Jueves, 9:45 p.m.
—SI Scotland Yard quiere dirigir una investigación entonces déjales que lo hagan.De todos modos quería practicar algo de pesca en Maldoney, Escocia.
—Sabía que ibas a decir eso —respondió Paula, quitándole el cuenco de palomitas de maíz y hundiéndose en el sofá—. ¿Y qué se supone que debo hacer yo mientras tú agarras róbalos en tu viejo castillo mohoso?
—No es mohoso y son truchas.
—No me importa qué tipo de pez es. —Encendió el reproductor de DVD y apagó las luces—. No voy a ir a ninguna parte.
Con el ceño fruncido, él se sentó a su lado.
—Todavía estás en el proceso de puesta en marcha de un negocio, que verá aumentar los ingresos sobre la base de tu éxito. Si el Yard te pisa tu “contrato” como lo llamas, y roban la exhibición de todos modos, eso dañará tu credibilidad.
Y por lo tanto tu futuro en tu nueva línea de trabajo.
—Si se va a la mierda siempre puedo agarrar lo que queda de las joyas y darme a la fuga. Un par de millones repondrían el fondo de retiro al que he estado metiendo mano.
—Cuando vaya al hospital con la presión arterial alta de por vida, le diré al médico que es por tu culpa. —Estiró la mano, deslizando un brazo sobre sus hombros y hundiendo la otra mano en el cuenco de palomitas.
Ella sonrió, hundiéndose de nuevo contra él. A Pedro le gustaba estar en contacto físico con ella, y aunque al principio había estado asustada, en este momento no podía ver nada malo en ello. Pedro Alfonso siempre se había sentido así... seguro y tan excitante al mismo tiempo.
Probablemente podría pasarse la vida tratando de llegar a entenderlo, si uno de de ellos no mataba al otro antes.
Pero al menos esta vez estaba preocupado por la reputación de ella en el negocio de la seguridad y la recuperación de objetos robados, y no sobre si la culparían si algo se perdía.
Y no se había asustado cuando ella bromeó con torcerse
de nuevo. Vaya. O se estaba ablandando o ella estaba perdiendo su toque.
En la pantalla de plasma, Godzilla rugió.
—¿Es en blanco y negro? —preguntó Pedro—. ¿Con Raymond Burr? La hemos visto setenta y dos veces.
—No es verdad. Y esta es el original original. Antes de que el distribuidor de EE.UU. la reeditara con Burr. Antes, cuando se llamaba Gojira. Y lo siento, es subtitulada.
—¿La has visto antes?
—La vi hace un par de semanas, mientras estabas en París.
—Así que esto es para mi beneficio.
—Puedes estar seguro. Para cuando haya terminado contigo, conocerás a todos los monstruos Godzilla desde Gigan a Destroyah.
—Entonces menos mal que he estado tomando notas.
Con toda justicia, mientras que él parecía pensar que su fascinación por Godzilla era bastante divertida, veía la mayoría de las películas junto a ella.
Probablemente porque ella no había presentado ninguna queja contra su colección de películas de la Segunda Guerra Mundial de Dirk Bogarde. Los chicos y su artillería pesada.
Pero dejando a un lado lo de pisotear edificios, ella prefería un poco más de finura. Los Grant básicos, Cary y Hugh, podían hacer que el viejo corazón se revolucionara.
—¿Tienes alguna idea de quién podría ir tras las gemas? —preguntó Pedro abruptamente.
Demasiado para Gojira esta noche.
—Tienes una mente muy ladrona.
Los músculos del brazo que había colocado sobre sus hombros se tensaron un poco. Había estado esperando eso. Él había sido sorprendentemente tolerante a lo largo de su explicación por la presencia de Larson, y la cena había venido e ido sin un solo puñetazo, patada o lanzamiento.
Ahora, sin embargo, al parecer, quería los detalles. Suspiró.
—Vale, vale. Sanchez está tratando de obtener algo de información, pero sus contactos no son tan comunicativos como solían ser. Probablemente hay tres docenas de tipos y tipas que piensan que podría hacerse con este tipo de objetos, y tal vez una cuarta parte de ellos en realidad podría. Pero eso fue antes de que yo me hiciera cargo de la seguridad.
—¿Entonces nadie puede pasar por tu sistema?
Ella se encogió de hombros.
—Yo podría, pero conozco todos los esquemas de cableado. En cuanto a cualquier otro, no estoy tan segura.
—Entonces no tenemos nada por lo que preocuparnos. Supongo que Scotland Yard puede husmear todo lo que quiera, siempre y cuando no te husmeen a ti. La pesca puede esperar hasta el otoño.
—Salvo que solo porque sepa que nunca van a llevarlo a cabo no significa que nadie más vaya a intentarlo.
—Está bien. La pesca otra vez.
Ella le dio un codazo en el estómago.
—No voy a apostar la exposición, y tú lo sabes. Como has dicho, estoy en el comienzo de un nuevo negocio. Y tanto si estoy a cargo de la seguridad de los objetos valiosos o recuperando los robados, tengo una reputación que mantener.
—De eso es de lo que estoy hablando...
—No solo con los clientes potenciales. Con los chicos que pueden pensar que sería divertido poner en evidencia a Paula Chaves. Con los que solía estar en competencia, los que no pudieron llevar a cabo los trabajos que yo sí pude. Si esos tipos me hacen quedar mal, bien puedo convertirme en pescadora de truchas profesional, porque nadie sería tan estúpido como para contratarme para proteger cualquier cosa.
—Yo te contrataría.
Ella lo miró a los ojos.
—Ay, caramba, gracias
—Mmm... No hay de qué.
Pedro le quitó el cuenco de palomitas y lo puso sobre la mesa. Luego le hizo poner las piernas sobre él y se inclinó para besarla. Deslizó una mano por los muslos cubiertos por vaqueros, hundiéndola entre ellos y presionando.
A Paula la excitación le bajó por la espalda. Mmm, esto era más como él.
Mañana era el preestreno para la prensa local y el último ensayo, luego la inauguración de la exposición el sábado.
Pedro tenía una forma de enfocar su tensión y liberarla como nadie más había sido capaz de manejar. Había buen sexo,
había sexo genial y luego estaba el sexo con Pedro Alfonso.
La empujó para que se tumbara sobre el sofá, siguiéndola abajo y deslizando las manos debajo de su camiseta. Esta vez cuando la besó sus lenguas bailaron.
Paula le bajó por los brazos de un tirón la camisa suelta que llevaba y él la soltó lo suficiente para quitársela encogiéndose de hombros.
—Podrías ir a Escocia sin mí, si deseas mantenerte lejos de esto —dijo deprisa, arqueando la espalda mientras él le arrastraba el sujetador y chasqueaba la lengua sobre un pezón, luego el otro.
—Deja eso —dijo él, con voz ahogada contra sus tetas.
Su voz retumbó y le hizo cosquillas en el pecho.
—Cristo —murmuró ella, hundiéndole los dedos en el pelo negro—. Pero la exposición va a estar aquí durante cuatro semanas, bollito semental. Voy a estar bastante ocupada, así que...
—Olvídalo. —Le desabrochó los pantalones y metió la mano debajo de sus bragas—. Sé cómo va a ser. Tú vigilando todas esas rocas brillantes todo el día sin permitirte tocar ninguna de ellas. Y yo estaré aquí para simpatizar con tu
frustración.
Ella bajó una mano para acunar el bulto considerable en la entrepierna de sus pantalones.
—Hablando de rocas —murmuró, apretando suavemente.
Él gimió.
—Y las dos son para ti.
Paula se rió entre dientes sin aliento.
—Oye, eso me recuerda, ¿dónde está el maldito?
—En la caja de arriba, a salvo. —Comenzó a bajarle los pantalones.
Ella levantó las caderas, retorciéndose para apresurarse hacia la parte desnuda de la noche.
—Bien. No quiero que nada importante se te caiga.
Con un bufido Pedro terminó de quitarle los pantalones y la ropa interior, luego se enderezó para quitarse su camiseta gris y bajarse la cremallera de los vaqueros que se había puesto después del incidente del vino.
—No, no queremos eso.
Ocho meses juntos y todavía se mojaba cuando él la miraba de soslayo. En momentos de cordura, se le ocurría que un coleccionista de arte multimillonario y una ladrona de guante blanco semi retirada con más de cuarenta robos por los que
podía ser arrestada no era probablemente la combinación más sabia. Pero él se había abierto camino hacia su corazón hasta tal punto que no podía imaginar, no quería imaginar el escenario que les enviaría por caminos separados. Fuera lo que fuese, estaba segura de que sería por su culpa, sabía que tenía que permanecer en el lado correcto de la ley, pero sabía que había mucha gente que pensaba lo contrario.
Tiró camiseta y sujetador al suelo, y le rodeó los hombros mientras él se acomodaba sobre ella y poco a poco, con calma, entraba en ella. Aquí era donde todo funcionaba, donde las discusiones o diferencias que pudieran tener
desaparecían. Aquí era donde encajaban. A la perfección.
Pedro la besó, los movimientos de su lengua coincidieron con el empuje de sus caderas. En el fondo alguien gritaba algo en japonés acerca de un monstruo gigante, y Godzilla rugió. Mmm, incluso con un probable intento de robo en su
calendario y un diamante maldito arriba, la vida era buena.
Paula se tensó y se corrió, rápido y con fuerza.
—Ahí vas —murmuró Pedro en su oído—. He estado esperando esto todo el día.
Ella entrelazó los tobillos alrededor de sus caderas.
—Ahora es tu turno, ricachón —jadeó, apretándolo.
—Jesús. —Aumentó el ritmo, rugió, Godzilla rugió y él se dejó caer sobre ella, temblando.
Sus corazones latieron uno contra el otro. Él era muy pesado, metro ochenta y dos de todo músculo, pero a ella le gustaba su peso. Su caballero de brillante armadura, listo para matar dragones y caballeros negros cuando la situación lo requería.
Pedro levantó la cabeza.
—Esto para el aperitivo —dijo sonriendo mientras le besaba la punta de la nariz—. Vamos arriba a tomar el plato principal, ¿de acuerdo?
—Picante.
***
Siempre había considerado a Connoll Alfonso un hombre inteligente, después de todo él era el que había comenzado a ampliar la colección Alfonso, ahora considerada una de
las mejores, si no la mejor, colecciones privadas de arte y antigüedades del mundo.
Meter un diamante muy raro en una pared, bueno, no parecía del estilo de Connoll. Tal vez lo había hecho para apaciguar a su nueva novia excesivamente supersticiosa, Evangeline. Pero ella misma había tenido muy buen gusto, por todo lo que había oído y leído fue una compañera justa y equitativa en el matrimonio.
Sus tres hijos, dos chicos y una chica, habían sido de mente y cuerpo sanos, y Pedro no podía pensar en alguna razón por la cual ninguno de los padres no les hubieran contado a ninguno de los niños lo de la herencia en la pared.
Su nuevo teléfono móvil sonó y dejó caer el diamante en la bolsa.
—Alfonso.
—Buenos días, señor —se oyó la voz de Sarah.
—No suenas particularmente complacida —señaló, moviendo los dedos hacia Paula cuando salía, desnuda salvo por una toalla húmeda, del cuarto de baño.
—Acabo de oír al señor Allenbeck. Han decidido ir con la Construcciones Pellmore, señor.
Joder.
—Gracias por decírmelo. ¿Alguna otra cosa en la agenda de esta mañana?
—Joaquin Stillwell llamó desde Canadá. Dice que el consejo de la ciudad de Montreal está siendo sorprendentemente cooperativo, y le enviará hoy un correo electrónico con los detalles.
Bien. El proyecto de Quebec parecía estar consumiendo mucho tiempo y no era tan rentable como el de Blackpool. Los peligros de enviar un nuevo asistente entusiasta, aunque estaba haciendo todo lo posible por impresionar al jefe.
—Lo miraré. Y ¿Sarah?
—¿Sí, señor?
—Estoy esperando hoy el paquete de Tomas Gonzales. Si llega, házmelo saber, y haz que me lo envíen aquí. Le echaré un vistazo este fin de semana.
—Me ocuparé de ello.
—Gracias.
Cerró el teléfono y se volvió a tiempo de ver la parte trasera de Paula cubierta por la toalla desaparecer de nuevo en el cuarto de baño. Hum.
Rápidamente cogió la bolsa de terciopelo y la metió en el bolsillo de la chaqueta que ella llevaría hoy en el preestreno para la prensa. Tal vez eso la convenciera de lo tonta que estaba siendo, sobre todo porque quería que ella tuviera el diamante.
Su diamante.
—¿Estás segura que no te importa que ande por aquí para el preestreno? —preguntó, apoyándose en la puerta.
Ella terminó de abrocharse el sujetador.
—Te hubiera dicho que te perdieras si no te quisiera aquí. Y oí mencionar a Gonzales hace un minuto. ¿Qué está haciendo ahora, tratando de que me deporten de forma permanente?
Pedro se echó a reír. Si no supiera que Paula y Tomas se admiraban entre sí mucho más de lo que cualquiera de ellos admitiría jamás, habría sido menos divertido. Sin embargo su mejor amigo y abogado había demostrado varias veces que daría pasos más allá de su zona de confort para ver que Paula permaneciera a salvo, y por eso toleraría el público antagonismo.
—Son los impuestos sobre la propiedad. Tendría a Joaquin con ellos, pero está presentando mi oferta en Canadá.
—Tú y tus secuaces. —Se dio la vuelta y lo besó—. Y sí, ven a la presentación para la prensa. De esta manera, si algo sale mal puedo tirarte a los paparazzi mientras me escapo. —Se miró en el espejo de nuevo y cogió el delineador de ojos—. No has conseguido el contrato Blackpool, ¿verdad?
—No. Aunque después de ayer, no puedo decir que esté decepcionado por perder la oportunidad de trabajar con Allenbeck. El hombre es un imbécil.
—Me encanta cuando te pones todo británico.
Arqueó una ceja.
—Siempre soy todo británico.
Dios, se veía tan encantadora, el pelo todavía le colgaba húmedo alrededor de la cara mientras estudiaba críticamente la aplicación de lo que ella llamaba sus pinturas de guerra. Antes de que se casara y después de descubrir a su ex esposa, Patricia, en la cama con su ex compañero de la universidad, había tenido su cuota de citas... actrices y modelos sobre todo, porque estaban acostumbradas a las
cámaras y a la prensa que parecían seguirlo a todas partes.
Y luego conoció a Paula. Había estado en su casa de Palm Beach, a medio camino de robar una tableta de piedra de valor incalculable que provenía de Troya. Y ella terminó
salvándole la vida cuando su guardia de seguridad hizo estallar accidentalmente una bomba colocada por otro ladrón.
Locura, de toda clase, y al final habían emergido juntos.
Quería que permanecieran de esa manera. Así que había aprendido a ser paciente, a tratar su relación con mucho más cuidado de lo que lo hacía con cualquier relación de negocios. Hasta el momento estaba funcionando, pero aún no tenía ni idea de lo que Paula haría si y cuando decidiera a dar el siguiente paso con ella.
—¿Qué? —le preguntó ella, mirándolo por el espejo.
Él se sacudió.
—¿Qué qué?
—Estás sonriendo. Eso me asusta.
Pedro se echó a reír.
—Nada te asusta. Estoy orgulloso de ti. Te has ganado la responsabilidad que V&A te dan hoy.
—Salvas unas pocas pinturas valiosas de ser robadas del Museo Metropolitano de Arte, y de repente todos los museos quieren que seas su compañero de almuerzo.
—Así que ya sabes, no escuches las chorradas que suelten nuestros invitados. No tengo nada que ver con que te pidieran instalar y supervisar la seguridad de la exposición.
—Tengo la intención de escuchar muy poco lo que provenga del inspector Henry Larson, pero gracias.
—De nada. Supongo que debería ir a presentarme.
—Adelante. Bajaré en pocos minutos. Eso sí, no le pegues, Pedro, quiero hacerlo yo.
Él sonrió mientras abandonaba el cuarto de baño y el dormitorio principal.
—Nada de promesas, mi amor.
***
fascinado por Paula, como lo demostraban las tres pilas separadas de fresas con azúcar en el aparador y la cubitera de champán llena de hielo y Coca-Cola light helada. Larson había usado libremente ambas selecciones, no era una buena señal para que el inspector continuara siendo bienvenido.
—Buenos días —dijo Pedro, seleccionando huevos revueltos y un par de salchichas para acompañar su té. Sacaría uno de los caballos y montaría por la tarde para compensar.
Quizás esta vez por fin pudiera convencer a Paula para que
se uniera a él.
El inspector apartó la silla y se levantó.
—Buenos días, milord.
Con una inclinación de cabeza, Pedro indicó a Stilson, una de las amas de llaves de la planta baja, que saliera de la habitación.
—Alfonso, por favor —dijo en voz alta. Por lo general prefería Pedro, pero este hombre le estaba causando algunos problemas—. Y usted debe ser el señor Larson del Yard.
—La señorita Chaves se lo ha contado.
—Nosotros no guardamos secretos. Sin embargo, le agradecería unos pocos detalles más.
—Por supuesto. Estoy con la Unidad de Prevención del Delito del Yard, señor Alfonso. Hace tres días recibimos el soplo de que alguien podría intentar dar un golpe a la exhibición mientras esté aquí, en Rawley Park. Así que mis
superiores me asignaron para sustituir al señor Montgomery con el fin de mantener un ojo en las cosas.
—Sin embargo, esta exposición ha estado viajando a través de Inglaterra y Escocia durante los últimos dos meses. ¿Por qué aquí y ahora?
—Creemos que es debido a su... a la señorita Chaves.
Pedro frunció el ceño, toda la diversión desaparecida.
—Si está dando a entender que la señorita Chaves está haciendo algo vil, le sugiero que se marche y regrese con una orden judicial y el personal adecuado para iniciar una investigación. Usted ya no es bienvenido aquí bajo mi...
—No, no, no, señor —balbuceó el inspector—. Me he expresado mal. Lo que quise decir era que el padre de la señorita Chaves, Martin Chaves, fue un ladrón de guante blanco muy famoso. Alguien podría tener la idea de que la señorita Chaves es indulgente con ese tipo de cosas.
—¿Y eso se basaría en su ayuda para descubrir una banda internacional de ladrones de arte hace ocho meses? ¿O tal vez la investigación que hizo sobre la muerte de Charles Kunz, que dio como resultado la detención de dos de sus hijos por asesinato, robo e intento de fraude? —También podría mencionar el trabajo del Met, pero solo unos pocos sabían que había tomado parte en ello.
—O —continuó Larson a toda prisa—, o podría ser alguien que piensa que se hará un nombre si pueden superar a Chaves. Su padre era famoso en esos círculos.
—Ah. Ya veo. Muy bien. Pero le sugiero que no hable mal de la señorita Chaves en mi presencia de nuevo.
—No, señor. No lo haré.
—Bien.
Paula eligió aquel momento para acercarse tranquilamente por la habitación. Su cronometraje fue tan perfecto que él no tuvo ninguna duda de que había estado detrás de la puerta escuchando. Cuando ella le guiñó un ojo por detrás de la espalda del inspector, lo supo a ciencia cierta.
—Hola, señor Larson. ¿Todo listo para el gran día de hoy? —preguntó, yendo en línea recta hacia los refrescos.
—Creo que sí, señorita Chaves.
—Bien. Porque la prensa le hará algunas preguntas sobre las diferentes piedras preciosas. Especialmente sobre las malditas, o las que alguien llevó cuando fue decapitado.
—Transferiré esas preguntas al personal del museo —dijo con frialdad.
—Eso tiene sentido. Y no olvide que quiero ver su autorización de Scotland Yard por escrito antes de que le den los códigos actuales de acceso.
—Estará aquí antes de que llegue la prensa.
—Eso espero, por su bien. —Seleccionando unas fresas y una tostada, tomó asiento al lado de Pedro.
Por un segundo, Pedro se sintió culpable por haberle puesto el diamante en su bolsillo sin decírselo, porque tendría mucho que pagar si lo encontraba antes o durante la salida con la prensa. Estaba poniendo de vuelta y media a Larson en este momento sin ningún efecto negativo, aunque, y si lo hacía después, valdría la pena el riesgo de demostrarle que este disparate supersticioso era solo eso: una tontería. Y la posesión de un diamante no desencadenaba la tragedia.
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