Sábado, 11.25 p.m.
Pedro se apeó de la limusina cuando ésta se detuvo ante las escaleras delanteras de la casa.
—Te necesitaré a las nueve en punto, Ruben —dijo cuando el chófer le abrió la puerta.
—Tendré el coche listo. —Ruben vaciló—. ¿Quiere... querría algo de ayuda, señor?
Pedro miró hacia atrás por encima del hombro.
—A las nueve en punto.
—Sí, señor.
Cuando la limusina se alejó, Pedro intentó abrir la puerta principal. Estaba cerrada con llave. Dado que no tenía intención de llamar a su propia casa, buscó las llaves en sus bolsillos. Finalmente, encontró una, y la acercó hacia la cerradura. Falló, y la llave cayó en los escalones de ladrillo con un fuerte repiqueteo.
Casi rodó por las escaleras hasta la calle al agacharse a recogerla. Eso hubiera quedado estupendo en la portada de la revista CEO. Echó un vistazo alrededor tardíamente, pero aparte de algunos coches que pasaban, la calle parecía vacía. Naturalmente, si lo que Paula decía era cierto, la policía estaba vigilando la casa, así como los ladrones. Y puede que también Godzilla y Papá Noel.
Dejando escapar un bufido que no sonó ni pareció particularmente divertido, recogió la llave. Esta vez la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. En el interior de la casa reinaba el silencio y la oscuridad. Todavía era pronto para que Paula se hubiera ido a acostar, pero por lo que sabía, bien podría estar descolgándose por una ventana en algún lugar a kilómetros de distancia. ¿Cómo iba a saberlo? Tal vez Veittsreig quería más diamantes. O algunas esmeraldas.
Cerró la puerta al entrar y se cercioró de conectar la alarma del perímetro, aunque ninguna de las dos cosas parecía servir de mucho últimamente. La gente aparentemente iba y venía a voluntad por todas sus propiedades. Aun así, no tenía intención de ponerle las cosas fáciles a nadie.
Pese a una irregularidad en el descansillo de la escalera en el que no había reparado antes, logró subir a la primera planta. O más bien la segunda, puesto que estaba en América. Gracias a Dios que la puerta del dormitorio no tenía echada la cerradura, ya que no tenía llave de ella. Ni para la mujer que esperaba estuviera dentro.
Las luces y la televisión estaban encendidas y Paula sentada en la cama, rodeada por un revuelo de libros y papeles. Fuera como fuese, esa noche no había salido a robar el Fudge King.
—Hola —dijo, sonriendo—. ¿Has comprado alguna planta más del hotel?
—No. Pero casi, creo. A menos que suceda algo que haga que Hoshido quiera volver a subir el precio otra vez. Maldito Matsuo.
—¿Por qué? Me parece majo.
—A mí también. —No obstante, durante la cena, Matsuo había hablado un poco acerca de las tradiciones del cortejo en Japón, y los cambios que su esposa había insistido en realizar para su compromiso y su boda. Miazaki Hoshido era, sin duda, una mujer especial y atípica; incluso teniendo en cuenta que seguramente no había robado nada en toda su vida.
Se despojó de la chaqueta del traje y la arrojó sobre una butaca. Le siguió la corbata. Hacía dieciséis horas que llevaba puestas esas malditas prendas, y estaba dispuesto a relajarse... salvo que Paula estaba enredada con una banda de ladrones y que la noche anterior habían robado unos diamantes a una pareja que destinaba un porcentaje de sus beneficios a algunas de las mismas obras de caridad que él. Frunciendo el ceño, se quitó los zapatos.
—¿Estás borracho?
Pedro miró hacia la cama.
—Lo que estoy, querida mía, es como una cuba. Así se dice de donde yo vengo.
Pau comenzó a recoger sus papeles y libros en un montón.
—Por lo menos dime que no comenzaste a beber hasta que concluyeron las negociaciones.
Pedro se desabrochó el cinturón y se bajó la cremallera de los pantalones.
—Discúlpame, ¿acaso me estás diciendo cómo llevar mis negocios? Porque creo recordar que tú rechazaste ese consejo cuando yo te lo ofrecí.
—No voy a discutir contigo esta noche —dijo fríamente, bajando de la cama y dejando sus papeles en el escritorio—. Sé que estás en pedo y que seguramente necesitarás desfogarte. Pero no voy a mantener una conversación contigo cuando con toda probabilidad no vas a recordarla.
—¿Por qué no? ¿Que me haya tomado unas copas cambia en algo el modo en que me mentiste al decir que no sabías quién me robó el Hogarth ? ¿ Cambia que decidieras participar en un robo y contármelo durante el almuerzo? ¿Cambia que hayamos, ambos, robado a unos amables ancianos que se ganan la vida cocinando galletas? ¿Cambia que intente lo que intente para ayudarte, me rehuyas rápidamente para largarte con tus amigos delincuentes que disparan a la gente?
Paula le miró fijamente durante largo rato desde el extremo más distante de la cama, mientras Pedro trataba de no ponerse a temblar.
Luego recogió sus papeles de nuevo y se acercó a él.
—¿Sabes? —dijo en voz baja—, he pasado las tres últimas horas pensando en lo mucho que deseaba hablar contigo esta noche. Quería verdaderamente tu ayuda. —Pasó por su lado en dirección a la puerta.
Pedro se dio media vuelta, casi tropezando con sus pantalones bajados.
—¿Adonde demonios crees que vas?
—Me voy al cuarto de invitados. Tengo trabajo que hacer esta noche, y me llevará más de lo esperado porque lo haré yo sola. Buenas noches, Pedro.
Le dejó allí, de pie, con su camisa azul marino, sus boxers de cuadros y sus calcetines negros.
—Joder —dijo, y se derrumbó sobre la cama.
***
Veinte minutos después de eso, logró abrir los dos ojos, inyectados en sangre, al mismo tiempo, y que su cerebro comenzase a volver a ponerse en marcha. Paula... Le había dicho que se marchaba al cuarto de invitados, pero tenía la desagradable costumbre de escabullirse de él en mitad de la noche.
Poniéndose su albornoz azul de algodón, salió del dormitorio y se fue dos puertas más allá en dirección a la parte de atrás de la casa. La puerta estaba cerrada, aunque no con llave; una buena señal, esperaba.
—¿Paula? —dijo en voz baja, abriendo la puerta.
La luz de la mesilla continuaba encendida, pero ella no estaba leyendo. Los papeles y los libros parecían haberse multiplicado, y cubrían la cama, salvo donde Paula yacía estirada sobre las almohadas. Tenía el cabello caoba enredado sobre sus ojos, y todavía llevaba puestos los vaqueros y la camiseta con una camisa desabrochada encima.
Si quería una garantía de que no sólo afirmaba amarla, sino que la amaba realmente, el tremendo alivio que sintió al verla allí y la desbordante sensación de... ternura, de desear abrazarla y protegerla, respondió claramente a su pregunta.
Moviéndose con sigilo, recogió los papeles esparcidos. Sus instintos de curtido hombre de negocios le gritaban «aprovéchate del oponente», mientras retiraba los papeles deseaba ojearlos y ver qué se traía Pau entre manos, pero se resistió con la misma fuerza. Si deseaba que él lo supiera, se lo contaría. Dejó las cosas en el suelo, tomó el suave cubrecama que se encontraba a los pies y la tapó con ternura.
Pau abrió los ojos de manera soñolienta.
—Tengo frío sin ti —farfulló, y volvió a cerrarlos.
Con una leve sonrisa, Pedro se subió a la cama, colocandose a su lado de forma perpendicular al cabecero.
Con los ojos aún cerrados, Pau tiró del cubrecama para que le tapara también a él.
—Te quiero —susurró, deslizándole el brazo por los hombros.
—Te quiero —respondió en un murmullo, acurrucándose contra él.
Y, de pronto, el mundo volvía a estar bien. ¿Qué le importaba un maldito hotel cuando tenía a su propia ladrona de guante blanco prácticamente jubilada? Y pensar que doscientos cincuenta años atrás, como miembro de la nobleza, se habría visto obligado a hacer que la colgaran.
Gracias a Dios y al demonio que no eran parte de una novela romántica de corte histórico. Porque para bien o para mal, si Pau iba a cometer un robo aún mayor que el de la noche anterior, pretendía ayudarla a hacerlo.
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