Martes, 11:15 a.m.
Hora de Londres
Dos semanas después, Pau iba junto a Pedro en el coche mientras pasaban por delante de inmensos prados, granjas y robledales. Nunca había visto aquella parte de Inglaterra.
Parecía tan apacible y hermosa, muy semejante a Pedro Alfonso.
—¿Patricia accedió a testificar en contra de Wallis? —preguntó, volviéndose a mirar mientras cruzaban un antiguo puente de cuatrocientos años de antigüedad.
—Dijo que lo haría.
—Creo que quiere que vuelvas.
—No estoy disponible.
Ella tragó saliva.
—¿Servirá de algo?
Pedro se encogió de hombros.
—De acuerdo con las autoridades, lo único que sabe de cierto es que Ricardo estuvo dos días en Florida durante la semana pasada.
—Tiempo suficiente para matar a Etienne y hacerse con la tablilla.
—Alquiló un BMW.
—El que vimos en la autopista. —Había estado cerca.
Pedro asintió.
—La mayoría es circunstancial, pero todo va encajando. Y se están esforzando para cerciorarse de que tú no tengas que testificar. Si el abogado de la defensa te sube al estrado…
Ella se estremeció.
—Pues iré al infierno por mentir bajo juramento.
Pedro la miró lleno de preocupación. Había lucido con demasiada frecuencia aquella expresión durante las dos últimas semanas, incluso después de que ella lograra salir del hospital y volver a su apartamento de Londres.
—No llegaremos a eso. Estoy seguro de que tengo una casa en algún país donde no tengan acuerdo de extradición con los Estados Unidos.
Pau hizo un esfuerzo por sonreír.
—Bueno es saberlo.
Condujeron algunos minutos en silencio.
—Justo ahí arriba, a la izquierda —dijo Pedro de pronto, señalando en aquella dirección.
Coronaron una pequeña colina y entonces lo vio.
—¡Esto es impresionante!
Una subida de verdes y ondulantes colinas bordeaba a ambos lados un enorme lago rodeado de robles y sauces. En medio de todo ello, sobre una suave ladera de hierba, se alzaba un castillo. Era el único modo de describirlo. Desde su planta en forma de «U» se veían un centenar de ventanas, con capiteles en forma de aguja en cada escuadra del edificio y un camino de entrada circular al frente, con enormes columnas apostadas delante de una amplia escalinata de granito.
—Bonito, ¿verdad? —preguntó, sonriendo de oreja a oreja.
—Es el maldito Palacio de Buckingham —respondió.
—Ni por lo más remoto. Se llama Rawley Park.
—Me dijiste que creciste aquí.
Asintiendo de nuevo, Pedro tomó la carretera principal, y se dirigió por el angosto y serpenteante camino desde el que se atisbaba la casa a través de soleadas hojas y sinuosos entramados de hiedra.
—En realidad, lo heredé. Aquí es donde me gusta pasar al menos un par de meses al año, si me es posible. Es mi hogar.
«Hogar.» Pau nunca había tenido uno. Sereno y seguro hogar. Le aterrorizaba, pero deseaba intentarlo. Con él.
Estiró el cuello para conservarlo en su campo de visión.
—En serio, Pedro, es magnífica. Si fuera mía, no querría marcharme nunca.
Pau frunció el ceño tan pronto hubo terminado de hablar.
Después de lo que él le había dicho, cada vez que decía algo como eso, se sentía avergonzada, como si estuviera pidiendo algo. En realidad, no era así. Le bastaba con
pasar más tiempo con él. No conseguía recordar cuándo se había sentido tan segura,tan relajada, como se había sentido durante las dos últimas semanas. Cuatro, si
contaba con el interesantísimo comienzo de esa extraña relación.
Él tan sólo señaló un pequeño grupo de ciervos en uno de los claros.
—Me alegro de que te guste. —Pedro se aclaró la garganta—. He intentado comentarte algo y ahora parece un momento tan bueno como otro cualquiera.
Ella se puso tensa.
—Yo también quería decirte algo.
Pedro la miró brevemente.
—De acuerdo, tu primero.
—He estado hablando con Sanchez y hemos pensado en retirarnos.
—¿De veras?
—Sí. —Se aclaró la garganta. Si Pedro se echaba a reír, o bien iba a darle un puñetazo o bien se moriría de vergüenza—. Vamos a montar un negocio. Una empresa de consultoría e instalación de seguridad.
Condujo en silencio durante largo rato. Finalmente, sin embargo, una lenta sonrisa curvó su boca.
—Pues es una suerte para mí. Iba a decirte que me gustaría que revisaras la seguridad de todas mis propiedades. Me han dicho que es una cutrez.
—Bien. Entonces, puedes contratarme.
Él enarcó una ceja.
—¿Tengo que pagarte?
—Te haré un buen precio.
—Eso espero. —Tomó aire—. Hay algo más que debes saber.
—Pedro, yo…
—Calla. Es mi turno.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho, simulando que mantener una conversación íntima con él ya no la ponía nerviosa.
—Está bien.
—Gracias. Como iba diciendo, dado que gran parte de mi colección ahora ha ido a parar a manos de otra gente, y algunas de las cosas que quedan se han devaluado debido a que nadie puede verificar si son o no auténticas, me gustaría comenzar de nuevo. —Le lanzó una breve mirada—. Y me gustaría que me ayudaras con eso. Si crees que dispondrás de tiempo.
—Así que tratas de asegurarte de que me vuelvo honrada.
—Pau…
—Te lo dije, yo… no me gusta nada que las cosas pertenezcan a colecciones privadas.
Pedro sonrió ampliamente.
—Ya lo sé. Y voy a abrir parte de Rawley Park al público, como depósito de arte y antigüedades. De ese modo puedo exhibir más obras y hacer que sean accesibles a todos
felicidad. Era una experiencia nueva.
—¡Bien!
Cruzaron las verjas que daban paso al largo y semicircular camino de acceso a la parte frontal de la casa. A corta distancia, era todavía más enorme de lo que la había imaginado. Y más hermosa aún.
—¿Paula?
—Estoy pensando.
—No pienses. Sólo di que sí, o di que no. De esa forma, es muy simple. — Aparcó el coche y quitó la llave—. Voy a regalarte el Bentley, pase lo que pase.
—Ya te he dicho que no… me gustas por tus cosas.
—Mi novia no conduce coches robados. Ése es mi límite.
Pau se acercó y le besó, larga, lenta y profundamente.
—Sí —murmuró—. Creo que algo se me ocurrirá. En mi tiempo libre, claro.
—Bien. —Le devolvió el beso—. Bien. —Pedro le sonrió, luego se desabrochó el cinturón de seguridad—. Vamos. Quiero que conozcas a Sykes.
—Tu mayordomo. Me dijiste que es aquí donde vive.
—Sí, a menos que lo necesite en otra parte.
—Genial.
Bajó del coche y se dirigió al otro lado para abrirle la puerta.
Pedro la tomó de la mano, y juntos subieron los bajos escalones de granito negro que llevaban a la puerta principal. Las puertas se abrieron cuando llegaron al pórtico
bajo las columnas, y el anciano más alto y delgado del mundo le recibió con una reverencia.
—Bienvenido a casa, milord —dijo.
Paula se detuvo.
—¿Mi, qué? —preguntó muy pausadamente.
Ambos hombres la ignoraron.
—Es estupendo estar de vuelta —respondió Pedro—. Sykes, te presento a Paula Chaves. Va a quedarse aquí conmigo.
—Buenos días, señorita Chaves.
—Sykes. —Pau miró de nuevo a Pedro—. A riesgo de repetirme, ¿mi, qué?
Por primera vez que recordara, Pedro parecía avergonzado.
—Supongo que olvidé contártelo. Soy una especie de aristócrata.
—Una especie de… ¿Qué clase de especie de…?
Él tomó aire, luego esbozó aquella preciosa sonrisa suya, aquella que hacía que le flaquearan las rodillas.
—Algo así como el marqués de Rawley.
—Ay, mierda. Olvídate del buen trato de la consultoría. Ahora vas a pagar la tarifa completa.
—Mmm. Se me ocurren muchas formas de negociarlo.
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