini cinta del interior—. Tiene que haber un modo de conectarlo y desconectarlo sin que parezca que me está dando una apoplejía, y sin que la policía lo sepa.


—Veamos.


Paula le entregó el aparato. Pedro había estado un poco callado desde que se marcharon de la comisaría de policía, y ella sabía que estaba preocupado. Dios, hasta ella misma estaba preocupada, pero al menos no tendrían que sentarse a especular durante mucho más tiempo. Aquello tendría que solucionarse de un modo u otro esa misma tarde.


—Tengo una idea —dijo, alzando de nuevo la vista del localizador.


—¿Cuál?


—Déjalo aquí.


Pedro


—No lo lleves. Contrataré a todos los abogados de Estados Unidos para que defiendan a Walter, y a todos los detectives privados del mundo para que encuentren algo sobre los Kunz. No te arriesgues así, Paula.


Ella guardó silencio durante un minuto. La idea, la preocupación, que llevaba carcomiéndola desde que se había ido a vivir con él en Devon, volvió a desgarrarle las entrañas.


—Si terminan por arrestarme por todo esto, ¿qué harás? —preguntó, a pesar de que estaba convencida de no querer conocer la respuesta. Todo el mundo miraba primero por sí mismo. Era la ley primordial en el mundo de los ladrones, y en casi todo lo demás.


Pedro metió un par de calcetines en la bolsa.


—No lo sé, Paula. Diría que tu presente no me preocupa tanto como tu pasado.


—Ayer allané una casa —respondió—. Eso es algo muy presente. —Y eso no era, ni mucho menos, lo único que había hecho durante la última semana, pero era más seguro asumir que él ya estaba al corriente de todo.


Los hombros de Pedro se elevaron con la profundidad de la bocanada de aire e inspiró.


—No me preguntes que qué haría si el pasado te supera, porque yo… tú… —Cerró los ojos por un instante—. Tienes mi corazón. Así que no me lo arranques, ¿vale?


¡Vaya! Se acercó y le rodeó enérgicamente la cintura. Al cabo de un segundo sus brazos la estrecharon, abrazándola fuertes y seguros. Segura. Jamás se había sentido tan segura como desde que había conocido a Pedro Alfonso. Se puso lentamente de puntillas y le besó.


—De acuerdo —susurró contra su boca.


—Y sigue sin gustarme un pelo nada de esto.


—Bueno, y yo no estoy segura de que estés a salvo montando ese caballo.


—Entiendo. Te daré algunas lecciones de equitación después de esto. No cambies de tema.


Paula se limitó a abrazarle durante un minuto, fingiendo que se trataba de lujuria y que en realidad no estaba sacando fuerzas de su apoyo, su presencia y su fe.


—¿Puedo llamar Trigger a mi caballo?


—Por lo que a mí respecta, puedes llamarle Godzilla.


Reinaldo llamó a la puerta del dormitorio.


—Señor Alfonso, es la una en punto. Ruben tiene preparada la limusina.


—El deber nos reclama —dijo Paula, soltándose a regañadientes de su abrazo y arrebatándole el localizador al mismo tiempo—. Estoy impaciente por verte con tus pantalones de polo.


—Todavía puedo retirarme.


Paula se rió por lo bajo.


—Tú jamás te retiras.


Pedro estampó el puño contra la pared del dormitorio con la fuerza suficiente como para quebrar el enlucido.


—¡Maldita sea, hablo en serio!


Sobresaltada, le agarró la mano.


—Oye, ya basta. Me gustan esos dedos. —Le dio la vuelta a la muñeca, examinando las profundas abrasiones de sus nudillos—. Eso ha sido una estupidez.


—¿Más estúpido que hacer que te detengan? ¿Es que tienes que hacerlo todo tan cerca del límite?


Le sonrió al tiempo que le arrastraba hasta el cuarto del baño.


—No voy a hacer que me detengan. Tendré cuidado.


—No basta con eso. Quiero estar allí mismo, no en el campo, donde no puedo hacer nada.


Su caballero de brillante armadura.


—Solamente vamos a hablar —dijo en voz baja, afanándose en retirar el polvo de escayola de su mano y buscando una tirita, y fingiendo que no estaba a punto de echarse a llorar. La amaba. La amaba de verdad—. Más tarde te necesitaré, cuando la policía tenga la cinta.


—Paul…


Pegando finalmente la tirita en torno a sus nudillos, tiró de su cabello para hacer que bajara la cabeza. Le besó desenfrenadamente, sintiendo la pasión y la preocupación en su respuesta.


—Vamos. No quiero llegar tarde —dijo sin aliento al cabo de un momento—. No te olvides tu traje.


—Es un uniforme, no un traje —dijo, siguiéndola de nuevo a la habitación principal. Tomó el petate con una mano y a Paula con la otra.


—Es hora de ir a coger a los chicos malos —dijo, dirigiéndose a la puerta y esperando que las autoridades considerasen que estaba en el bando de los buenos, al menos por ese día.


***


Cuando llegaron al campo, Pedro se fue directamente al vestuario para cambiarse, dejando a Paula paseando por el margen del terreno de juego. Todo estaba montado como él había dicho; dos amplias carpas que cubrían las mesas para los refrigerios y donativos, y el espacio entre éstas estaba ocupado por un conjunto de mesas con sombrillas y sillas. 


Lo que no había esperado era que, al parecer, iban a utilizarse dos campos, con los asientos en medio de ambos. Genial. La policía sólo podría acudir desde dos lados. El vestido de día era sofisticadamente urbano, lo cual complicaba encontrar un espacio para el localizador. La prenda blanca y verde safari de Prada no encajaba mucho con ella, pero ¡qué diablos!, supuestamente poseía una empresa. A juzgar por lo que sabía sobre Laura Kunz, la agente inmobiliaria probablemente tenía también un localizador.


Se había comprometido a sujetarlo a la correa del bolso, pero incluso eso parecía ridículamente… obvio para alguien tan acostumbrado a mezclarse y mantenerse en las sombras como lo estaba ella. Dejando escapar un suspiro, lo enganchó al borde interior de su bolso, manteniendo la solapa abierta. Si el artilugio de Castillo no podía captar nada desde el interior, sería culpa de él por darle un equipo de baja calidad.


Pedro también había estado en lo cierto en lo referente a la prensa y las celebridades, pero relajó su fruncido ceño cuando los paparazzi comenzaron a apuntar las cámaras en su dirección. Todo formaba parte del paquete Alfonso, y por poco que le gustase aquello, al menos se estaba acostumbrando. La actriz y modelo Julia Poole estaba sentada en una de las mesas, con su novio el roquero y una cerveza marca Corona a su lado. Paula pasó un momento mirando la alta belleza de cabello moreno. Julia y Pedro habían estado saliendo y rompiendo durante casi un año, pero a juzgar por las fotos de los tabloides, aquello había distado mucho de ser una relación exclusiva.


Patricia estaba sentada cinco mesas más allá del grupo de Poole, con algunos miembros de lo que Pedro llamaba «la pandilla de Patty». La cual consistía en alrededor de una docena de mujeres en total que había formado un frente común para compadecerse por la ex y para despellejarles a Pedro y a ella. Que disfrutaran de su entretenimiento; personalmente, pensaba que el nexo de unión era una carencia de personalidad individual que las distinguiera a unas de otras.


No fue difícil reconocer a Castillo; con su traje tostado de policía y sus zapatos baratos, destacaba exactamente lo que era. Pero Laura esperaría su presencia, dado que, incluso con Sanchez en prisión, todavía nadie había sido acusado oficialmente del asesinato de Charles Kunz. Paula supuso que Francisco tenía refuerzos, pero si estaban cerca, al menos iban vestidos de un modo lo suficientemente apropiado como para mezclarse.


En los viejos tiempos, saber que la policía andaba cerca le habría sacado de sus casillas. En esos momentos tan sólo tenía la esperanza de que guardaran la distancia suficiente para no poder escuchar, y que se encontraran lo bastante cerca como para poder acudir antes de que desapareciera cualquier prueba valiosa. Por lo menos no tendrían que preocuparse por una pistola en particular. Primer punto para los tipos medio buenos.


Pedro apareció desde los establos, llevando un caballo zaino de polo. Durante largo rato no hizo otra cosa que observarlo acercarse. Las botas de cuero le llegaban hasta las rodillas para protegerle de los golpes de los mazos, y los pantalones blancos bajo el holgado polo verde hacían que estuviera… para comérselo. Incluso el casco verde con su ondulado cabello negro debajo resultaba atractivo. Y este tipo iba a marcharse a casa con ella.


—¿Qué te parece? —preguntó, sosteniendo el mazo con naturalidad por encima de su hombro derecho.


—Quiero que esta noche te pongas esto para acostarte —murmuró, apoyándose contra su delgado cuerpo para besarle.


Él rió entre dientes, aprovechando el momento mientras le daba unas palmaditas en el cuello al caballo para mirar hacia la concurrencia por encima del hombro de Paula.


—¿Algún indicio?


—Nada de Laura. ¿Qué me dices de Daniel?


—No. Está en mi equipo, así que una vez que estemos en el campo, haré lo que pueda para mantenerlo ocupado.


—¿Cómo se llama tu caballo? —preguntó, dándole una vacilante palmadita cerca del hombro o la paletilla o como quiera que se denominase.


—Middlebrook–on–Thames —respondió.


—¿Cómo?


—Tim, para abreviar. Tiene un linaje fastidiosamente largo.


—De ahí el estúpido nombre.


Pedro enarcó una ceja.


—Yo mismo tengo un linaje fastidiosamente largo.


—Ya lo sé, Pedro Alfonso Williams , vizconde Halford, marqués de Rawley.


El la besó de nuevo.


—Lo has entendido, Paula Chaves de Palm Beach.


Daniel y Laura salieron en aquel momento de los establos; Daniel con un caballo gris tras él y Laura con una cesta de picnic del brazo.


—¡Bingo! —dijo en voz baja.


Pedro no se volvió a mirar, algo que le honraba.


—Ten cuidado —murmuró, besándola en la frente—. Será mejor que vaya a calentar con Tim.


—Ten cuidado tú también —dijo, retrocediendo para verlo subirse con soltura a la silla.


—Estaré vigilando.


Con eso, Pedro y Middlebrook–on–Thames se fueron trotando hasta el campo, con el aplauso general de los espectadores. Paula se sobresaltó. Había olvidado que la gente los observaba. Una bandada de fotógrafos se aproximaron, y apenas reprimió el impulso de huir.


—¿Qué lleva puesto, señorita Chaves? —preguntó una de las mujeres.


«Un vestido» fue su primera respuesta, pero sabía lo que querían, y cuanto antes lo consiguieran, antes la dejarían en paz.


—Un vestido de Prada —respondió, quedándose inmóvil durante un minuto para que pudieran tomarle una fotografía. Maldición, qué vida tan extraña.


—El señor Alfonso y usted estuvieron esta mañana en los juzgados. ¿Ha fijado ya una fecha? —preguntó otro.


Paula parpadeó. Los juzgados y una fecha. «Una fecha.» ¡Dios Santo!


—No —barbotó, sabiendo que el rostro debía de habérsele puesto blanco—. Todavía intento descubrir cómo hace trampas al Intellect.


A juzgar por la risa general, debía de haber dicho lo correcto, y escapó tras un breve saludo con la cabeza. 


Aquélla era una conversación que no iba a repetirle a Pedro. Jamás. La sola idea de…


El arbitro tocó el silbato, y los dos equipos se congregaron en el centro del campo. Lo mismo sucedía a su espalda, pero el partido era lo que captaba su atención. Durante un momento deseó no tener que hacer otra cosa que ver jugar a Pedro.


Pero eso era para alguien con una vida diferente a la suya. 


Con un suspiro conectó la grabadora, luego fue a buscar una mesa con una vista decente y esperó a que Laura le llevara sus manzanas… igual que la malvada reina de Blanca Nieves. La única diferencia era que Paula no era tan tonta como para darles un mordisco.


—¿No resulta extraño, u oportuno, que Pedro y Daniel estén en el mismo equipo? —preguntó Laura, tomando asiento en la silla frente a la de Paula y dejando la cesta de picnic sobre la mesa delante de ella.


—Creo que ninguna de las dos cosas —respondió Paula, manteniendo la vista en los jugadores mientras corrían de nuevo hacia la portería del equipo rojo—. Pedro no forma parte de esto. Ese es el trato, ¿recuerdas?


—Lo recuerdo. Vi tu aparición en los juzgados en las noticias de mediodía. Es una lástima que no pudieras fijar una fianza para el señor Barstone.


—No insistas, o tendré que aumentar mi comisión al treinta por ciento.


—No es probable.


Paula se volvió para mirar a Laura.


—Limítate a asegurarte de que Daniel y tú cumplís con vuestra parte del trato. ¿Me has traído unas pocas manzanas?


Laura levantó la tapa de la cesta de picnic y sacó una reluciente manzana roja.


—¿Estás segura de que puedes ocuparte de esto?


—Oh, sí.


—La próxima vez elige algo menos engorroso —comentó, entregándole a Paula la manzana.


Era pesada. Demasiado pesada para ser sólo una manzana. 


Ocultando sin problemas su alivio tras años de práctica, Paula dejó la fruta sobre la mesa, al lado de su codo. 


Muy bien, ya tenía pruebas del robo. Ahora necesitaba pruebas del asesinato. Hora de jugar su baza.


—¿Cómo vas a asegurarte de que Daniel no te mate igual que hizo con tu padre? La compañía irá a parar a ti, después de todo. ¿No es así?


Con una sonrisa, Laura se colocó la cesta de picnic en el regazo.


—Estamos muy unidos. Además, si aparece muerto otro Kunz, ni siquiera Daniel podrá librarse del arresto gracias a su encanto.


—Claro, eso tiene lógica para ti y para mí, pero yo no soy adicta a las drogas. Estás atrapada, ¿no? Quiero decir que o aceptas pagarle su adicción a la coca o empiezas a esquivar balas.


Paula divisó a Patricia saludando a Daniel con su pañuelo, y la respuesta del mazo de éste. ¡Figúrate! Patty jugaría a dos bandas hasta que uno de ellos volviera para morderle en el culo.


—Preferiría hablar sobre márgenes de beneficios —respondió Laura.


—Ésa es una charla demasiado tranquila para alguien con una cesta de rojos rubíes en el regazo.


—Si yo me deshago de objetos robados, entonces eres tú quien los recibe.


Vaya, sí que tenía confianza en sí misma. ¿Acaso a Laura le traía al fresco que su hermano hubiera matado a su padre? ¿O la despreocupación por Daniel se debía a que era ella misma quien había apretado el gatillo? Eso tenía mucho sentido, pero Paula necesitaba estar segura. Había llegado el momento de echar más leña al fuego.


—¿Sabes?, Walter conoce perfectamente cuánto vale un Giacometti —dijo pausadamente.


—Por eso lo robó.


—Salvo que él lo hubiera robado la misma noche en que desaparecieron los rubíes y los cuadros. No habría vuelto una semana después a por él.


—Ahora que lo pienso, en los documentos del seguro no figura ninguna estatua de Giacometti. Debía de pertenecerle a otro.


—Eso es poco convincente —alegó Paula, calentando la conversación. Le encantaban los rompecabezas, sobre todo justo antes de ser resueltos—. ¿Cuánta gente asistió al velatorio? Imagino que al menos cincuenta entraron en el antiguo despacho de tu padre y vieron la estatua allí. 
¿Quieres probar de nuevo? Ah, espera, ahora es mi turno. —Paula se recostó en la silla, esperando parecer la viva imagen de fría seguridad, algo que no era, teniendo en cuenta la cantidad de suposiciones y saltos de fe que estaba a punto de realizar—. Fuiste tú quien mató a Charles porque él no quería prestar ayuda económica a Paradise. 
¿Cuántos meses de retraso llevas en el pago del alquiler de la oficina? No es de extrañar que aceptases con tanta rapidez cuando llamó Pedro. Menos mal que no tenías otras citas que cancelar… Ah, no, que eso no es algo bueno, ¿verdad? Tu padre sabía que necesitabas dinero de forma apremiante. Por eso me llamó, para asegurarse de que no le hacías nada antes de que modificara el testamento y el fideicomiso. Pero no lo consiguió, ¿verdad? ¿Cuan poco halagüeño resultaría para la hija de uno de los ejecutivos de mayor éxito del país el fracasar en su propio negocio, mucho más con el precio de la propiedad por estos parajes?


—No puedes demostrar nada de eso —dijo Laura, el color de sus mejillas se tono más intenso.


Se estaba poniendo furiosa, justo lo que Paula esperaba conseguir.


—Claro que puedo. Tengo los rubíes.


Laura cambió de posición, llevando la mano al interior de la cesta.


—Devuélveme esa manzana —murmuró.


—No. Me gustan las manzanas.


Ambas manos se introdujeron en la cesta, seguidas por el característico sonido de una pistola al ser amartillada.


—Devuélveme la manzana.


«¡Joder! Pedro tenía razón. Había sido Laura.»


—Si utilizas eso, nadie va a creer que no mataste a tu padre. Sólo te queda Daniel como chivo expiatorio, Laura. No la cagues. Si te entregas ahora, puedes declarar que te entró el pánico y que intentabas deshacerte de los rubíes para ayudar a tu hermano. Es la única familia que te queda.


—Qué bonita historia.


—Eso creo. Podrías haber salido impune, si Daniel no hubiera decidido que no podía esperar a la liquidación del seguro y que necesitaba efectivo para su problemilla nasal —prosiguió—. Eso debió de cabrearte, perpetrar este gran robo y aun así tener que llevarte el único Gugenthal que no había sido denunciado como robado y hacer que Andres Pendleton lo vendiera en aquella tienda de antigüedades. 
Todos esos artículos, y nadie que te ayudase a convertirlos en dinero contante y sonante.


Laura se levantó tranquilamente, cargándose la cesta en el codo y manteniendo la mano contraria hundida en sus profundidades.


—Oh, bravo, qué lista eres. Coge tu manzana y vamos a dar un paseo.


—Me parece bien. —Menos gente para ayudarla, pero no esperaba demasiado en ese aspecto. Al menos no era tan probable que los mirones recibieran un balazo si trasladaban el campo de batalla a otro lugar.


—¿Paula? —Ambas mujeres se volvieron cuando Patty se aproximó, bolso en el brazo y el desagrado reflejado en todo su rostro.


—En estos momentos, estoy algo ocupada, Patty.


—Necesito hablar contigo. —Patricia lanzó una mirada furibunda a Laura—. Ahora mismo.


—Entonces, acompáñanos —la interrumpió Laura.


—Oh, eso no es p…


El cañón de la pistola emergió de dentro de la cesta el tiempo suficiente para que Patty lo viera.


—Nos vamos de paseo —prosiguió Laura, sonriendo.


Patricia se puso pálida, pero se encaminó hacia los establos tal como Laura indicaba. Cómo no. Habría montones de lugares para esconderse… o para huir después de cometer un asesinato.


Enfrente de la carpa, Francisco se puso en pie, pero Paula meneó la cabeza de forma negativa. En esos momentos no podían permitirse una guerra de pistolas. Podía ver a Pedro al fondo del campo, la atención centrada en el partido en curso. Bien. No quería que resultara herido.


Las tres recorrieron la hilera de mesas y salieron de debajo de la carpa. Laura se quedó un poco atrás, mientas que Patty se apelotonaba junto a Paula. La ex seguramente planeaba utilizarla de escudo contra las balas.


—Sabía que relacionarme contigo era un error —susurró Patty con fiereza, con las mejillas cenicientas.


—Tú eras la coleguita de los hijos de Kunz. No me vengas con quejas.


Rodearon el primero de los establos, apartados de la vista de los jugadores de polo y su audiencia.


—Me alegro de que estés aquí, Patricia —comentó Laura—. Ahora puedo hacer que parezca que os matasteis la una a la otra.


Genial. Aquello era incluso inteligente. Paula podía imaginar la escena: Patricia salía con Daniel para conseguir acceso a la familia, luego introdujo a la ladrona para perpetrar un robo con homicidio, y después se volvió codiciosa con las ganancias y, tal vez, incluso con Pedro, y se dispararon la una a la otra.



—¿De verdad piensas que podríamos matarnos entre sí con la misma pistola? —preguntó. Cualquier cosa con tal de entretener, de arrojar una pega a los planes de Laura.


—Todo puede suceder durante el forcejeo.


Paula se apartó unos centímetros de Patricia, poniendo algo de espacio para moverse.


—Ni hablar. Yo le patearía el culo en una pelea. —Sin previo aviso, se dio rápidamente la vuelta, dejando que la gravedad deslizara su bolso del codo hasta la mano. 


Impulsada por el movimiento, golpeó a Laura en un lado de la cabeza.


Laura se tambaleó, la cesta se le resbaló hacia el enfangado suelo. Pero logró sujetar la pistola.


—¡Agáchate! —gritó Paula, empujando a Patricia hacia un lado.


Inducida en gran parte por el instinto, Paula arremetió contra Laura, agarrando con la suya la mano en que ésta sujetaba la pistola y empujando hacia arriba. El arma se disparó, la bala le quemó el brazo al rozarla cuando se precipitó rumbo a cielo. Habiendo perdido el equilibrio, las dos cayeron al suelo Laura se sacudió hacia atrás, tratando de liberar la pistola, pero Paula se negó a soltarla.


Ambas rodaron. Durante un escalofriante segundo, Laura aplastó la cara de Paula en el barro. «¡Dios!» Luchando contra e pánico, dio un empellón con la mano libre, poniendo a Laura di espaldas. Sacudiéndose el barro de los ojos, Paula lanzó una patada, saliéndosele el zapato plano. Éste golpeó en el suelo, a su lado, con un ruido sordo, y le echó mano, sujetando a su oponente con el hombro y clavándole las rodillas en las caderas.



—¡Eh! —gritó, desplazando el tacón del zapato hacia la cara de Laura—. ¿Quieres que te meta esto en el ojo? ¡Suelta la pistola!


—¡Puta!


Paula golpeó a Laura en el hombro con el tacón, sabiendo que aquello le dolería.


—¡Suelta la pistola o la próxima vez te sacaré un ojo!


Otro peso aterrizó sobre sus brazos enredados, y a través del barro divisó a Castillo y a una cuadrilla de hombres, perfectamente armados, y que hasta ese momento habían pasado desapercibidos entre la multitud. La caballería. ¡Gracias a Dios!


—De acuerdo, Paula, tenemos la pistola —gruñó Castillo, levantando su cuerpo por la cintura.


—¡Coge las manzanas! —jadeó, apartándose tambaleante e intentando recuperar el equilibrio con un zapato de menos. 


Lo único que le faltaba era que una recua de caballos se comiera las pruebas.


Laura se puso en pie sin demora y fue sujetada por un par de policías.


—Yo no he hecho nada —espetó—. ¡Ella me atacó!


—Mató a su padre —acertó a decir, retirando una gruesa capa de barro de su cara y brazos—. Está en…


Daniel Kunz corría directamente hacia ella, a toda velocidad, con el mazo levantado por encima de la cabeza.