Miércoles, 7:18 a.m.
Pedro Alfonso se despertó antes que Paula. Habitualmente lo hacía. La mayoría de la gente que afirmaba ser un ave nocturna no tenía ni idea de lo que decían. Pau vivía de noche y, salvo algunas excepciones, detestaba levantarse temprano.
Sus hábitos de sueño eran un buen recordatorio sobre las diferencias existentes entre ellos. Las necesidades de dirigir un conglomerado internacional le obligaban a levantarse temprano y quedarse despierto hasta horas tardías. Por el contrario, hasta hacía tres meses, Paula había desempeñado la mayor parte de su trabajo de noche. Robos de guante blanco, hurtos, atracos de arte y joyas, cosas que sabía a grandes rasgos, pero de las que probablemente nunca conocería los detalles… salvo los de su último trabajo. Aquél había sido memorable. Y si ella no hubiera estado en su casa de Palm Beach, tratando de robar una inestimable tablilla de piedra, seguramente él habría muerto en la explosión que, literalmente, les había arrojado juntos.
Le había salvado la vida esa noche, y desde entonces salvar la de ella se había convertido en su meta.
Pedro se inclinó para besar suavemente a Paula en la mejilla, acto seguido bajó de su cama estilo Jorge II y se escabulló en la enorme habitación privada adyacente. En cuanto hubo terminado la llamada con Nueva York relativa a la investigación que había ordenado sobre los aranceles chinos, llamó a la cocina para pedir que le preparasen el té y se fue a la ducha. Tenía un cardenal en una de las caderas debido al desplome de la butaca la noche anterior, pero por lo que a él respectaba, el sexo había merecido el estropicio.
Paula le había dado un susto de muerte cuando la vio entrar por la cristalera de la biblioteca. Si no hubiera pasado tres horas al volante para llegar a casa, si no hubiera dado la casualidad de que iniciara su búsqueda por la biblioteca, se hubiera perdido su llegada.
Y gracias a Dios que no había sido así; al parecer el único modo de convencerla de que no debería volver a su antigua, y muy lucrativa, vida criminal era ir un paso por delante de ella.
Conocedor del típico clima de enero en Devonshire, se puso un grueso jersey de cuello vuelto y unos vaqueros antes de salir de la residencia del piso superior en el ala norte de Rawley House y bajó a su despacho. El té le aguardaba cuando se sentó a su escritorio, y sostuvo la caliente taza en las manos durante un dichoso momento antes de tomar un sorbo e iniciar la sesión en su ordenador.
Llamó a sus oficinas de Londres después de las ocho para solicitar el último informe y las actualizaciones de la compañía de suministros de fontanería que estaba en pleno proceso de adquisición. Ventiló todas las citas del día para así no tener que conducir de nuevo a la ciudad hasta el día siguiente y encomendó a su asistente, Sara, que concertase una reunión con el secretario de Comercio para después del fin de semana. Terminado aquello, se acomodó para revisar las cifras de cierre del mercado bursátil americano, bebiéndose el té al tiempo que navegaba.
Veinte minutos después se puso en pie, se desperezó y fue hasta el helado pasillo. Había equipado un despacho junto al suyo para Paula en lo que históricamente habían sido las dependencias del administrador de la propiedad. Titubeó antes de poner la mano en el pomo de la puerta. A pesar de su variopinto pasado, Pau había sido honesta con él desde un principio, y si ella decía que había decidido montar una pequeña empresa de seguridad, entonces eso era lo que hacía. Sin embargo, el problema era doble: uno, una pequeña empresa parecía más una afición que un cambio permanente de carrera; y dos, si su reacción a la entrevista con John Harding era indicativa, al parecer recomendar sistemas de alarma no le proporcionaba el subidón suficiente para satisfacer a una adicta a la adrenalina.
Pedro frunció el ceño.
—Alguien dijo que no deberías fruncir el ceño, porque tu cara podría congelarse en esa postura —llegó la voz de Paula a unos pasos de distancia.
El apenas evitó dar un brinco sobresaltado.
—No es más que un rumor —replicó, volviéndose de cara a ella—, perpetrado por los vendedores de cosméticos.
Verla le privó de aliento, como sucedía casi cada vez que le ponía los ojos encima. Su mejor amiga; su ladrona; su amante; su obsesión; lo que significaba para él cambiaba y evolucionaba con cada latido de su corazón. Sus rasgos —ojos verdes, pelo caoba hasta los hombros, delgada, figura atlética— le enloquecían tanto como el conjunto de su persona.
—Se me ocurrió que podría echarte una mano con tu propuesta para John Harding —improvisó, siguiéndola adentro.
—No estoy segura de querer hacerle una propuesta a Harding —dijo, encendiendo las luces—. Te dije que prefería centrarme en iniciar algo razonable en Florida antes de abrir un megaconglomerado internacional. Nunca antes he dirigido un negocio. —Paula le ofreció una fugaz sonrisa—. No que fuera legal, en todo caso.
Por supuesto que prefería trabajar en Florida. Era ahí donde se habían conocido, y donde había comenzado a echar unas débiles raíces. Tomándola de los dedos, la acercó para darle un beso.
—No existe la palabra «megaconglomerado». Harding es un vecino, y necesito quedarme en Inglaterra por lo menos otra quincena.
—Nada de «quincena». Dos semanas. Y lo comprendo. Me estás diciendo que me mantenga ocupada mientras trabajas —comentó, zafándose de él—. Qué tontería. Tengo asuntos propios, y no tienen nada que ver contigo, colega. Joder, ahora dirás que decidiste convertir todo el ala sur de tu casa en una galería de arte pública porque yo dije que me gustaba el arte y porque no quieres que me aburra.
«Aquello sólo había sido parte de los motivos.»
—A mí también me gusta el arte. Según recuerdo, trataste de robar algunas piezas.
—Sólo una. —Le miró con una expresión especulativa en sus verdes ojos.
Era el momento de pasar a la ofensiva antes de que ella lo descubriera todo.
—Estoy montando una galería pública porque quiero. Te pedí ayuda porque has trabajado en museos, tienes buen ojo para la estética y no tengo que pagarte. Y, además, resulta que sabes un poco sobre mantener mi propiedad a salvo. Además, tienes un bonito culo.
—Mmmm. No cabe duda de que tú también tienes buen ojo para la belleza, inglés. —Le tomó de nuevo la mano—. Ahora deja de darme la lata con lo de comenzar mi negocio y sigue mi bonito culo al ala de la galería. Quiero conocer tu opinión sobre la iluminación que estamos instalando para el pasillo de las esculturas.
—Ah. —Aquella era Paula y sus malabarismos; confrontar y esquivar. Pero si quería cambiar el tema de los negocios por el de la exposición de arte, al menos ponía fin a la discusión por el momento—. ¿Y cuánto va a costarme dicha iluminación? —preguntó, siguiéndole el juego.
Su veloz sonrisa reapareció.
—No querrás que tu Rodin deslumbre con una iluminación guarrindonga, ¿no?
—Es demasiado temprano para que sigas inventado palabras, amor —respondió, complacido al apreciar un sincero entusiasmo en su voz—. Y, tenía intención de preguntártelo antes, si alguien puede entrar en Rawley Park con la facilidad con la que tú lo hiciste anoche, ¿por qué traer aquí a mi Rodin?
—El que yo pueda entrar no significa que otros puedan. Además, era una prueba. La idea es continuar mejorando la seguridad hasta que ya no pueda entrar.
—¿Es así como vas a comprobar todas tus operaciones de seguridad?
—Aún no lo sé. Pero podría ser divertido. Hay compañías que contratan a gente como yo con el solo propósito de poner a prueba su seguridad.
«¡Estupendo!»
—¿Hiciste las llamadas que te sugerí para tener una idea de lo que debes cobrar por tus servicios?
Paula suspiró.
—Pedro, deja de meterte en asuntos ajenos. Vete a ganar tus millones, y yo me ocuparé de mis cosas.
Pedro quería seguir presionando, en gran medida porque a ella le sería más difícil meter sus cosas en una mochila y desaparecer para volver a su vida anterior una vez que tuviera un negocio consolidado. Pero también reconocía la expresión de su rostro. Pau era una persona que odiaba tanto como él ser manipulada, y la había estado presionando insistentemente.
—Muy justo. ¿Podríamos, al menos, desayunar antes de que me enfrente a la galería? —Francamente, le gustaba la idea de crear una galería pública, un lugar para mostrar sus obras de arte y antigüedades de incalculable valor y alentar su estudio y conservación. Lo que le resultaba molesto era la cuadrilla de obreros que invadían su privacidad y le llamaban «milord». Democrático o no, sus compatriotas británicos eran incapaces de ignorar un polvoriento y desfasado título heredado como el marquesado de Rawley.
Benditos fueran los estadounidenses, y en particular aquella que en esos momentos caminaba a su lado.
—De acuerdo. El desayuno primero. Sólo recuerda que aunque la galería sea un favor, me pagas por encargarme de la seguridad.
—Lo recuerdo. Pero tú ten presente que este favor me cuesta una pequeña fortuna.
Ella se rió por lo bajo, y sus hombros se combaron.
—Sí, pero tendrá un aspecto fabuloso cuando hayamos acabado. Puede que incluso ganes un premio.
—Pero qué suerte tengo. ¿Por qué no entraste a través del desbarajuste de la obra?
—Porque es ahí donde tengo instalada la mayor parte de la seguridad en activo. Y, además, sería hacer trampa.
Su chef residente, Jean–Pierre Montagne, había preparado crepés americanos para desayunar. Por lo que Pedro sabía, el maestro culinario jamás se había rebajado a tal cosa antes de la llegada de Pau, pero ella parecía ser tan persuasiva y encantadora con su servicio de Devonshire como lo era con sus empleados de Palm Beach. Y daba la casualidad que los crepés eran su comida favorita.
Después de comer Paula le condujo a lo que habían comenzado a denominar como el ala de la galería. Algún tiempo atrás había renunciado a intentar descubrir por qué a Pau no le suponía ningún problema robar lo que fuera y a quien fuera pero se negaba a robar museos o colecciones públicas… y, de hecho, prácticamente los adoraba. Algún tipo de esnobismo, supuso. Y en lo que a Pau concernía, aquello guardaba una extraña y entrañable lógica.
—Amplié esta alcoba de aquí —dijo, señalando en el plano que había tomado prestado al jefe de la cuadrilla—, porque sería un magnífico lugar para tu Van Gogh azul. Hay que contemplarlo de lejos para comprender el tema de la soledad y no perderte en los detalles de la ajetreada vida nocturna.
—Me sigue sorprendiendo lo bien que interpretas los planos —dijo, mirando fijamente su perfil.
Ella se encogió de hombros.
—Prácticamente aprendí a leer mirando planos. Además, acuérdate de que tengo una memoria casi fotográfica. —Pau se dio un golpecito en el cráneo.
Aquello tenía más que ver con el talento innato y la destreza que con la memoria, pero no quería inflar su ego más de lo necesario.
—Tu memoria no explica cómo sabes que poseo un Van Gogh azul —dijo en cambio—. Está cedido en préstamo al Louvre.
—Estoy subscrita a tu boletín mensual de admiradoras —respondió con voz fría, y sólo la alteración final indicaba que creía estar siendo graciosa—. No son más que 12,95 dólares al año.
—Y haces que te lo envíen aquí, ¿no? —preguntó con sequedad—. Ya que eso sería la monda. Sí, Pedro Alfonso se subscribe al boletín de su propio club de admiradores.
—Yo lo haría si tuviera un boletín. Pero no, lo envían a casa de Sanchez en Palm Beach y él me lo manda a mí.
—Maravilloso. Tu perista recibe mi boletín de noticias.
—Ex perista. Él también se ha retirado, ¿recuerdas?
Pedro se colocó detrás de ella, rodeó su cintura con los brazos y se inclinó para darle un beso en la nuca.
—¿Cómo iba a olvidarlo? ¿Y cómo está Walter?
—Como si eso te importara.
—Oye, a ti te importa, así que a mí también.
Ella se encogió de hombros contra su pecho.
—De acuerdo. Estoy esperando su llamada. Está… investigando una cosa para mí.
—¿Algo legal? —preguntó, manteniendo un tono divertido.
Walter Sanchez Barstone era como un padre juerguista para una Paula alcohólica reformada. La adicción en este caso era el robo en vez del licor. Y no, no le gustaba Walter. Sanchez era lo más parecido a una familia que Pau tenía, y era una condenadamente mala influencia para ella. Pedro apostaría cinco peniques a que el hombre se vio comprometido a retirarse, dijera lo que dijese. Un profesional de la reubicación de adquisiciones, como se denominaba el propio perista, no dejaba una carrera sumamente lucrativa por un capricho. Y mucho menos por el capricho de otra persona.
—Como si fuera a decírtelo si no fuera legal.
—Pau…
El teléfono sujeto a su cinturón emitió la melodía Raindrops Keep Falling on My Head, de la película Dos hombres y un destino. El solo hecho de que Pau tuviera un teléfono móvil con un número fácil de rastrear, tanto si había sido él quien la convenciera como si no, decía mucho sobre sus intenciones de unirse al mundo de la legalidad.
—Hablando del rey de Roma —farfulló, retirándolo del enganche y abriendo la solapa—. Hola.
Así que había elegido el tema de una película de ladrones para Walter. Pedro se preguntó qué melodía había escogido para sus llamadas. Ella escuchó un momento en silencio, luego, tras lanzarle una mirada, se alejó por la galería. Pedro podía escucharla hablando animadamente sobre algo, pero obviamente se suponía que él no debía saber de qué se trataba. Aquello no le hacía la menor gracia… y ella también lo sabía, maldición.
Respiró hondo y tornó de nuevo su atención a los planos.
Para tratarse de alguien que, por lo general, contemplaba un edificio con las miras puestas en perpetrar un allanamiento, sus planes para el ala de la galería eran asombrosos: sencillos, elegantes y diseñados para que las obras se vieran tal y como el artista hubiera imaginado.
Aquello entibió su corazón, y por la más extraña de las razones; Pau disfrutaba haciendo eso, y él había sido capaz de darle la oportunidad.
Se volvió nuevamente hacia Pau al oír el sonido del teléfono al cerrarse.
—Reitero la pregunta, ¿qué tal está Walter?
—Está bien —respondió, sonriendo—. Recibió el último boletín. Al parecer has convertido tu aventurilla con la tal Chaves en algo más prolongado y, de hecho, las has invitado a mudarse a tu enorme y muy privada propiedad de Devonshire, Inglaterra.
—Mmm. Rumores, ya lo sabes. Uno no puede fiarse de ellos.
—Cierto. Estoy impaciente por echarle un vistazo a tu foro. Apuesto a que las chicas comienzan a ponerme verde otra vez.
—¿De qué demonios hablas?
—Te lo he dicho, tienes una página web, administrada por «Las chicas de Pedro». No les gusta que salgas con nadie.
—Pensé que se alegrarían por mí —dijo sin concederle importancia, sabiendo que ella sólo seguía tales cosas porque le divertían y a él le molestaban—. Así que, ¿es el único motivo de que Walter llamara?
Vio el mero segundo de duda antes de que se uniera de nuevo a él junto a la mesa de dibujo.
—No. Ha encontrado un lugar con un buen potencial.
—¿Para vuestras oficinas?
—Quizá. Quiere que vuelva a Palm Beach para echarle un vistazo.
El asintió, ocultando su frustración. Por mucho que deseara que ella quisiera quedarse en Inglaterra con él, había sido consciente de que el tema de Palm Beach acabaría surgiendo.
—Dame una semana y le echaré un vistazo contigo.
Paula se aclaró la garganta.
—Por lo visto es una propiedad muy codiciada.
—Que Walter les diga que estoy interesado. Esperarán.
El ceño entre sus bonitas cejas se hizo más marcado.
—No eres tú quien está interesado, si no yo.
—Es lo mismo. Venga, vamos…
—No es lo mismo, Pedro. Por última vez, esto es asunto mío, ¿de acuerdo?
—Ya lo sé —respondió, preguntándose si estaba enfrentándose a su vertiente independiente, que fue lo primero que le atrajo de ella, o a su lado más terco, igualmente desarrollado que el anterior, y que en ocasiones le cabreaba soberanamente—. Aunque alguien tan emprendedor como tú podría tener en cuenta que me gano la vida montando compañías y haciéndolas rentables… y que tengo mucho éxito en ello. Además, no tengo objeciones a que utilices mi experiencia o mis recursos.
Paula entrecerró los ojos.
—¿No tienes objeción? —repitió.
«Oh, oh.»
—Me alegra ofrecerte mi ayuda —se corrigió, maldiciéndose para sus adentros. Pau no era una profesional de la compra apalancada con financiación ajena y no era una empleada—. Me gustaría ayudar —probó de nuevo.
—No creo que me estés ofreciendo ayuda —dijo con rigidez—. Lo que quieres es hacerlo tú. Montar una firma internacional de seguridad, reclutar a los clientes que consideras que harían que el negocio resultara rentable y con las mínimas molestias. Pero no voy a abrir una oficina satélite de Alfonso. Es mi idea, mi proyecto, mi oportunidad. Tengo que hacerlo yo. Por mí misma.
—A excepción de Walter, quieres decir. El consigue que le incluyas. Se trata de un despacho, no de un Picasso que quieres robar y colocar.
—Ay, tío, gracias por aclararlo.
—Me refiero a que Walter y tú tenéis experiencia en algo que no se presta a establecer un negocio legal. Yo me especializo en negocios, y sería una estupidez no aprovecharse de eso.
—¿Así que ahora soy estúpida? ¿Por qué, porque quiero hacer algo sin ti, no? Sabes, Pedro, he hecho mucho dinero sin tu ayuda… y tú, sin mi ayuda, hubieras muerto hace tres meses.
Él frunció el ceño.
—¿Qué demonios tiene eso que ver con montar un negocio?
La mordaz réplica que Paula evocó salió de su pecho con un gruñido frustrado. Habría tratado de explicárselo, en numerosas ocasiones, y él se había negado a escuchar.
—Ya lo pillo, sabes. Quieres que me sienta en deuda contigo, y quieres poder recordarme por los siglos de los siglos que fuiste tú el motivo de que pudiera lograrlo. No es así como yo hago negocios, legales o no. Así que puedes irte a la mierda.
—Si intentas esto tú sola, imagino que llegarás allí antes que yo.
—Oh, se acabó, gilipollas —espetó, girando sobre sus talones y encaminándose con paso enérgico hacia sus habitaciones privadas. O, más bien, hacia las habitaciones privadas de él, las cuales compartían. El jodido palacio de Buckingham no era tan grande como aquel lugar.
—¿Qué significa eso? —exigió, trotando tras ella.
—Me voy a Florida.
—Te vas a Florida dentro de una semana.
—¡Ja! —«Sigue sin pillarlo»—. ¿Crees que puedes retenerme aquí, chico rico?
—Es por tu propio bien. Si te pararas a utilizar el cerebro en vez de tu maldito ego durante un jodido minuto, te darías cuenta de que te iría mejor si me esperaras.
—¿Piensas que mi ego es el problema?
—Tu…
—Oye, aplícate el mismo consejo —replicó, sacándole el dedo corazón al tiempo que saltaba por encima del pasamanos de la escalera hasta el rellano de abajo, haciéndolo de nuevo para llegar al segundo piso mucho antes que él.