Lunes, 1:08 p.m.
—Probablemente deberías dejar de juguetear con eso —sugirió Pedro.
Paula volvió a engancharse la grabadora al cinturón. Lo sabía todo acerca de la vigilancia en vídeo, pero tenía que ponerse al día con el seguimiento en audio. De hecho, cuando Castillo le entregó un localizador, tuvo que preguntarle cómo funcionaba.
—Es sencillo —comentó, mirándolo de nuevo.
Él lanzó el casco de polo dentro de la bolsa de deportes.
—Sí, es muy sencillo. No lo apagues accidentalmente.
—Me estoy familiarizando con ello. Pero casi desearía que se asemejara más a una grabadora. —Desenganchándolo otra vez, lo abrió para ver la mini cinta del interior—. Tiene que haber un modo de conectarlo y desconectarlo sin que parezca que me está dando una apoplejía, y sin que la policía lo sepa.
—Veamos.
Paula le entregó el aparato. Pedro había estado un poco callado desde que se marcharon de la comisaría de policía, y ella sabía que estaba preocupado. Dios, hasta ella misma estaba preocupada, pero al menos no tendrían que sentarse a especular durante mucho más tiempo. Aquello tendría que solucionarse de un modo u otro esa misma tarde.
—Tengo una idea —dijo, alzando de nuevo la vista del localizador.
—¿Cuál?
—Déjalo aquí.
—Pedro…
—No lo lleves. Contrataré a todos los abogados de Estados Unidos para que defiendan a Walter, y a todos los detectives privados del mundo para que encuentren algo sobre los Kunz. No te arriesgues así, Paula.
Ella guardó silencio durante un minuto. La idea, la preocupación, que llevaba carcomiéndola desde que se había ido a vivir con él en Devon, volvió a desgarrarle las entrañas.
—Si terminan por arrestarme por todo esto, ¿qué harás? —preguntó, a pesar de que estaba convencida de no querer conocer la respuesta. Todo el mundo miraba primero por sí mismo. Era la ley primordial en el mundo de los ladrones, y en casi todo lo demás.
Pedro metió un par de calcetines en la bolsa.
—No lo sé, Paula. Diría que tu presente no me preocupa tanto como tu pasado.
—Ayer allané una casa —respondió—. Eso es algo muy presente. —Y eso no era, ni mucho menos, lo único que había hecho durante la última semana, pero era más seguro asumir que él ya estaba al corriente de todo.
Los hombros de Pedro se elevaron con la profundidad de la bocanada de aire e inspiró.
—No me preguntes que qué haría si el pasado te supera, porque yo… tú… —Cerró los ojos por un instante—. Tienes mi corazón. Así que no me lo arranques, ¿vale?
¡Vaya! Se acercó y le rodeó enérgicamente la cintura. Al cabo de un segundo sus brazos la estrecharon, abrazándola fuertes y seguros. Segura. Jamás se había sentido tan segura como desde que había conocido a Pedro Alfonso. Se puso lentamente de puntillas y le besó.
—De acuerdo —susurró contra su boca.
—Y sigue sin gustarme un pelo nada de esto.
—Bueno, y yo no estoy segura de que estés a salvo montando ese caballo.
—Entiendo. Te daré algunas lecciones de equitación después de esto. No cambies de tema.
Paula se limitó a abrazarle durante un minuto, fingiendo que se trataba de lujuria y que en realidad no estaba sacando fuerzas de su apoyo, su presencia y su fe.
—¿Puedo llamar Trigger a mi caballo?
—Por lo que a mí respecta, puedes llamarle Godzilla.
Reinaldo llamó a la puerta del dormitorio.
—Señor Alfonso, es la una en punto. Ruben tiene preparada la limusina.
—El deber nos reclama —dijo Paula, soltándose a regañadientes de su abrazo y arrebatándole el localizador al mismo tiempo—. Estoy impaciente por verte con tus pantalones de polo.
—Todavía puedo retirarme.
Paula se rió por lo bajo.
—Tú jamás te retiras.
Pedro estampó el puño contra la pared del dormitorio con la fuerza suficiente como para quebrar el enlucido.
—¡Maldita sea, hablo en serio!
Sobresaltada, le agarró la mano.
—Oye, ya basta. Me gustan esos dedos. —Le dio la vuelta a la muñeca, examinando las profundas abrasiones de sus nudillos—. Eso ha sido una estupidez.
—¿Más estúpido que hacer que te detengan? ¿Es que tienes que hacerlo todo tan cerca del límite?
Le sonrió al tiempo que le arrastraba hasta el cuarto del baño.
—No voy a hacer que me detengan. Tendré cuidado.
—No basta con eso. Quiero estar allí mismo, no en el campo, donde no puedo hacer nada.
Su caballero de brillante armadura.
—Solamente vamos a hablar —dijo en voz baja, afanándose en retirar el polvo de escayola de su mano y buscando una tirita, y fingiendo que no estaba a punto de echarse a llorar. La amaba. La amaba de verdad—. Más tarde te necesitaré, cuando la policía tenga la cinta.
—Paul…
Pegando finalmente la tirita en torno a sus nudillos, tiró de su cabello para hacer que bajara la cabeza. Le besó desenfrenadamente, sintiendo la pasión y la preocupación en su respuesta.
—Vamos. No quiero llegar tarde —dijo sin aliento al cabo de un momento—. No te olvides tu traje.
—Es un uniforme, no un traje —dijo, siguiéndola de nuevo a la habitación principal. Tomó el petate con una mano y a Paula con la otra.
—Es hora de ir a coger a los chicos malos —dijo, dirigiéndose a la puerta y esperando que las autoridades considerasen que estaba en el bando de los buenos, al menos por ese día.
***
Lo que no había esperado era que, al parecer, iban a utilizarse dos campos, con los asientos en medio de ambos. Genial. La policía sólo podría acudir desde dos lados. El vestido de día era sofisticadamente urbano, lo cual complicaba encontrar un espacio para el localizador. La prenda blanca y verde safari de Prada no encajaba mucho con ella, pero ¡qué diablos!, supuestamente poseía una empresa. A juzgar por lo que sabía sobre Laura Kunz, la agente inmobiliaria probablemente tenía también un localizador.
Se había comprometido a sujetarlo a la correa del bolso, pero incluso eso parecía ridículamente… obvio para alguien tan acostumbrado a mezclarse y mantenerse en las sombras como lo estaba ella. Dejando escapar un suspiro, lo enganchó al borde interior de su bolso, manteniendo la solapa abierta. Si el artilugio de Castillo no podía captar nada desde el interior, sería culpa de él por darle un equipo de baja calidad.
Pedro también había estado en lo cierto en lo referente a la prensa y las celebridades, pero relajó su fruncido ceño cuando los paparazzi comenzaron a apuntar las cámaras en su dirección. Todo formaba parte del paquete Alfonso, y por poco que le gustase aquello, al menos se estaba acostumbrando. La actriz y modelo Julia Poole estaba sentada en una de las mesas, con su novio el roquero y una cerveza marca Corona a su lado. Paula pasó un momento mirando la alta belleza de cabello moreno. Julia y Pedro habían estado saliendo y rompiendo durante casi un año, pero a juzgar por las fotos de los tabloides, aquello había distado mucho de ser una relación exclusiva.
Patricia estaba sentada cinco mesas más allá del grupo de Poole, con algunos miembros de lo que Pedro llamaba «la pandilla de Patty». La cual consistía en alrededor de una docena de mujeres en total que había formado un frente común para compadecerse por la ex y para despellejarles a Pedro y a ella. Que disfrutaran de su entretenimiento; personalmente, pensaba que el nexo de unión era una carencia de personalidad individual que las distinguiera a unas de otras.
No fue difícil reconocer a Castillo; con su traje tostado de policía y sus zapatos baratos, destacaba exactamente lo que era. Pero Laura esperaría su presencia, dado que, incluso con Sanchez en prisión, todavía nadie había sido acusado oficialmente del asesinato de Charles Kunz. Paula supuso que Francisco tenía refuerzos, pero si estaban cerca, al menos iban vestidos de un modo lo suficientemente apropiado como para mezclarse.
En los viejos tiempos, saber que la policía andaba cerca le habría sacado de sus casillas. En esos momentos tan sólo tenía la esperanza de que guardaran la distancia suficiente para no poder escuchar, y que se encontraran lo bastante cerca como para poder acudir antes de que desapareciera cualquier prueba valiosa. Por lo menos no tendrían que preocuparse por una pistola en particular. Primer punto para los tipos medio buenos.
Pedro apareció desde los establos, llevando un caballo zaino de polo. Durante largo rato no hizo otra cosa que observarlo acercarse. Las botas de cuero le llegaban hasta las rodillas para protegerle de los golpes de los mazos, y los pantalones blancos bajo el holgado polo verde hacían que estuviera… para comérselo. Incluso el casco verde con su ondulado cabello negro debajo resultaba atractivo. Y este tipo iba a marcharse a casa con ella.
—¿Qué te parece? —preguntó, sosteniendo el mazo con naturalidad por encima de su hombro derecho.
—Quiero que esta noche te pongas esto para acostarte —murmuró, apoyándose contra su delgado cuerpo para besarle.
Él rió entre dientes, aprovechando el momento mientras le daba unas palmaditas en el cuello al caballo para mirar hacia la concurrencia por encima del hombro de Paula.
—¿Algún indicio?
—Nada de Laura. ¿Qué me dices de Daniel?
—No. Está en mi equipo, así que una vez que estemos en el campo, haré lo que pueda para mantenerlo ocupado.
—¿Cómo se llama tu caballo? —preguntó, dándole una vacilante palmadita cerca del hombro o la paletilla o como quiera que se denominase.
—Middlebrook–on–Thames —respondió.
—¿Cómo?
—Tim, para abreviar. Tiene un linaje fastidiosamente largo.
—De ahí el estúpido nombre.
Pedro enarcó una ceja.
—Yo mismo tengo un linaje fastidiosamente largo.
—Ya lo sé, Pedro Alfonso Williams , vizconde Halford, marqués de Rawley.
El la besó de nuevo.
—Lo has entendido, Paula Chaves de Palm Beach.
Daniel y Laura salieron en aquel momento de los establos; Daniel con un caballo gris tras él y Laura con una cesta de picnic del brazo.
—¡Bingo! —dijo en voz baja.
Pedro no se volvió a mirar, algo que le honraba.
—Ten cuidado —murmuró, besándola en la frente—. Será mejor que vaya a calentar con Tim.
—Ten cuidado tú también —dijo, retrocediendo para verlo subirse con soltura a la silla.
—Estaré vigilando.
Con eso, Pedro y Middlebrook–on–Thames se fueron trotando hasta el campo, con el aplauso general de los espectadores. Paula se sobresaltó. Había olvidado que la gente los observaba. Una bandada de fotógrafos se aproximaron, y apenas reprimió el impulso de huir.
—¿Qué lleva puesto, señorita Chaves? —preguntó una de las mujeres.
«Un vestido» fue su primera respuesta, pero sabía lo que querían, y cuanto antes lo consiguieran, antes la dejarían en paz.
—Un vestido de Prada —respondió, quedándose inmóvil durante un minuto para que pudieran tomarle una fotografía. Maldición, qué vida tan extraña.
—El señor Alfonso y usted estuvieron esta mañana en los juzgados. ¿Ha fijado ya una fecha? —preguntó otro.
Paula parpadeó. Los juzgados y una fecha. «Una fecha.» ¡Dios Santo!
—No —barbotó, sabiendo que el rostro debía de habérsele puesto blanco—. Todavía intento descubrir cómo hace trampas al Intellect.
A juzgar por la risa general, debía de haber dicho lo correcto, y escapó tras un breve saludo con la cabeza.
Aquélla era una conversación que no iba a repetirle a Pedro. Jamás. La sola idea de…
El arbitro tocó el silbato, y los dos equipos se congregaron en el centro del campo. Lo mismo sucedía a su espalda, pero el partido era lo que captaba su atención. Durante un momento deseó no tener que hacer otra cosa que ver jugar a Pedro.
Pero eso era para alguien con una vida diferente a la suya.
Con un suspiro conectó la grabadora, luego fue a buscar una mesa con una vista decente y esperó a que Laura le llevara sus manzanas… igual que la malvada reina de Blanca Nieves. La única diferencia era que Paula no era tan tonta como para darles un mordisco.
—¿No resulta extraño, u oportuno, que Pedro y Daniel estén en el mismo equipo? —preguntó Laura, tomando asiento en la silla frente a la de Paula y dejando la cesta de picnic sobre la mesa delante de ella.
—Creo que ninguna de las dos cosas —respondió Paula, manteniendo la vista en los jugadores mientras corrían de nuevo hacia la portería del equipo rojo—. Pedro no forma parte de esto. Ese es el trato, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo. Vi tu aparición en los juzgados en las noticias de mediodía. Es una lástima que no pudieras fijar una fianza para el señor Barstone.
—No insistas, o tendré que aumentar mi comisión al treinta por ciento.
—No es probable.
Paula se volvió para mirar a Laura.
—Limítate a asegurarte de que Daniel y tú cumplís con vuestra parte del trato. ¿Me has traído unas pocas manzanas?
Laura levantó la tapa de la cesta de picnic y sacó una reluciente manzana roja.
—¿Estás segura de que puedes ocuparte de esto?
—Oh, sí.
—La próxima vez elige algo menos engorroso —comentó, entregándole a Paula la manzana.
Era pesada. Demasiado pesada para ser sólo una manzana.
Ocultando sin problemas su alivio tras años de práctica, Paula dejó la fruta sobre la mesa, al lado de su codo.
Muy bien, ya tenía pruebas del robo. Ahora necesitaba pruebas del asesinato. Hora de jugar su baza.
—¿Cómo vas a asegurarte de que Daniel no te mate igual que hizo con tu padre? La compañía irá a parar a ti, después de todo. ¿No es así?
Con una sonrisa, Laura se colocó la cesta de picnic en el regazo.
—Estamos muy unidos. Además, si aparece muerto otro Kunz, ni siquiera Daniel podrá librarse del arresto gracias a su encanto.
—Claro, eso tiene lógica para ti y para mí, pero yo no soy adicta a las drogas. Estás atrapada, ¿no? Quiero decir que o aceptas pagarle su adicción a la coca o empiezas a esquivar balas.
Paula divisó a Patricia saludando a Daniel con su pañuelo, y la respuesta del mazo de éste. ¡Figúrate! Patty jugaría a dos bandas hasta que uno de ellos volviera para morderle en el culo.
—Preferiría hablar sobre márgenes de beneficios —respondió Laura.
—Ésa es una charla demasiado tranquila para alguien con una cesta de rojos rubíes en el regazo.
—Si yo me deshago de objetos robados, entonces eres tú quien los recibe.
Vaya, sí que tenía confianza en sí misma. ¿Acaso a Laura le traía al fresco que su hermano hubiera matado a su padre? ¿O la despreocupación por Daniel se debía a que era ella misma quien había apretado el gatillo? Eso tenía mucho sentido, pero Paula necesitaba estar segura. Había llegado el momento de echar más leña al fuego.
—¿Sabes?, Walter conoce perfectamente cuánto vale un Giacometti —dijo pausadamente.
—Por eso lo robó.
—Salvo que él lo hubiera robado la misma noche en que desaparecieron los rubíes y los cuadros. No habría vuelto una semana después a por él.
—Ahora que lo pienso, en los documentos del seguro no figura ninguna estatua de Giacometti. Debía de pertenecerle a otro.
—Eso es poco convincente —alegó Paula, calentando la conversación. Le encantaban los rompecabezas, sobre todo justo antes de ser resueltos—. ¿Cuánta gente asistió al velatorio? Imagino que al menos cincuenta entraron en el antiguo despacho de tu padre y vieron la estatua allí.
¿Quieres probar de nuevo? Ah, espera, ahora es mi turno. —Paula se recostó en la silla, esperando parecer la viva imagen de fría seguridad, algo que no era, teniendo en cuenta la cantidad de suposiciones y saltos de fe que estaba a punto de realizar—. Fuiste tú quien mató a Charles porque él no quería prestar ayuda económica a Paradise.
¿Cuántos meses de retraso llevas en el pago del alquiler de la oficina? No es de extrañar que aceptases con tanta rapidez cuando llamó Pedro. Menos mal que no tenías otras citas que cancelar… Ah, no, que eso no es algo bueno, ¿verdad? Tu padre sabía que necesitabas dinero de forma apremiante. Por eso me llamó, para asegurarse de que no le hacías nada antes de que modificara el testamento y el fideicomiso. Pero no lo consiguió, ¿verdad? ¿Cuan poco halagüeño resultaría para la hija de uno de los ejecutivos de mayor éxito del país el fracasar en su propio negocio, mucho más con el precio de la propiedad por estos parajes?
—No puedes demostrar nada de eso —dijo Laura, el color de sus mejillas se tono más intenso.
Se estaba poniendo furiosa, justo lo que Paula esperaba conseguir.
—Claro que puedo. Tengo los rubíes.
Laura cambió de posición, llevando la mano al interior de la cesta.
—Devuélveme esa manzana —murmuró.
—No. Me gustan las manzanas.
Ambas manos se introdujeron en la cesta, seguidas por el característico sonido de una pistola al ser amartillada.
—Devuélveme la manzana.
«¡Joder! Pedro tenía razón. Había sido Laura.»
—Si utilizas eso, nadie va a creer que no mataste a tu padre. Sólo te queda Daniel como chivo expiatorio, Laura. No la cagues. Si te entregas ahora, puedes declarar que te entró el pánico y que intentabas deshacerte de los rubíes para ayudar a tu hermano. Es la única familia que te queda.
—Qué bonita historia.
—Eso creo. Podrías haber salido impune, si Daniel no hubiera decidido que no podía esperar a la liquidación del seguro y que necesitaba efectivo para su problemilla nasal —prosiguió—. Eso debió de cabrearte, perpetrar este gran robo y aun así tener que llevarte el único Gugenthal que no había sido denunciado como robado y hacer que Andres Pendleton lo vendiera en aquella tienda de antigüedades.
Todos esos artículos, y nadie que te ayudase a convertirlos en dinero contante y sonante.
Laura se levantó tranquilamente, cargándose la cesta en el codo y manteniendo la mano contraria hundida en sus profundidades.
—Oh, bravo, qué lista eres. Coge tu manzana y vamos a dar un paseo.
—Me parece bien. —Menos gente para ayudarla, pero no esperaba demasiado en ese aspecto. Al menos no era tan probable que los mirones recibieran un balazo si trasladaban el campo de batalla a otro lugar.
—¿Paula? —Ambas mujeres se volvieron cuando Patty se aproximó, bolso en el brazo y el desagrado reflejado en todo su rostro.
—En estos momentos, estoy algo ocupada, Patty.
—Necesito hablar contigo. —Patricia lanzó una mirada furibunda a Laura—. Ahora mismo.
—Entonces, acompáñanos —la interrumpió Laura.
—Oh, eso no es p…
El cañón de la pistola emergió de dentro de la cesta el tiempo suficiente para que Patty lo viera.
—Nos vamos de paseo —prosiguió Laura, sonriendo.
Patricia se puso pálida, pero se encaminó hacia los establos tal como Laura indicaba. Cómo no. Habría montones de lugares para esconderse… o para huir después de cometer un asesinato.
Enfrente de la carpa, Francisco se puso en pie, pero Paula meneó la cabeza de forma negativa. En esos momentos no podían permitirse una guerra de pistolas. Podía ver a Pedro al fondo del campo, la atención centrada en el partido en curso. Bien. No quería que resultara herido.
Las tres recorrieron la hilera de mesas y salieron de debajo de la carpa. Laura se quedó un poco atrás, mientas que Patty se apelotonaba junto a Paula. La ex seguramente planeaba utilizarla de escudo contra las balas.
—Sabía que relacionarme contigo era un error —susurró Patty con fiereza, con las mejillas cenicientas.
—Tú eras la coleguita de los hijos de Kunz. No me vengas con quejas.
Rodearon el primero de los establos, apartados de la vista de los jugadores de polo y su audiencia.
—Me alegro de que estés aquí, Patricia —comentó Laura—. Ahora puedo hacer que parezca que os matasteis la una a la otra.
Genial. Aquello era incluso inteligente. Paula podía imaginar la escena: Patricia salía con Daniel para conseguir acceso a la familia, luego introdujo a la ladrona para perpetrar un robo con homicidio, y después se volvió codiciosa con las ganancias y, tal vez, incluso con Pedro, y se dispararon la una a la otra.
—¿De verdad piensas que podríamos matarnos entre sí con la misma pistola? —preguntó. Cualquier cosa con tal de entretener, de arrojar una pega a los planes de Laura.
—Todo puede suceder durante el forcejeo.
Paula se apartó unos centímetros de Patricia, poniendo algo de espacio para moverse.
—Ni hablar. Yo le patearía el culo en una pelea. —Sin previo aviso, se dio rápidamente la vuelta, dejando que la gravedad deslizara su bolso del codo hasta la mano.
Impulsada por el movimiento, golpeó a Laura en un lado de la cabeza.
Laura se tambaleó, la cesta se le resbaló hacia el enfangado suelo. Pero logró sujetar la pistola.
—¡Agáchate! —gritó Paula, empujando a Patricia hacia un lado.
Inducida en gran parte por el instinto, Paula arremetió contra Laura, agarrando con la suya la mano en que ésta sujetaba la pistola y empujando hacia arriba. El arma se disparó, la bala le quemó el brazo al rozarla cuando se precipitó rumbo a cielo. Habiendo perdido el equilibrio, las dos cayeron al suelo Laura se sacudió hacia atrás, tratando de liberar la pistola, pero Paula se negó a soltarla.
Ambas rodaron. Durante un escalofriante segundo, Laura aplastó la cara de Paula en el barro. «¡Dios!» Luchando contra e pánico, dio un empellón con la mano libre, poniendo a Laura di espaldas. Sacudiéndose el barro de los ojos, Paula lanzó una patada, saliéndosele el zapato plano. Éste golpeó en el suelo, a su lado, con un ruido sordo, y le echó mano, sujetando a su oponente con el hombro y clavándole las rodillas en las caderas.
—¡Eh! —gritó, desplazando el tacón del zapato hacia la cara de Laura—. ¿Quieres que te meta esto en el ojo? ¡Suelta la pistola!
—¡Puta!
Paula golpeó a Laura en el hombro con el tacón, sabiendo que aquello le dolería.
—¡Suelta la pistola o la próxima vez te sacaré un ojo!
Otro peso aterrizó sobre sus brazos enredados, y a través del barro divisó a Castillo y a una cuadrilla de hombres, perfectamente armados, y que hasta ese momento habían pasado desapercibidos entre la multitud. La caballería. ¡Gracias a Dios!
—De acuerdo, Paula, tenemos la pistola —gruñó Castillo, levantando su cuerpo por la cintura.
—¡Coge las manzanas! —jadeó, apartándose tambaleante e intentando recuperar el equilibrio con un zapato de menos.
Lo único que le faltaba era que una recua de caballos se comiera las pruebas.
Laura se puso en pie sin demora y fue sujetada por un par de policías.
—Yo no he hecho nada —espetó—. ¡Ella me atacó!
—Mató a su padre —acertó a decir, retirando una gruesa capa de barro de su cara y brazos—. Está en…
Daniel Kunz corría directamente hacia ella, a toda velocidad, con el mazo levantado por encima de la cabeza.
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