viernes, 3 de abril de 2015
CAPITULO 161
Viernes, 4:32 p.m.
Paula estaba apoyada en el respaldo de una silla en la oficina de seguridad. Comiendo una manzana, revisó su lista.
—¿Dos chicos más a caballo? Me gusta. Por lo menos el primer fin de semana.
Craigson hizo una nota en su hoja de asignación.
—Bien, después de que tuvimos que sacar a ese equipo de televisión de la orilla del lago, se me ocurrió. Necesitamos una mayor movilidad en el patrullaje de los terrenos o tendrás turistas en tu dormitorio.
Ella se echó a reír, sin estar segura de si le hacía gracia o le molestaba.
—Eso se lo impediría.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Paula? —preguntó, tirando la carpeta sobre el escritorio situado detrás de él.
—Claro.
—Tengo un currículum un poco... extraño. ¿Por qué soy el segundo al mando?
—Sanchez te avaló. Dijo que después de que te enchironaran y pasaras dos años encerrado, le dijiste que te retirabas del todo. Y aceptaste un trabajo como cámara de una boda, que más o menos me dice que te estabas tomando en serio lo de no volver al juego.
—Aye. La vida es adictiva, pero me gustan mis cielos azules sin barras a través de ellos. Y gracias por conocer la diferencia entre retirarse y jubilarse.
—Bueno, Jamie, más o menos estoy pasando por lo mismo.
Un movimiento en uno de los monitores de una cámara exterior le llamó la atención. Pedro galopando en su caballo gris, Twist, dirigiéndose hacia el edificio más nuevo que ahora alojaba el establo.
La había estado evitando toda la tarde, y mientras que su instinto de conservación le decía que ella lo evitara en este momento, no pudo hacerlo. Toda esta cosa de la relación continuaba desconcertándola... no tanto por las reglas y
rituales, sino por la forma en que su felicidad se había convertido en algo tan estrechamente ligado a cómo se sentía él.
—¿Quieres que llame a Hurst y vea si tiene un par de guardias que puedan montar? —preguntó Craigson, siguiendo su mirada hacia el monitor.
—Sí, gracias —respondió ella, levantándose—. Y tan pronto como llegue tu relevo de noche, vete a casa. Duerme un poco. Hemos comprobado todo lo comprobable.
—Está bien. Adiós, Paula. Te veré por la mañana.
Lanzando los restos de la manzana a la papelera, Paula subió las escaleras y rodeó la parte de atrás de la casa.
Llegó al establo justo cuando Pedro salía, golpeándose con los guantes de montar en la mano. Se detuvo cuando la vio,
apretando la mandíbula antes de asumir su infame expresión de no-me-jodas.
—Hola —dijo ella de todos modos.
—Hola.
—¿Qué tal la cabalgada?
—Bien. Deberías probarlo alguna vez —comentó, reanudando su paseo a largas zancadas hacia la casa.
—Lo haré.
Se detuvo de nuevo.
—¿Cuándo?
Ella se detuvo también.
—Oh, esto va a ser una de esas peleas.
Pedro la miró.
—¿Qué clase de pelea es esa?
—Del tipo en el que me empujas a hacer algo con lo que no me siento cómoda porque no te gusta el modo como algo más va.
—Sobre lo que sea que estás parloteando, es ridículo.
Así que quería ser desagradable. Se lo figuraba, ya que apenas habían tenido un desacuerdo el mes pasado y ella tenía mañana el día más importante de su nueva carrera. Él esperaba que ella picara, así que en lugar de eso lo rozó al pasar y se dirigió al establo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó con fuerza.
—Voy a montar un estúpido caballo. Así la próxima vez que discutamos solo serás capaz de echarme en cara la pesca en alta mar.
—Paula...
Ella le dejó atrás, empujó la puerta y entró.
—Hola, Briggs —dijo al mozo que cepillaba a Twist.
—Hola, señorita Paula. El jefe acaba de irse. Usted...
—Estoy aquí —interrumpió Pedro, entrando a grandes zancadas detrás de ella.
—¿Me ensillarías un caballo, Briggs? —le preguntó Paula, reprimiendo el ataque de nervios. En realidad un caballo no era más que un perro grande. Si era capaz de conducir un coche, podría guiar un caballo.
—No tienes que hacerlo, Paula —comentó Pedro, bajando un poco el tono.
—Sí, tengo que hacerlo. Estoy cansada de que me lo eches en cara.
—Está bien. Briggs, ¿podrías por favor ensillar a Molly? Y también a Livingston.
Ella se mantuvo de espaldas a él.
—No voy a montar contigo.
A Pedro no le gustaba cuando discutían delante de alguien más, pero ahora mismo “los alguien” parecían estar en todas partes. Y seguro que ella no iba a pelear con él en la casa delante del inspector Clouseau Larson.
Se movió a su derecha.
—Vas a montar conmigo —murmuró en su oído—, porque si te caes alguien tendrá que llevarte al hospital.
—Eso no es lo que quiero oír justo...
Pedro dio un tirón al bolsillo de su ligera chaqueta. Ella se volvió hacia él, apartándole la mano.
—Las manos fuera, ricachón —le espetó, hundiendo la mano en un acto reflejo para proteger su bolsillo. Sus dedos se cerraron en torno a una bolsa de suave terciopelo que cubría algo más duro y más pesado en su interior—. Eres un hijo de puta —gruñó ella, sacando el pequeño paquete.
—Eso es...
Empujándolo para pasar por delante de él hacia la puerta, lo arrojó al lago.
Aterrizó en el agua a pocos metros de la orilla con un suave plop, luego se hundió.
—Ahí van tus dieciséis millones de dólares, la jodida herencia invaluable de familia.
Maldita sea. No era de extrañar que se estuvieran peleando.
No era de extrañar que Brian hubiera aparecido literalmente en su puerta después de dos años. No era de extrañar...
Él balanceaba una bolsa delante de sus ojos.
—Esta es mi jodida herencia invaluable de familia —murmuró—. Eso era un poco de algo mío para ti.
Paula miró por encima del hombro.
—Sin embargo, el mal de ojo estaba en mi bolsillo, ¿no es cierto? —preguntó ella. Si no hubiera estado, ella estaba simple y llanamente maldita.
Los ojos azules la miraron.
—Sí. Yo sólo los cambié. No quería correr el riesgo de que te rompieras el cuello al montar.
Durante un largo momento ella le devolvió la mirada.
—Pon el diamante en otro lugar —murmuró ella por fin. Se dirigió hacia el lago, encogiéndose de hombros para quitarse la chaqueta mientras caminaba.
—¿Paula?
Saltando, se quitó una bota.
—Si me disculpas, voy a nadar antes de montar.
Una cosa era deshacerse de un diamante maldito cuando él se lo había plantado encima. Otra muy distinta era que se lo quitara y cabrearse cuando ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Y lo había reemplazado con un
regalo. Bueno, no podía llamarse a sí misma estúpida, pero sí muy, muy lenta.
Dejó caer su teléfono en una bota.
Él se quitó la camisa suelta que llevaba sobre la camiseta negra y pateó sus botas de montar.
—No. Yo puse el mal en tu bolsillo. Lo recuperaré.
Paula se enderezó.
—Tal vez te ayude también a refrescarte. —Lo miró con cautela mientras entraba cautelosamente en el agua fría.
—Cristo, está fría —murmuró, tanteando con los pies descalzos.
—Voy a sacar el Nightshade de aquí antes de que te rompas el cuello —dijo ella—, o los cisnes te coman.
—O el pez gato.
Paula miró de la temblorosa figura medio sumergida de Pedro a la bolsa de terciopelo junto a sus botas de montar.
Entonces sacó su teléfono móvil y lo abrió.
—¿Sykes? Ven al lago un momento ¿vale? Y trae una manta.
—De inmediato, señorita Paula.
De ninguna manera iba a perderse el vadeo de Pedro en su lago. Sólo esperaba que el pez gato no se hubiera tragado su regalo. Suspiró, todavía dividida entre la ira y la diversión mientras él hundía los pies en el barro del fondo del lago.
Él le había metido el diamante maldito y ella ni siquiera se había dado cuenta de ello. Así que bueno, merecía vadear su lago infestado de cisnes.
—¿Todavía nada? —gritó.
Pedro le hizo un saludo con dos dedos, tomó aire y se hundió bajo el agua.
Cualquiera que fuera el valor del artículo de esa bolsa, y ella no tenía ni idea de qué era, ciertamente Pedro parecía decidido a encontrarlo.
—¿Señorita Paula?
Miró a Sykes y le quitó la manta al mayordomo.
—Por favor, coge eso —dijo, señalando la bolsa de terciopelo con el diamante mientras Pedro salía a la superficie otra vez—, y guárdalo con los cubiertos de plata. Pedro lo recogerá más tarde. —Frunció el ceño mientras Sykes se inclinaba para recogerlo de la hierba—. Y no lo mires —añadió, oyendo el chapoteo cuando Pedro se zambulló de nuevo.
Cuando Sykes se marchó, Paula giró hacia el lago una vez más. Vale, era culpa de Pedro que hubiera arrojado el regalo, pero era ella la que lo había tirado. Se sentó para quitarse la otra bota. Además, la recuperación de objetos era parte de su especialidad.
Pedro asomó la cabeza otra vez y se alzó, levantando la mano derecha. Tenía la bolsa agarrada con los dedos.
—Diana. Lo encontré —dijo, vadeando para salir del lago.
Con una media sonrisa, Paula se puso las botas de nuevo.
—Nunca debí haber dudado.
—Condenadamente cierto
Él no pareció notar su sarcasmo. Sin embargo en este momento, con su cabello negro húmedo y desaliñado y la mojada camisa pegada a la piel, la necesidad de discutir no se sentía tan fuerte. Vaya. Cerrando la distancia entre ellos, se estiró para envolver la manta alrededor de sus hombros.
—Pareces estar todo mojado.
—No debería haber tratado de engañarte. —Le tomó las manos, tirando de ella más cerca.
Paula retrocedió.
—Mm-hum. ¿Por qué no vas arriba y te quitas todo esto?
—Esa es una muy buena idea. ¿Te unes a mí?
Ella lo miró.
—No. Voy a montar.
—Paula, estoy empapado.
—Y sólo quieres tener sexo de manera que puedas engatusarme para ganarte mis favores.
Pedro le sujetó la barbilla con las puntas de los dedos y le levantó la cara. Luego la besó suavemente.
—Para eso era el regalo —murmuró—, aunque estoy pensando que son mis favores los que tienes que ganarte.
—¿Yo? ¿Qué he hecho? Aparte de tirar tu regalo al lago y eso fue porque me volviste loca.
—¿Quién era el hombre de esta mañana? Me di cuenta que no me dijiste su nombre.
—Apesta ser tú —replicó ella, dirigiéndose hacia el establo a zancadas—.¿Quién era el hombre que estaba tratando de conseguir el trabajo Blackpool? Me gustaría llamarlo y gritarle por no cooperar contigo.
Pedro la siguió por la ladera, recogiendo sus cosas desechadas por el camino.
—No es lo mismo y lo sabes.
—¿Por qué no? —respondió—. Un tipo de tu línea de trabajo contra un tipo de mi línea de trabajo. Sólo que tú prácticamente llegaste a agarrar al mío y tirarlo de culo.
—No hice tal cosa. Sólo quería saber quién era.
—¿Por qué? ¿Porque pensabas que era un ladrón? ¿O porque yo estaba hablando con él?
—Ambas cosas —respondió él, apretando la mandíbula.
—¿Y alguna vez consideraste que no se habría mostrado en absoluto si tú no hubieras puesto el Nightshade en mi bolsillo? Ya sabes, el diamante maldito que trae mala suerte a cualquiera que lo lleve. —Lo rodeó—. Eso fue muy bajo, por cierto. Lo creas o no, te dije que me ponía nerviosa. Pero no, tenías que demostrar que tú tenías razón y yo estaba equivocada. Bueno, tú estabas equivocado. Está maldito. Ahí tienes.
Justo en la puerta del establo él la agarró, presionando su espalda contra la pared y besándola de nuevo, con fuerza y profundamente. Probablemente ella iba a ganar cualquier discusión que tuvieran, y él había encontrado que el mejor modo de callarla era seducirla. Afortunadamente, a ella le gustaba ser seducida.
La manta cayó al suelo cuando Paula deslizó los brazos alrededor de sus hombros, abrazándolo con fuerza contra ella. Pedro estaba mojado, pero a ella no parecía importarle.
Era tan fuerte e independiente que cuando finalmente se
inclinó y se aferró a él, fue embriagador. Más que eso, pero todavía no sabía muy bien cómo describir el profundo sentimiento de satisfacción y alegría pura que lo llenaba cuando estaban juntos, cuando sabía que la había hecho feliz.
Sin dejar de besarla y bastante seguro de que el establo estaba conectado al maldito sistema de seguridad de vídeo de Paula, bajó los dedos por su brazo hasta que le colocó la mojada bolsa de terciopelo entre los dedos. El plan original
había sido que ella descubriera el regalo en su tiempo libre y cuando él no estuviera presente para añadir algún tipo de presión al proceso.
Dado que ella le había dejado ir a bucear al lago para recuperarlo, supuso que estaba bastante interesada en recibirlo. Retrocediendo un poco, desató los delicados lazos empapados y abrió la bolsa.
Paula observó sus manos mientras él tomaba la bolsa y la volvía boca abajo sobre su palma. Un pequeño engarce triangular de oro con un brillante en cada una de las esquinas y una cadena de oro arremolinada al lado que les hacía guiños.
—Oh, Pedro —suspiró ella—. Es hermoso.
Con cuidado, él abrió el broche y se lo colocó alrededor de la garganta, cerrándolo detrás de su cuello.
—Lo compré cuando estuve en París. Mi cronometraje...
Ella le puso un dedo sobre los labios.
—Tu cronometraje es una mierda. Gracias. —Apartando los dedos, los reemplazó con los labios.
—De nada. Haz que tu compañero apague las cámaras de seguridad de aquí, ¿vale? —sugirió.
Ella se rió entre dientes contra su boca.
—No voy a tener sexo aquí con los caballos mirándonos.
—El sexo es perfectamente natural en el reino animal. Estoy seguro de que no les importará.
—A mí sí. Y también a Briggs. Además, voy a montar.
—No tienes que demostrarme nada.
Ella frunció el ceño.
—En realidad no se trata de ti, salvo que haga que dejes de decirme que tengo miedo a montar.
—Móntame a mí —murmuró, desabrochándole el botón superior de la blusa y deslizando la mano a lo largo de la clavícula.
—Estás tan resbaladizo —replicó ella con una sonrisa lenta.
—Aquí están, señorita Paula, jefe. —Briggs surgió de un establo con Molly a remolque, mientras que Livingston ya estaba esperando.
—Guay —contestó Paula—. Vas a tener que enseñarme a... subir a bordo.
Pedro deslizó un brazo hacia sus hombros y se inclinó para rozarle la oreja con los labios.
—Montar en este momento va a ser muy incómodo para mí.
Ella soltó un bufido.
—Por tu propia culpa.
Jodidamente espléndido. Pedro hizo todo lo posible para conjurar imágenes de accidentes de ski en la nieve y de la reina en tanga, aunque fuera claramente antipatriótico. Sólo ayudó un poco, pero esperaba que fuera suficiente para que
sentarse en la silla no le dañara permanentemente.
Briggs estaba mostrando cómo pisar el estribo, cuando Pedro se adelantó.
—Yo me encargo desde aquí —dijo.
Con un asentimiento y una sonrisa que decía que había oído o visto al menos una parte de su intercambio, el mozo se retiró al cuarto de herramientas.
Paula tiró de la mojada camisa abierta de Pedro por encima de sus caderas.
—¿Está seguro de que deseas participar?
—Sí. Planta tus pies en mis manos y balancea la otra pierna.
—Está bien. Sabes, pensaba que un chapuzón en el lago podría haberte ayudado —comentó, dirigiendo la mirada a lo largo de su longitud de un modo que hizo que Pedro fuera de la reina a John Cleese vestido de mujer para poder mantener un poco de dignidad—. Tal vez deberías intentarlo de nuevo.
—Después de la cena —respondió tan suavemente como pudo—, quiero verte llevando el collar y nada más.
Ella se sentó en la silla de montar, mientras él le empujaba los pies a través de los estribos.
—¿Estás tratando de distraerme, o calentarte a ti mismo?
—¿Distraerte de qué?
—De darme cuenta de que acabo de poner mi vida en los cascos de un animal muy grande, con sólo una fina tira de cuero para conseguir que él haga lo que yo quiero.
—Ella —corrigió—. Y Molly es la más tranquila de los animales que tengo. —Debería serlo, la había comprado con Paula y su falta de experiencia con caballos en mente. Ató una rienda a las bridas de Molly y sujetando el otro extremo, montó con rigidez sobre Livingston—. Además, has trabajado con gente mucho más aterradora que ella.
Paula se acomodó un poco, claramente incómoda, antes de mirarlo.
—¿Todavía estamos discutiendo? —preguntó.
Sí.
—No lo sé todavía. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque voy a dejar que me guíes.
Viniendo de donde venía, hasta la más pequeña concesión como ésta era un gran trato para Paula. Sobre todo si seguían peleando.
—Espero que ya sepas que discutamos o no, todavía puedes confiar en mí.
Ella asintió con la cabeza, no del todo capaz de ocultar la mueca.
—Está bien.
—Está bien. —Con un chasquido hizo avanzar a Livingston con paso tranquilo a través de la puerta alta y ancha del establo.
Molly les siguió obedientemente detrás. Paula se agarró al pomo de la silla con las dos manos y murmuró para sí misma. Él no pudo oírlo todo pero captó unas palabras. Al parecer, se sentía estúpida y estaba a punto de romperse el
cuello.
Teniendo en cuenta que ella nunca había intentado nada sin sobresalir en ello, Pedro no estaba demasiado preocupado por su cuello. No por culpa de Molly, de todos modos. Era el resto de la vida de Paula, las partes de las que no quería hablar con él, las que harían que la mataran. Y eso estaba convirtiéndose cada vez más en inaceptable para él.
—¿Cómo vas? —preguntó, retorciéndose en la silla para mirar hacia atrás.
—No me he caído todavía —respondió tensa—. Tal vez deberíamos haber comenzado con un pony Shetland.
Dejando a un lado la auto-desaprobación, ella se sentaba correctamente y tenía un firme control sobre la silla.
Persignándose mentalmente, Pedro llevó a Livingston con las rodillas a un medio galope. Con la mayor parte de su atención en Paula, les orientó hacia la orilla del lago.
—Pedro, ¡para! —espetó ella, agarrando las riendas con una mano y fallando.
—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó.
—¿Qué?
—El de esta mañana. Dime su nombre.
—Vete a la mierda. ¡Para!
—No estás en peligro. Simplemente no te gusta porque no tienes el control. Así es como yo me siento cada vez que te metes en problemas y no me lo cuentas.
Paula sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo lanzó.
Tenía una puntería excepcional, incluso a caballo, y rebotó dolorosamente contra su cráneo.
Con una maldición Pedro se detuvo.
—¡Maldita sea! Eso no fue...
Paula se movió para sacar los pies de los estribos y medio cayó al suelo.
Se inclinó para recoger su teléfono y se marchó a zancadas hacia la casa.
Frotándose la sien, Pedro saltó de la silla y cargó tras ella.
La placó al suelo. Muy consciente de que se iba a levantar la agarró de las muñecas, usando su mayor peso para mantenerla sujeta. En lugar de luchar contra él, empujó con fuerza contra la parte alta de una ladera con los pies. Antes de que él pudiera contrarrestarlo, rodaron cuesta abajo hacia el lago.
—Joder —murmuró, cuando salpicaron en las aguas poco profundas y se hundió. Una vez más.
Liberándola, se puso en pie. A pocos palmos, Paula trepaba por la orilla.
—Juegas sucio —jadeó.
—Mira quién habla, señor Trote Mortal Canterbury. —Sacudiéndose el pelo, se quitó los zapatos y la chaqueta empapada—. No vuelvas a hacerlo jamás.
—Estaba demostrando mi idea. Tu vida ya no es sólo tuya.
—Lo sé. Y desafiar a ese tipo cara a cara esta mañana no es la forma de asustarlo para que abandone un trabajo. Así que trata de tener en cuenta que no todo es sobre ti y tus considerables niveles de testosterona.
—Bien. —Saliendo trabajosamente del agua—. Inclúyeme o no. Sabes que estoy dispuesto a ayudar. Pero si eliges mantenerme fuera de esto, espero permanecer fuera de esto. Pública, jurídica, política y socialmente y cualquier otros adverbios que pueda pensar. Así que decide, Paula. Una vez más, te lo dejo a ti.
Agarrando las riendas de Livingston, guió a los dos caballos hacia el establo.
El silencio lo siguió. Maldita sea. ¿Por qué podía negociar ofertas de mil millones de dólares sin romper a sudar, pero no podía manejar una discusión con Paula sin perder los nervios y causar una pelea a puñetazos?
—Shepherd —dijo a sus espaldas—. Brian Shepherd. Ese es su nombre.
Gracias a Dios. Redujo la velocidad.
—¿Es bueno?
—Bastante bueno. Puedo manejarlo.
—Gracias por decírmelo.
No respondía a sus otras preguntas, sobre si Brian Shepherd había estado coqueteando con ella por una razón, y lo bien que lo conocía. Confiaría en ella por ahora, porque, sencillamente, no tenía otra opción. No si quería mantener su cordura y su corazón.
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