miércoles, 7 de enero de 2015
CAPITULO 68
Encogió un hombro al pasar por su lado, cruzando por mitad de la vasta biblioteca hacia la puerta que daba al pasillo.
—He pasado tres horas oyendo a John Harding quejarse sobre los maleantes e inútiles que quieren robar su colección de arte —bufó—. Como si cualquier ladrón que se precie quisiera sus caóticas miniaturas rusas. Al menos solía coleccionar crucifijos de plata.
Unos pies descalzos sonaron a su espalda.
—Corrígeme si me equivoco, Paula, pero creí que ibas a dedicarte a ayudar a la gente a proteger sus objetos de valor. Después de todo, por lo que recuerdo, tu último robo tuvo como resultado una enorme explosión y casi la muerte del dueño de la casa y la tuya propia.
—Lo sé, lo sé. Por eso me retiré del oficio de ladrona, ¿te acuerdas? Y fue así como nos conocimos, don Propietario.
—Lo recuerdo, mi amor. Y se me ocurrió que te interesaría tener a Harding como cliente.
También lo había pensado ella. Por lo visto era más tiquismiquis de lo que ninguno de los dos había previsto.
—La parte de evitar allanamientos está bien. Es hablar con los objetivos lo que me hace…
—Clientes —la interrumpió.
—¿Qué?
—Has dicho «objetivos». Ahora son tus clientes.
—Bueno, Harding fue un objetivo en una ocasión. Y es un gilipollas aburrido, no un cliente. Jamás habría hablado con él si tú no me lo hubieras pedido.
Pau escuchó su pausada inhalación.
—Espléndido. Podrías haberme dicho que le habías robado antes de que me tomara la molestia de presentártelo.
—Quería conocerlo.
—¿Hablar con tus objetivos te produce una descarga de adrenalina?
Pau se encogió de hombros.
—No es para tanto, pero cualquier subidón es bueno.
—Eso dices tú. —Bajó la mano por su columna—. ¿Por qué nunca trataste de robarme hasta aquella noche en Palm Beach?
Ella esbozó una amplia sonrisa.
—¿Por qué? ¿Acaso te sientes ignorado?
—En cierto modo, supongo que así es. Ya me dijiste que sólo ibas a por lo mejor.
Había una docena de rápidas réplicas que podía responder, pero, con toda franqueza, aquélla era una pregunta que se había hecho a sí misma.
—Imagino que es porque tu colección y tú erais —sois— prominentes. Todo el mundo conoce lo que posees, así que, si alguien apareciera con algo…
—¿Así que lo único que me salvó de ti fue mi asombrosa fama?
—Correcto. Pero antes de que empieces a ponerte en plan santurrón conmigo, ¿qué estás haciendo aquí? Se suponía que estabas en Londres hasta mañana.
—La reunión terminó pronto, de modo que decidí conducir hasta casa… a tiempo, debo añadir, de demostrar que sigues sin poder superarme. Tal vez sea ésa la verdadera razón de que nunca me robaras, cariño.
Su espalda se puso rígida y se detuvo, volviéndose de cara a él cuando llegaron a la puerta que daba al pasillo.
—¿Qué?
Él asintió.
—Te pillé en Florida, hace tres meses, con las manos en la masa, y ahora aquí, en Devon. Puede que sea buena idea que te hayas retirado del negocio del latrocinio.
Ah, ya estaba bien de tanta superioridad británica.
Paula se estiró para besarle, sintiendo la sorpresa en su boca y luego sus brazos la rodearon al tiempo que relajaba el cuerpo. Descolgó la cuerda de su brazo y le ciñó las manos con ella, agachándose para escapar de su abrazo.
—Pau…
Enroscó el extremo libre de la cuerda alrededor de él, tensándolo y atándole las manos al frente, a la altura de las costillas.
—¿Quién supera ahora a quién? —preguntó.
—Quítame esto —espetó, el humor jocoso desapareció de su voz y de su expresión.
—No. Has menospreciado mis habilidades —le empujó con el pecho, y él cayó pesadamente en uno de sus butacones de estilo georgiano—. Discúlpate.
—Desátame.
«Ay, ay, estaba cabreado.» Aunque estuviera dispuesta a hacerlo, soltarle ahora le pareció una malísima idea.
Además, se había estado trabajando un saludable subidón de adrenalina que él se había encargado de destrozar. Le ató a la butaca con el resto de la cuerda antes de que pudiera ponerse en pie.
—Tal vez esto te convenza de no enfrentarte a la gente que irrumpe en tu casa a no ser que cuentes con algo más contundente con qué defenderte que el encanto.
—Eres la única que irrumpe en mi casa y empieza a parecerme de todo menos divertido.
—Por supuesto que sí —musitó, dando un paso atrás para admirar su obra—. Yo estoy al mando.
Sus oscuros ojos azules se cruzaron con los de ella.
—Y, por lo visto, te va practicar el sometimiento. Niña mala.
—Discúlpate, Pedro, y te soltaré.
Su mandíbula se contrajo nerviosamente y su mirada descendió hasta su boca.
—Digamos que estoy descubriendo tus verdaderas intenciones. Sé todo lo mala que puedas.
—Oh —«Aquello se ponía interesante»—. Cuando soy mala, soy muy mala —comentó, su adrenalina comenzó a recuperarse. «Atar a Pedro Alfonso. ¿Por qué no se le había ocurrido antes?»—. ¿Seguro que estás preparado?
—Definitivamente —respondió, tirando de ella contra la cuerda.
Paula se inclinó con lentitud y lamió la curva de su oreja izquierda.
—Bien.
El giró la cabeza, capturando su boca en un apasionado beso.
—¿Con que esto es lo que debo esperar cada vez que te reúnas con un cliente?
Pau sacó las tijeras del bolsillo trasero, divertida ante el repentino recelo en sus ojos.
—Eso parece —contestó, cortando el cuello de su sudadera con tijeretazos sucesivos y abriendo acto seguido la parte delantera de la tela para exponer su pecho y sus marcados abdominales. La primera vez que había puesto los ojos en él pensó que su físico guardaba mayor semejanza con el de un jugador de fútbol profesional que con el de un hombre de negocios, y seguía sin poder controlar el modo en que todo eso afectaba a su cuerpo.
—Entonces, te animo encarecidamente a que expandas este negocio tuyo.
—No quiero hablar de negocios en este instante. —Sus manos ascendieron la cálida piel de su torso, repitiendo la caricia con la boca. El gimió cuando ésta se cerró sobre un pezón, y Pau se humedeció.
—¿Qué me dices de la expansión? —sugirió, su rica voz mostraba cierto temblor.
Con una risilla ascendió de nuevo hasta su boca. Parecía que al menos había desviado su atención del incidente del allanamiento, aunque si Pedro se mantenía fiel a su pauta, lo retomaría más tarde. Era extraño, pero después de tres meses había prácticamente llegado a un punto en que no le importaban sus preguntas o el modo en que éstas le obligaban a realizar demasiado autoanálisis, algo que anteriormente había evitado por todos los medios.
—Al menos, desátame las manos —propuso.
—No. Has perdido. Sufre las consecuencias.
Respirando con dificultad, todavía un poco enervada por el modo en que Pedro podía atravesar todas y cada una de sus defensas sin tan siquiera proponérselo, se puso a horcajadas sobre él. Profundizó el beso hasta tornarlo en un apasionado pulso de lenguas y, empujando cuando él trató de recuperar cierto dominio, enredó los dedos en su cabello negro como el carbón. Podía sentirle entre los muslos, presionando contra sus vaqueros, y meneó las caderas al tiempo que dejaba escapar un suspiro satisfecho.
—¡Dios! —gruñó—. Quítate la camisa y sube aquí.
Bueno, puede que aquello pusiera en tela de juicio quién estaba al mando, pero parecía una buenísima idea de igual modo. Se quitó la sudadera negra por la cabeza, la arrojó al suelo, seguida por el sujetador. Por lo general no le iban los juegos de poder y dominación, pero tenerle a su absoluta meced tenía un algo embriagador. Aquello no sucedía con frecuencia. Se alzó, ofreciéndole los pechos a su boca y su lengua, gimiendo cuando sus manos atadas se dedicaron a la cremallera de sus vaqueros negros. Para ser un rehén era muy emprendedor, aunque nunca había tenido motivos para dudarlo.
Paula se aferró a los bastidores del respaldo de la silla y se arqueó contra él.
—Eres casi tan bueno como un allanamiento —murmuró.
—¿«Casi tan bueno»? —repitió con la voz amortiguada contra su pecho izquierdo—. Y hablando de «irrumpir», quítate los malditos pantalones.
Con una risita entrecortada se deslizó por sus muslos, desprendiéndose de los vaqueros y arrojando seguidamente la ropa interior al rincón próximo junto a la estantería.
—Tu turno —se agachó y se desabrochó el botón de los vaqueros.
Se arrodilló entre sus muslos y, centímetro a centímetro, comenzó a bajarle la cremallera. Su respiración se aceleró con cada click de los liberados dientes de metal, mientras que Pedro reposaba la cabeza contra la caoba tallada y aguantaba. Finalmente dejó escapar un gemido.
—Me estás matando, lo sabes.
—Ése es el propósito de la tortura, ¿no? —Aunque, cuando quedó libre, salvo por el delgado y abultado tejido de sus calzoncillos, tampoco ella pudo soportarlo más.
Le bajó de un tirón los vaqueros y los calzoncillos por los muslos y volvió a subirse nuevamente al butacón. Supuso que podría haber prolongado la tortura, pero le deseaba al menos tanto como él a ella. Parecía desearle en todo momento, con mayor desesperación y frecuencia de lo que pudiera ser normal.
Pero claro, había mantenido muy pocas relaciones largas con las que poder comparar. Aferrándose con las manos a los brazos de la butaca para sujetarse, se hundió lentamente en su dura y dispuesta verga.
Pedro alzó las caderas contra ella, la máxima acción que podía realizar estando atado a la butaca. Afianzándose sobre los reposabrazos, se deslizó arriba y abajo por su longitud con toda la lentitud que pudo soportar, resollando ante la potente y satisfactoria sensación de tenerle en su interior. Pedro echó de nuevo la cabeza hacia atrás, embistiendo dentro de ella y pugnando obviamente por mantener el control.
—Maldita sea, Paula —dijo con voz ronca.
Ella incrementó el ritmo, apoyándose contra su pecho mientras se hundía en él con fuerza y rapidez.
—Vamos, Pedro —susurró, mordisqueándole la oreja—. Córrete para mí.
—¡Dios! —gruñó roncamente, embistiendo en su interior una y otra vez.
Ella se corrió primero, violentamente, asiéndose a los brazos de la butaca y arrojando la cabeza hacia atrás mientras su cuerpo se convulsionaba. Sintió los músculos de Pedro contraerse bajo ella, dentro de ella, su gruñido animal de satisfacción… y luego la silla se desplomó bajo los dos.
Cayeron al suelo en un enredo de miembros y cuerda y una butaca de doscientos años de antigüedad. Después de un momento de consternación que sobrevino, Paula levantó la cabeza para mirar a Pedro.
—¿Estás bien?
Él se rió entre dientes, liberando una mano de las flojas cuerdas.
—No desde que te conocí. —Enroscando la mano en su cabello, tiró de ella para darle otro profundo y largo beso—. Y ten la cuerda a mano. Puede que sienta la necesidad de vengarme, yanqui.
—Mmm. Promesas, promesas, inglés.
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