Lunes, 8:13 a.m.
—Deja que me aclare —dijo Tomas, cerrando de golpe un libro de leyes y sin hacer esfuerzo alguno por ocultar su enfado—. ¿Ahora no quieres que Walter Barstone salga de la cárcel?
Después de la discusión que habían mantenido Tomas y él por ese mismo tema,Pedro decidió dejar que Paula se encargara de hablar. Tomó asiento en uno de los cómodos sillones de oficina para clientes y se cruzó de brazos.
—Correcto —dijo, deseando obviamente pelear y dispuesta a hacerlo con Tomas.
Pedro podía comprenderlo; Stoney era su familia, y para garantizarle a Laura que la policía tenía otro sospechoso aparte de su hermano, el plan implicaba dejar su rescate pendiente. Habían discutido las alternativas durante gran parte de la tarde anterior, y fueran cuales fuesen sus sentimientos personales hacia Walter, había realizado un sincero esfuerzo para dar con un modo de sortear aquello por el bien de Paula. Finalmente había sido ella quien hablara y admitiera que Sanchez debía seguir en la cárcel.
—Mierda. —El abogado se volvió contra Pedro—. ¿Tú estás de acuerdo con esto?
—Es decisión de Paula —respondió, manteniendo un tono de voz sereno. Uno de ellos debía mantener la calma.
—¿Después de todas las llamadas que he hecho y de todos los favores que he pedido, ahora no vais a hacer nada?
—Eso es lo que he dicho —replicó Paula.
Se escuchó una llamada en la puerta más próxima del despacho, y Bill Rhodes asomó la cabeza.
—Siento llegar tarde. Estaba reuniendo algo más de información. Repasémoslo todo; tenemos que estar en el tribunal en menos de una hora.
—No vamos a acudir al tribunal —espetó Tomas, disponiéndose a levantarse y dejándose caer de nuevo en el sillón.
Rhodes terminó de entrar y cerró la puerta a sus espaldas.
—¿Qué?
—Adelante, Chaves, cuéntaselo.
—No es culpa suya, Tomas —medió finalmente Pedro—. Soy yo quien te pidió que llevaras el seguimiento de esto.
—Es cierto, fuiste tú. Viniste a mi casa y me ordenaste que sacara a este tipo de la cárcel.
Paula se giró en la silla y le miró. Pedro le sostuvo la mirada, pero no dijo nada. Si lo había hecho, había sido por ella, pero en aquel momento carecía de importancia… y ambos lo sabían.
—Os dais cuenta de que es probable que pueda ponerle de nuevo en la calle con una fianza mínima —prosiguió Rhodes, apoyando la nalga en el borde del aparador de Tomas—. Su último arresto fue hace veinte años, y lleva tres residiendo en Florida.
—Sé todo eso —respondió Paula, la irritación y la impaciencia reflejándose en su voz.
—Entonces, ¿qué… ?
—Simplemente, no hagáis nada, ¿de acuerdo? —barbotó—. Tiene un abogado de oficio, ¿no?
—Sí, pero yo no confiaría en que un abogado defensor sobrecargado de trabajo sea capaz de…
—No pasa nada. Dejad que sea su abogado quien se preocupe por ello.
Ambos letrados se volvieron hacia Pedro.
—No lo comprendo, Pedro—dijo Rhodes.
—Es complicado. Todavía podría necesitar tu ayuda, pero no hoy.
—Y si arrestan a otro por lo que dicen que hizo él —interrumpió Paula—, saldrá libre igualmente.
—Pero no hoy.
—No, hoy no —repitió Paula, levantando la voz—. Esa es la intención. Maldita sea, se supone que debéis ser avispados. ¡Limitaos a no aparecer por el tribunal! ¡Eso es todo! Punto final.
Con un gruñido Pau pasó por delante de todos ellos y salió dando un portazo. Pedro también se puso en pie.
—Lo siento, caballeros, pero así es como tiene que ser. Os lo explicaré dentro de un día o dos.
—Más te vale, Pedro. —Gonzales estrelló el puño contra el escritorio una vez más—. Solía ser capaz de descifrar lo que pensabas. No siempre estaba de acuerdo con ello, pero al menos tenía cierta lógica.
—También lo tiene esto. Confía en mí.
Cuando alcanzó a Paula, ella ya estaba sentada en el SLR, en el aparcamiento. Se montó en el asiento del conductor y no le preguntó cómo había conseguido abrir el coche de tecnología punta sin disparar la alarma. No después de en lo que había tomado parte el día anterior. Se quedaron sentados durante un rato mientras él le daba tiempo para explotar si sentía la necesidad. En cambio, Pau metió los pies debajo del trasero y miró por la ventana.
Pedro puso finalmente el coche en marcha.
—¿Adonde vamos?
—Al juzgado —dijo, sin moverse.
Aquello le pilló por sorpresa.
—¿Estás segura?
—Cuando no aparezca nadie para sacarle de la cárcel, quiero que al menos vea mi cara.
Una lágrima rodó por esa misma cara, y Paula se la limpió con impaciencia. La profunda furia que había hervido dentro de Pedro desde que se percató de que alguien intentaba hacerle daño a Paula se acercó a la superficie. Puede que hubieran dejado la pistola fuera de juego, pero existían otros modos de herirla… y Laura o Daniel habían encontrado una buena forma de hacerlo.
—Él lo comprenderá, lo sabes. Cuando te vea, entenderá que tienes un plan. Todo saldrá bien.
—Después de que prácticamente prometí irrumpir allí y sacarle por la fuerza. —Dejó escapar una bocanada de aire—. Vamos.
Ni siquiera sabía dónde se encontraba el juzgado, y tuvo que acceder al sistema GPS del SLR para dar con él en Delray Beach. El aparcamiento estaba completo, pero se las arregló para encontrar un hueco en la acera a manzana y media del edificio principal.
—No es necesario que entres —dijo cuando las puertas se abrieron y salió del coche.
—Sí, lo es —le ofreció la mano.
Paula la agarró con fuerza, y ambos subieron la calle hasta las puertas de entrada. Aquello tenía que ser tan duro para ella como entrar en una comisaría de policía por primera vez; había mencionado que no se había atrevido a acercarse al juzgado durante el proceso de su padre, por si acaso alguien que testificara contra él la reconocía. Ese día no corría tal peligro, pero la alta seguridad y la policía armada por todas partes tampoco harían de aquello una excursión.
Tomas le había proporcionado el número de la sala, y preguntó en el mostrador de información dónde podían encontrarla.
—Tercer piso —farfulló Paula mientras se dirigían hacia las escaleras—. Demasiado alto para trepar.
—No habrá ninguna escalada en mi presencia.
Un resplandor destelló en sus ojos, y Pedro se sobresaltó. ¡Jodidamente espléndido! Por supuesto que habría reporteros asignados a merodear por el juzgado. Y, naturalmente, estarían interesados en ver qué podría estar haciendo Pedro Alfonso allí.
—Mierda —susurró Paula—. Como si necesitara esto, además.
—Ignóralos.
—¿Por qué está aquí, señor Alfonso? —dijo un reportero, asaltándoles. El resto de la manada le siguió de inmediato.
—Sin comentarios —respondió, manteniéndola cerca mientras continuaban por el pasillo—. Discúlpenme.
—Pero…
Pedro aminoró el paso, clavando una furibunda mirada en el periodista.
—Sin comentarios.
La prensa retrocedió. Les observó tomar nota de la sala a la que se dirigían Paulaa y él y luego correr escaleras abajo para confirmar quién estaba en el sumario de causas pendientes de esa mañana. Una cosa era segura: a Tomas no iba a gustarle aquello.
Pau hundió los hombros tan pronto cruzaron las puertas del tribunal.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Pedro.
—Quiero saber cuál de los Kunz le tendió la trampa —masculló, sentándose en el banco del fondo de la sala—. Quienquiera que lo hizo, va a lamentarlo enormemente. Y veré la expresión de sus ojos cuando los pillen.
La visión del alto hombre de cabeza rapada, ataviado con un uniforme de color naranja, era probablemente lo peor que Paula había presenciado en su vida. O eso pensaba ella, hasta que vio la expresión de sus ojos cuando la divisó.
—Ay, madre —susurró, hundiéndose un poco más en el banco.
—Lo captará —insistió Pedro, aunque incluso él comenzaba a parecer inseguro. Y se suponía que debía ser él quien hiciera las veces de animador.
Cuando el alguacil pronunció en voz alta el número de caso, el abogado defensor asignado cruzó la baja puerta giratoria.
Sanchez lo miró, luego se dio la vuelta para dirigir de nuevo la mirada a Pau. Hundió ambas cejas, para preguntarle claramente qué demonios estaba pasando.
«Lo siento», dijo sin pronunciar palabra. Cualquier otra cosa más consistente tendría que esperar hasta después del partido de polo y lo que de ahí surgiera.
Pedro le tomó la mano, los dedos entrelazados con los de ella. Paula estaba acostumbrada a valerse por sí misma, a tomar sus propias decisiones y a enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Pero, probablemente por primera vez, se le pasó por la cabeza que no hubiera sido capaz de hacer aquello sin apoyo.
El fiscal leyó la lista de cargos, y ella hizo una mueca de dolor. Robo; posesión de propiedad robada; allanamiento de morada, seguido de un posible cargo por homicidio.
—Dios mío —susurró.
—Sabías que sería así —respondió Pedro también en voz baja—. Tranquila.
Su abogado defensor dijo entonces que Walter se declaraba inocente, y se percató de lo mismo que Bill Rhodes, que Sanchez había mantenido un informe policial limpio durante los últimos veinte años, que era un residente establecido de Palm Beach.
Sin apenas pausa para que el fiscal refutara aquellos puntos, el juez denegó la fianza y ordenó que Sanchez permaneciera bajo custodia. Sanchez le lanzó una última mirada furiosa por encima del hombro y desapareció en las entrañas del juzgado.
Aquella mirada en realidad le consoló un poco. Al menos él sabía que no le había abandonado. Por lo demás, si no lograba terminar con los Kunz, sería culpa suya lo que le pasara después.
—Eso apesta.
—Sí, pero has cumplido con tu parte, y ahora le toca a Laura.
—Sí, le toca. Y más vale que cumpla. —Se puso en pie, deseando de pronto salir del sólido y lúgubre edificio—. Vamos a desayunar. Y será mejor que después hablemos con Castillo.
Fueron a por el coche y Pau dejó que él eligiera sitio para desayunar. Para su sorpresa Pedro se detuvo frente a John G's en South Ocean Boulevard.
—Me tomas el pelo —dijo.
—¿Qué? ¿Es que no puedo conocer un buen sitio para desayunar?
—¿Has comido aquí antes?
Él asintió, acompañándola hasta la puerta de entrada.
—Varias veces.
—Pero yo sí que he comido aquí. Su tostada francesa de canela y nueces es de lo mejor.
—Sí, lo es.
La camarera los sentó junto a la ventana y dejó que echaran un vistazo al menú. A Pedro parecía divertirle que estuviera sorprendida; obviamente no lo pillaba.
—¿Y qué pasa si hemos comido aquí al mismo tiempo? —preguntó al fin.
—No es así. ¿Has probado el cruasán relleno?
—Sí, ¿y cómo sabes que no hemos comido aquí al mismo tiempo?
Él sonrió.
—Porque me habría fijado en ti.
Paula no pudo evitar devolverle una amplia sonrisa.
—Qué gentil eres.
—No lo olvides. —Levantó la mirada cuando la camarera les llevó café—. Gracias, y una Coca Cola Light para la dama, si es tan amable.
—Oh, y que galante, además.
Ignoraba cómo se las arreglaba Pedro, pero de pronto el día no parecía tan gris. Dios, estaba sonriendo. Por un instante Paula se preguntó de nuevo en qué demonios estaba pensando Patricia para joder las cosas de ese modo con él.
—¿Qué? —preguntó, y Paula se dio cuenta de que se le había quedado mirando.
Paula salió de sus cavilaciones.
—Cuéntame cómo es un partido de polo típico. Y háblame también sobre el trazado del campo. Quiero saber dónde voy a meterme esta tarde.
—Bueno, es un evento benéfico que dura un día, así que no estaremos en un estadio. Será un campo con sombrillas y mesas a un lado, y una carpa o dos para los refrescos y algunos asientos más.
—¿Habrá periodistas?
—A montones. Aparte de mí, Trump aparece en ocasiones, y un puñado de otras celebridades, la mayoría de las cuales sólo están aquí durante la temporada.
Otra idea le vino de pronto a la cabeza.
—En el club Everglades me prometiste que habría algunas ex novias y apareció Patty. ¿Y bien? ¿Cuántas de esas actrices y modelos que has dejado esparcidas a tu paso estarán por allí?
Pedro apretó la mandíbula nerviosamente.
—Es posible que algunas. No pueden resistirse a verme con mi uniforme de polo. Pero ¿cuántas ex novias debe uno tener antes de que pueda decirse que están esparcidas?
—El número exacto que tú tienes —replicó. Había visto fotos suyas con ellas, en Internet, en cualquier periodicucho nacional e incluso en las revistas de más renombre. Y sabía que tan sólo había habido tal vez media docena, aunque debido al seguimiento intensivo, la cifra parecía mucho más alta de lo que era.
—No te preocupes, cariño. No prestaré atención a nadie que no seas tú, que estarás ocupada atrapando ladrones y asesinos y desparramándolos a tu paso.
—Claro, ¡y que no se te olvide!
***
—Así que habéis hecho todos estos planes sin decírmelo.
Francisco se paseaba de un lado a otro de la pequeña sala de interrogatorios de la policía mientras los fulminaba con la mirada.
Personalmente, Pedro pensaba que el detective debía ser algo más indulgente. Aquél era seguramente el lugar que más detestaba Paula en este mundo y, sin embargo, había entrado en la sala de forma voluntaria, y daba la sensación de ser uno de esos detectives de Ley y orden, allí de pie, con las manos apoyadas sobre el respaldo de una de las sillas metálicas.
—Estabas al tanto del plan general. Ahora te estoy poniendo al tanto de los detalles —dijo con aspereza.
—Podrías habérmelos contado antes de transmitírselos a los Kunz. O puede que ayer.
—Nos tomamos ese día de descanso —replicó Paula.
—O podría haberse evitado el contártelos —apuntó Pedro, ignorando que la idea que Paula tenía de descansar era allanar una mansión—. La cuestión es que estamos aquí. ¿Cuál es el siguiente paso?
—Un micrófono —dijeron los otros dos al unísono.
Aquello resultaba un tanto aterrador.
—No estoy demasiado familiarizado con las leyes criminales americanas, pero ¿no debéis contar con una orden judicial o algo por el estilo?
Francisco se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel doblada.
—No. Lo único que se necesita es el permiso del capitán. Y tal y como habéis dicho, conocía el plan general. Supuse que podría requerir algo así.
—Allá vamos —apostilló Paula, tomando el papel y leyéndolo—. Salvo por un problema.
—¿Y de qué se trata? —preguntó Castillo, apoyándose contra un falso espejo.
—Tu petición no hace referencia a lo útil que he sido para la investigación, y sobre cómo el Departamento de Policía me eximirá de toda responsabilidad por cualquier declaración que pueda realizar mientras agarro a alguien por las pelotas. —Soltó el papel y éste descendió ligeramente hasta la mesa.
—Pensé en solicitarlo, pero aunque me hayas ayudado con anterioridad, no eres demasiado popular por aquí. Mucho menos cuando tu socio ya está en prisión por este mismo caso.
Pedro miró a Paula, preocupado de pronto. Si la presionaban, ¿escogería la libertad de Walter por encima de la suya? Se culpaba a sí misma de su arresto y, desde hacía una hora, por no sacarle bajo fianza. No permitiría que Paula fuera a prisión por esto… por nada.
Paula frunció los labios, bajando la vista al papel durante un largo momento.
—Pues quiero algo que pueda encender y apagar.
Castillo meneó la cabeza de forma negativa.
—Eso significaría llevar una grabadora. No obtendría sonido en directo, así que no sabría cuándo entrar y efectuar el arresto… y no sabría cuándo tendrías la prueba que necesito para cerrar el caso. Además, cualquier abogado defensor podría decir que manipulamos la prueba, y tendría razón.
—Entonces, no puedo llevar micrófono.
—No se trata de librar a tu colega de un problema,Paula. Se trata de atrapar a unos ladrones y asesinos. Es una grata coincidencia que hacerlo sirva de ayuda a tu amigo.
—Eso lo comprendo —respondió—. Confía en mí.
Pensaremos en alguna clave, y lo sabrás. No puedo ayudar a Sanchez a menos que consigas tus pruebas. Y puedo ejecutar el plan, pero no llevando micrófono, a menos que tenga ciertas garantías.
Francisco la miró airadamente mientras le miraba directamente a los ojos. Aun sabiendo lo que había en juego, Pedro encontró interesante el conflicto. Paula tenía sin duda un don para atraer a fuertes personalidades.
—Lo más que puedo decir es que haré todo cuanto esté en mi mano —dijo el detective finalmente.
—Eso no basta —terminó por mediar Pedro.
—Puedes llevar una grabadora, pero tiene que estar encendida. Si conseguimos pruebas suficientes sin utilizar la cinta, me encargaré personalmente de que ésta desaparezca por completo.
Pedro lanzó una mirada a Paula. Ella se irguió con la cabeza gacha, imagen viva de la profunda y seria reflexión.
Alzó finalmente la vista y le miró, asintiendo.
—El plan modificado es —dijo Pedro pausadamente—, que una vez que esto termine, yo seré quien se quede con la cinta. Mi abogado la revisará y luego se la entregaremos.
—No me gusta. —El detective cruzó los brazos a la altura del pecho.
—¿Crees que a mí sí? —repuso Paula—. Como si yo quisiera que Tomas Gonzales decidiera si voy a tener problemas o no.
—Mierda. Quiero la cinta intacta. Sin importar lo que en ella se diga.
—Tendrás la cinta —repitió Paula, sólo la presión de sus dedos sobre el respaldo de la silla avisó a Pedro de lo poco que le gustaba aquel plan.
Francisco dejó escapar una bocanada de aire.
—De acuerdo. Si la cagas, tendrás que contratarme, porque no tendré un puto empleo.
—Hecho —dijo Paula, tendiéndole la mano.
El detective se la estrechó.
—No me falles, Paula.
—Te añadiré a la lista de personas a las que hoy no puedo fallar —respondió, lanzándole una mirada a Pedro.
No podría fallarle aunque quisiera, pero eso no era lo que quería, o necesitaba, escuchar en esos momentos. Había llegado el momento de bravuconerías, y ambos lo sabían.
—Alégrate de no tener que montar a caballo.
—O de tener que golpear esa pelota con el palo. Lo sé, me libro muy fácilmente. —Paula hizo girar la silla y tomó asiento—. Muy bien, planifiquemos los detalles.
buenísimo,seguí subiendo!!!
ResponderEliminar