jueves, 29 de enero de 2015

CAPITULO 141





Domingo, 10.18 a.m.


—Es un buen trabajo —dijo Pedro, hojeando los tres informes mientras la limusina se dirigía a su oficina en el centro.


Joaquin Stillwell todavía jugueteaba con la corbata que Paula le había devuelto.


—Gracias, señor —dijo aclarándose la garganta—. Me disculpo por mis acciones de antes. Yo no...


—Wilder te pidió que esperases en el despacho. Y no has hecho nada inapropiado. —De hecho, no había hecho nada de nada, pero Paula podía ser difícil de tratar, en el mejor de los casos. Al menos Stillwell no se había meado encima al ser asaltado por una mujer vestida con una camiseta de tirantes y un tanga.


—No era ésa la primera impresión que deseaba causar.


Pedro sacudió los informes.


—Consideraré esto como tu primera impresión. —Echó un vistazo al hombre de menor edad que tenía sentado frente a él. En realidad, habían coincidido en varias ocasiones, y aunque trabajaban en campos diferentes de Alfonso, había visto el trabajo del tipo y no había recibido más que elogios por parte de los superiores de Stillwell—. Sea como sea, ¿cuándo llegaste a Nueva York?


—El vuelo aterrizó a las siete de la mañana, señor.


—Llámame Pedro, por favor. ¿Te ha buscado Sara un lugar donde quedarte?


—No estaba segura de cuánto tiempo estaría usted en la ciudad. Le dejé mi equipaje a su mayordomo hasta que pudiera...


—Te quedarás en el cuarto de invitados —decidió Pedro—. Nos quedaremos en Nueva York otra semana más, en principio. —Salvo que sucediera una catástrofe, claro estaba—. Dispondrás de un espacio considerablemente mayor en Palm Beach.


—Si me permite que lo pregunte, la dama, la señorita Chaves, ¿ella es...? Quiero decir, ¿hay algo que deba saber a fin de realizar mi labor?


—Es poco probable que Paula te haga otro placaje de nuevo. —Pedro se contuvo de sonreír—. Robaron en casa hace unos días, como seguramente debes de haber oído. Hemos estado un poco nerviosos. —Técnicamente, habían entrado tres veces, al parecer el mismo tipo todas ellas, pero eso no era para divulgarlo de forma pública.


—Entiendo, señor... Pedro. Naturalmente, debería haber anunciado mi presencia, pero... supuse que estaba ocupado.


Sí, en la habitación contigua. Pedro volvió con el papeleo. 


Si Stillwell había escuchado parte de su conversación con Paula, eso podría explicar la prisa del tipo por tratar de salir del despacho, y su manifiesto nerviosismo de esos momentos. Por otra parte, podría ser que Joaquin hubiera escuchado mientras mantenían relaciones sexuales, o tal vez se trataba de los nervios del primer día de trabajo. 


Aunque Pedro no había sido nunca paranoico en exceso, con Pau en su vida, sería una locura no ser un tanto cauto y prudente.


—Hoy debería ponerte en antecedentes —prosiguió. Se ganaba la vida midiendo a los oponentes; evaluaría a Stillwell del mismo modo—. Tengo un precio: ochenta y siete millones. Lo que no tengo es un plazo límite para cerrar la operación, o un acuerdo final por parte del ayuntamiento respecto a la revalorización del impuesto sobre la propiedad e incentivos fiscales.


—Durante el vuelo me documenté acerca de la titularidad comercial de propiedades en Nueva York —dijo Stillwell.


—Excelente —respondió Pedro—, porque vas a presidir la reunión. Yo tengo otro asunto del que ocuparme esta mañana.


Su nuevo ayudante lo miró sin dejar de parpadear.


—Le ruego me disculpe, Pedro, pero me leí un libro. Estoy más que dispuesto a ayudar, pero, francamente, me preocupa que pueda liarlo todo más que otra cosa.


—Deja que nuestros abogados se ocupen de las leyes estadounidenses y las inglesas, y estarán allí para aconsejarte. Haz uso de ellos. En estos momentos quiero ver qué puedes negociar en mi lugar. Conozco tu trabajo, y necesito saber si puedo o no contar contigo, Joaquin. Mejor averiguarlo cuanto antes.


—Yo... muy bien. No lo decepcionaré, Pedro.


Pedro le miró directamente a los ojos.


—Eso espero —dijo serenamente.


Le entregó el sobre a Stillwell y le hizo algunas sugerencias, a continuación, pidió a Ruben que detuviera la limusina delante de la entrada del edificio.


—Tienes mi número de móvil por si necesitas contactar conmigo —dijo cuando Joaquin se apeaba del vehículo—. Regresaré dentro de una o dos horas.


—Gracias por la oportunidad, Pedro.


Tan pronto como Stillwell hubo desaparecido por la puerta giratoria de cristal, Pedro se recostó de nuevo.


—Ruben, ¿cuál es el mejor lugar de Manhattan para que te vean?


—¿Para que le vea, quién, señor?


—Todo el mundo.


—Times Square.


—Bien. Llévame allí.


No podía decirse que fuera un buen plan, pero tan sólo había dispuesto de esa mañana para ocurrírsele. Y ya había funcionado en otra ocasión, la primera vez que había intentado localizar a Paula. Esperaba que su padre fuera la mitad de listo que ella.


Ruben aparcó la limusina en doble fila, a poca distancia del Planet Hollywood.


—Señor, ¿está seguro de que quiere que le deje aquí? Está muy concurrido.


—Eso es lo que quiero.


—Pero le van a acosar. ¿Quiere que le acompañe?


—No. Regresa a la oficina. —E hizo una mueca—. Pero estáte disponible para una misión de rescate, por si acaso.


—Sí, señor. Buena suerte.


Pedro respiró hondo y se apeó de la limusina. Le gustaba la privacidad. Teniendo en cuenta cuánta gente le conocía, estaba sumamente agradecido por tener sus altos muros y su seguridad de alto nivel. La privacidad en Manhattan no era un problema, a menos que una celebridad apareciera en algún lugar frecuentado por turistas.


Con su traje azul de Armani, camisa oscura de color burdeos y corbata negra, tenía un aspecto de lo más reconocible. Y con eso era con lo que contaba.


Tardó un minuto y medio. Abriéndose paso como pudo por entre la marea de taxis, que no cesaban de tocar los cláxones, vendedores ambulantes, y lo que parecían medio millón de viandantes, paseó por delante del ABC Televisión Center, imaginando que sería un buen lugar para que le vieran. Un grupo de jóvenes, dos o tres años menores que Paula, todas ellas vestidas de animadoras con «Texas Tech» bordado en las camisetas, se apiñaron alrededor de él.


—Usted es Pedro Alfonso, ¿verdad? —trinó una de ellas.


Pedro les brindó su sonrisa fotográfica.


—Así es.


—¡Os lo dije!


—Oh, ¿podemos hacernos una foto con usted?


—Por supuesto.


—¿Qué hace en Nueva York?


—Busco propiedades inmobilia...


—¿Conoce a Donald Trump?


La sonrisa de Pedro se tambaleó, y volvió a afianzarla de nuevo cuando algunos turistas más se unieron a las animadoras.


—Sí, le conozco.


—¿Le llama «Donald»?


—N...


—¿A quién le interesa Trump? —dijo alguien—. Alfonso tiene más pasta.


—Es más mono; eso es cierto.


Durante diez minutos hizo las cosas que menos le gustaba hacer: posó para fotografías y firmó autógrafos. La multitud continuó haciéndose mayor y más bulliciosa, pero al menos nadie le había robado la cartera o pisoteado aún.


Un agente de policía se abrió paso a codazos entre la multitud. Ahora estaba llegando a alguna parte.


—¿Va todo bien, señor Alfonso?


Ensanchó la sonrisa y más flashes se dispararon.


—Sí, muy bien. Lo que sucede es que se me ocurrió que a pesar de todo el tiempo que he pasado en Nueva York, nunca había paseado por Times Square.


—Bien. —El agente dijo algo por la radio que llevaba prendida al hombro. Al otro lado, en Broadway, dos policías montados se encaminaron estrepitosamente en su dirección. 


¡Ya era hora! Y finalmente uno de los equipos de noticias que escuchaban la radio de la policía salió del estudio que se encontraba detrás de él.


Pedro Alfonso —dijo el reportero, abriéndose paso a codazos por entre el gentío—, ¿qué le trae por Times Square?


Repitió para la cámara la versión que le había contado al policía.


—La semana pasada le fue robado un valioso cuadro. ¿Ha descubierto nuevas pistas la policía?


—No. Tengo una reunión con Martin, mi abogado, al mediodía. Imagino que vendrá a mi oficina.


La reportera cuyo nombre no lograba recordar se le quedó mirando por un momento, acto seguido, adoptó de nuevo su sonrisa profesional.


—¿Y qué puede decirnos de su novia, Paula Chaves? 
¿Continúa la policía considerándola persona de interés?


Con el deber cumplido, Pedro permitió que su sonrisa se tornara fría.


—Yo estoy personalmente interesado en ella, sin duda. En cuanto a la policía, eso tendrá que preguntárselo a ellos.


—¿Sonarán campanas de boda para usted este año, pues?


Pedro la miró.


—Sin comentarios.


Estaba hecho. La entrevista sería emitida en las noticias matinales de las once en punto. Lo único que tenía que hacer a continuación era regresar a la oficina y esperar a que Martin viera las noticias con tanta diligencia como Paula, y que Veittsreig no, o que no estableciera una relación. Con respecto a lo extraño que pudiera parecer en el reportaje, era británico, y eso lo disculpaba casi todo.




CAPITULO 140




Pedro gruñó y abrió los ojos cuando alguien le dio un buen codazo en el hombro. Paula. ¿Qué?


—Son las ocho en punto —dijo, bajándose agitadamente de la cama de la habitación de invitados—. Dijiste que a las nueve y media tenías un noséqué sobre estrategia.


Pedro se fijó en que se había puesto unos vaqueros cortos y una camiseta roja de tirantes, su ropa de estar por casa. De pronto deseó cancelar su reunión y tener ése noséqué con Paula desnuda.


—Gracias. ¿Podría tomar un poco de caf... ?


—¿Café? —interrumpió, entregándole una humeante taza mientras él se incorporaba—. Y Vilseau está preparando unas tostadas.


—Después de lo de anoche creí que tal vez me lo tirarías a la cara —dijo, inhalando el aroma a vainilla y frutos secos. El té era sin duda más civilizado, pero había que dar gracias a Dios por el café.


—Fue extraño —dijo, cogiendo sus papeles y depositándolos de nuevo sobre la cama—. Se me ocurrió que normalmente soy yo la que se pilla los rebotes, y tú el que emplea la lógica para tranquilizarme o se aparta para que pueda desahogarme. —Se encogió de hombros—. Así que anoche yo fui la persona responsable y supuse que necesitabas desahogarte.


—Supongo que lo hice.


—¿Podría preguntar por qué? —Paula se dejó caer sobre la cama como si fuera una gata.


—No —respondió, tomando un trago del café gratamente caliente.


—¿No?


—Porque anoche tenía sentido, y esta mañana te echarías a reír. Y soy demasiado importante como para ser el hazmerreír de nadie.


Pau le brindó su impredecible sonrisa.


—Entonces deberías contármelo, porque mi historia no es tan graciosa.


Pedro tomó aire. Después de la noche pasada, supuso que le debía algún tipo de explicación.


—Está bien. Poseo muchas cosas. Tengo a mucha gente empleada. Hacen lo que pido y todo va como la seda. Una de las razones de mi éxito es que normalmente sé qué pasará a continuación, cuál va a ser el próximo paso, de modo que puedo contrarrestarlo oportunamente. Y cuando antes de ayer en la cafetería me dijiste que ibas a tomar parte en un gran golpe y que tenías que cometer un robo menor para diversión de algún tipejo, me di cuenta de que no tenía la menor idea de qué hacer a continuación. Y en la fiesta de Locke, sabía que estabas buscando víctimas.


Pedro...


—Y luego me largué de cena mientras tú tuviste que esperar la llamada telefónica y la visita de alguien que, supongo, es un hombre extremadamente peligroso.


—Negociar una venta por ochenta y siete millones de dólares no es largarse de cena, y tampoco sabía qué se suponía que tenía que hacer con Veittsreig. No pienso volver a ser Mamá Baker a tiempo completo. Estaba haciendo lo menos malo que se me ocurrió hasta que podamos, los dos, idear algo.


—Sí, pero durante la cena comencé a intentar imaginarme a Miazaki Hoshido entrando en casa de alguien y utilizando mantequilla de cacahuete para reducir al perro. Y traté de imaginarme a Patricia haciendo eso. La habrían liado parda. De entre todas las personas que conozco en este mundo, tú eres la única a quien puedo imaginar haciendo lo que haces. Y me enfadé conmigo mismo porque estaba orgulloso de ti.


—¿Comenzaste a beber antes o después de que te dieras cuenta que estabas orgulloso de mí?


—Después. Por eso me puse a beber.


Paula se inclinó y le besó en la mejilla.


—Así que tienes un punto débil. Si eso hace que te sientas mejor, yo tampoco soy siempre tan estable emocional y mentalmente como dejo entrever.


Pedro casi se atragantó con el café cuando se echó a reír.


—A propósito, ¿qué noticias tienes? ¿Te llamó Veittsreig?


—Sí, pero no es más que una parte de mi historia.


Pedro tomó otro sorbito de café con mayor cuidado, recordándose que Pau no estaba siendo terca de manera intencionada. Estaba siendo Paula, buscando perspectivas y oportunidades, el mejor modo de abordar... cualquier cosa. 


Todo.


—¿Y? —le insistió finalmente.



—De acuerdo. —Se agachó a olisquear su café—. Si eso supiera tan bien como huele, no echaría pestes de él. Pero yo prefiero la CocaCola Light. Supongo que por eso el detective Garcia me trajo una cuando anoche se pasó por aquí.


—¿Que él qué? —La taza se bamboleó en su mano, y la dejó sobre la mesilla de noche.


—Por lo visto me han descartado, y alguien le llamó sugiriéndole que si se mostraba un poco más educado, yo podría prestarle algo de mi desorbitada perspicacia.


—Hum. —La estrechez de miras de Garcia no había sido tan inquebrantable como él había temido—. Entonces, ¿hablaste con él?


—Después de esconder los diamantes debajo de un cojín. Creo que él ya había llegado prácticamente a las mismas conclusiones, pero al menos pude señalar que tenía coartada para ayer por la mañana. Y me preguntó por el hotel, así que sin duda están pendientes de dónde estuve el viernes por la noche.


Pedro se detuvo poco antes de llegar al borde de la cama.


—¿Ayer por la mañana?


—A Boyden Locke le ha desaparecido un Picasso. Por suerte estábamos liquidando la cuenta en el Manhattan y regresando aquí con la poli siguiéndonos, pero ambos sabemos que podría haberme escabullido y perpetrado otro robo sin que ellos se enterasen de nada.


Obviamente su historia iba a ponerse peor. Ni siquiera había mencionado aún a Veittsreig. Alzando una mano para detenerla, tomó el teléfono del cuarto de invitados y se comunicó con la planta baja.


—Wilder, ten la bondad de decirle a Ruben que retraso mi horario. No lo necesitaré hasta las nueve y media.


—Muy bien, señor.


—No, mejor a las diez.


—Le informaré.


Pedro tomó la mano de Paula, entrelazando los dedos con los de ella. —¿Qué más?


Tras dejar escapar un suspiro, Pau apoyó la cabeza sobre su hombro.


—Veittsreig llamó mientras Garcia estaba aquí. Quería saber por qué la policía estaba en la casa. Fingí que eras tú y le dije que me llamara más tarde.


Por el contrario, me dijo que estaría aquí en cinco minutos, y que me deshiciera de Garcia o si no...


—Ya veo. —Sus músculos se tensaron, aun cuando era evidente que había llegado demasiado tarde para servir de algo. De haber llegado a tiempo, borracho, podría haber conseguido que les mataran a uno de los dos o a ambos. 


«Menuda forma de solucionar las cosas, Pedro»


—Conseguí que Garcia se marchara a tiempo. ¿A que no te imaginas cuál es el objetivo?


—Pau.


—De acuerdo, está bien. Vamos a atracar el Metropolitano, el martes. Tal vez quieras despejar tu agenda.



***


Le puso al corriente de lo que sabía, inclusive de la segunda llamada que había recibido dos horas más tarde, detallándole dónde iban a reunirse y cuál sería su papel. 


Para cuando terminó, ambos estaban tumbados bocabajo, atravesados en la cama, y mirando los planos del museo que había sacado de uno de sus libros de arte. Esperaba que Nicholas o Martin tuvieran los planos de la alarma, o no iban a llegar muy lejos.


—Una cosa que para mí no tienen sentido —dijo Pedro, haciendo a un lado una fotografía de Venus y Adonis—, es que si la panda conoce...


—Se dice banda —le corrigió.


—Si la banda conoce tu reputación, también sabe que no robas en museos.


—No creo que les preocupe mucho mis preferencias personales.


Pedro frunció el ceño, tenía un aspecto tremendamente atractivo con la barba incipiente, su negro pelo revuelto y el albornoz azul que había llevado puesto toda la noche.


—¿Qué piensa Walter de todo esto?


—Aún no se lo he contado. Esto nos afecta a nosotros, a ti y a mí, más que a Sanchez y a mí. Pensé que primero debías saberlo tú.


Los ojos azul oscuro de Pedro miraron fijamente a los suyos.


—Me disculpo de nuevo por ser tan cabrón anoche. Sabes que normalmente no soy así.


—Lo sé. —Lo que le había dicho escocía, sobre todo porque era cierto—. Y lo intento —dijo serenamente, bajando la mirada a sus manos. Dedos largos de ladrona, le decía siempre Martin, como si sus dedos de algún modo demostraran que había nacido para hacer lo que hacía—. Ser buena es difícil.


—Sólo es difícil cuando lo intentas de verdad —susurró, retirándole suavemente el pelo de la cara—. Sería sencillo si estuvieras fingiendo.


Pau levantó la mirada, sonriéndole, preguntándose si su expresión resultaba tan ñoña como a ella le parecía.


—Eres un hombre muy bueno.


—No, no es así. —Tiró de su brazo, tumbándola de espaldas.


La besó antes de que ella pudiera estirarse, su boca sabía a café y a restos de pasta dentífrica. Lenta y suavemente, saboreó con sus labios los de Pau, su lengua se unía y luego cesaba en su empeño. Pau gimió, rodeándole con los brazos cuando él se tendió sobre su cuerpo. Su incipiente barba le arañaba levemente la mejilla, pero a Paula le gustó la sensación.


Esto era lo que nadie de su antiguo círculo comprendía. 


Que no rondaba a Pedro en busca de la menor oportunidad de robarle cuando éste se diera media vuelta. Le gustaba estar en su presencia, conversar con él, saber que le excitaba tanto como él a ella. Aun besándola suavemente, le subió lentamente la camiseta hasta los hombros. Deslizando sus ágiles dedos debajo del sostén, se lo levantó igualmente, y luego se inclinó para rozarle primero uno de los pechos y después el otro con los labios.


Paula dejó escapar un gemido, alzando su cuerpo hacia el de él. No tuvo dificultades para despojarle del albornoz, pero Pedro le sujetó las manos cuando se disponía a desabrocharse los pantalones cortos.


—Es domingo —murmuró, besando de nuevo su boca—. Nuestro día de descanso. —Pedro le recorrió la espalda con la mano libre, asiéndola con firmeza al rodar y colocándola a ella encima.


—No parece que esto sea descansar —dijo con un hilillo de voz, riendo entre dientes—. Y tienes una reunión. —Soterrado bajo la excitación de su cuerpo, sintió alivio. 


Después del monumental enfado que Pedro había pillado con ella por decidir robar a los Hodges, y tras lo que había percibido en él como decepción la noche anterior, era maravilloso, y seguro, estar de nuevo en sus brazos, apreciar el deseo que sentía por ella.


—Imagino que me esperarán.


Paula se deslizó hacia abajo, besándole el pecho y los pezones, sintiendo sus duros músculos temblar bajo su piel. 


Así que había dicho que estaba orgulloso de ella —por ser buena en la profesión que había elegido, supuso—, pero no estaba convencida. Nadie llegaba a casa borracho y dando voces cuando se es feliz.


—¿Y si sucede de nuevo? —susurró, alzándose para recorrerle la mandíbula con los labios.


—¿Y si sucede el qué de nuevo?


—¿Y si las circunstancias me obligan a elegir otra vez entre robar o la muerte y la mutilación?


—Nos aseguraremos de que eso no pase —rugió, sus manos le agarraron el trasero y bajaron por sus muslos.


—Eso no podemos hacerlo.


—Ahora no, Pau. —Antes de que ella pudiera objetar, Pedro la hizo inclinarse sobre él y la besó hasta que a ella le fue imposible respirar—. Eres la persona más inteligente que conozco —dijo finalmente, volcando su atención en desabrocharle los pantalones cortos—. Eres honrada, buena e irresistiblemente guapa, y te quiero. Todo lo demás es secundario.


Pau sonrió mientras él rodaba de nuevo.


—¿Soy buena?


Pedro se incorporó para despojarla de los pantalones y del tanga azul. A él parecían gustarle los tangas aún más que las braguitas con adornos; si lograba superar la incomodidad de tener algo metido permanentemente en la raja del culo, cambiaría de ropa interior.


—Le diste de comer mantequilla de cacahuete a Puffy. No sé por qué, pero no puedo imaginarme a ninguno de tus ex colegas tomándose la molestia de trabar amistad con el perro de la víctima.


Eso era cierto; por Dios, si ni siquiera le gustaba matar a las arañas.


—Era una monada —respondió, luego jadeó cuando él introdujo una mano entre sus muslos.


Pedro levantó sus ojos azul celeste hacia ella. —Estás húmeda.


Ella se estremeció con el movimiento de sus dedos. —Te deseo, inglés.


—Te quiero, yanqui. —Se colocó encima de ella otra vez, retirándole el cabello para dejar su garganta al descubierto y lamerle y mordisquearle la sensible piel. La acarició nuevamente con la mano y ella gimió.


Cuando no pudo soportar la intensidad por más tiempo, Paula arqueó las caderas, introduciéndole en su interior.


—Por favor —murmuró.


—Como desees —susurró, y se hundió lenta y profundamente dentro de Paula.


Paula se corrió de inmediato, violentamente, aferrándose a él cuando Pedro comenzó a mover las caderas de manera enérgica.


Clavándole las yemas de los dedos en la espalda, Paula echó la cabeza hacia atrás, jadeando. Le encantaba tenerle dentro; por mucho que se estuviera liando su relación, esto lo decía todo. Encajaban. Sus corazones encajaban. Pedro bajó la mirada hacia ella.


—Me asombras, lo sabes —dijo entre jadeos, besándola de nuevo.


—Lo sé.


Tras dejar escapar una risita, envistió, gruñendo, luego se desplomó lentamente encima de ella.


—Ojalá no tuviera esa maldita reunión —dijo cuando recobró en parte el aliento—, porque creo que hoy podría acabar con los dos a fuerza de sexo.


Riendo y sintiéndole aún en su interior, le dio una palmadita en la cabeza.


—La próxima vez será, cariño.


—Ven conmigo.—dijo de pronto, levantando la cara para mirarla.


—Acabo de hacerlo.


—Listilla. Me refería a mi reunión. —La besó de nuevo, esta vez con mayor ternura incluso—. Estoy un poco preocupado por ti en estos momentos.


—No puedo ir. Tengo que encontrar el modo de perder a los polis y a los cacos, reunirme con Sanchez e ir de compras. Dado que no me he traído mi equipo de trabajo a Nueva York, voy a necesitar algunas cosas. Más de las que Dario tiene a mano.


Eso no era del todo cierto; sí que tenía sus ganzúas y otro par de herramientas, de aspecto más inofensivo, del oficio, pero nada que se adecuara a las exigencias requeridas por el Museo Metropolitano de Arte. Y deseaba intentar localizar a Veittsreig y a su banda. Saber desde dónde operaban podría facilitar las cosas, máxime si podía utilizarlos para descubrir quién deseaba el Hogarth y el Picasso... y seguramente todos o la mayoría de los objetos ubicados actualmente en el museo. Y encontrar los dos cuadros desaparecidos —así como recuperar los diamantes de los Hodges— era de suma importancia.


—¿ Me permites que te diga que me preocupa que tu padre parezca querer que te involucres en esto habiendo hecho ya un trato para entregar a Veittsreig y a su banda a la INTERPOL? ¿Cómo encajas tú en eso?


—Tengo una corazonada, pero pase lo que pase, debería ser capaz de representar mi papel hasta ese punto. —Le dio un rápido y fuerte abrazo, inhalando el familiar y aún embriagador aroma de su piel—. Bájate de encima de mí y vete a tu reunión.


Con manifiesto desgano reflejado en su rostro, Pedro hizo lo que ella le pedía.


—Algunas veces deseo poder tenerte aquí conmigo para siempre, Paula Chaves.


Para siempre era un tiempo aterradoramente largo, aunque la idea ya no la asustaba tanto como solía hacerlo.


—Nos entraría hambre —dijo con una rápida sonrisa, y se fue a buscar su tanga.


Poniéndoselo junto con su camiseta, y colocándose de nuevo el sostén en su sitio, se dirigió nuevamente hacia el dormitorio principal para buscar un par de vaqueros. 


Cuando cruzó la siguiente puerta, la que se abría al despacho de Pedro, una sombra se movió hacia ella.


Chillando, agarró la puerta medio abierta y la cerró de golpe. Estaba harta. Demasiada gente había irrumpido ya en esa casa.


—¡Pedro!


Quienquiera que estuviera al otro lado tenía fuerza. El pomo giró en sus manos y Pau tiró hacia atrás con todas sus fuerzas cuando la puerta se abrió un par de centímetros. 


Cuando Pedro entró como loco en el pasillo tras ella, Paula cambió el peso de pie y empujó violentamente.


La puerta se abrió de golpe, quienquiera que había estado tirando de ella cayó hacia atrás sobre una de las sillas de la mesa de conferencias. Con Pedro siguiéndole los pasos, se abalanzó sobre el hombre, agarrándole de uno de los talones y tirándole al suelo. El hombre chilló cuando Pau le colocó la rodilla sobre la garganta.


—¿Para quién demonios trabajas? —bramó, quitándole la corbata y rodeándole con ella sus manos agitadas.


—En realidad, trabaja para mí —dijo Pedro con tono firme, su voz destilaba humor—. Paula, ten la bondad de bajarte de encima de mi nuevo ayudante.



CAPITULO 139




Sábado, 11.25 p.m.


Pedro se apeó de la limusina cuando ésta se detuvo ante las escaleras delanteras de la casa.


—Te necesitaré a las nueve en punto, Ruben —dijo cuando el chófer le abrió la puerta.


—Tendré el coche listo. —Ruben vaciló—. ¿Quiere... querría algo de ayuda, señor?


Pedro miró hacia atrás por encima del hombro.


—A las nueve en punto.


—Sí, señor.


Cuando la limusina se alejó, Pedro intentó abrir la puerta principal. Estaba cerrada con llave. Dado que no tenía intención de llamar a su propia casa, buscó las llaves en sus bolsillos. Finalmente, encontró una, y la acercó hacia la cerradura. Falló, y la llave cayó en los escalones de ladrillo con un fuerte repiqueteo.


Casi rodó por las escaleras hasta la calle al agacharse a recogerla. Eso hubiera quedado estupendo en la portada de la revista CEO. Echó un vistazo alrededor tardíamente, pero aparte de algunos coches que pasaban, la calle parecía vacía. Naturalmente, si lo que Paula decía era cierto, la policía estaba vigilando la casa, así como los ladrones. Y puede que también Godzilla y Papá Noel.


Dejando escapar un bufido que no sonó ni pareció particularmente divertido, recogió la llave. Esta vez la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. En el interior de la casa reinaba el silencio y la oscuridad. Todavía era pronto para que Paula se hubiera ido a acostar, pero por lo que sabía, bien podría estar descolgándose por una ventana en algún lugar a kilómetros de distancia. ¿Cómo iba a saberlo? Tal vez Veittsreig quería más diamantes. O algunas esmeraldas.


Cerró la puerta al entrar y se cercioró de conectar la alarma del perímetro, aunque ninguna de las dos cosas parecía servir de mucho últimamente. La gente aparentemente iba y venía a voluntad por todas sus propiedades. Aun así, no tenía intención de ponerle las cosas fáciles a nadie.


Pese a una irregularidad en el descansillo de la escalera en el que no había reparado antes, logró subir a la primera planta. O más bien la segunda, puesto que estaba en América. Gracias a Dios que la puerta del dormitorio no tenía echada la cerradura, ya que no tenía llave de ella. Ni para la mujer que esperaba estuviera dentro.


Las luces y la televisión estaban encendidas y Paula sentada en la cama, rodeada por un revuelo de libros y papeles. Fuera como fuese, esa noche no había salido a robar el Fudge King.


—Hola —dijo, sonriendo—. ¿Has comprado alguna planta más del hotel?


—No. Pero casi, creo. A menos que suceda algo que haga que Hoshido quiera volver a subir el precio otra vez. Maldito Matsuo.


—¿Por qué? Me parece majo.


—A mí también. —No obstante, durante la cena, Matsuo había hablado un poco acerca de las tradiciones del cortejo en Japón, y los cambios que su esposa había insistido en realizar para su compromiso y su boda. Miazaki Hoshido era, sin duda, una mujer especial y atípica; incluso teniendo en cuenta que seguramente no había robado nada en toda su vida.


Se despojó de la chaqueta del traje y la arrojó sobre una butaca. Le siguió la corbata. Hacía dieciséis horas que llevaba puestas esas malditas prendas, y estaba dispuesto a relajarse... salvo que Paula estaba enredada con una banda de ladrones y que la noche anterior habían robado unos diamantes a una pareja que destinaba un porcentaje de sus beneficios a algunas de las mismas obras de caridad que él. Frunciendo el ceño, se quitó los zapatos.


—¿Estás borracho? 


Pedro miró hacia la cama.


—Lo que estoy, querida mía, es como una cuba. Así se dice de donde yo vengo.


Pau comenzó a recoger sus papeles y libros en un montón.


—Por lo menos dime que no comenzaste a beber hasta que concluyeron las negociaciones.


Pedro se desabrochó el cinturón y se bajó la cremallera de los pantalones.


—Discúlpame, ¿acaso me estás diciendo cómo llevar mis negocios? Porque creo recordar que tú rechazaste ese consejo cuando yo te lo ofrecí.


—No voy a discutir contigo esta noche —dijo fríamente, bajando de la cama y dejando sus papeles en el escritorio—. Sé que estás en pedo y que seguramente necesitarás desfogarte. Pero no voy a mantener una conversación contigo cuando con toda probabilidad no vas a recordarla.


—¿Por qué no? ¿Que me haya tomado unas copas cambia en algo el modo en que me mentiste al decir que no sabías quién me robó el Hogarth ? ¿ Cambia que decidieras participar en un robo y contármelo durante el almuerzo? ¿Cambia que hayamos, ambos, robado a unos amables ancianos que se ganan la vida cocinando galletas? ¿Cambia que intente lo que intente para ayudarte, me rehuyas rápidamente para largarte con tus amigos delincuentes que disparan a la gente?


Paula le miró fijamente durante largo rato desde el extremo más distante de la cama, mientras Pedro trataba de no ponerse a temblar.


Luego recogió sus papeles de nuevo y se acercó a él.


—¿Sabes? —dijo en voz baja—, he pasado las tres últimas horas pensando en lo mucho que deseaba hablar contigo esta noche. Quería verdaderamente tu ayuda. —Pasó por su lado en dirección a la puerta.


Pedro se dio media vuelta, casi tropezando con sus pantalones bajados.


—¿Adonde demonios crees que vas?


—Me voy al cuarto de invitados. Tengo trabajo que hacer esta noche, y me llevará más de lo esperado porque lo haré yo sola. Buenas noches, Pedro.


Le dejó allí, de pie, con su camisa azul marino, sus boxers de cuadros y sus calcetines negros.


—Joder —dijo, y se derrumbó sobre la cama.



***


Despertó al cabo de cuatro horas, helado, irritado y con dolor de cabeza. En cuanto pudo ponerse en pie, se fue tambaleando hasta el cuarto de baño en busca de una aspirina, agarró su cepillo de dientes y pasta, y se metió en la ducha.


Veinte minutos después de eso, logró abrir los dos ojos, inyectados en sangre, al mismo tiempo, y que su cerebro comenzase a volver a ponerse en marcha. Paula... Le había dicho que se marchaba al cuarto de invitados, pero tenía la desagradable costumbre de escabullirse de él en mitad de la noche.


Poniéndose su albornoz azul de algodón, salió del dormitorio y se fue dos puertas más allá en dirección a la parte de atrás de la casa. La puerta estaba cerrada, aunque no con llave; una buena señal, esperaba.


—¿Paula? —dijo en voz baja, abriendo la puerta.


La luz de la mesilla continuaba encendida, pero ella no estaba leyendo. Los papeles y los libros parecían haberse multiplicado, y cubrían la cama, salvo donde Paula yacía estirada sobre las almohadas. Tenía el cabello caoba enredado sobre sus ojos, y todavía llevaba puestos los vaqueros y la camiseta con una camisa desabrochada encima.


Si quería una garantía de que no sólo afirmaba amarla, sino que la amaba realmente, el tremendo alivio que sintió al verla allí y la desbordante sensación de... ternura, de desear abrazarla y protegerla, respondió claramente a su pregunta.


Moviéndose con sigilo, recogió los papeles esparcidos. Sus instintos de curtido hombre de negocios le gritaban «aprovéchate del oponente», mientras retiraba los papeles deseaba ojearlos y ver qué se traía Pau entre manos, pero se resistió con la misma fuerza. Si deseaba que él lo supiera, se lo contaría. Dejó las cosas en el suelo, tomó el suave cubrecama que se encontraba a los pies y la tapó con ternura.


Pau abrió los ojos de manera soñolienta.


—Tengo frío sin ti —farfulló, y volvió a cerrarlos.


Con una leve sonrisa, Pedro se subió a la cama, colocandose a su lado de forma perpendicular al cabecero. 


Con los ojos aún cerrados, Pau tiró del cubrecama para que le tapara también a él.


—Te quiero —susurró, deslizándole el brazo por los hombros.


—Te quiero —respondió en un murmullo, acurrucándose contra él.


Y, de pronto, el mundo volvía a estar bien. ¿Qué le importaba un maldito hotel cuando tenía a su propia ladrona de guante blanco prácticamente jubilada? Y pensar que doscientos cincuenta años atrás, como miembro de la nobleza, se habría visto obligado a hacer que la colgaran. 


Gracias a Dios y al demonio que no eran parte de una novela romántica de corte histórico. Porque para bien o para mal, si Pau iba a cometer un robo aún mayor que el de la noche anterior, pretendía ayudarla a hacerlo.